HOMILÍA EN EL DOMINGO IIIº DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos religiosas, y seglares:


Me ha llamado especialmente la atención una de las expresiones del profeta Isaías en la primera lectura de hoy, anunciando la venida del Mesías, de Jesús nuestro salvador. Lo proclama proféticamente como aquel en quien confluye toda la belleza imaginable. Poniendo como signos que permitan a los contemporáneos entender el mensaje a partir de su experiencia, dice: “Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión” (Is. 35, 2).

La belleza a que alude el profeta no se refiere a los elementos externos que pueden revestir personas y objetos indignos. El profeta alude a la belleza que trasluce desde el interior, donde las verdaderas esencias constitutivas de la persona del Mesías son la verdad, el bien, la justicia, el amor y la santidad. Cualidades todas ellas que, en Cristo, tienen además la dimensión de la infinitud y de la consiguiente perfección.

En Cristo se manifiesta la plenitud de la divinidad. Por eso, refiriéndose a quienes acogerán al Mesías con limpieza de miras y con rectitud de corazón, añade el profeta: “Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios” (Is. 35---).

La belleza es aquí signo de la plenitud divina que Cristo manifiesta a la humanidad para beneficio de cada uno de los hombres y mujeres de todos los tiempos, edades y condiciones.
La belleza de Cristo, Dios y hombre verdadero, no es estática, inmóvil o pétrea; es dinámica y operativa. Regida por el amor, no sólo se manifiesta sino que se da, se entrega, se participa para que las criaturas humanas podamos participar de ella. Es la belleza de la vida de Dios de la que somos beneficiarios al recibir el don insuperable y divino que llamamos Gracia. Por la gracia, participamos de la vida divina.

Somos indignos de recibir la gracia de Dios. Pero, además, desde el pecado de nuestros primeros padres, éramos incapaces de recibirla siquiera como regalo. Ahora podemos acceder a ella porque Jesucristo nos ha devuelto la capacidad de relacionarnos con el Señor en una familiar cercanía que nos lleva a la intimidad con Él. Cercanía e intimidad en la que podemos crecer mediante el conocimiento y seguimiento de la palabra del Señor, mediante la oración asidua, y mediante la participación en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía.

Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo es tanto como comer y beber los elementos vitales del Hijo de Dios hecho hombre; es comer su vida humana y divina, puesto que ambas se unen en la única Persona, que es la divina y, por tanto, la única que pudo merecer para nosotros la redención y nuestra consiguiente filiación adoptiva en Dios nuestro Padre. Así como aquello que comemos y bebemos se hace cuerpo nuestro, así, al decirnos “tomad y comed porque esto es mi cuerpo”, y “tomad y bebed porque esto es mi sangre”, el Señor quiere significar que su vida se hace vida nuestra, que esta cercanía y esta participación eucarística de Cristo nos transforma interiormente en el hombre nuevo que es Él mismo, cabeza de la nueva humanidad redimida y destinataria de la promesa de salvación universal y definitiva.

Esa vida interior fundada en Dios, y que puede avanzar cada día en una mayor compenetración con el Señor; esa vida que participa de la belleza de la verdad, del brillo del bien, de la precisión de la justicia y de la generosidad del amor, es la que, vivida en plenitud por Cristo, genera y trasluce la mayor belleza posible, que supera toda belleza humana, y que desborda toda la belleza de la creación.

La Navidad preparada, como el camino que nos permite contemplar la belleza de Dios manifestada en Jesucristo, ha de ser una fiesta desbordante de gozo, y totalmente expansiva en beneficio de quienes nos rodean; porque es la fiesta del amor de Dios, la fiesta de la manifestación humana de la divinidad, la fiesta de la entrega de Dios para que participemos de su vida a lo largo de nuestra existencia, hasta que gocemos definitivamente de la gloria y de la felicidad eternas.

La imagen del profeta, refiriéndose al Mesías anunciado, sigue hablándonos de las consecuencias de la entrada del Señor en la historia. Con las imágenes materiales alusivas a la transformación renovadora de la redención, nos dice el profeta Isaías: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará, y volverán los rescatados del Señor” (Is. 35, 9). A esta misma transformación interior, significada en estos milagrosos cambios externos, alude el Señor cuando los discípulos de Juan Bautista le preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt. 11, 2). Jesucristo les responde invitándoles a fijar su atención en lo que él hace, e invitándoles a transmitirlo: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt. 11, ---).

En esta obra admirable, que todos pueden contemplar, se manifiesta la belleza de Dios, porque cada una de esas obras, llamativas o no percibidas por algunos, se vuelca la belleza intrínseca de Dios que es la Verdad, el bien, la justicia y el amor.

La preparación para la Navidad ha de disponernos a mirar con atención y contemplar con espíritu abierto el misterio de Jesucristo en el que se nos manifiesta, nos llama y se acerca a nosotros el mismo Dios, porque nos ama, y nos convoca a la salvación. Por eso, la oración inicial de la Misa nos ha invitado a unirnos en esta plegaria al Señor que viene: “concédenos llegar a la Navidad –fiesta de gozo y de salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante”.

Pero no podremos celebrarla con esa alegría desbordante mientras haya sombras causadas por egoísmos o por falta de atención a las necesidades ajenas a las que debemos nuestra aportación por justicia. Que nuestra justicia humana mire a la justicia divina que es la salvación, y pongamos todo el interés en ayudar a los hermanos más desposeídos para que sean salvados de toda opresión, de toda manipulación, de toda carencia básica en la subsistencia, en la educación, en la libertad, en el amor y en la esperanza.

Pidamos al Señor que, por la fuerza de la Eucaristía, obre en nosotros la transformación que necesitamos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE SANTA EULALIA DE MÉRIDA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Asociación de la Mártir Santa Eulalia,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Nos hemos reunido un año más para celebrar la fiesta religiosa de la Mártir Santa Eulalia, titular de esta Parroquia, patrona de Mérida, y referencia permanente de la identidad emeritense.

No cabe duda de que es un verdadero privilegio tener a una joven cristiana como ejemplo de fidelidad a Jesucristo hasta el martirio. Sobre todo cuando tanto nos preocupa la educación cristiana y el comportamiento de la juventud. Pero o olvidemos que la santa nos da importantes lecciones también a los mayores.

2.- Corren tiempos en que la debilidad ha hecho mella en el espíritu de muchas gentes, sin excluir numerosas personas que se consideran y manifiestan como cristianos. Llevados del ansia de bienestar y de satisfacción personal, y presionados por ambientes laicistas, caen fácilmente en actitudes y comportamientos acomodaticios. Se pretende establecer la interpretación del Evangelio, la ordenación moral de la vida y hasta la misma consistencia de la Iglesia, de acuerdo con los puntos de vista personales derivados de un falso principio: el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas. Más todavía; muchos piensan que cada uno, según las circunstancias concretas en que se encuentra, es la medida de lo que está bien y de lo que está mal y, por tanto, el criterio de aceptación o rechazo de cuanto se nos ofrece y de cuanto nos acontece. Por este camino se van dando pasos, cada vez más largos y llamativos, hacia la torpe y mortal sustitución de Dios por el hombre. La religión es progresivamente relegada al ámbito de lo opinable, y reducida al sector personal más privado. Dios desaparece de la sociedad. De él gusta a muchos mantener simplemente aquello que pueda satisfacer como espectáculo o como reliquia histórica integrada en la cultura del pueblo.

El pensamiento y la conducta social a que estamos aludiendo no es una característica de todos. Ciertamente no. Pero goza de una amplia extensión que va tiñendo con un tono amarillo la cultura y las leyes de muchos países. Europa no es ajena a ello, y la globalización, velozmente expandida en muchas partes del mundo por la fuerza de los medios de comunicación, ha extendido la creencia de que ha de ser correcto lo que tanta gente opina.

En verdad, cuando el pensamiento es sustituido en muchos ambientes por una estudiada propaganda ideológica y cultural, propiciada por los poderes políticos y por intereses económicos; y cuando se establece el principio de que es verdad lo que llega avalado por un amplio consenso social, la debilidad del pensamiento a la que sucumbe esta sociedad en buena parte abandonada a la prisa, a lo inmediato y a lo sensible, lleva a pensar que esos criterios y esas conductas gozan de la garantía del acierto. ¡Qué fácil es, entonces, sucumbir a las corrientes que abogan por la inmediata satisfacción!. ¡Y qué fácil es también, en situaciones semejantes, reaccionar ante el Evangelio con un “sí, pero...”!

3.- Frente a ello, una adolescente, con apenas doce o trece años, educada cristianamente en el seno de su familia, pertrechada con la armadura de la fe y estimulada por la experiencia de Dios, nos da el testimonio inequívoco de no dejarse arrollar por las mayorías, ni por el poder constituido, ni por el miedo a los tormentos, ni por el ánimo de bienestar y de satisfacción personal. Santa Eulalia, joven creyente y generosa, nos da una clarísima lección; la misma que aprendió de Jesucristo cuando, resumiendo las normas en que debía inspirarse los cristianos, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. La pena sería que no la aprendiéramos.

El Señor, que vela por la recta educación de nuestro entendimiento y por la ayuda oportuna que pueden aportarnos los testimonios claros de fe y de fidelidad a toda prueba, nos ofrece abundantes ejemplos de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, jóvenes y mayores santos, que no escatimaron sacrificios hasta el martirio para proclamar la primacía de Dios sobre todo y sobre todos.

Recientemente hemos podido gozar de la declaración de beatitud en favor de casi 500 personas de nuestra patria que, sin más delito que la práctica de su fe cristiana, fueron vilmente asesinados al tiempo que perdonaban de corazón a sus verdugos. Ellos, Santa Eulalia, los mártires de la primitiva Iglesia, y los que siguen dando su vida a través de todos los tiempos y en diversas partes del mundo por la proclamación y defensa de Cristo, constituyen una razón y un estímulo muy fuertes para que revisemos nuestra fe y nuestra conducta personal, institucional y social.

Los cristianos no tenemos derecho a servir a los hombres antes que a Dios. De él lo hemos recibido todo. Él camina a nuestro lado como el Hermano mayor que vela permanentemente por nuestra libertad de espíritu y por nuestra salvación definitiva.

La fiesta de Santa Eulalia debe constituir para todos nosotros un revulsivo, un toque de atención que despierte nuestro espíritu, y un ejemplo que oriente nuestro ánimo para acercarnos al Señor, para reconocer en Dios nuestro origen, nuestro camino y nuestro fin, la referencia única, universal y definitiva de la verdad, de la verdad que nos hace libres, de la justicia que brota de la fraternidad, y del servicio a la Iglesia y al mundo para llevar la luz de Cristo a todas las personas y a todos los ambientes.

Esta celebración festiva nos pone ante la grandeza labrada por Dios en la debilidad de sus
criaturas, en la pequeñez de una tierna jovencita, y en la aparente insignificancia de quien no tenía prestigio social alguno. Por eso nos incita a exclamar con fe sincera y con espíritu agradecido, haciendo propias las palabras del libro del Eclesiástico que acabamos de escuchar: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida...porque estuviste conmigo frente a mis rivales” (Eclo. 51, 1).

Ésta pudo ser la plegaria de Santa Eulalia. Esta pudo ser la plegaria de tantos y tantos mártires que nos han dado ejemplo de fe y de fortaleza como cristianos auténticos.

Ésta debería ser con mucha frecuencia nuestra plegaria, reconociendo la bondad de Dios para con nosotros, y los permanentes e inmensos regalos y cuidados que recibimos al Señor, y que nos defienden de tantos males como nos acechan en la intemperie del mundo.

No debemos prestarnos a la corriente de excusas con que muchos se creen libres de cumplir con su deber, de seguir al Señor, de ser fieles al Evangelio, a causa de las dificultades con que se encuentran, con que nos encontramos todos de un modo u notro. Es el mismo S. Pablo, quien nos dice hoy en la segunda lectura:”Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo Jesús será perseguido” (2 Tim. 2, 12).

Santa Eulalia, la santita, como le llamáis con cariño y ternura, fue una de las vírgenes prudentes que pudieron salir a recibir al Esposo, según nos cuenta hoy el Evangelio, y que se encontraron con el Señor porque estaban preparadas.

Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra patrona, que nos ayude a estar vigilantes, y a ordenar nuestra vida con criterios evangélicos, dando siempre a Dios la primacía sobre todo y sobre todos.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosas, seminaristas y seglares:

La fiesta que hoy nos congrega en esta solemne celebración es la más destacada manifestación del triunfo de la gracia de Dios en la humanidad.

Una criatura sencilla y anónima en su ámbito social, discreta en su comportamiento, e irrelevante en sus características externas, es elegida por Dios para ser Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Su altísima vocación, obra de Dios en el misterio de sus inescrutables designios de paz y salvación, supuso la capacitación plena de María para esa dignísima misión. Y esa capacitación plena y perfecta, fue la pureza absoluta, el inicio de la santidad sin falta. Como nos dice el Prefacio de la Misa que estamos celebrando, “purísima había de ser la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo”. Capacitación que la Santísima Virgen supo corresponder con su santidad sin falta, haciendo de su vida un ejemplo de perfecta fidelidad.

La elegida para que el autor de la redención universal y eterna entrara en la historia empecatada y la salvara del poder diabólico que la había sometido, fue camino limpio, instrumento dócil y amorosa receptora de los dones divinos.

La que tenía que ser instrumento del acercamiento del redentor a la humanidad necesitada de salvación, no podía estar sometida, ni por un instante, a las ataduras del maligno. Por eso Dios, Señor de la creación entera, la libró de la herencia del pecado original; y la dotó de la gracia de la redención, que su Hijo iba a alcanzar mediante su curso en el mundo cuya culminación fueron la Cruz y la Resurrección.

En María, Inmaculada desde el primer instante de su concepción, no hicieron mella la fuerza y la malicia del engaño diabólico por el que Adán y Eva perdieron su pureza original y la capacidad de acceder hasta el Señor.

Por el pecado de Adán y Eva, la tierra cambió su bella suerte de paraíso feliz en oscuro destierro. Y la historia, que primordialmente era un ámbito de feliz intimidad con Dios y camino directo hacia la eternidad gloriosa, se convirtió en espacio de contradicción y valle de lágrimas. En adelante, la senda de la salvación adquiría las notas de la estrechez y del dolor; y la vida de la humanidad iba a caracterizarse por la lucha interior en busca de la verdad siempre rodeada de lejanía y de misterio; en un ansia insatisfecha de libertad, y en un anhelo de paz y felicidad sólo alcanzables en la amistad con Dios que la humanidad había perdido por el pecado de sus primeros padres.

Por la redención de Cristo, manifestación indiscutible de la solidaridad de Dios con la esencial necesidad del hombre y de sus anhelos de salvación, cambió el horizonte de la vida terrena.
Por Jesucristo, hombre nuevo y cabeza de la nueva humanidad, Hijo Unigénito enviado por el Padre y hombre verdadero nacido de María santísima, apareció en el horizonte humano la posibilidad de encontrarse con Dios; fue pronunciada victoriosamente la promesa de la salvación definitiva. La oscuridad de este campo sin caminos, que había quedado fuera del Paraíso, fue rota por la luz de la esperanza. Por la redención, que se inició en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, inmaculada desde su concepción, la humanidad podía acceder a Dios mismo, autor de la vida y de la felicidad, que es el deseo más profundo que anida naturalmente en el corazón del hombre creado a imagen del Altísimo.

La primera criatura beneficiaria de la radical transformación que supone la íntima y plena vinculación con Dios por la gracia vencedora del pecado, fue la santísima Virgen María, Inmaculada en su Concepción y limpia de todo pecado en todo el curso de su vida entera. Su nombre, en el paisaje de la redención fue, es y será, “llena de Gracia” bendita porque siempre creyó, y bienaventurada porque escuchó y cumplió la palabra del Señor.

Hija del Padre, Esposa del Espíritu Santo, y Madre del Hijo, María es la primera criatura convertida en himno de alabanza a la Santísima Trinidad. Ella es el reflejo sin sombras del amor infinito de Dios que tiene sus delicias en los hijos de los hombres.

María, paradigma de la fuerza transformadora con que actúa la Gracia divina, se convierte para nosotros en puerta de la esperanza, en estímulo permanente para la lucha que se nos presenta con promesas de victoria, en ayuda para el caminar cotidiano y en protección frente a los peligros que nos acechan.

Al contemplar en María santísima el glorioso triunfo de la Gracia, que es, al mismo tiempo e inseparablemente, el triunfo del amor de Dios y de su infinita misericordia, cada uno de nosotros debe convertirse en un vocero que convoque a entonar himnos de gratitud y de alabanza la Señor con las palabras del Salmo que hemos repetido: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal. 97).

La maravilla que Dios ha realizado en Jesucristo su Hijo, hecho hombre en las purísimas entrañas de Santa María Virgen, es la manifestación de su amor a la humanidad, a cada hombre y mujer de todos los tiempos. A todos nos ha llamado a la salvación y a la felicidad eterna, a pesar de que la habíamos perdido por ofenderle.

Por todo ello, el cántico nuevo en que debemos ocuparnos, y al que debemos convocar a los demás como consecuencia de nuestro agradecimiento a Dios, y en cumplimiento de nuestro deber apostólico, es el que nos brinda S. Pablo en la segunda de las lecturas que ha sido proclamada hoy: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo –antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef. 1, 1-6).

La gracia de Dios, la bendición de Dios, que nos llegó por Jesucristo, ha tenido y tiene como paradigma, como referencia fundamental e insuperable, a la Santísima Virgen María. Y esa bendición nos mueve a la esperanza cierta porque el Señor ha designado a su Madre como Madre nuestra, y la ha constituido en la primera y más poderosa intercesora nuestra y medianera de todas la gracias.

Ella es la más fiel imagen de la Iglesia, perfectamente santa por Jesucristo que es su cabeza, por el Espíritu Santo que la asiste, la anima y la conduce, y por la fidelidad del Hijo que en ella está como ofrenda permanente en sacrificio de suave olor. Y, al mismo tiempo, María, siendo Madre de Cristo su fundador y cabeza, es también Madre de la Iglesia, como la proclamó el Concilio Vaticano II.

Demos gracias a Dios por esta solemne festividad, que nos pone ante el misterio de María Santísima, precioso e insuperable ejemplo del triunfo de la gracia de Dios, primera criatura redimida, mujer perfectamente fiel a la vocación divina, humilde servidora del Señor que a sí misma se define como esclava suya.
Pidamos al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo que, por intercesión de la Santísima Virgen María, nos conceda el don de la conversión verdadera y profunda, y que nos bendiga con su amor incondicional hasta que alcancemos el regalo de la vida eterna en la felicidad indestructible en los cielos.


QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA INMACULADA

Queridos hermanos capitulares y demás sacerdotes,

Diácono asistente, seminaristas, religiosas y seglares:


La festividad litúrgica de la santísima Virgen María, en el misterio de su Inmaculada Concepción, nos congrega invitándonos a reflexionar, a contemplar y a orar entonando himnos de gratitud al Señor.

S. Pablo nos dice hoy en la lectura que acabamos de escuchar: “todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios” (Rom 8, 28). Por tanto, debemos entender que la fiesta que hoy iniciamos con estas Primeras Vísperas, es querida por Dios para beneficio nuestro y para bien de la Iglesia. En consecuencia, debe unirnos en una actitud de alabanza agradecida al Señor de cielos y tierra, esforzándonos por descubrir el mensaje que nos ofrece en esta solemnidad.

En la santísima Virgen María se realiza plenamente la imagen y semejanza de Dios según la cual hemos sido creados. Nosotros no podemos alcanzar ese grado de realización porque nacimos manchados por el pecado original, y hemos añadido nuestros pecados personales. Pero María, liberada por Dios de esa lastimosa herencia de Adán y Eva, por la aplicación anticipada de los méritos de Cristo nuestro redentor, disfrutó de la plenitud de la Gracia divina, desde el primer momento de su existencia. Gozó siempre de la plena participación de la vida de Dios y, por su inquebrantable fidelidad, no se alejó de Dios un solo momento durante su vida en la tierra.

La Santísima Virgen María es, pues, la realización perfecta del ideal de la persona humana según la voluntad de Dios, como lo fueron Adán y Eva al ser creados, sino que también llevó a cabo a la perfección el desarrollo de esa condición purísima hasta el fin de sus días. Esa maravilla de perfección que Dios obró en una de nosotros, la Virgen María, nunca ha sido superada ni lo será porque es propia exclusivamente de la llena de gracia.

Llena de Gracia nos la declaró el Ángel que le anunció la maternidad divina para la que había sido elegida. Llena de Gracia la proclama la Iglesia en el Dogma que declara como objeto de fe la Inmaculada Concepción de la doncella fidelísima del Pueblo Judío, primera redimida y primera criatura del nuevo Pueblo de Dios. Ella es la expresión más bella del amor infinito con que Dios se volcó en la creación del hombre y de la mujer. Ella es el sublime testimonio de la magnificencia divina cuyo esplendor obstaculizamos los hombres, ya desde nuestros primeros padres, a causa de los pecados personales.

La celebración de esta festividad, de tan antigua y firme raigambre española, nos abre a la contemplación de la infinita grandeza de Dios, ante su más generosa manifestación que, brotando del infinito amor divino, culminó en la entrega de su Hijo Unigénito. Por los méritos de la muerte y resurrección de Jesucristo recuperamos la posibilidad de crecer en la mayor de las cualidades sobrenaturales con que Dios nos enriqueció al crearnos a su imagen y semejanza. De este modo pudimos participar de su misma vida, de la vida de Dios, que es la gracia.

Contemplar el misterio de María santísima nos abre a la admiración de la obra de Dios. Y, ante el conocimiento de tanta grandeza y magnificencia, ha de brotar espontánea la gratitud. Somos verdadera e insuperablemente agraciados porque Dios ha querido plasmarla su generosa omnipotencia precisamente en la humanidad de la que formamos parte.

La contemplación de la insuperable obra de Dios en nosotros, al tiempo que nos llena de gozo, ha de llevarnos a poner nuestra mirada profundamente creyente y amorosa en el Señor hasta que seamos ganados tan fuertemente por la admiración, que nos convirtamos en verdaderos adoradores, en empeñados seguidores y en fieles hijos de Dios nuestro Padre y salvador. De Él venimos y hacia Él vamos acompañados y estimulados por Jesucristo nuestro hermano y redentor.

María, llena de gracia, no puede ser para nosotros nunca un motivo de envidia sino el mayor motivo de un constante reconocimiento de la sabiduría y del poder de Dios, y una ocasión de encontrarnos con el Señor al que nos muestra su Madre y ante quien intercede por nosotros Quien es, también, Madre nuestra.

Al cantar el himno de reconocimiento del amor y de la sabiduría de Dios que la Santísima Virgen nos dejó como preciosa herencia y como un modelo de oración, proclamemos de corazón, con fe y con gratitud, la grandeza del Señor, y honremos a su Madre santísima acogiéndonos a su maternal cuidado e intercesión.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE ADVIENTO CICLO A.

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas, seminaristas y seglares:

1.- En este domingo, segundo del tiempo preparatorio a la Navidad, la Iglesia nos invita a considerar el carácter decisivo que tiene, para nuestra vida cristiana, la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios.

Tanto durante el Adviento, como durante nuestra vida de la que son signo estos días prenavideños, nuestra actitud fundamental debe ser la esperanza.

Esperamos porque Dios nos ha hecho una promesa y la ha convertido en alianza sellada con su sangre. Según esta promesa aguardamos con plena confianza la venida del Señor que nos ha de llevar al triunfo total sobre el pecado y la muerte. Esta venida final no es separable de la primera venida en la Navidad original, cuando el Hijo de Dios, hecho hombre en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, nació como un niño, sencillo y humilde, en un pobre establo de Belén.
La venida como Niño en la primera Navidad constituía el inicio de la redención. Y la segunda y definitiva venida de Cristo será la manifestación plena de la redención porque en ella se manifestará, victoriosa, la divinidad de Cristo, juez poderoso de vivos y muertos, rey supremo y eterno que, por su amor infinito, vuelca su misericordia sin límites sobre quienes le acogieron y procuraron servirle.

2.- Pues bien, para nuestra adecuada preparación al encuentro con Cristo, ahora sacramentalmente a partir de su Encarnación, y luego directamente en la vida eterna, necesitamos la palabra de Dios. Ella nos enseña quien es Dios y cómo se comporta con nosotros, cual es su voluntad en beneficio de todos los que le buscan, y cual es su paciencia tomando siempre la iniciativa de acercarse a nosotros. El Señor no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf--)..

Sin conocer la palabra de Dios no podemos acercarnos a Él con libertad y esperanza. Por eso nos dice hoy S. Pablo: “Todas las antiguas Escrituras se escribieron para nuestra enseñanza, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rom. 15, 4).

Prestar atención a las Escrituras, a la palabra de Dios escrita, que nos abre cauces para llegar al Señor, es tarea que nos facilita la santa Madre Iglesia. De modo que sin atender a la que es nuestra Madre y Maestra, no alcanzaremos a saber qué nos dice, en verdad, el Señor en las misma Escrituras. Jesucristo ha confiado su palabra a su Iglesia y, mediante la asistencia del Espíritu Santo, le ha garantizado la integridad y veracidad en la transmisión del mensaje divino. Por eso ha dicho con toda claridad, refiriéndose a los Apóstoles de quienes son sucesores los Obispos en comunión con el Papa: “Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros recibe, a mí me recibe”(--).

3.- La palabra de Dios, proclamada por la Iglesia, nos llama a la conversión interior, que es el fundamento y la condición imprescindible para que cambien nuestros comportamientos personales y sociales. Esta era la predicación de Juan Bautista, el precursor de Jesucristo. Su grito, su consejo, su llamada era: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos” (Mt. 3, 1).

La conversión implica un cambio de mentalidad por el que los criterios humanos dejen paso a los criterios evangélicos. La palabra de Dios nos transmite los puntos de vista y los criterios de Jesucristo. Esto no significa la mutilación intelectual del hombre, sino su crecimiento gracias a la educación que nos ofrece la palabra de Dios ampliando nuestras perspectivas desde la sabiduría divina, que es algo distinto y muy superior a la ciencia humana. De ahí la trascendental importancia que tiene para el cristiano la formación seria y profunda, absolutamente accesible a todos por los medios al alcance de cada uno.

4.- La formación, fundamentada en la palabra de Dios y ofrecida a nosotros por la Iglesia en tantos momentos y formas, no debe ser mirada como una simple obligación. Entonces se convertiría en una pesada carga. Es urgente que descubramos la radical necesidad que de ella tenemos no sólo para el ejercicio del apostolado, sino para la misma orientación de la propia vida. Si la consideramos así, como es en verdad, entonces se convertirá en un quehacer ilusionado al que dedicaremos el esfuerzo necesario con entusiasmo y esperanza.

La llamada a la conversión de que nos habla S. Juan Bautista en el Evangelio de hoy, equivale a la preparación de los caminos del Señor por los que ha de llegar el encuentro personal con Dios. Encuentro que se dará en el seno de la Iglesia, hogar de los cristianos y morada de Dios con los hombres, significada en el espacio sagrado del Templo.

La conversión con la que preparamos los caminos del Señor, requiere ese conocimiento de Jesucristo por el que le reconozcamos y recibamos como el Señor del Universo. Como nos dice simbólicamente S, Juan Bautista, Él tiene el bieldo en la mano para aventar la parva y juzgar sobre el trigo y la paja. Mensaje éste muy urgente para nosotros en los tiempos que corren, porque las ideologías y las tendencias instintivas van favoreciendo el alejamiento de Dios, de forma que destaque la autonomía y la suficiencia del hombre, satisfecho con sus descubrimientos y con el espejismo de un futuro exclusivamente humano y universalmente feliz.

5.- Cada vez que el hombre da un paso alejándose de Dios, avanza hacia su deshumanización. De tal forma, que caminando de espaldas a Dios el hombre se dirige hacia su propia desestabilización y hacia su muerte. Realidad que estamos viendo muy claramente en nuestra sociedad a través de los medios de comunicación. Ellos nos dan noticia de egoísmos que causan las injustas diferencias sociales, el hambre, las guerras, el terrorismo, las distintas formas de violencia y de marginación, la muerte injustificada de inocentes, etc.

No basta apoyar la propia conducta tantas veces desenfocada apelando a que uno es religioso o que pertenece a ésta o a aquella religión que tiene a Dios como punto de referencia. Esto puede ser, y lo es en muchos casos, una forma de autoengaño que se prepara amoldando la supuesta religión a las propias conveniencias desde los propios puntos de vista subjetivos. Por eso, S. Juan Bautista dice a quienes le escuchaban: “No os hagáis ilusiones pensando: pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras” (Mt. 3--).

6.- Ante las exigencias que lleva consigo la preparación de la venida del Señor, que esperamos sacramentalmente en la Navidad y que culminará definitivamente al fin de nuestros días, la santa Madre Iglesia pone en labios del sacerdote, en la oración inicial de la Misa, estas palabras: “Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo”

Pidamos a la Santísima Virgen María, Señora del Adviento y madre de la esperanza, porque fue elegida para acercarnos a Cristo, que interceda por nosotros y nos alcance la gracia de la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, de la sincera conversión, y del encuentro verdadero con el Señor que viene a salvarnos.


QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA DEL DOMINGO Iº DE ADVIENTO, CICLO A

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos religiosas, seminaristas y demás seglares reunidos en este sagrado Templo para celebrar los Misterios del Señor:

Es muy importante considerar cual ha sido la petición que hemos elevado al Señor al comenzar esta acción litúrgica. Unido a la plegaria de toda la Iglesia, he suplicado al Señor que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene.

Esta oración supone que en todos nosotros existe el deseo de Dios, la necesidad de redención y de acercamiento al Señor. Y, al mismo tiempo, esta plegaria manifiesta al Señor nuestro reconocimiento de que, por diversas circunstancias, esa conciencia de nuestra necesidad de Dios y el deseo consiguiente de su venida, del encuentro personal y comunitario con Él, no tiene todo el vigor que debería. Por eso le pedimos que lo avive.

Reconocemos la debilidad de nuestra fe, y orando así, manifestamos también al Señor, que nos consideramos insuficientes para despertar la conciencia de nuestra necesidad de Dios y para avivar el consiguiente deseo de su venida. Por eso recurrimos a Él, que lo obra todo en todos, pidiendo que sea Dios mismo quien nos ayude a adquirir lo que necesitamos para ser coherentes con la fe recibida en el Bautismo.

Estamos llamados a cultivar y desarrollar esa fe hasta hacer de nuestra vida un auténtico y claro testimonio de la fidelidad a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, manifestado en Cristo nuestro Salvador.

La voluntad de vivir en el deseo de Dios, de su cercanía, de compartir su intimidad y de gozar de su gracia, es y debe ser la actitud permanente del cristiano en el Adviento. Este tiempo litúrgico simboliza nuestra vida en su dimensión peregrinante hacia la cuna de Belén, hacia la manifestación del amor infinito de Dios, hacia la reconstrucción del acceso a Dios y a la recuperación de nuestro diálogo con el Señor. Sólo desde es primer encuentro con el Señor podemos avanzar hacia el encuentro definitivo en la gloria a la que aspiramos.

La primera respuesta a la oración de la Iglesia, que hacemos nuestra en el primer Domingo de Adviento, está en la profecía de Isaías que anuncia la venida del Señor como un acontecimiento verdaderamente prometedor y lleno de ventajas para la humanidad que le reciba.

En verdad, al pedir a Dios que aumente el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, hemos dicho también a Dios cual era la intención última de nuestra plegaria: “para que colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino eterno”. Lo que Isaías nos anuncia es, precisamente, ese doble momento en que el encuentro con Cristo durante nuestro peregrinar sobre la tierra, nos abrirá a la preparación para el encuentro definitivo en la gloria, en el cielo, en la eternidad.

En primer lugar nos dice el profeta que “El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas” (Is 2,3). En segundo lugar nos describe la paz definitiva, en la que no habrá destellos de pecado ni obras de las tinieblas urdidas por la debilidad humana.

Ante la consideración de esta profecía, cuyo primer cumplimiento forma parte ya de nuestra historia, porque hemos sido bautizados en la gracia redentora del Hijo de Dios hecho hombre, nuestra vivencia interior debe ser la que nos pide S. Pablo en la segunda lectura, diciéndonos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rom. 13, 11). Y la actitud consiguiente, por coherencia, como decisión firme inspirada en la obra del Señor y apoyada en su promesa, debería ser, según nos dice S. Pablo también hoy: “dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con la armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rom. 13, 12).

A estas actitudes, que requieren un proceso de conversión, una decisión de entrega, y una lucha mantenida y esperanzada en la victoria final, el Señor, que ya nos ha visitado en su primera venida, nos urge a emprender el camino con prontitud, porque no sabemos ni el día ni la hora del segundo y definitivo encuentro con el Padre: “Estad bien preparados, -nos dice hoy en el Evangelio- porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre” (Mt. 24, 44).

Estas urgencias no han de ponernos nerviosos, ni deben motivar una pesimista desconfianza de llegar a tiempo en el cumplimiento de la tarea que nos concierne. Al contrario, igual que hemos pedido a Dios que avive el deseo de salir a su encuentro, así también debemos pedirle que nos conceda serenidad, empeño y esperanza en recorrer el camino que nos conduce hacia su encuentro definitivo.

La Santísima Virgen María, que hizo de sí misma espacio de encuentro de Cristo con el mundo, y la primera criatura que se encontró definitivamente con el Señor con cuerpo y alma en los cielos, nos ayude a orar y a preparar el camino del Señor durante el Adviento, a vivir la próxima
Navidad como un verdadero encuentro con Cristo y como el inicio de una andadura en íntima cercanía con el Señor que es el camino hacia el definitivo encuentro con Dios.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA DOMINGO XXXII, Décimo Aniversario de la Ríada de Badajoz

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Ilustrísimas autoridades,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- El recuerdo de los graves percances que han costado la vida a paisanos y familiares, lleva consigo el trance de revivir circunstancias especialmente dolorosas que todos desearíamos hubieran sido solamente un mal sueño. Pero, no cabe duda de que Dios nos habla a través de estos acontecimientos y nos ayuda para que redunden en beneficio de quienes los sufren. A nosotros corresponde poner atención a su mensaje.

En primer lugar nos enseña que todavía no hemos llegado a dominar el mundo creado y puesto por Dios a nuestro servicio en el respeto a la dignidad de la naturaleza.

La fuerza de los elementos hace mella en la vida de la sociedad, como estamos constatando por las noticias que nos van refiriendo la irrupción de huracanes, tornados, inundaciones y temblores de tierra. Esta constatación ha de propiciar en nosotros la humildad necesaria para reconocer, ante nosotros mismos, ante la sociedad y ante Dios, nuestra pequeñez y la necesidad de seguir trabajando en la investigación, en el estudio y en la colaboración entre personas, grupos y pueblos. Urge acelerar el conocimiento de las leyes de la naturaleza, para someter nuestra conducta a los imperativos de dichas leyes procurando no romper el equilibrio ecológico puesto por Dios; para dominar y encauzar la fuerza de los elementos de modo que no solamente evitemos sus consecuencias negativas, sino que las aprovechemos a favor del justo progreso; y para ordenar la vida personal y social de modo que no sucumba ante egoísmos e impulsos que rompan el orden impuesto por el creador.

En segundo lugar, estos acontecimientos, desgraciadamente luctuosos, que nos afectan muy directamente destrozando importantes obras humanas y cortando la vida de seres queridos, han de llevarnos a preguntarnos qué quiere Dios de nosotros al permitir estas pruebas tan dolorosas y, en buena parte, irreversibles o irreparables.

Ciertamente, aun rodeada por el misterio que no somos capaces de entender con la sola razón humana, y que, además, choca con nuestros sentimientos porque nos deja en la oscuridad y en el sufrimiento, la respuesta del Señor llega.

Además de llamarnos a unirnos a Él en el dolor de la cruz, por el que moría ajusticiado como blasfemos el mismo Hijo de Dios y salvador de la humanidad, el Señor quiere decirnos que necesita nuestra aportación personal y ciudadana al testimonio de entereza que la sociedad necesita para afrontar las dificultades inherentes a todo crecimiento y a la sorpresa dolorosa que causan las interferencias de elementos y comportamientos extraños a nuestros planes personales y sociales. Este mensaje del Señor a través de acontecimientos tan dolorosos debe llenarnos de consuelo, y ha de fortalecer nuestro compromiso en la construcción de un mundo mejor. Construcción que no podemos afrontar con garantías de éxito si no aceptamos por la fe que es Dios mismo quien permite estos acontecimientos, y quien nos ha elegido y nos ha puesto, debidamente pertrechados con su gracia, para ser los protagonistas ejemplares en estas difíciles ocasiones. El Señor, que nos ha creado, que nos conoce por ello más que nadie, y que nos quiere infinitamente más que nosotros mismos podamos querernos, nos pone ante la prueba para que profundicemos en el conocimiento de nuestras posibilidades y limitaciones, y aprendamos a reaccionar con toda libertad y dignidad.

Finalmente, recordando a las víctimas de la sorprendente riada, y haciendo un profundo acto de fe en el amor infinito que Dios vuelca sobre cada uno de nosotros, debemos aceptar que el Señor llamó a nuestros hermanos como su infinita misericordia le lleva a llamar a todos los que mueren. Esto es: el Señor llama a cada uno en el mejor momento para presentarse ante Él, porque no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva.

Por tanto, al elevar sufragios por el eterno descanso de quienes murieron, hace ahora 10 años, víctimas de la irresistible fuerza de las aguas, debemos abrir el corazón a la esperanza y a la gratitud.

Debemos abrir el corazón a la esperanza, confiando que el Señor les tenga en la gloria junto a Él por toda la eternidad; y que, desde allí, intercederán por nosotros, que todavía peregrinamos; y que dicha intercesión será especialmente intensa por sus familiares y amigos.

Debemos abrir el corazón a la gratitud, porque sabemos que Dios todo lo ordena para nuestro bien, como dice nuestro refranero: no hay mal que por bien no venga.

El santo evangelio nos anima hoy a pensar positivamente en la vida eterna, aceptando que es gloriosa, y que a ella iremos siendo transfigurados plenamente, hasta el punto de que seremos como ángeles de Dios. Preparémonos a ello con diligencia y con la energía que da la esperanza.

No obstante, es lógico que sintamos el dolor por la pérdida de los seres queridos. Fueron un regalo de Dios y es bueno sentir perderlos. Este dolor es indicativo de un buen corazón. Con ese motivo, debo deciros que el dolor purifica, templa el ánimo, fortalece el espíritu, y nos da mayor agilidad para afrontar los avatares de esta vida. Por ello estamos obligados, por caridad fraterna, a ayudarnos unos a otros para superar los trances dolorosos aprovechando el beneficio que se esconde tras del indudable impacto de dolor.

Llevados del consejo que nos da hoy S. Pablo, en la segunda lectura, unámonos en la oración pidiendo por los familiares de las víctimas. Por ello hacemos nuestras las palabras de S. Pablo. Y, al tiempo que las convertimos en oración, os las dirigimos a vosotros, queridos hermanos que sufrís el inevitable dolor de la pérdida irreparables de vuestros seres queridos; y os decimos: “Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre –que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza—os consuele internamente y os de fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas” (2 Tes. 2--)

Que la santísima Virgen de la Soledad, patrona nuestra y tan devotamente venerado par los pacenses, que sufrió el tormento de ver morir ajusticiado a su Hijo, y se mantuvo en pie con toda entereza y esperanza, y que llegó por ello a ser un insuperable ejemplo de fortaleza en la fe, nos ayude a todos a afrontar cristianamente el dolor y las pruebas que el Señor permita o nos envíe.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS

Concatedral de Mérida
Domingo 21 de Octubre de 2007


Queridos Sacerdotes concelebrantes,
Querido Ángel, dispuesto a recibir el Orden sagrado como Diácono,
Queridos familiares y amigos que le acompañáis,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas, seminaristas y demás seglares:


En la oración inicial de la Misa, he pedido al Señor para todos nosotros, ser capaces de entregarnos a Dios con fidelidad y servirle con sincero corazón.

Ésta debería ser nuestra oración permanente, puesto que se desprende lógicamente de la fe que el Señor nos ha regalado.

Por la fe, creemos que Dios es nuestro origen porque nos creó con amor.
Por la fe sabemos que Dios es nuestro fin porque nos ha redimido y nos ha hecho partícipes de su gloria llamándonos a participar de su misma vida y a gozar de su felicidad en el cielo.
Por la fe entendemos que el Señor sostiene los días de nuestra existencia terrena con el regalo de su misericordiosa providencia.

Por esa misma fe, que el Señor nos infundió en el Bautismo, asumimos libremente la vocación de Dios como el camino para alcanzar nuestra plenitud.

Por la fe aceptamos que nuestra limitación cerraría el acceso al crecimiento y a la perfección si Dios mismo no nos hubiera dotado con la luz que nos permite descubrir el camino, y si no nos hubiera dotado con la capacidad de ordenar nuestros pasos al fin que Él mismo nos va señalando con la vocación.

Por tanto, habremos de concluir que Dios es nuestro Señor, que es el dueño de cuanto somos y tenemos, y que todo cuanto hacemos ha de ser dedicado a Él como signo de gratitud por el infinito amor que ha volcado sobre nosotros a pesar de nuestras repetidas ingratitudes y ofensas.

Esa ofrenda total y permanente al Señor que ha de ser nuestra vida exige de nosotros un grandísimo interés por presentarla ante Dios con toda exquisitez y cuidado. Esa es la razón por la que pedimos a Dios la fidelidad y la sinceridad de corazón.

La petición de fidelidad que brote del corazón sincero es, pues, un deber y, consiguientemente, una preocupación de todos los que creemos en Jesucristo nuestro Señor. Pero, de modo especial, debe constituir la oración permanente de quienes hemos dedicado al Señor la vida entera para ocuparla en su santo servicio. Somos partícipes del Sacerdocio de Cristo y ejercemos el Ministerio sagrado para gloria de Dios y salvación de los hombres y mujeres a cuyo servicio nos ha puesto la Santa Madre Iglesia.

Tú, querido Ángel, vas a recibir el Sacramento del Orden Sagrado y serás constituido Diácono para asistir al Obispo y ayudar a los Presbíteros en el ministerio de la Palabra, en el servicio del Altar y en la atención a los más necesitados. Tu vida ya no te pertenecerá como propiedad que puedas disponer a tu arbitrio. El Sacramento del Orden sagrado implica la consagración a Dios. Sólo Él será, desde ahora, la parte de tu herencia y el motivo de todas tus dedicaciones ministeriales a las que te debes íntegramente. Por ello la sublime llamada del Señor, la altísima vocación que de él has recibido, embarga tu vida y ha de constituirla en un cántico de alabanza al Señor que ha decidido hacer presente en el mundo la redención valiéndose de ti y de tu libre aceptación. La más cordial sinceridad y el más puro deseo de fidelidad han de presidir tus proyectos, tus acciones y tus momentos de oscuridad y cansancio.

Como ministro del Señor estás llamado a hacerle presente en tu vida y en el ejercicio del ministerio que se te encomiende.

Hacer presente al Señor no significa simplemente manifestar que le representas, sino hacer las veces, asumir su propia acción a favor de las personas que se te encomienden. Ello implica asumir la suerte de esas personas y hacer por ellas lo que ellas no vana ser capaces de hacer por sí mismas. Habrás de rezar por ellas, habrás de hacer penitencia por ellas, habrás de dar gracias a Dios por todo aquello que ellas no sean capaces de agradecerle. Y todo ello para que avancen en el camino de la vida que ha de conducirles a la perfección, a la santidad, a Dios mismo y, con él, a la felicidad eterna.

Mira la preciosa lección que nos ofrece hoy la Sagrada Escritura presentándonos a Moisés en constante oración por el ejército que luchaba dirigido por Josué. Las manos de Moisés elevadas en oración lograban la victoria del Pueblo santo. La interrupción de la plegaria ponía en peligro al ejército de Israel.

La oración insistente y confiada por una causa justa, siempre es escuchada por Dios, según nos ha enseñado hoy la lectura del Santo Evangelio. Dios hace justicia a quienes le invocan con sincero corazón y empeñados en permanecer fieles al Señor.

Precioso mensaje el que nos ofrece hoy el Señor a través de la Santa Madre Iglesia en esta solemne celebración litúrgica. En ella recibes el orden del Diaconado y todos somos llamados a participar del Cuerpo y Sangre de Cristo. Él mantiene las manos extendidas en el sacrificio del Altar hasta el fin de los tiempos para que el pueblo elegido de Dios no perezca en la lucha por el bien, sino que alcance la vida eterna que es la victoria final y definitiva.

Hagamos un acto de fe tonifique nuestra vida para permanecer en la fidelidad y en la sinceridad de corazón.

Digamos interiormente, convencidos de la verdad profunda e iluminadora de estas palabras: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal. 120). Y digamos claramente a quienes atraviesan momentos de oscuridad y debilidad: “El Señor te guarda a su sombra... El Señor te guarda de todo mal” (Sal. 120).

Unámonos en un himno de gratitud al Señor porque realiza obras grandes en nosotros y para nosotros.

Aclamemos el Nombre del Señor, que es grande y misericordioso con los que le invocan.

Hagamos el propósito de invocar al Señor por quienes le olvidan, y de ofrecerle lo mejor de nuestra vida por quienes olvidan que todo se lo debemos al Señor.

Démosle gracias porque no deja de suscitar vocaciones al Sacerdocio y a la vida consagrada para gloria de la Santísima Trinidad y para salvación de todos los hombres.

Pidámosle que envíe operarios a su mies que es abundante y difícil en los tiempos que él mismo ha constituido en marco de nuestra acción pastoral y apostólica.

Oremos por la Santa Iglesia de Cristo para que, en su dimensión humana, permanezca siempre fiel al Señor que la ha fundado como casa de la gran familia de los hijos de Dios y como lugar de fraternidad entre los hermanos en la fe.

Agradezcamos a Dios el regalo de este nuevo diácono y próximo sacerdote, pidiendo para él fidelidad y sinceridad de corazón.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA APERTURA DE LOS CENTROS EDUCATIVOS

5 de Octubre de 2007
Badajoz, Catedral.


Misa de Petición por la actividad humana
Témporas de Octubre

Sacerdotes concelebrantes,
Claustro de profesores,
Representación de alumnos y familiares,
Seminaristas.

1. El Señor, a través de la Iglesia, nos enseña hoy el fin último del estudio y del trabajo, cualquiera que sea su estilo y condición.
Nos lo recuerda en el texto de la oración inicial de la Santa Misa.
Según esta plegaria, el estudio y el trabajo del hombre están orientados a perfeccionar cada día el universo creado por Dios.

Es cierto que el fin último de toda acción humana es la gloria de Dios en la que fraguamos nuestra propia santificación. Pero la gloria de Dios no está separada de su santa voluntad. Y esta voluntad, acorde con la perfección de la obra de Dios, no puede quedar ajena a la intención creacional y al plan trazado por su infinita sabiduría, tal como lo manifestó dirigiéndose al hombre en un principio: “creced y multiplicaos y dominad la tierra” (Gn 1, 28)

Procuramos la gloria de Dios cuando hacemos voluntad propia la voluntad de Dios expresada en su palabra, que es camino hacia la Verdad plena, y manifestada en esa concreción tan importante para cada uno que es la propia vocación.

Aportar nuestro esfuerzo al proceso de constante perfeccionamiento del universo creado es tarea en la que se resume todo lo que humana y sobrenaturalmente podemos y debemos hacer en relación con el mundo en que habitamos, con la sociedad a la que pertenecemos y con la misma Iglesia humana y divina, terrena y celestial de la que formamos parte por el Bautismo.

A simple vista podría parecer que las aportaciones valiosas en esta línea son aquellas que dan lugar al progreso científico en cualquiera de los órdenes y campos relacionados con el conocimiento de las capacidades del hombre, con el descubrimiento de las riquezas y potencialidades de la naturaleza, y con las vías de acercamiento, comprensión y pacífica relación entre los pueblos y las personas a lo largo de la historia.

Desde esta perspectiva, difícilmente quedarían integradas en la virtualidad del estudio y el trabajo ordenados al perfeccionamiento del mundo creado, aquellas disciplinas y dedicaciones que no pueden desentrañar satisfactoriamente el objeto de sus indagaciones. Me refiero al conocimiento del misterio de Dios, infinito e impenetrable por el hombre, porque la desproporción entre nuestra inteligencia y el ser y el obrar de Dios es permanentemente infinita.

Por difícil que pueda parecer, cualquier elemento creado es penetrable y dominable aunando esfuerzos y sumando hallazgos y descubrimientos. El Universo creado, el sol, la luna, las estrellas, en todas sus galaxias y constelaciones, no deja de ser una parte de la creación indudablemente inferior al hombre y puesto por Dios en sus manos para su conocimiento y dominio. Dios en cambio, por muchos miles de millones que durara todavía el mundo, siempre seguiría siendo Misterio insondable para nosotros.

¿A qué, pues, considerar hoy las palabras que nos ofrece la oración inicial de la Misa? ¿Aporta algo la teología al dominio de la naturaleza? Los avances de la ciencia son incorporados muy pronto por todos los pueblos de la tierra en este mundo globalizado. En unos casos, la incorporación lleva a la vida, como ocurre con la medicina, la informática, la climatología, la psicología y tantas otras ciencias más que no viene al caso enumerar exhaustivamente. En otros casos, la incorporación de los nuevos conocimientos científicos lleva al abuso, al desorden y a la muerte como ocurre con la manipulación genética, con la influencia subliminal para dominar el alma humana, o con los avances armamentísticos que tantas muertes y mutilaciones producen.

Fácilmente podríamos pensar que los avances filosóficos, especialmente en el campo de la ética, podrían inspirar nuevas legislaciones que ordenasen toda conducta humana, estableciendo normas y controles universales de pronta aplicación.

Sin embargo, bien sabemos que hecha la ley, hecha la trampa. La ley misma, sufre los gravísimos riesgos del sometimiento a intereses políticos y partidistas, como estamos experimentando en nuestros días y en tantos aspectos de verdadera trascendencia para la sociedad y para la dignidad de la persona.

La filosofía y la ética misma, son ciencias humanas que, además de no ser exactas, dependen mucho de unos puntos de partida que no en todos los casos tienen la fuerza de una referencia objetiva. En cualquier caso son discutibles por unos o por otros, incluso cuando todos coinciden en su valor y en su formulación. Baste con citar el caso de la libertad. Es aceptada por todos como un valor fundamental. Pero el concepto y uso subyacente a la palabra es tan plural como que puede haber posturas radicalmente enfrentadas aunque luchen por el mismo fin. ¿No ocurre así cuando la libertad se constituye en motivo de dialéctica familiar entre padres e hijos? Todos sabemos que el concepto cristiano de libertad va unido, paradójicamente, al concepto de obediencia, como el de Vida definitiva está relacionado con el de la muerte y la negación personal. Así nos lo muestra Jesucristo con su doctrina, con su vida, muerte y resurrección.

Entonces podemos concluir fácilmente que a las ciencias humanas les falta la aportación definitiva de otra ciencia, también humana como todas las ciencias, pero cuyo ámbito, cuyos apoyos y desarrollos, puedan aportar elementos capaces de ordenar y estimular siempre, de modo positivo, el discurrir histórico de los hombres y los pueblos hacia el auténtico perfeccionamiento del universo creado.

Esa ciencia no puede ser otra que la empeñada en el descubrimiento de la realidad de Dios, de la acción de Dios, de la voluntad de Dios, y de la consiguiente relación entre Dios y la creación, entre los planes de Dios y las capacidades humanas, entre el curso del hombre sobre la tierra y el curso de la irrompible relación entre Dios y el hombre.

Esa ciencia es la teología, auxiliada por tantas otras ciencias que le ayudan a conocer, cada vez con más rigor y certeza, la sagrada revelación en la que Dios se manifiesta al hombre y ofrece al hombre la referencia insuperable para conocerse a sí mismo.

En la oración primera de esta liturgia eucarística, hemos pedido al Señor que nuestro trabajo y afanes resulten siempre provechosos a la familia humana. Y en la primera lectura hemos escuchado la oración de Mardoqueo a favor de su pueblo en grave peligro. Pedía Mardoqueo que se mostrase propicio a su pueblo y convierta el luto en alegría.

El mayor provecho para la familia humana consiste en que nuestra torpeza no interfiera nuestra capacidad de vivir en el bien y en la verdad que traen consigo el buen entendimiento recíproco y la paz.

Por tanto, acercándonos al Señor, por el conocimiento de su Verdad, manifestada en su Palabra, en su obra y en su acción interior en cada uno de nosotros cuando nos abrimos a Él, logramos que todo nuestro ser y nuestro hacer, que todo nuestro estudio y trabajo, contribuyan a vencer los motivos de error y de pecado y a construir un mundo nuevo ordenado según Dios para grandeza del hombre y gloria de nuestro Señor.

Lo que puede esclarecerse desde una reflexión lógica basada en la fe, no siempre se descubre desde otros supuestos ajenos a la revelación. Por eso, el Evangelio ha encontrado siempre enemigos declarados, y opositores de buena voluntad.

En muchas ocasiones, la oposición a la Verdad evangélica en su esencial y riguroso contenido, brota de discursos lógicos basados en apreciaciones confusas o en supuestos fundamentos cristianos equivocados o inexactos. Esto se deja percibir también entre nosotros.

Los tiempos que corren son difíciles; en ellos se manifiestan corrientes de pensamiento y posturas vitales muy plurales y confusas, polémicas y hasta versátiles en lo que a la formulación y a la confesión de la Verdad y a la moral cristiana se refiere. El ambiente estudiadamente laicista que da cabida al concepto de libertad subjetiva y relativista y que aboga a favor de la validez de casi cualquier decisión moral, mientras no rompa lo que en cada momento se estima como el bien común consensuado, provoca una cierta ilusión de conectar la fe con la cultura al uso, y que corre el peligro de ser una conexión simplemente acomodaticia. No olvidemos que, para el pueblo sencillo, abandonado a tantas influencias e intereses, tiene mucha fuerza lo políticamente correcto y lo moralmente consensuado por grupos de presión o de notable influencia popular.

En estas circunstancias, no podemos menos que procurar, por todos los medios posibles, un conocimiento cada vez más profundo, sistemático, teórico y experiencial, de la Verdad de Dios manifestada en Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.

Es necesario que tomemos muy en serio cuanto se refiere a la formación cristiana de nuestros fieles, recurriendo a todos los medios a nuestro alcance.

Es necesario que entendamos y asumamos la urgencia de ampliar y profundizar nuestros conocimientos teológicos como pastores, como catequistas, como educadores, como padres, etc.
Es necesario que lleguemos a descubrir la importancia insustituible de la experiencia de dios que da vida a los conceptos y estimula y sostiene las ansias de penetrar más y más el misterio.
Por eso, en este día, cuando inauguramos el curso académico y la tarea educativa de los Centros Diocesanos, yo quiero hacer mía las palabras de S. Pablo, proclamadas en la segunda lectura: “No dejamos de rezar por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo”.

Unámonos, pues, en oración pidiendo al Señor luz para orientar nuestro estudio y nuestro trabajo; tesón para mantener el esfuerzo; esperanza para confiar en el buen resultado de lo que deseamos orientar según la voluntad de Dios; y capacidad de apertura al Señor para que nos conceda el don de sabiduría por la experiencia profunda del encuentro con Jesucristo nuestro hermano, redentor y salvador.

Que la Santísima Virgen María, ejemplo de atención a la palabra de Dios, y de amor a su enseñanza, nos alcance la gracia de tomar una seria decisión a favor de la formación cristiana y de acercamiento al Señor.

Que así sea.

ENVIO MISIONERO DE LEONARDO

30 de Septiembre de 2007
Catedral de Badajoz


Mis queridos sacerdotes concelebrantes,

querido Leonardo, que recibes hoy el encargo pastoral de colaborar con una diócesis hermana del Perú,

queridos familiares y amigos de Leonardo que le acompañáis en este bello momento,
queridos hermanos y hermanas todos:

En este Domingo, la palabra de Dios nos invita a compartir con los más necesitados todos los bienes de que nos ha dotado el Señor. Y nos advierte, al mismo tiempo, de las graves consecuencias que puede reportar el egoísmo en este menester esencialmente caritativo. Muy claramente lo expone el texto del Santo Evangelio que acabamos de escuchar, contándonos la suerte que corrieron, después de morir, el rico epulón y el pobre Lázaro .

El bien más preciado que hemos recibido en esta vida es el conocimiento de Dios nuestro Señor y la fe en su bondad y misericordia. Por estos bienes nos han venido otros de graciosa repercusión para nuestro presente y para el futuro, como son la redención, la promesa de la vida eterna, y la esperanza que anima nuestro peregrinar por este mundo.

Ciertamente somos afortunados, porque el rostro de Dios nos ha iluminado, y su resplandor nos ha permitido descubrir el sentido de la vida y de la muerte; de las alegrías y de las penas; del trabajo y del descanso; de la prosperidad y de la necesidad; de la soledad y de la amable compañía; del fervor en los momentos de intensa fe, y de la aridez espiritual cuando parece que la fe se apaga; de la paz interior cuando el Señor nos bendice con el sentimiento de su presencia, y de la zozobra ante la tentación que nos invade; del sentido del misterio que nos gana, y de la atrayente belleza de los seres creados para cuyo dominio nos ha constituido el Señor. Quienes hemos conocido al Señor, hemos conocido la grandeza de la vida y la alegría de sabernos herederos de la gloria.

Todo esto no podemos guardárnoslo como propiedad exclusiva, sino que debemos compartirlo como el bien más preciado que todos necesitan, consciente o inconscientemente. Todos hemos sido creados por Dios, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él, según nos recuerda S. Agustín.

Saber que compartimos con todos los hombres y mujeres del mundo esta condición de criaturas divinas , creadas por Dios a su imagen y semejanza, y ser conscientes de que muchísimos no lo saben y, por tanto, no lo disfrutan, y hasta lo niegan y combaten, ha de inquietar nuestro ánimo con la preocupación de que, cuanto antes, pueda llegar a todos la Buena Noticia de la Salvación. Y, como la santa Madre Iglesia es consciente de que muchísimas personas aún sufren esta necesidad, tendremos que hacernos eco de su mensaje y de su vocación misionera, volcando nuestras fuerzas con ilusión en la tarea de dar gratis lo que gratis hemos recibido.

Por dicho motivo, es una prioridad en esta Archidiócesis el envío de misioneros, aun cuando las exigencias de los fieles cristianos reclamen más atención a nuestras parroquias al constatar la reducción de fuerzas, especialmente por el descenso del número de sacerdotes.

Pero esta prioridad evangélica requiere de nosotros un gran esfuerzo simultáneo. Requiere la educación de los feligreses para que aprendan a vencer exageradas comodidades. Con frecuencia y con la energía de quien reclama sorprendentemente supuestos e inexistentes derechos fundamentales, me llegan peticiones para que envíe a determinados pueblos más sacerdotes y, así, puedan gozar de mayores servicios: En realidad, estas buenas gentes piensan en sus costumbres tradicionales fundamentadas en la abundancia de vocaciones sacerdotales. Pero no llegan a entender que el aumento del número de Misas para la propia comodidad, por ejemplo, no justifica el entretenimiento de más sacerdotes en nuestras parroquias cuando hay una severa carestía de ministros sagrados en tierras de misión.

La promoción del laicado, el ejercicio de los ministerios laicales, la creciente corresponsabilidad eclesial y el desarrollo de la conciencia cristiana y de la comunión entre los hermanos, deberán llevarnos a revisar nuestra vida y nuestras estructuras parroquiales hasta lograr que la comunicación cristiana de bienes personales y materiales eviten diferencias, innecesarias y excesivas, entre las comunidades eclesiales; de modo que no se dé en unas la penuria y, en otras, la abundancia injustificada.

Es necesario que, junto con la generosa limosna, que significa nuestra aportación material en beneficio de la evangelización, acudamos también a la oración, pidiendo al Señor que envíe operarios a su mies, que haga fértiles las tierras en donde los sacerdotes y seglares, que parten de nuestras diócesis, van sembrando la semilla de la salvación. Es necesario que esta responsabilidad sea asumida por el mayor número posible de fieles cristianos, tanto para ayudar en las parroquias de origen, como para abrir unos frentes misioneros que expandan el Reino de Dios sobre la tierra. Es un mandamiento del Señor que la luz del evangelio resplandezca en el mundo entero, gocen todos de la dulzura del amor de Dios, y que la esperanza de salvación sea el motivo por excelencia por el que cada día sean más las almas agradecidas al Señor.

A nosotros van dirigidos hoy los consejos que S. Pablo da a Timoteo. Practicar la justicia nos remite a compartir lo que tenemos; cultivar la fe nos lleva a valorar los dones de Dios y compartirlos; actuar con delicadeza respecto de los hermanos supone la exigencia de darles lo mejor y dárselo sin demoras innecesarias; y vivir el amor supone hacer todos esto desde la conciencia de que estamos unidos en la filiación del mismo Padre Dios que nos ha dado la vida y nos ha vinculado con lazos más fuertes que los de la sangre.

Para llevar a cabo estos consejos, es muy importante guardar el mandamiento de Dios sin mancha ni reproche, como también nos dice S. Pablo hoy. Y este mandamiento se resume en el amor a Dios y al prójimo. Por eso, la reflexión sobre el deber de compartir nos pone ante nosotros mismos en actitud de revisión y de conversión. Mientras no purifiquemos nuestra alma de sutiles egoísmos, no acabaremos de ser generosos con los hermanos ni complacientes con la Iglesia que nos pide un esmerado ejercicio de comunión y corresponsabilidad misionera.

Pidamos al Señor que abra lo ojos a los ciegos, de modo que todos veamos con claridad dónde están las principales necesidades de los hermanos en la Iglesia y en el mundo; y para que lleguemos a valorar nuestros recursos con la plena disposición a compartirlos con prontitud y generosidad.

Querido Leonardo: parte con gozo, como Abraham, hacia la tierra que el Señor te prepara. Disponte a trabajar con optimismo sabiendo que la caridad pastoral y el celo apostólico son los mejores avales de nuestro crecimiento cristiano. Tu ayuda amorosa a los demás en el Nombre del Señor será la fuente de las ayudas que tú puedas necesitar como sacerdote y como compañero de tus compañeros en la nueva misión que se te encomienda. Vas a ser, en las tierras lejanas, un signo vivo de la comunión eclesial que trasciende fronteras, razas, pueblos y naciones, reuniendo a los hijos de Dios dispersos, hasta formar una sola familia como uno solo debe ser el rebaño que Cristo prometió e hizo posible con su oración al Padre.

Al partir hacia el Perú, lleva en tu rostro y en tu reconocida afabilidad el rostro familiar de esta Iglesia de Mérida-Badajoz, que desea vivir intensamente la fraternidad con las Iglesias de allende los mares y, especialmente, con aquellas en las que sirven nuestros hermanos sacerdotes, miembros del presbiterio de esta Iglesia particular.

Que la Santísima Virgen María, bajo el Título de Santa María de Guadalupe, que preside como patrona las comunidades cristianas de Extremadura, y a cuyos pies fueron bautizados los primeros fieles de Latinoamérica, te alcance la gracia de la sabiduría, del tesón pastoral, de la paciencia evangélica y de la incansable generosidad.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL

17 DE SEPTIEMBRE DE 2007
Badajoz, Catedral.

1. Al disponernos a celebrar esta solemnidad en la conmemoramos el aniversario de la Consagración del templo catedralicio, debemos avivar en nuestro espíritu actitudes de admiración y de gratitud a Dios.

Es muy rico el mensaje que el Señor nos envía a través de esta fiesta, cuyo simbolismo abunda en referencias a nuestra vida y a la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo este mensaje nos hace llegar el testimonio de la magnificencia divina, de la que somos llamados a participar abundantemente por la generosidad de su infinita misericordia.

El Señor nos ofrece un espacio de encuentro con Él. Y a este espacio, le da el nombre de casa. Y nos anuncia que el encuentro entre Dios y nosotros tendrá una nota distintiva: la alegría: “los alegraré en mi casa de oración”. Es la alegría del hijo con el Padre en el calor del hogar propio de la familia bien avenida.

2. Si la condición del hombre no fuera la de compartir con el Señor la intimidad de un diálogo apacible, confiado y frecuente, no insistiría Dios tantas veces invitándonos a ello y explicándonos las condiciones que nos corresponde cumplir. Nuestra plenitud está en el encuentro con Dios, y nuestro desarrollo ha de partir de nuestra identidad que está en ser criaturas de Dios, hijos suyos por el bautismo.

Pero si la condición del hombre fuera la de intimar con el Señor, y El no manifestara su interés y su plena disposición a facilitarnos el encuentro en que podemos dialogar con Dios, nuestros esfuerzos quedarían baldíos.

Así, pues, el Señor nos llama hacia El, y nos atrae al mimo tiempo, facilitándonos el acercamiento interior que debe ser nuestra aportación a ese encuentro siempre renovador para nosotros.

La atracción del Señor, que acompaña a su llamada para hacernos asequible su requerimiento, se manifiesta, a través del profeta Isaías, anunciándonos el ambiente y los efectos del místico encuentro. Parece que el Profeta ha recibido de Dios el encargo de hacernos apetecible el encuentro.

3. Es importante considerar que lo primero que el Señor nos dice hoy, en este orden, a través del profeta Isaías, es que Él tomará la iniciativa, no solo llamándonos, sino llevándonos donde El está para nosotros: “los traeré a mi monte santo”.

Esta expresión, llena de simbolismo para nuestra iluminación, nos habla del ámbito sagrado al que nos transporta el Señor y al que debemos disponernos.

El ámbito sagrado propio del monte santo, es rememorado por Jesucristo al defender el templo del mal uso de los mercaderes. Por eso les dice: “no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Es en la casa del Padre, en el lugar santo del Padre, en el espacio divino del amor y de la misericordia donde se da el encuentro con el Señor.

El ámbito sagrado, al que el Señor nos llama para encontrarnos con El, y que está simbolizado en el Templo Santo, es esencialmente, pues, el amor misericordioso de Dios; en él encontramos acceso al Padre y acogida amorosa, aunque nuestra indignidad no lo merece. Por eso, el encuentro con el Señor se debe desarrollar en la gratitud a Dios y en el ofrecimiento sincero de sí mismo.

Si el Señor no nos llevara junto a El, por el amor salvífico que nos tiene, no tendríamos posibilidad alguna de encontrarnos con Dios y de dialogar con El en la oración.

4. El amor salvífico de Dios es como el regazo del Padre, donde el Señor nos lleva y nos acoge para que encontremos el calor de la confianza, el abrigo de la misericordia y la serena esperanza que brota al contemplar la paciencia divina para con nosotros, inconstantes en la fidelidad y tibios en la fe.

Todo ello tiene su signo en el templo: lugar digno, espacio ordenado, ámbito de silencio y recogimiento donde la belleza nos habla de la gracia divina y donde cada objeto, cada imagen y cada uno de los ritos que integran las celebraciones sagradas nos habla de la trascendencia, nos invita a mirar a Dios y nos transporta a su cercanía mostrándonos su rostro amable de Padre, Amigo y Redentor.

5. Por todo cuanto nos enseña y sugiere la riqueza simbólica del templo, no resulta difícil entender que el Señor, al llevarnos junto a Él, al encontrarse con nosotros en el templo santo, cumplirá lo anunciado hoy a través de Isaías, profeta: “los alegraré en mi casa de oración”.

Esa alegría no puede carecer de motivaciones muy dignas y razonables. Nuestra alegría brotará al comprobar que, por la benevolencia de Dios, nuestras pobres ofrendas, nuestros balbucientes propósitos de escuchar y seguir al Señor, y nuestra decisión inicial de acudir a El, son valoradas, bien acogidas y bendecidas por Dios. Así lo manifiesta a través del profeta Isaías: “aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios”.

Ante ello, no podemos menos que exultar interiormente con verdadero gozo, y elevar himnos de sincera gratitud cantando en gozosa exclamación, como nos invita a hacer el salmo interleccional: “Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre; mi alma se consume y anhela los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo” (Sal 83)

La admiración y la gratitud han de ser, pues, nuestras actitudes hacia el Señor, al conocer cuan grande es su amor, su interés, su obra, en nosotros y en favor nuestro, simbolizada en el templo santo cuya consagración rememoramos.

6. Pero, tanto la admiración como la gratitud, han de crecer en nosotros al recordar que ese templo santo, morada de Dios con los hombres, casa hogareña de la familia de los hijos de Dios, espacio sagrado del encuentro con el Señor, lugar donde el Señor nos llama, nos acoge, nos enseña y nos bendice, es, además, el signo por excelencia de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; la Madre y Maestra, al mismo tiempo, de todos los que buscan al Señor con sincero corazón.

De ese templo espiritual para el encuentro de Dios con el hombre, en su Palabra, en la celebración de sus Misterios y en la comunión cos los hermanos, nosotros mismos somos, a la vez, piedras vivas constituidas en tales por la redención de Jesucristo, edificadas sobre el cimiento de los apóstoles y trabadas en sólida arquitectura por la obra del Espíritu Santo.

Por obra del mismo Espíritu, nuestro corazón es, a la vez, templo vivo de Dios, en el que Cristo mora, sobre todo, por la gracia de la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

En lo más íntimo de nuestra intimidad, el Señor se hace presente para intimar con nosotros. Por él se hace posible en nosotros la vida interior que da sentido a la vida terrena en sus diferentes momentos y nos proyecta a la vida eterna junto a Dios en el cielo.

7. No desaprovechemos la oportunidad y, dando gracias al Señor, dispongámonos a enriquecer nuestra alma para que sea digno trono de Dios. De este modo, a través nuestro, brillará la luz de Dios en el mundo y seremos destello de su bondad, belleza y misericordia.

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y primer templo vivo del Señor en el mundo, nos ayude a entender la dignidad con que Dios nos ha dotado por el bautismo, y estimule y apoye nuestros esfuerzos por ser verdaderos templos de Dios.

Que así sea.

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE LA CURIA DIOCESANA

MARTES, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2007
Badajoz, Catedral

1. San Pablo pide a sus feligreses que estén compactos en el amor mutuo.

La expresión tiene connotaciones muy significativas.

No basta con la unión. Les pide la piña: compactos.

Formar una piña, estar unidos formando un cuerpo compacto significa una unión sin fisuras.

Las fisuras, entre nosotros, son las sospechas, las desconfianzas, las inseguridades, las peñas o grupos.

Formar grupos al interior de una colectividad es razonable cuando se debe a simpatías, a coincidencias en lo secundario, etc.: área de trabajos, horarios, lugares de procedencia.

Pero formar grupos que se aíslen unos de otros, o que se ignoren. Sería lamentable, porque nuestra condición de Iglesia nos llama a la fraternidad, a la comunión y a cultivar todo lo que de esto se deduce: el afecto, la amistad, la camaradería, etc.

Esto es tan humano, tan sobrenatural al mismo tiempo, y tan beneficioso para todos, que, con frecuencia se oye hablar a sacerdotes y a seglares de la bondad y oportunidad de encuentros festivos entre los colaboradores parroquiales, para lograr un acercamiento humano y afectivo entre ellos.

Debo decir que no he percibido nada entre vosotros, miembros de la Curia diocesana, que me haga pensar en un problema de unión o de buen entendimiento.

Pero, al escuchar el mensaje de san Pablo en este día de comienzo oficial de curso, he pensado que la palabra de Dios nos convocaba a dar un paso más, o a una mayor exigencia en nuestra relación personal y en la colaboración que requieren nuestros respectivos trabajos.

Cuando no hay problemas, parece que faltan puntos concretos en los que fijar la atención al pretender un avance.

Pero es muy bueno que esto sea así, no solo por la bondad de la situación no problemática, sino porque el paso positivo no ha de pensarse para suprimir lo malo, sino para avanzar en lo bueno.
Este avance desde lo positivo hacia lo mejor es una ocasión de creatividad.

Siendo la Curia diocesana, el núcleo más cercano al Obispo, a quien el Concilio considera el fautor de la unidad, todos juntos deberemos procurar una forma tal de desarrollar nuestro trabajo, que sea un ejemplo de compenetración, de ayuda recíproca, de suplencia en lo necesario, y de apoyo que supla o disimule las posibles faltas.

Somos el rostro de la Archidiócesis.

Somos la referencia de lo que la jerarquía es para la gran familia de los miembros de esta gran familia que es la Iglesia particular.

Somos el paradigma del clima que debe dominar en todos los grupos de Iglesia que trabajan relacionados entre sí.

2. Pero hay una razón fuerte, además, que nos urge a cultivar y acrecentar nuestra unión compacta, sostenida con naturalidad y acrecentada con interés permanente desde la fe y la fraternidad que nos une desde la raíz de nuestro ser cristiano.

Se trata de que esta unidad es puerta para captar el misterio de Dios, que es la unidad en el amor.

Desde que hemos recibido el Bautismo, nuestra mirada, y las exigencias que han de brotar de esa mirada sobrenatural, no pueden quedarse en la atención a lo problemático, en dedicar esfuerzo a lo práctico, al “hacer”, al “conseguir” en la estrategia humana.

La visión y la tensión sobrenatural nos lanzan hacia lo que es verdaderamente importante y que, a los ojos humanos, ante la mirada terrena, puede pasar desapercibido, porque pertenece al área de lo fundamental al área de lo trascendental, al campo del ser cristiano y del progreso en el conocimiento del Misterio de Dios, como nos dice san Pablo.

Esta visión y esta tensión hacia lo profundo y hacia lo alto, hacia el Misterio y hacia la dimensión sobrenatural y trascendente, es lo que da riqueza a nuestra vida y le aporta una solera, una firmeza y un enfoque verdaderamente nuevo y definitivo.

Esta visión y esta tensión hacia lo profundo y sobrenatural, es lo que nos permite mirar con verdadera paz interior tanto la vida como la muerte, es el trabajo y el descanso; esta forma de contemplar la vida, desde el Misterio de Dios, nos ayuda a procurar lo esencial y relativizar lo secundario, al mismo tiempo que nos capacita y nos estimula a poner tal empeño de perfección en lo que hacemos, que procuremos el cuidado de los detalles y de lo aparentemente inexistente, baldío o despreciable.

Sabemos que los pequeños gestos de afecto, de atención, de buen trato, de colaboración y ayuda son los que ganan el corazón de los compañeros. Así también el cuidado mimoso de nuestra forma de orar, pensar, trabajar, relacionarnos y apoyarnos unos a otros, va tejiendo el primor de la obra que el Señor nos ha encomendado, y va ganando el corazón de Dios.

3. ¡Qué diferencia tan grande se establece entre esta forma de actuar entre nosotros y respecto del Señor, se marca si tenemos en cuenta lo que la Palabra de Dios nos propone hoy!
Esta diferencia se señala de modo especial respecto de la forma en que actuaban los letrados ante Jesús.

- Ellos buscaban ocasiones de acosarlo.
- Nosotros debemos buscar ocasiones de ayudarnos mutuamente.

Ellos estaban al acecho para el mal. Nosotros debemos apurar la atención para el bien.

Ellos encontraban pegas a todo lo que hacía Jesús, y pretendían destruirlo.

Nosotros debemos captar el valor de lo que hacen los hermanos y de lo que obra el Señor en nosotros y sacarle todo el provecho desde la justa valoración y desde las aportaciones personales.

¡Qué mundo tan distinto construiríamos con estas actitudes y con el consiguiente comportamiento!

Cuando se habla de un mundo nuevo, pensamos en una sociedad regida por unos auténticos valores y ordenada según una ética fundamental que evite conflictos.

De algún modo, esto se va consiguiendo en sociedades muy promocionadas donde el respeto al bien común, a la intimidad de los otros y el esfuerzo en el trabajo, así como la colaboración honesta al erario público en contribuciones establecidas es verdaderamente llamativo. Se refleja en el orden externo, en el bienestar social, en el cuidado de las condiciones de vida.

Sin embargo, esos pueblos y esas sociedades no dan lugar a hombres y mujeres felices, más todavía, en algunos casos llegan a acrecentar las distancias de unos a otros incluso en el seno de la familia.

El motivo es muy sencillo: no se trata sólo de poner leyes y cumplir leyes que impidan el estorbo y la molestia de unos a otros. Es necesario cultivar el amor de unos a otros, de cuidar los detalles en la relación entre la personas. Se trata de abrirse al Misterio de Dios para saber encontrar el sentido, el valor y la felicidad al trabajo bien realizado. Se trata de cuidar los detalles que convierten en algo singular y especialmente personal la relación con los compañeros, la valoración de su trabajo, su situación personal e íntima o externa. Se trata de mirar desde Dios y procurar lo que Dios quiere.

¡Bonito programa éste al comenzar el curso en el seno de un equipo de trabajo eminentemente eclesial, en el que debe privar la visión sobrenatural y el amor cristiano!

4. Hemos invocado al Espíritu Santo en esta celebración. Cuanto hemos considerado en esta reflexión homilética es un don del Espíritu que debemos pedir, invocando, al mismo tiempo, la convicción y la fuerza, el tesón y la constancia, para llevarlo a cabo.

Pidamos, pues, al Espíritu Santo, el don de la sabiduría para llegar a percibir lo que a ojos humanos se nos escapa.

Pidámosle el don de fortaleza para no desistir en el empeño de alcanzar la perfección en el obrar
cotidiano.

Pidamos al Espíritu del Señor, el don de templanza para saber relativizar los embates del enemigo y mantener el temple con verdadero aplomo sobrenatural.

Que la Santísima Virgen María, madre y maestra de la unidad y de la fidelidad nos ayude en los buenos propósitos que ponemos en sus manos al comenzar este nuevo curso en la Curia de nuestra Archidiócesis.

Que así sea.

HOMILIA DIA DE SANTIAGO 2007

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTIAGO APÓSTOL
Santa Iglesia Catedral
25 de julio de 2007

Queridos hermanos sacerdotes,
Queridos religiosos, religiosas y seglares

Nos hemos reunido, convocados por Cristo, Palabra viva de Dios, para dar gracias al Señor. Eso es, esencialmente, la Eucaristía. Por la Redención que obra en nosotros gracias a la acción redentora operante en el sacrificio y sacramento del Altar, los cristianos unidos a Cristo nuestro Salvador, volvemos el rostro a Dios, de quien habíamos retirado la mirada obsequiosa y obediente por el pecado.

La vida, a poco que seamos conscientes de nuestra realidad, debe ser un constante himno de gratitud a Dios que lo obra todo en todos para nuestro bien, tanto en esta vida como, sobre todo, en la otra. A la vida eterna está orientada la historia. Y al goce definitivo de Dios, está orientada la existencia cristiana por gracia de la redención que llevó a cabo Jesucristo en obediencia plena y perfecta al Padre.

De la obra redentora que nos abrió las puertas del cielo damos gracias a Dios, especialmente hoy, porque celebramos la fiesta de un santo, Apóstol y mártir, Santiago, patrón de España por la divina providencia. Este hijo del Zebedeo, atravesó las puertas del cielo cambiando por la eternidad el tiempo marcado por la búsqueda de Dios, por el dolor de la limitación humana y por el gesto heroico del martirio.

No cabe duda de que la proclamación eclesial de la santidad, de quienes nos han precedido en el amor y la fidelidad a Dios, estimula los deseos de ser santos, y anima la esperanza de alcanzar la unión con Dios en la intimidad del amor y de la entrega total y plena a quién es creador y salvador nuestro y Señor de cielos y tierra.

Constatar el hecho de que hayan alcanzado la unión definitiva con Dios, personas cuya debilidad y desorientación han sido bien conocidas por nosotros, nos lleva a creer que Dios obra en nosotros, sin mérito alguno de nuestra parte. Los testimonio de santidad nos mueven a gratitud, constatando que Dios nos regala todo, desde la existencia, hasta la salvación.

Creer en la intercesión de los santos, por la que Dios derrama gracias abundantes sobre nosotros, nos anima a confiar en los dones del Espíritu y da seguridad a nuestra plegaria. La Iglesia militante, que integramos los que peregrinamos por este valle de lágrimas, une en la Santa Misa nuestra alabanza al clamor eterno con que los justos ensalzan al Señor. Y ellos, con su permanente himno ante el trono del Altísimo, apoyan nuestras ofrendas y peticiones para que sean aceptadas por el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo.

En este día, en que vuestro padre y pastor, celebra su onomástica, yo agradezco que vuestra oraciones se unan a las mías dando gracias a Dios por la vida, por el sacerdocio y también, como no, por el don de poder ejercer el ministerio episcopal entre vosotros y para vosotros, queridos feligreses de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz.

Entiendo vuestra presencia aquí hoy, queridos hermanos en el sacerdocio, como un gesto en el que se expresa, de modo muy elocuente, vuestra comunión fraternal y sobrenatural con vuestro Arzobispo, hermano y, ojalá también, amigo. Gracias muy sinceras y muy sentidas por ello. Bien quisiera que la misión eclesial y afectuosa que nos une, y que brota del sacerdocio de Cristo del que participamos, enriquezca nuestra relación habitual y afiance vuestra recíproca disponibilidad para colaborar con la ayuda mutua, en el servicio a la Iglesia y al mundo.

“Que el Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros” (Sal 66), de modo que podamos crecer en fidelidad a Jesucristo, Sumo y eterno sacerdote y lleguemos a ser, en el mundo, testigos incansables del misterio de Dios, apóstoles inasequibles al desaliento, y generosos colaboradores de la obra salvífica que Cristo sigue realizando en su Iglesia y a través de ella.

Vuestra presencia, queridos religiosos , religiosas y seglares, me hace percibir y entender vuestra fe en el Señor, Pastor eterno; el me garantiza vuestra adhesión a quién ostenta ahora la responsabilidad de vuestro cuidado pastoral en el nombre del Señor; Vuestra felicitación me gratifica con el afecto personal que denota.

A unos y otros, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, mi agradecimiento. A vuestro gesto quiero corresponder puntualmente. Por eso ofreceré la Santa Misa por vuestras necesidades personales, familiares, ministeriales y profesionales.

Os encomendaré al Señor, al tiempo que pida por mí mismo, porque compartimos, desde el bautismo, la llamada a ser fieles al Señor y a ayudar a que le sean fieles aquellos que Dios pone a nuestro lado.

Sabemos lo necesaria que es la ayuda divina porque estamos comprometidos en la no fácil misión de obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29); y constatamos, lastimosamente, que, en ocasiones, somos nosotros mismos los que nos erigimos en referencia de nuestras propias obras, obedeciendo a la humanidad que nos presiona de tantas formas, antes que a Dios, cuyo respeto a nuestra libertad es exquisito.

Nuestros buenos propósitos son renovados con frecuencia, porque el Señor nos brinda constantemente buenas ocasiones para ello. Pero nuestra debilidad nos lleva a reconocer que llevamos en las vasijas de barro que somos nosotros, los tesoros de la gracia que el Señor nos regala. Por tanto no podemos dejar de pedir fuerza a Dios, conscientes de que esa fuerza tan extraordinaria que nos debe mantener en la fidelidad, proviene de Dios y no proviene de nosotros (cf. 2Cor 4, 7)

El Señor ha confiado especialmente en nosotros confiándonos el sacerdocio y el apostolado en tiempos difíciles. Con la misión que nos ha encomendado, nos va concediendo los dones necesarios para su cumplimiento.

Debemos activar nuestra fe para tener muy presente esta gran verdad: Dios no nos pide nada superior a las fuerzas con que nos ha dotado. Por tanto, debemos responder al Señor con la decisión con que respondieron los hijos del Zabedeo al ser preguntados acerca de su capacidad y decisión de servir a Dios. ¡Podemos!

Lejos de un acto de soberbia o de ingenuidad, esa respuesta manifiesta la fe en la ayuda de Dios, y la decisión firme de aceptar la vocación y ministerio que se nos ha encomendado a cada uno en su situación.

Bendigamos al Señor, poniendo como intercesor nuestro al Apóstol Santiago, evangelizador incansable hasta el martirio, patrono de nuestra patria, y ejemplo de fidelidad y transparencia ante el Señor.

Que la Santísima Virgen María, a quién el Apóstol Santiago estuvo tan vinculado en sus momentos débiles, nos ayude a recuperar las fuerzas y a lanzarnos al apostolado, llenos de caridad pastoral y de celo apostólico, tal como hizo Santiago junto al Pilar de Zaragoza, según nos cuenta la piadosa tradición.

De nuevo agradezco vuestra felicitación y plegaria, bien expresada con vuestra presencia; reitero mi promesa de encomendaros al Señor; y os invito a vivir intensamente esta celebración eucarística, que el Señor nos ha concedido participar.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE PRESBÍTEROS

Catedral Metropolitana
30 de junio

Queridos Sacerdotes concelebrantes,
queridos diáconos, próximos a la ordenación sacerdotal,
queridos padres, familiares y amigos de estos dos jóvenes diáconos,
hermanas y hermanos todos, religiosas, seminaristas y seglares:

1.- La oración sobre las ofrendas, en la Misa que estamos celebrando, sintetiza muy bien los objetivos principales del Ministerio Sacerdotal. Deja bien sentado que este sagrado ministerio es voluntad expresa de Dios para los que Él llama; que no obedece a estrategias y poderes humanos; y que constituye, a quienes lo reciben, en “Ministros del Altar y del pueblo”.

Sólo entendiendo bien y realizando adecuadamente este doble cometido de servir al Altar y al pueblo podemos cumplir con la vocación sacerdotal.
Sólo entendiendo y asumiendo lo que significa el ministerio del Altar y del Pueblo, y por este orden, podemos tomar cada día mayor y más profunda conciencia de la identidad sacerdotal, y del camino que debe seguir en su vida el sacerdote.
Sólo viviendo así el sacerdocio ministerial se ira desprendiendo, de quienes han recibido el sacramento del Orden, el testimonio fundamental que les compete como sal de la tierra y luz del mundo que están llamado a ser.

2.- Es oportuno insistir hoy, en que la oración litúrgica pone el Ministerio del Altar delante del servicio al pueblo. En verdad, es en el Altar donde todo servicio cristiano, fundamentado en la caridad, encuentra su origen, su fuerza y su orientación.
Los sacerdotes debemos procurar que, quienes reciban nuestro servicio pastoral, vayan creciendo en la fe, en el amor a Dios y a los hermanos, en la comunión eclesial, y en la esperanza de salvación.
El Ministerio del Altar, esto es, la Celebración Litúrgica, se refiere siempre, de una forma u otra, en una acción o en otra, al Misterio de salvación, protagonizado por Jesucristo, imagen plena del Padre y expresión sublime de su amor infinito.
La celebración del Misterio de salvación, que abarca toda la obra de Jesucristo, y se expresa para nosotros a través de todas la acción litúrgica, tiene su punto álgido, y la cumbre de todo su proceso, en la Eucaristía. Ella es la fuente y el vértice en el que confluyen, por una parte, el ejercicio de nuestro amor a Dios sobre todas las cosas; y, por otra parte, el acto más digno, a la vez que imprescindible, de cuantos pueden llevarse a cabo, movidos por la caridad, para cumplir con el mandamiento de servir al prójimo.
No hay modo mejor de vivir y expresar el amor a Dios, que unirse a Jesucristo cuando, por obediencia perfecta la Padre, se ofrece a Él como víctima propiciatoria para que el Padre lleve a cabo su designio eterno de salvación de la humanidad, de cada hombre.
No hay mejor forma de vivir y expresar el amor al prójimo, que ofrecer por él, por su salvación y por sus necesidades, la súplica más perfecta y eficaz que es la ofrenda de sí mismo al Padre, que Jesucristo realiza en la Eucaristía.
3.- Sin la Eucaristía, la relación con Dios a quien debemos amar con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, quedaría esencialmente disminuida. La relación con Dios ha de buscar el encuentro interior y la intimidad con el Señor. Y, según Él mismo nos ha dicho, si no comemos la carne del Hijo del Hombre y no bebemos su sangre, no tenemos vida en nosotros; porque sólo quien come la carne del Señor y bebe su sangre, habita en El, al tiempo que Cristo mismo habita en quien lo comulga.
Sin la Eucaristía, nuestra relación con el prójimo, a quien debemos amar como a nosotros mismos, según el precepto del Señor, carecería de la inspiración, de la motivación y del estilo verdaderamente sobrenaturales que nos ayudan a ver el rostro de Cristo en cada hermano y, especialmente, en los más débiles y desposeídos. Sin la Eucaristía, el amor al prójimo correría el peligro de quedarse en una simple relación de afecto humano, de compasión o de ternura, y hasta de ejemplar solidaridad, ajenas, sin embargo, a la esencia del amor cristiano que brota de la relación con Dios. El amor de Dios, la caridad, es el mejor don que recibimos del Señor como vínculo de comunión con los hermanos. Es posible y noble volcarse a favor del prójimo aún sin conocer el amor de Dios; aunque, si ese servicio generoso y limpio a los hermanos es sincero, no podemos negar que sea fruto de la acción del Señor, aunque el beneficiario sea inconsciente de ello.
El sacerdote ha de vivir la Eucaristía, con tal convicción, con tal fe, con tal devoción y esmero, como que, en ella y por ella, sienta que se fortalecen en él los vínculos con el Señor, tanto en su calidad de hijo adoptivo, como en su condición de ministro sagrado que actúa en su nombre y con su poder. Por eso, celebrando la Eucaristía, debidamente preparada y profundamente vivida, el sacerdote afirma y fortalece su condición sacerdotal. Nada extraño, por demás, ya que el Sacerdocio ministerial brota de la voluntad de Jesucristo en la misma institución de la Eucaristía durante la última Cena. Al mismo tiempo, el sacerdote que celebra así la Eucaristía, se afirma en su vocación, por cuanto que se dispone a realizar el encargo más importante recibido del Señor: “Haced esto en memoria mía” (…….)
El sacerdote que no prepara y celebra la Eucaristía como la parte esencial de su ministerio pastoral, pone en peligro la conciencia clara de su identidad, se arriesga a terminar manteniendo con Dios una relación casi puramente formal, puede perder el sabor al conjunto de su misión sobrenatural, y priva de la fuerza necesaria el imprescindible celo apostólico que debe animarle siempre como sacerdote y apóstol del Señor.
Sólo desde la cercanía de Dios, renovada, intensificada y fortalecida constantemente por tantos medios como el Señor pone a nuestro alcance, pero sobre todo por la Eucaristía, se puede cultivar y perfeccionar nuestro ministerio sacerdotal, imprescindible para el crecimiento de la Iglesia. Ministerio que consiste siempre en obrar en Nombre del Señor, y que tiene su culmen en las acciones sagradas que realizamos obrando en la persona de Cristo. Estas acciones sagradas son las que constituyen la esencia de nuestra sagrada misión, cuyo encargo recibimos por la imposición de las manos del Obispo.
4.- Ser Sacerdote y obrar in persona Christi, son inseparables. Y sólo viviendo esta íntima relación entre nuestro sacerdocio y la obra de Cristo podemos lanzarnos adecuadamente al ministerio de la Palabra, y al Servicio de la Caridad.
Sin el seguimiento y la intimidad con Cristo, sin procurar vivir con Él, por Él y para Él, no podemos ejercer dignamente el ministerio de la Palabra. Pronto lo reduciríamos a una simple comunicación conceptual, y terminaría siendo una inconsciente autoproyeción de nosotros mismos, de nuestras ideas y criterios. Y, aunque éstos estuvieran inspirados en la mentalidad evangélica, quedarían privados de la fuerza, de la dulzura, y de la eficiencia de la palabra del Señor, reduciéndose a un simple discurso humano. El ministro de la Palabra es el que se niega a si mismo, y deja que el Espíritu hable en él y por su mediación. Conseguir esto, requiere estudio, oración, contemplación y, sobre todo, compartir con Cristo el sincero ofrecimiento de sí mismo al Padre, que Cristo hace vivo y presente en la Eucaristía.
Sin cultivar la cercanía y la intimidad del Señor, puede empobrecerse tanto el ejercicio pastoral, que se reduzca a puro cumplimiento de unas tareas, bajo la presión de la demanda de los fieles. Puede ser una simple estrategia humana, desarrollada o reducida según sean los cálculos de eficiencia que sospechemos a partir de ella. Puede llegar a depender indebidamente del humor o de las circunstancias personales que nos acompañen en cada momento. Puede, incluso, obedecer al simple empeño estoico en el cumplimiento del deber. Éste puede ser un apoyo para momentos de oscuridad, pero no es el móvil que corresponde a la acción pastoral de un ministro del Señor.
5.- La misma oración, cuyo texto he citado como fuente de estas reflexiones, hará decir al Celebrante que es, precisamente por la eficacia del Sacrificio de la Eucaristía, por lo que rogamos a Dios llenos de confianza, que el ministerio de los nuevos Sacerdotes sea grato al Señor y dé frutos permanentes en su Iglesia. En esta plegaria y con esta confianza debemos unirnos los sacerdotes aquí reunidos, acogiendo en el seno del presbiterio diocesano a los jóvenes que van a recibir el Sacramento del Orden sagrado.
6.- Queridos Diáconos, ya casi enseguida sacerdotes: recibís el Sacramento del Orden y asumís la misión de ser Ministros del Altar y del pueblo en tiempos que no carecen de dificultades. Por eso debéis prestar gran atención y aceptar, desde la fe, las palabras de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura: Puesto somos “encargados de este ministerio por misericordia de Dios, no nos acobardamos” (2 Cor. 4…..).
Es cierto que, a causa de la debilidad, pueden hacer mella en vosotros las adversidades que dificultan, e incluso parecen impedir, el ejercicio del ministerio, cuya encomienda y responsabilidad llevamos en nosotros como en vasijas de barro. Pero esto, lejos de justificar la retirada, la reducción, el desencanto o la frialdad en el ejercicio del sagrado ministerio del sacerdocio, debe ayudarnos a situar bien el protagonismo y el mérito de nuestro servicio al Altar y al pueblo. San Pablo nos dice que la experiencia de la debilidad es para que se vea que una fuerza tan extraordinaria como se necesita para hacer brillar la luz de Dios en las tinieblas del mundo, reluciendo previamente en nuestros corazones, es de Dios y no proviene de nosotros. Consideración ésta que nos pone de nuevo ante la necesidad de llenarnos de Dios por su palabra, por la oración, por el ejercicio de la Caridad y, sobre todo, por la Eucaristía.
7.- Ofrecer la Eucaristía por nuestros fieles y por los alejados, a quienes debemos buscar como el Señor nos manifiesta que hay que buscar la oveja perdida, es el mayor ejercicio de caridad y el más exquisito y acertado servicio que podemos ofrecer al prójimo que se nos ha encomendado. La gracia de la Redención brota del Sacrificio de Cristo que se hace presente y operante en el Santísimo Sacramento del Altar.
El servicio del Altar garantiza el mejor servicio sacerdotal al pueblo. Y el servicio sacerdotal al pueblo, potenciado desde el Altar y realizado fundamentalmente en el mismo servicio del Altar, enriquece con la dimensión sobrenatural y salvífica a cualquier otro servicio que vaya unido al ministerio que se nos encomienda.
8.- La Santísima Virgen Maria es maestra en el ejercicio de llenarse de Dios, y obró siempre desde la más limpia identificación con Él.
Que ella os guíe, os acompañe y os ayude para que vuestra vida sea, como dice la oración Colecta de esta Misa, un canto a la Gloria de Dios que se nos ha manifestado en Cristo, de cuyo Sacerdocio participamos.
QUE ASÍ SEA.