HOMILÍA EN EL DOMINGO IIIº DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos religiosas, y seglares:


Me ha llamado especialmente la atención una de las expresiones del profeta Isaías en la primera lectura de hoy, anunciando la venida del Mesías, de Jesús nuestro salvador. Lo proclama proféticamente como aquel en quien confluye toda la belleza imaginable. Poniendo como signos que permitan a los contemporáneos entender el mensaje a partir de su experiencia, dice: “Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión” (Is. 35, 2).

La belleza a que alude el profeta no se refiere a los elementos externos que pueden revestir personas y objetos indignos. El profeta alude a la belleza que trasluce desde el interior, donde las verdaderas esencias constitutivas de la persona del Mesías son la verdad, el bien, la justicia, el amor y la santidad. Cualidades todas ellas que, en Cristo, tienen además la dimensión de la infinitud y de la consiguiente perfección.

En Cristo se manifiesta la plenitud de la divinidad. Por eso, refiriéndose a quienes acogerán al Mesías con limpieza de miras y con rectitud de corazón, añade el profeta: “Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios” (Is. 35---).

La belleza es aquí signo de la plenitud divina que Cristo manifiesta a la humanidad para beneficio de cada uno de los hombres y mujeres de todos los tiempos, edades y condiciones.
La belleza de Cristo, Dios y hombre verdadero, no es estática, inmóvil o pétrea; es dinámica y operativa. Regida por el amor, no sólo se manifiesta sino que se da, se entrega, se participa para que las criaturas humanas podamos participar de ella. Es la belleza de la vida de Dios de la que somos beneficiarios al recibir el don insuperable y divino que llamamos Gracia. Por la gracia, participamos de la vida divina.

Somos indignos de recibir la gracia de Dios. Pero, además, desde el pecado de nuestros primeros padres, éramos incapaces de recibirla siquiera como regalo. Ahora podemos acceder a ella porque Jesucristo nos ha devuelto la capacidad de relacionarnos con el Señor en una familiar cercanía que nos lleva a la intimidad con Él. Cercanía e intimidad en la que podemos crecer mediante el conocimiento y seguimiento de la palabra del Señor, mediante la oración asidua, y mediante la participación en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía.

Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo es tanto como comer y beber los elementos vitales del Hijo de Dios hecho hombre; es comer su vida humana y divina, puesto que ambas se unen en la única Persona, que es la divina y, por tanto, la única que pudo merecer para nosotros la redención y nuestra consiguiente filiación adoptiva en Dios nuestro Padre. Así como aquello que comemos y bebemos se hace cuerpo nuestro, así, al decirnos “tomad y comed porque esto es mi cuerpo”, y “tomad y bebed porque esto es mi sangre”, el Señor quiere significar que su vida se hace vida nuestra, que esta cercanía y esta participación eucarística de Cristo nos transforma interiormente en el hombre nuevo que es Él mismo, cabeza de la nueva humanidad redimida y destinataria de la promesa de salvación universal y definitiva.

Esa vida interior fundada en Dios, y que puede avanzar cada día en una mayor compenetración con el Señor; esa vida que participa de la belleza de la verdad, del brillo del bien, de la precisión de la justicia y de la generosidad del amor, es la que, vivida en plenitud por Cristo, genera y trasluce la mayor belleza posible, que supera toda belleza humana, y que desborda toda la belleza de la creación.

La Navidad preparada, como el camino que nos permite contemplar la belleza de Dios manifestada en Jesucristo, ha de ser una fiesta desbordante de gozo, y totalmente expansiva en beneficio de quienes nos rodean; porque es la fiesta del amor de Dios, la fiesta de la manifestación humana de la divinidad, la fiesta de la entrega de Dios para que participemos de su vida a lo largo de nuestra existencia, hasta que gocemos definitivamente de la gloria y de la felicidad eternas.

La imagen del profeta, refiriéndose al Mesías anunciado, sigue hablándonos de las consecuencias de la entrada del Señor en la historia. Con las imágenes materiales alusivas a la transformación renovadora de la redención, nos dice el profeta Isaías: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará, y volverán los rescatados del Señor” (Is. 35, 9). A esta misma transformación interior, significada en estos milagrosos cambios externos, alude el Señor cuando los discípulos de Juan Bautista le preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt. 11, 2). Jesucristo les responde invitándoles a fijar su atención en lo que él hace, e invitándoles a transmitirlo: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt. 11, ---).

En esta obra admirable, que todos pueden contemplar, se manifiesta la belleza de Dios, porque cada una de esas obras, llamativas o no percibidas por algunos, se vuelca la belleza intrínseca de Dios que es la Verdad, el bien, la justicia y el amor.

La preparación para la Navidad ha de disponernos a mirar con atención y contemplar con espíritu abierto el misterio de Jesucristo en el que se nos manifiesta, nos llama y se acerca a nosotros el mismo Dios, porque nos ama, y nos convoca a la salvación. Por eso, la oración inicial de la Misa nos ha invitado a unirnos en esta plegaria al Señor que viene: “concédenos llegar a la Navidad –fiesta de gozo y de salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante”.

Pero no podremos celebrarla con esa alegría desbordante mientras haya sombras causadas por egoísmos o por falta de atención a las necesidades ajenas a las que debemos nuestra aportación por justicia. Que nuestra justicia humana mire a la justicia divina que es la salvación, y pongamos todo el interés en ayudar a los hermanos más desposeídos para que sean salvados de toda opresión, de toda manipulación, de toda carencia básica en la subsistencia, en la educación, en la libertad, en el amor y en la esperanza.

Pidamos al Señor que, por la fuerza de la Eucaristía, obre en nosotros la transformación que necesitamos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE SANTA EULALIA DE MÉRIDA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Asociación de la Mártir Santa Eulalia,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Nos hemos reunido un año más para celebrar la fiesta religiosa de la Mártir Santa Eulalia, titular de esta Parroquia, patrona de Mérida, y referencia permanente de la identidad emeritense.

No cabe duda de que es un verdadero privilegio tener a una joven cristiana como ejemplo de fidelidad a Jesucristo hasta el martirio. Sobre todo cuando tanto nos preocupa la educación cristiana y el comportamiento de la juventud. Pero o olvidemos que la santa nos da importantes lecciones también a los mayores.

2.- Corren tiempos en que la debilidad ha hecho mella en el espíritu de muchas gentes, sin excluir numerosas personas que se consideran y manifiestan como cristianos. Llevados del ansia de bienestar y de satisfacción personal, y presionados por ambientes laicistas, caen fácilmente en actitudes y comportamientos acomodaticios. Se pretende establecer la interpretación del Evangelio, la ordenación moral de la vida y hasta la misma consistencia de la Iglesia, de acuerdo con los puntos de vista personales derivados de un falso principio: el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas. Más todavía; muchos piensan que cada uno, según las circunstancias concretas en que se encuentra, es la medida de lo que está bien y de lo que está mal y, por tanto, el criterio de aceptación o rechazo de cuanto se nos ofrece y de cuanto nos acontece. Por este camino se van dando pasos, cada vez más largos y llamativos, hacia la torpe y mortal sustitución de Dios por el hombre. La religión es progresivamente relegada al ámbito de lo opinable, y reducida al sector personal más privado. Dios desaparece de la sociedad. De él gusta a muchos mantener simplemente aquello que pueda satisfacer como espectáculo o como reliquia histórica integrada en la cultura del pueblo.

El pensamiento y la conducta social a que estamos aludiendo no es una característica de todos. Ciertamente no. Pero goza de una amplia extensión que va tiñendo con un tono amarillo la cultura y las leyes de muchos países. Europa no es ajena a ello, y la globalización, velozmente expandida en muchas partes del mundo por la fuerza de los medios de comunicación, ha extendido la creencia de que ha de ser correcto lo que tanta gente opina.

En verdad, cuando el pensamiento es sustituido en muchos ambientes por una estudiada propaganda ideológica y cultural, propiciada por los poderes políticos y por intereses económicos; y cuando se establece el principio de que es verdad lo que llega avalado por un amplio consenso social, la debilidad del pensamiento a la que sucumbe esta sociedad en buena parte abandonada a la prisa, a lo inmediato y a lo sensible, lleva a pensar que esos criterios y esas conductas gozan de la garantía del acierto. ¡Qué fácil es, entonces, sucumbir a las corrientes que abogan por la inmediata satisfacción!. ¡Y qué fácil es también, en situaciones semejantes, reaccionar ante el Evangelio con un “sí, pero...”!

3.- Frente a ello, una adolescente, con apenas doce o trece años, educada cristianamente en el seno de su familia, pertrechada con la armadura de la fe y estimulada por la experiencia de Dios, nos da el testimonio inequívoco de no dejarse arrollar por las mayorías, ni por el poder constituido, ni por el miedo a los tormentos, ni por el ánimo de bienestar y de satisfacción personal. Santa Eulalia, joven creyente y generosa, nos da una clarísima lección; la misma que aprendió de Jesucristo cuando, resumiendo las normas en que debía inspirarse los cristianos, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. La pena sería que no la aprendiéramos.

El Señor, que vela por la recta educación de nuestro entendimiento y por la ayuda oportuna que pueden aportarnos los testimonios claros de fe y de fidelidad a toda prueba, nos ofrece abundantes ejemplos de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, jóvenes y mayores santos, que no escatimaron sacrificios hasta el martirio para proclamar la primacía de Dios sobre todo y sobre todos.

Recientemente hemos podido gozar de la declaración de beatitud en favor de casi 500 personas de nuestra patria que, sin más delito que la práctica de su fe cristiana, fueron vilmente asesinados al tiempo que perdonaban de corazón a sus verdugos. Ellos, Santa Eulalia, los mártires de la primitiva Iglesia, y los que siguen dando su vida a través de todos los tiempos y en diversas partes del mundo por la proclamación y defensa de Cristo, constituyen una razón y un estímulo muy fuertes para que revisemos nuestra fe y nuestra conducta personal, institucional y social.

Los cristianos no tenemos derecho a servir a los hombres antes que a Dios. De él lo hemos recibido todo. Él camina a nuestro lado como el Hermano mayor que vela permanentemente por nuestra libertad de espíritu y por nuestra salvación definitiva.

La fiesta de Santa Eulalia debe constituir para todos nosotros un revulsivo, un toque de atención que despierte nuestro espíritu, y un ejemplo que oriente nuestro ánimo para acercarnos al Señor, para reconocer en Dios nuestro origen, nuestro camino y nuestro fin, la referencia única, universal y definitiva de la verdad, de la verdad que nos hace libres, de la justicia que brota de la fraternidad, y del servicio a la Iglesia y al mundo para llevar la luz de Cristo a todas las personas y a todos los ambientes.

Esta celebración festiva nos pone ante la grandeza labrada por Dios en la debilidad de sus
criaturas, en la pequeñez de una tierna jovencita, y en la aparente insignificancia de quien no tenía prestigio social alguno. Por eso nos incita a exclamar con fe sincera y con espíritu agradecido, haciendo propias las palabras del libro del Eclesiástico que acabamos de escuchar: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida...porque estuviste conmigo frente a mis rivales” (Eclo. 51, 1).

Ésta pudo ser la plegaria de Santa Eulalia. Esta pudo ser la plegaria de tantos y tantos mártires que nos han dado ejemplo de fe y de fortaleza como cristianos auténticos.

Ésta debería ser con mucha frecuencia nuestra plegaria, reconociendo la bondad de Dios para con nosotros, y los permanentes e inmensos regalos y cuidados que recibimos al Señor, y que nos defienden de tantos males como nos acechan en la intemperie del mundo.

No debemos prestarnos a la corriente de excusas con que muchos se creen libres de cumplir con su deber, de seguir al Señor, de ser fieles al Evangelio, a causa de las dificultades con que se encuentran, con que nos encontramos todos de un modo u notro. Es el mismo S. Pablo, quien nos dice hoy en la segunda lectura:”Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo Jesús será perseguido” (2 Tim. 2, 12).

Santa Eulalia, la santita, como le llamáis con cariño y ternura, fue una de las vírgenes prudentes que pudieron salir a recibir al Esposo, según nos cuenta hoy el Evangelio, y que se encontraron con el Señor porque estaban preparadas.

Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra patrona, que nos ayude a estar vigilantes, y a ordenar nuestra vida con criterios evangélicos, dando siempre a Dios la primacía sobre todo y sobre todos.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosas, seminaristas y seglares:

La fiesta que hoy nos congrega en esta solemne celebración es la más destacada manifestación del triunfo de la gracia de Dios en la humanidad.

Una criatura sencilla y anónima en su ámbito social, discreta en su comportamiento, e irrelevante en sus características externas, es elegida por Dios para ser Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Su altísima vocación, obra de Dios en el misterio de sus inescrutables designios de paz y salvación, supuso la capacitación plena de María para esa dignísima misión. Y esa capacitación plena y perfecta, fue la pureza absoluta, el inicio de la santidad sin falta. Como nos dice el Prefacio de la Misa que estamos celebrando, “purísima había de ser la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo”. Capacitación que la Santísima Virgen supo corresponder con su santidad sin falta, haciendo de su vida un ejemplo de perfecta fidelidad.

La elegida para que el autor de la redención universal y eterna entrara en la historia empecatada y la salvara del poder diabólico que la había sometido, fue camino limpio, instrumento dócil y amorosa receptora de los dones divinos.

La que tenía que ser instrumento del acercamiento del redentor a la humanidad necesitada de salvación, no podía estar sometida, ni por un instante, a las ataduras del maligno. Por eso Dios, Señor de la creación entera, la libró de la herencia del pecado original; y la dotó de la gracia de la redención, que su Hijo iba a alcanzar mediante su curso en el mundo cuya culminación fueron la Cruz y la Resurrección.

En María, Inmaculada desde el primer instante de su concepción, no hicieron mella la fuerza y la malicia del engaño diabólico por el que Adán y Eva perdieron su pureza original y la capacidad de acceder hasta el Señor.

Por el pecado de Adán y Eva, la tierra cambió su bella suerte de paraíso feliz en oscuro destierro. Y la historia, que primordialmente era un ámbito de feliz intimidad con Dios y camino directo hacia la eternidad gloriosa, se convirtió en espacio de contradicción y valle de lágrimas. En adelante, la senda de la salvación adquiría las notas de la estrechez y del dolor; y la vida de la humanidad iba a caracterizarse por la lucha interior en busca de la verdad siempre rodeada de lejanía y de misterio; en un ansia insatisfecha de libertad, y en un anhelo de paz y felicidad sólo alcanzables en la amistad con Dios que la humanidad había perdido por el pecado de sus primeros padres.

Por la redención de Cristo, manifestación indiscutible de la solidaridad de Dios con la esencial necesidad del hombre y de sus anhelos de salvación, cambió el horizonte de la vida terrena.
Por Jesucristo, hombre nuevo y cabeza de la nueva humanidad, Hijo Unigénito enviado por el Padre y hombre verdadero nacido de María santísima, apareció en el horizonte humano la posibilidad de encontrarse con Dios; fue pronunciada victoriosamente la promesa de la salvación definitiva. La oscuridad de este campo sin caminos, que había quedado fuera del Paraíso, fue rota por la luz de la esperanza. Por la redención, que se inició en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, inmaculada desde su concepción, la humanidad podía acceder a Dios mismo, autor de la vida y de la felicidad, que es el deseo más profundo que anida naturalmente en el corazón del hombre creado a imagen del Altísimo.

La primera criatura beneficiaria de la radical transformación que supone la íntima y plena vinculación con Dios por la gracia vencedora del pecado, fue la santísima Virgen María, Inmaculada en su Concepción y limpia de todo pecado en todo el curso de su vida entera. Su nombre, en el paisaje de la redención fue, es y será, “llena de Gracia” bendita porque siempre creyó, y bienaventurada porque escuchó y cumplió la palabra del Señor.

Hija del Padre, Esposa del Espíritu Santo, y Madre del Hijo, María es la primera criatura convertida en himno de alabanza a la Santísima Trinidad. Ella es el reflejo sin sombras del amor infinito de Dios que tiene sus delicias en los hijos de los hombres.

María, paradigma de la fuerza transformadora con que actúa la Gracia divina, se convierte para nosotros en puerta de la esperanza, en estímulo permanente para la lucha que se nos presenta con promesas de victoria, en ayuda para el caminar cotidiano y en protección frente a los peligros que nos acechan.

Al contemplar en María santísima el glorioso triunfo de la Gracia, que es, al mismo tiempo e inseparablemente, el triunfo del amor de Dios y de su infinita misericordia, cada uno de nosotros debe convertirse en un vocero que convoque a entonar himnos de gratitud y de alabanza la Señor con las palabras del Salmo que hemos repetido: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal. 97).

La maravilla que Dios ha realizado en Jesucristo su Hijo, hecho hombre en las purísimas entrañas de Santa María Virgen, es la manifestación de su amor a la humanidad, a cada hombre y mujer de todos los tiempos. A todos nos ha llamado a la salvación y a la felicidad eterna, a pesar de que la habíamos perdido por ofenderle.

Por todo ello, el cántico nuevo en que debemos ocuparnos, y al que debemos convocar a los demás como consecuencia de nuestro agradecimiento a Dios, y en cumplimiento de nuestro deber apostólico, es el que nos brinda S. Pablo en la segunda de las lecturas que ha sido proclamada hoy: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo –antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef. 1, 1-6).

La gracia de Dios, la bendición de Dios, que nos llegó por Jesucristo, ha tenido y tiene como paradigma, como referencia fundamental e insuperable, a la Santísima Virgen María. Y esa bendición nos mueve a la esperanza cierta porque el Señor ha designado a su Madre como Madre nuestra, y la ha constituido en la primera y más poderosa intercesora nuestra y medianera de todas la gracias.

Ella es la más fiel imagen de la Iglesia, perfectamente santa por Jesucristo que es su cabeza, por el Espíritu Santo que la asiste, la anima y la conduce, y por la fidelidad del Hijo que en ella está como ofrenda permanente en sacrificio de suave olor. Y, al mismo tiempo, María, siendo Madre de Cristo su fundador y cabeza, es también Madre de la Iglesia, como la proclamó el Concilio Vaticano II.

Demos gracias a Dios por esta solemne festividad, que nos pone ante el misterio de María Santísima, precioso e insuperable ejemplo del triunfo de la gracia de Dios, primera criatura redimida, mujer perfectamente fiel a la vocación divina, humilde servidora del Señor que a sí misma se define como esclava suya.
Pidamos al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo que, por intercesión de la Santísima Virgen María, nos conceda el don de la conversión verdadera y profunda, y que nos bendiga con su amor incondicional hasta que alcancemos el regalo de la vida eterna en la felicidad indestructible en los cielos.


QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA INMACULADA

Queridos hermanos capitulares y demás sacerdotes,

Diácono asistente, seminaristas, religiosas y seglares:


La festividad litúrgica de la santísima Virgen María, en el misterio de su Inmaculada Concepción, nos congrega invitándonos a reflexionar, a contemplar y a orar entonando himnos de gratitud al Señor.

S. Pablo nos dice hoy en la lectura que acabamos de escuchar: “todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios” (Rom 8, 28). Por tanto, debemos entender que la fiesta que hoy iniciamos con estas Primeras Vísperas, es querida por Dios para beneficio nuestro y para bien de la Iglesia. En consecuencia, debe unirnos en una actitud de alabanza agradecida al Señor de cielos y tierra, esforzándonos por descubrir el mensaje que nos ofrece en esta solemnidad.

En la santísima Virgen María se realiza plenamente la imagen y semejanza de Dios según la cual hemos sido creados. Nosotros no podemos alcanzar ese grado de realización porque nacimos manchados por el pecado original, y hemos añadido nuestros pecados personales. Pero María, liberada por Dios de esa lastimosa herencia de Adán y Eva, por la aplicación anticipada de los méritos de Cristo nuestro redentor, disfrutó de la plenitud de la Gracia divina, desde el primer momento de su existencia. Gozó siempre de la plena participación de la vida de Dios y, por su inquebrantable fidelidad, no se alejó de Dios un solo momento durante su vida en la tierra.

La Santísima Virgen María es, pues, la realización perfecta del ideal de la persona humana según la voluntad de Dios, como lo fueron Adán y Eva al ser creados, sino que también llevó a cabo a la perfección el desarrollo de esa condición purísima hasta el fin de sus días. Esa maravilla de perfección que Dios obró en una de nosotros, la Virgen María, nunca ha sido superada ni lo será porque es propia exclusivamente de la llena de gracia.

Llena de Gracia nos la declaró el Ángel que le anunció la maternidad divina para la que había sido elegida. Llena de Gracia la proclama la Iglesia en el Dogma que declara como objeto de fe la Inmaculada Concepción de la doncella fidelísima del Pueblo Judío, primera redimida y primera criatura del nuevo Pueblo de Dios. Ella es la expresión más bella del amor infinito con que Dios se volcó en la creación del hombre y de la mujer. Ella es el sublime testimonio de la magnificencia divina cuyo esplendor obstaculizamos los hombres, ya desde nuestros primeros padres, a causa de los pecados personales.

La celebración de esta festividad, de tan antigua y firme raigambre española, nos abre a la contemplación de la infinita grandeza de Dios, ante su más generosa manifestación que, brotando del infinito amor divino, culminó en la entrega de su Hijo Unigénito. Por los méritos de la muerte y resurrección de Jesucristo recuperamos la posibilidad de crecer en la mayor de las cualidades sobrenaturales con que Dios nos enriqueció al crearnos a su imagen y semejanza. De este modo pudimos participar de su misma vida, de la vida de Dios, que es la gracia.

Contemplar el misterio de María santísima nos abre a la admiración de la obra de Dios. Y, ante el conocimiento de tanta grandeza y magnificencia, ha de brotar espontánea la gratitud. Somos verdadera e insuperablemente agraciados porque Dios ha querido plasmarla su generosa omnipotencia precisamente en la humanidad de la que formamos parte.

La contemplación de la insuperable obra de Dios en nosotros, al tiempo que nos llena de gozo, ha de llevarnos a poner nuestra mirada profundamente creyente y amorosa en el Señor hasta que seamos ganados tan fuertemente por la admiración, que nos convirtamos en verdaderos adoradores, en empeñados seguidores y en fieles hijos de Dios nuestro Padre y salvador. De Él venimos y hacia Él vamos acompañados y estimulados por Jesucristo nuestro hermano y redentor.

María, llena de gracia, no puede ser para nosotros nunca un motivo de envidia sino el mayor motivo de un constante reconocimiento de la sabiduría y del poder de Dios, y una ocasión de encontrarnos con el Señor al que nos muestra su Madre y ante quien intercede por nosotros Quien es, también, Madre nuestra.

Al cantar el himno de reconocimiento del amor y de la sabiduría de Dios que la Santísima Virgen nos dejó como preciosa herencia y como un modelo de oración, proclamemos de corazón, con fe y con gratitud, la grandeza del Señor, y honremos a su Madre santísima acogiéndonos a su maternal cuidado e intercesión.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE ADVIENTO CICLO A.

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas, seminaristas y seglares:

1.- En este domingo, segundo del tiempo preparatorio a la Navidad, la Iglesia nos invita a considerar el carácter decisivo que tiene, para nuestra vida cristiana, la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios.

Tanto durante el Adviento, como durante nuestra vida de la que son signo estos días prenavideños, nuestra actitud fundamental debe ser la esperanza.

Esperamos porque Dios nos ha hecho una promesa y la ha convertido en alianza sellada con su sangre. Según esta promesa aguardamos con plena confianza la venida del Señor que nos ha de llevar al triunfo total sobre el pecado y la muerte. Esta venida final no es separable de la primera venida en la Navidad original, cuando el Hijo de Dios, hecho hombre en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, nació como un niño, sencillo y humilde, en un pobre establo de Belén.
La venida como Niño en la primera Navidad constituía el inicio de la redención. Y la segunda y definitiva venida de Cristo será la manifestación plena de la redención porque en ella se manifestará, victoriosa, la divinidad de Cristo, juez poderoso de vivos y muertos, rey supremo y eterno que, por su amor infinito, vuelca su misericordia sin límites sobre quienes le acogieron y procuraron servirle.

2.- Pues bien, para nuestra adecuada preparación al encuentro con Cristo, ahora sacramentalmente a partir de su Encarnación, y luego directamente en la vida eterna, necesitamos la palabra de Dios. Ella nos enseña quien es Dios y cómo se comporta con nosotros, cual es su voluntad en beneficio de todos los que le buscan, y cual es su paciencia tomando siempre la iniciativa de acercarse a nosotros. El Señor no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf--)..

Sin conocer la palabra de Dios no podemos acercarnos a Él con libertad y esperanza. Por eso nos dice hoy S. Pablo: “Todas las antiguas Escrituras se escribieron para nuestra enseñanza, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rom. 15, 4).

Prestar atención a las Escrituras, a la palabra de Dios escrita, que nos abre cauces para llegar al Señor, es tarea que nos facilita la santa Madre Iglesia. De modo que sin atender a la que es nuestra Madre y Maestra, no alcanzaremos a saber qué nos dice, en verdad, el Señor en las misma Escrituras. Jesucristo ha confiado su palabra a su Iglesia y, mediante la asistencia del Espíritu Santo, le ha garantizado la integridad y veracidad en la transmisión del mensaje divino. Por eso ha dicho con toda claridad, refiriéndose a los Apóstoles de quienes son sucesores los Obispos en comunión con el Papa: “Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros recibe, a mí me recibe”(--).

3.- La palabra de Dios, proclamada por la Iglesia, nos llama a la conversión interior, que es el fundamento y la condición imprescindible para que cambien nuestros comportamientos personales y sociales. Esta era la predicación de Juan Bautista, el precursor de Jesucristo. Su grito, su consejo, su llamada era: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos” (Mt. 3, 1).

La conversión implica un cambio de mentalidad por el que los criterios humanos dejen paso a los criterios evangélicos. La palabra de Dios nos transmite los puntos de vista y los criterios de Jesucristo. Esto no significa la mutilación intelectual del hombre, sino su crecimiento gracias a la educación que nos ofrece la palabra de Dios ampliando nuestras perspectivas desde la sabiduría divina, que es algo distinto y muy superior a la ciencia humana. De ahí la trascendental importancia que tiene para el cristiano la formación seria y profunda, absolutamente accesible a todos por los medios al alcance de cada uno.

4.- La formación, fundamentada en la palabra de Dios y ofrecida a nosotros por la Iglesia en tantos momentos y formas, no debe ser mirada como una simple obligación. Entonces se convertiría en una pesada carga. Es urgente que descubramos la radical necesidad que de ella tenemos no sólo para el ejercicio del apostolado, sino para la misma orientación de la propia vida. Si la consideramos así, como es en verdad, entonces se convertirá en un quehacer ilusionado al que dedicaremos el esfuerzo necesario con entusiasmo y esperanza.

La llamada a la conversión de que nos habla S. Juan Bautista en el Evangelio de hoy, equivale a la preparación de los caminos del Señor por los que ha de llegar el encuentro personal con Dios. Encuentro que se dará en el seno de la Iglesia, hogar de los cristianos y morada de Dios con los hombres, significada en el espacio sagrado del Templo.

La conversión con la que preparamos los caminos del Señor, requiere ese conocimiento de Jesucristo por el que le reconozcamos y recibamos como el Señor del Universo. Como nos dice simbólicamente S, Juan Bautista, Él tiene el bieldo en la mano para aventar la parva y juzgar sobre el trigo y la paja. Mensaje éste muy urgente para nosotros en los tiempos que corren, porque las ideologías y las tendencias instintivas van favoreciendo el alejamiento de Dios, de forma que destaque la autonomía y la suficiencia del hombre, satisfecho con sus descubrimientos y con el espejismo de un futuro exclusivamente humano y universalmente feliz.

5.- Cada vez que el hombre da un paso alejándose de Dios, avanza hacia su deshumanización. De tal forma, que caminando de espaldas a Dios el hombre se dirige hacia su propia desestabilización y hacia su muerte. Realidad que estamos viendo muy claramente en nuestra sociedad a través de los medios de comunicación. Ellos nos dan noticia de egoísmos que causan las injustas diferencias sociales, el hambre, las guerras, el terrorismo, las distintas formas de violencia y de marginación, la muerte injustificada de inocentes, etc.

No basta apoyar la propia conducta tantas veces desenfocada apelando a que uno es religioso o que pertenece a ésta o a aquella religión que tiene a Dios como punto de referencia. Esto puede ser, y lo es en muchos casos, una forma de autoengaño que se prepara amoldando la supuesta religión a las propias conveniencias desde los propios puntos de vista subjetivos. Por eso, S. Juan Bautista dice a quienes le escuchaban: “No os hagáis ilusiones pensando: pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras” (Mt. 3--).

6.- Ante las exigencias que lleva consigo la preparación de la venida del Señor, que esperamos sacramentalmente en la Navidad y que culminará definitivamente al fin de nuestros días, la santa Madre Iglesia pone en labios del sacerdote, en la oración inicial de la Misa, estas palabras: “Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo”

Pidamos a la Santísima Virgen María, Señora del Adviento y madre de la esperanza, porque fue elegida para acercarnos a Cristo, que interceda por nosotros y nos alcance la gracia de la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, de la sincera conversión, y del encuentro verdadero con el Señor que viene a salvarnos.


QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA DEL DOMINGO Iº DE ADVIENTO, CICLO A

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos religiosas, seminaristas y demás seglares reunidos en este sagrado Templo para celebrar los Misterios del Señor:

Es muy importante considerar cual ha sido la petición que hemos elevado al Señor al comenzar esta acción litúrgica. Unido a la plegaria de toda la Iglesia, he suplicado al Señor que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene.

Esta oración supone que en todos nosotros existe el deseo de Dios, la necesidad de redención y de acercamiento al Señor. Y, al mismo tiempo, esta plegaria manifiesta al Señor nuestro reconocimiento de que, por diversas circunstancias, esa conciencia de nuestra necesidad de Dios y el deseo consiguiente de su venida, del encuentro personal y comunitario con Él, no tiene todo el vigor que debería. Por eso le pedimos que lo avive.

Reconocemos la debilidad de nuestra fe, y orando así, manifestamos también al Señor, que nos consideramos insuficientes para despertar la conciencia de nuestra necesidad de Dios y para avivar el consiguiente deseo de su venida. Por eso recurrimos a Él, que lo obra todo en todos, pidiendo que sea Dios mismo quien nos ayude a adquirir lo que necesitamos para ser coherentes con la fe recibida en el Bautismo.

Estamos llamados a cultivar y desarrollar esa fe hasta hacer de nuestra vida un auténtico y claro testimonio de la fidelidad a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, manifestado en Cristo nuestro Salvador.

La voluntad de vivir en el deseo de Dios, de su cercanía, de compartir su intimidad y de gozar de su gracia, es y debe ser la actitud permanente del cristiano en el Adviento. Este tiempo litúrgico simboliza nuestra vida en su dimensión peregrinante hacia la cuna de Belén, hacia la manifestación del amor infinito de Dios, hacia la reconstrucción del acceso a Dios y a la recuperación de nuestro diálogo con el Señor. Sólo desde es primer encuentro con el Señor podemos avanzar hacia el encuentro definitivo en la gloria a la que aspiramos.

La primera respuesta a la oración de la Iglesia, que hacemos nuestra en el primer Domingo de Adviento, está en la profecía de Isaías que anuncia la venida del Señor como un acontecimiento verdaderamente prometedor y lleno de ventajas para la humanidad que le reciba.

En verdad, al pedir a Dios que aumente el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, hemos dicho también a Dios cual era la intención última de nuestra plegaria: “para que colocados un día a su derecha, merezcamos poseer el reino eterno”. Lo que Isaías nos anuncia es, precisamente, ese doble momento en que el encuentro con Cristo durante nuestro peregrinar sobre la tierra, nos abrirá a la preparación para el encuentro definitivo en la gloria, en el cielo, en la eternidad.

En primer lugar nos dice el profeta que “El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas” (Is 2,3). En segundo lugar nos describe la paz definitiva, en la que no habrá destellos de pecado ni obras de las tinieblas urdidas por la debilidad humana.

Ante la consideración de esta profecía, cuyo primer cumplimiento forma parte ya de nuestra historia, porque hemos sido bautizados en la gracia redentora del Hijo de Dios hecho hombre, nuestra vivencia interior debe ser la que nos pide S. Pablo en la segunda lectura, diciéndonos: “Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rom. 13, 11). Y la actitud consiguiente, por coherencia, como decisión firme inspirada en la obra del Señor y apoyada en su promesa, debería ser, según nos dice S. Pablo también hoy: “dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con la armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad” (Rom. 13, 12).

A estas actitudes, que requieren un proceso de conversión, una decisión de entrega, y una lucha mantenida y esperanzada en la victoria final, el Señor, que ya nos ha visitado en su primera venida, nos urge a emprender el camino con prontitud, porque no sabemos ni el día ni la hora del segundo y definitivo encuentro con el Padre: “Estad bien preparados, -nos dice hoy en el Evangelio- porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre” (Mt. 24, 44).

Estas urgencias no han de ponernos nerviosos, ni deben motivar una pesimista desconfianza de llegar a tiempo en el cumplimiento de la tarea que nos concierne. Al contrario, igual que hemos pedido a Dios que avive el deseo de salir a su encuentro, así también debemos pedirle que nos conceda serenidad, empeño y esperanza en recorrer el camino que nos conduce hacia su encuentro definitivo.

La Santísima Virgen María, que hizo de sí misma espacio de encuentro de Cristo con el mundo, y la primera criatura que se encontró definitivamente con el Señor con cuerpo y alma en los cielos, nos ayude a orar y a preparar el camino del Señor durante el Adviento, a vivir la próxima
Navidad como un verdadero encuentro con Cristo y como el inicio de una andadura en íntima cercanía con el Señor que es el camino hacia el definitivo encuentro con Dios.

QUE ASÍ SEA.