HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE ADVIENTO DE 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Si leemos o escuchamos con atención contemplativa la palabra del Señor, descubriremos fácilmente que va dirigida, con toda sabiduría y oportunidad, a nosotros, a los hombres y mujeres de cada tiempo en que es proclamada a través de la historia. Y se dirige a nosotros llamando a la puerta del alma, allá donde vibran o mueren las grandes vivencias, donde se hacen vida los sentimientos más ilusionados, o donde roen el espíritu las experiencias y las sensaciones más paralizantes. En cualquier caso, como nos recuerda la liturgia en la fiesta de Pentecostés, la palabra del Señor, portadora de la fuerza del Espíritu Santo, “riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, infunde calor de vida en el hielo, y salva al que busca salvarse” (Secuencia).

2.- ¿Qué mensaje nos trae hoy la palabra del Señor, en este segundo Domingo de Adviento?
Parece que el profeta Isaías hubiera escrito para quienes vivimos esta situación histórica dominada por la injusticia, la discriminación, la marginación , la pobreza, la inseguridad de la guerra y del terrorismo, la crisis económica y de valores, el secularismo laicista y los atentados de todo tipo contra la vida y contra los más débiles e indefensos.

Ciertamente, si evaluamos nuestro mundo teniendo solamente en cuenta lo negativo, la situación llegará a parecernos insostenible. Pero, no debemos olvidar que la cizaña crece junto al trigo, y que los defectos que marcan el reverso de la medalla están relacionados con las virtudes que integran el anverso brillante y valioso.

Contemplar los progresos humanos, artísticos, literarios, políticos, sociales, culturales, y religiosos, nos permitiría una visión más equilibrada de la realidad que nos ha tocado vivir, y del mundo que nos corresponde transformar. Hay que vencer, pues, tanto el pesimismo, como el vano optimismo, y cualquier visión parcial o reduccionista de la realidad.

No obstante, bien sea por la amarga saturación que produce el disfrute de lo que no puede saciar el alma humana, o sea por la inquietud que puede causar la oscuridad de un futuro incierto más allá del momento presente y después de esta vida terrena, lo cierto es que bien podríamos afirmar que la mayor carencia de nuestro tiempo es la esperanza. De tal modo que, cuando tantos buscan ganarse a la humanidad desde promesas ideológicas, económicas, hedonistas o evasivas, hemos oído en distintas ocasiones esta afirmación: “el mundo será de aquel que le ofrezca mayor esperanza”. El Apóstol Pedro nos urge a que seamos capaces de dar razón de la esperanza que nos mueve a los que creemos en el Señor Jesús.

3.- Pues bien, cuando en el tiempo de Adviento preparamos la Natividad del Señor Jesús, el profeta Isaías, anunciando en aquel tiempo la venida del Mesías, nos habla de parte de Dios con estas palabras de aliento y de esperanza: “Consolad, consolad a mi pueblo...Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos...Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina...Como un pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres” (Is. 40 1 y sig.).

Este lenguaje, que además de simbólico puede parecernos irreal para nuestro tiempo, ha sido ratificado por Jesús, el Mesías salvador, de muy diversas formas y en diferentes ocasiones. Es Jesucristo quien nos ha dicho, quien ha dejado escrito en el Evangelio, y quien repite para nosotros a través de la predicación de la Iglesia: “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” . “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia”. “Yo quiero que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

4.- Estas palabras, que pueden infundir la esperanza que va más allá del presente inmediato y más allá, también, de la vida presente, no pertenecen a un bello discurso electoral, ni a promesas interesadas para beneficio de quien las pronuncia.

La veracidad de estas palabras ha sido rubricada por la entrega incondicional del Hijo de Dios haciéndose hombre como nosotros y compartiendo todas nuestras limitaciones y pruebas a lo largo de la vida en el mundo, menos el pecado del que vino a salvarnos. Así lo celebramos en la Navidad cuya celebración estamos preparando.

El señor ha rubricado la veracidad de sus promesas dando su vida por nosotros en la cruz e invocando desde el patíbulo el perdón para quienes le habían condenado y crucificado: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

El Señor ha reforzado la esperanza que invita a poner en Él, orando así al Padre antes de ir a Él una vez consumada su obra redentora: “Padre, quiero que donde esté yo, estén también ellos conmigo”.

5.- Si meditamos bien estas palabras de Jesús, y reflexionamos desde ellas contemplando los misterios de nuestra redención, podremos decir abiertamente a todos los que se extrañen de nuestra fe y de nuestro empeño por seguir al Señor: “Nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia” Así ello nos invita S. Pedro en su segunda carta proclamada hoy en la segunda lectura (2 Pe. 3, 13).

6.- No obstante, como bien sabemos, aunque todo sea regalo del Señor, nada nos llega habitualmente de sus manos si no ponemos lo que está de nuestra parte. “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”, dice S. Agustín.

Pues, bien, para que seamos capaces de acertar en la responsabilidad que nos compete en orden a encauzar nuestra vida hacia el encuentro y la configuración con el Señor que nos salva, Dios mismo envió al precursor cuya enseñanza ayudó a rellenar valles y allanar montes para que la salvación pudiera llegar sin obstáculos insalvables. Ahora, en nuestro tiempo, es el mismo Cristo el Señor quien nos ayuda a preparar el camino de la salvación actuando en su Iglesia, que es su cuerpo místico, garante de su palabra y sujeto de los sacramentos que nos llenan de gracia. De ello nos ha hablado hoy el santo Evangelio que acabamos de escuchar.

7.- Queridos hermanos en el Señor: sabiendo que el mundo necesita vitalmente de una esperanza firme y veraz, ajena a todo fraude o a toda apariencia engañosa, debemos despertar en nosotros dos actitudes fundamentales. Primera, la decisión de conocer y profundizar el mensaje del Señor para adecuar nuestra vida al proyecto de vida que él nos ofrece. Y, en segundo lugar, asumir el compromiso de predicar el mensaje salvador de Cristo, que se inició para nosotros con la Navidad y que puede comenzar para cada uno de los hombres y mujeres en el momento en que descubran al Señor como salvador y vida de nuestras almas.

Que la santísima Virgen María, primera receptora del mensaje salvífico de Cristo, mujer fiel desde el principio, y madre universal de la Iglesia y de toda la humanidad, nos alcance la gracia de fortalecer nuestra fe para escuchar, atender y proclamar la esperanza que nos ofrece el Señor Jesús.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL DOMINGO 1º DE ADVIENTO 30-Nov-2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos todos, religiosas y seglares,
Queridos seminaristas y diácono asistente:


La plegaria con que hemos iniciado esta celebración eucarística, primera del tiempo de Adviento, pone ante nuestra consideración, de modo indirecto pero claro, la realidad de nuestra propia historia. Sabemos muy bien que nuestro discurrir por la vida es, con frecuencia, una sucesión de altibajos que van marcando momentos de fervorosa fidelidad y momentos de fría distancia; momentos de verdadera búsqueda de Dios, y momentos de insípida tibieza; momentos de verdadera autoexigencia, y momentos de cierto abandono. Gracias a Dios, ninguno de los momentos más débiles hemos llegado al abandono del Señor. Pero, la conciencia de que llevamos en nuestro haber períodos de menor acercamiento al Señor, hace necesario que Dios nos conceda nuevamente una oportunidad de conversión interior, una circunstancia propicia para retomar el camino ladeado, o para reemprender la marcha con mayor entusiasmo y viveza. Debemos pedir, pues, esta gracia que sólo Dios puede concedernos. El Señor escucha la súplica que eleva la Iglesia por todos sus hijos, y nos responde con magnanimidad.

Con esta celebración iniciamos el tiempo de Adviento. En él, nos depara el Señor cada año una ocasión de gracia, una oportunidad especialmente anunciada y propicia. Nuestro deber y nuestra necesidad es aprovecharla para volvernos a Dios, para acercarnos al Señor que nos busca y nos espera, que desea para nosotros el mayor bien, esto es: la plenitud humana y sobrenatural, nuestra santificación, el crecimiento en la virtud, el goce de la paz interior en la esperanza que no defrauda, porque el Señor que nos ha hecho la promesa de salvación es veraz y, como nos ama infinitamente no nos defrauda.

Al comenzar la Santa Misa, he pedido al Señor para todos nosotros y para cuantos creen en él y esperan su redención y su venida gloriosa, que avive en nosotros, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene; y así podamos, un día, estar con él en el Reino eterno.

Por más que demos vueltas a los problemas que nos plantea la vida, y cuyo sentido y utilidad no siempre se nos manifiesta claramente, y, por más que deseemos entender en qué consiste nuestra dimensión sobrenatural y nuestra relación con Dios como hijos suyos que somos, no cesaremos de encontrarnos con dificultades que siembran en nosotros la oscuridad, la duda e incluso, en algunos momentos, posiblemente la frialdad de un alejamiento casi inconsciente de Dios, de la vida de piedad y de la exigencia interior propia del cristiano.

¿Cómo resolver este trance, que demora nuestro encuentro con el Señor, que ralentiza los pasos en el camino de nuestro desarrollo integral según la imagen de Dios que él plasmó en nosotros cuando nos creó, y que nos permite vivir cada día con ilusión y esperanza?

La respuesta es muy sencilla. Quizá por muy sabida pueda parecernos ineficaz o rutinaria; pero es la respuesta justa, precisa y plenamente cierta. Para afrontar sin miedo cualquier trance de nuestra existencia, para entender las adversidades como pruebas que el Señor permite en beneficio de nuestra fortaleza interior, y para saber incorporar cualquier oscuridad y cualquier fracaso con verdadero espíritu de fe y con esperanza del éxito final, es necesario buscar a Jesucristo, salir a su encuentro, acercarnos a Él, beneficiarnos de su gracia, ganar en intimidad de amor con aquel que nos ha amado hasta la muerte en la cruz. El camino para ello es también muy conocido: la oración, la escucha de su palabra, la participación en los Sacramentos y el servicio a los hermanos.

Llegados a este punto la reflexión en el primer Domingo de Adviento, es el Señor mismo quien, con su palabra que acaba de ser proclamada, nos estimula a dar el paso que ha de acercarnos a Él, porque solo en Él está la salvación.

A través del profeta Isaías nos recuerda la importancia de la oración confiada, sencilla y sincera. Y pone en nuestros labios la plegaria oportuna: “Tú, Señor, eres nuestro Padre; tu nombre de siempre es «nuestro redentor»… jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él… todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado… Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo” (Is 63, 16; 64, 8)

Junto a la oración, que nos permite presentarnos ante el Señor haciendo un acto humilde de fe y de confianza en él, porque sólo él nos puede salvar, es imprescindible abrir los oídos del alma y escuchar lo que el Señor quiere decirnos cada vez que se proclama ante nosotros su palabra. Hoy, como una inyección de optimismo y de buen ánimo, nos dice a través de san Pablo: “habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha proclamado el testimonio de Cristo. De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1Cor 1, 5-7)

Es muy importante considerar los dones con que el Señor nos ha enriquecido y nos sigue enriqueciendo; de lo contrario, podemos caer en el pesimismo, sintiéndonos carentes de los recursos necesarios para acercarnos al Señor, para lograr nuestra progresiva conversión; y en estas circunstancias es muy fácil que se vaya oscureciendo en nosotros la esperanza y, por tanto, el esfuerzo necesario para afrontar las dificultades. En los momentos más oscuros es cuando más falta nos hace recordar las maravillas que el Señor ha ido obrando a lo largo de nuestra vida. La memoria de cuanto el Señor nos ha regalado, es el trampolín que nos ayuda a saltar hacia la altura de la esperanza renovada, hacia la confianza de que pueden llegarnos nuevas ayudas del Señor, y hacia la plegaria humilde y constante invocando de su misericordia y de su providencia la gracia que necesitamos para ir hacia su encuentro en la Navidad que comenzamos a preparar.

Aprovechando la gracia de esta nueva oportunidad, que es el Adviento, para renovar nuestro espíritu y para crecer en la virtud y en la fidelidad a la vocación recibida ya en el Bautismo, debemos revisar también, junto a nuestra situación personal ante el Señor, nuestra situación respecto de la Iglesia nuestra Madre. En su seno nacimos a la gracia, y en su hogar vamos recibiendo los dones del Espíritu Santo.

No podemos resignarnos a ser miembros meramente pasivos en la familia de los hijos de Dios. Es necesario que nos plateemos nuestra voluntad de colaborar activamente, según las propias posibilidades, en la misión eclesial que tiene su centro en la evangelización, en el apostolado, en dar a conocer el rostro del Señor a cuentos lo desconocen, a ser testigos del amor de Dios en la familia, en los lugares de trabajo y en los momentos compartidos de esparcimiento.

Y, como nada es más claro en la escena de la Navidad, cuya preparación iniciamos, que la entre sencilla y humilde del Señor a nosotros y por nosotros, en este tiempo de Adviento deberemos revisar nuestra atención al prójimo, nuestra relación con los hermanos, nuestra atención a los problemas y necesidades de quienes nos rodean y de quienes, desde la distancia nos hacen llegar el clamor de sus carencias. Vivimos tiempos en que, junto a grandes avances en beneficio de la humanidad, crecen también desorbitadamente, el hambre, el egoísmo y el avasallamiento de los más poderosos sobre los más débiles y desposeídos; hasta el punto de disponer de su vida en beneficio propio, mediante el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la falta de atención a la sanidad de muchos pueblos, e incluso, al abandono de niños y ancianos a su pobre suerte. Al acercarnos a la Sagrada Eucaristía para recibir al mismo Señor Jesucristo, hecho alimento para nuestra fortaleza interior, pidámosle que llegue a nosotros y nos inunde con su gracia para que seamos capaces de aprovechar esta preciosa oportunidad de conversión y de progreso cristiano que es el Adviento.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL ENCUENTRO DE LAS FAMILIAS

Domingo 16 de Noviembre de 2008


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos matrimonios y demás miembros de las familias aquí reunidas,
queridos miembros de los Institutos de Vida Consagrada,
queridos seminaristas, hermanas y hermanos todos:

1.- Al celebrar con gozo este gran encuentro representativo de las familias de
nuestra Archidiócesis, quiero invitaros a elevar un canto de gratitud a Dios. El motivo de nuestra gratitud lo recuerda el Santo Evangelio que acabamos de escuchar.

Jesucristo, a través de una parábola, expone la dotación de talentos y capacidades con que ha enriquecido a cada uno de nosotros al crearnos y al redimirnos.

Además de los talentos que enriquecen igualmente a todos los miembros de la humanidad, el Señor ha dotado a cada uno en particular con unas cualidades específicas; y ha bendecido con otros dones a los que somos miembros de la Iglesia. Sólo desarrollando el conjunto de los talentos recibidos podemos encontrar la plenitud, la santidad, a que estamos llamados por el mismo Dios que nos ha creado y nos ha redimido.

Recordando, a título de ejemplo, algunos de los dones más importantes que compartimos como miembros del Pueblo Santo de Dios, conviene señalar:

-que Dios nos ha regalado su palabra, iluminando con ella nuestros pasos para que podamos avanzar por el camino de la verdad y del bien. “Yo soy la luz del mundo”, dijo el Señor (Jn. 8, 12);

-que Dios nos ofrece su amor incondicional manifestándose como Padre cuidadoso y providente, siempre atento a nuestras necesidades;

-que Dios ha enviado a su Hijo Unigénito, para llevar a cabo nuestra redención y podamos, así, esperar la salvación definitiva, que es la herencia prometida a los que aman a Dios;

-que Dios comprende y perdona nuestras debilidades y torpezas, ofreciéndonos siempre una oportunidad nueva para encauzar nuestros pasos por el camino de la verdad y del bien;

- y que Dios nos ofrece constantemente horizontes de virtud que atraen la mirada del corazón y estimulan el entusiasmo del espíritu;

Junto con todo esto, y como una muestra admirable de confianza, el Señor, además,

-nos ha elegido como testigos de su amor capacitándonos para amar como Él nos ha amado, y para testimoniar ante los demás el gozo que supone el sentirse amado por Dios.

-el Señor nos ha convocado a ser profetas de la esperanza en un mundo en el que, a pesar de tantos logros positivos como constatamos y disfrutamos en diversos órdenes, abundan la tristeza, el pesimismo y la ansiedad. Muchos buscan la felicidad por caminos equivocados, generalmente vinculados al placer, al poder y al prestigio social. Dios, en cambio, nos ofrece la Verdad como la única fuente de la libertad: “La verdad os hará libres” nos dice Jesús (Jn. 8, 32). Y, con esa libertad nos abre el camino de la auténtica felicidad, profunda y estable. Esta felicidad, interior y profunda, es compatible con el sacrificio que supone la religiosa aceptación de las pruebas, y el necesario dominio de sí mismo frente a la tentación. La Iglesia nos enseña que la felicidad nace, se desarrolla y se goza en el amor, caminando hacia Dios por la senda estrecha de la Cruz.

-el Señor nos ha distinguido a cada uno con una vocación singular que señala nuestro cometido concreto en el transcurso de este peregrinar terreno, que es preparación y trampolín para la eternidad feliz.


2.- A vosotros, queridos matrimonios, el Señor

-os ha escogido, además, para ser transmisores de la vida trayendo al mundo las personas que él ha creado a su imagen y semejanza;

-os ha constituido en iniciadores y primeros responsables del hogar donde el amor hace, de la existencia de cada uno junto a los otros, una verdadera escuela de vida, un constante aprendizaje de servicio, una ocasión permanente de ayuda mutua, una oportunidad continuada para ejercitar la capacidad de sacrificio, y una fuente de serena y mantenida felicidad interior.

3.- A la vista de tantos dones como el Señor nos ha regalado, os lanzo esta pregunta, queridos matrimonios y miembros de las familias cristianas: ¿es justo quedarnos considerando preferentemente las dificultades, las contrariedades y las carencias que acechan al matrimonio entre un hombre y una mujer, y a la familia como santuario de la vida, en este mundo plural, heterogéneo, con claras tendencias y presiones laicistas? ¿Es justo quedarnos en la quejosa enumeración de las dificultades?

Es cierto que abunda un subjetivismo desconcertante y un relativismo enemigo de toda referencia objetiva y permanente y, por tanto, enemigo de Dios. La cultura, que va siendo impuesta por los poderes fácticos, ofrece serias dificultades para que las generaciones jóvenes entiendan, valoren y vivan con buen estilo la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, y se dispongan a recibir los hijos que Dios quiera concederles. Pero quedarnos mirando lo negativo y lamentándonos de ello, sería desacertado, paralizante y, por supuesto, injusto e ingrato ante Dios. Con los dones que el Señor nos ha concedido, y con la ayuda que constantemente nos brinda si recurrimos a Él en la oración, en la penitencia y, sobre todo, en la Eucaristía, podemos afrontar todo trance, y desarrollar esa preciosa semilla de la renovación del mundo que es la familia. ¡Sí!, queridas familias, ¡podemos!

Vosotros, los matrimonios y los hijos jóvenes y adultos, debéis ser testigos y pregoneros de la grandeza y hermosura del Matrimonio, fundamento de la familia llamada a ser un verdadero santuario de la Vida.

4.- Inmersos en el mundo, y confiando plenamente en la gracia de Dios, los miembros de las familias cristianas, cada uno según su vocación, estáis llamados a procurar y defender las líneas y contenidos educativos de vuestros hijos para que sean acordes con vuestra fe y con vuestra identidad cristiana para que nadie tergiverse el concepto y el respeto de la dignidad humana y de sus derechos; para que existan, en verdad, la libertad educativa, la legítima participación social, la plena libertad religiosa, y el respeto a los signos y expresiones de la fe.

En lo que concierne directamente a la familia,

- os corresponde la denuncia, bien fundada, siempre respetuosa y con buen
estilo, de las injusticias y errores que limitan los derechos familiares y que aumentan las dificultades para construir un verdadero hogar en paz, en libertad y en auténtico espíritu cristiano.

- Os corresponde, también, ofrecer a la sociedad unas razonadas propuestas de
nuevos caminos para la libre realización del verdadero matrimonio y de la familia, de acuerdo con las creencias y convicciones que se derivan del Evangelio.

Aunque la experiencia os ponga muchas veces ante situaciones duramente adversas e injustas, sabed que el matrimonio y la familia son obra de Dios. Y que, como dijo el sabio Gamaliel, si procede de Dios, los hombres no podrán destruirlo. Que esta convicción de fe, nos estimule a trabajar a favor de lo que Dios quiere construir, defender y difundir a través nuestro.

5.- Es necesario que hagamos frente a cualquier pesimismo, y que desterremos todo posible derrotismo respecto de la forja de auténticos matrimonios cristianos, y respecto de la construcción de familias en cuyos hogares brille y gobierne la luz del Evangelio. Familias nacidas de la vocación divina y de la vivencia del amor de Dios, que es el único guía del verdadero amor humano. Familias en las que prive el respeto incondicional a la vida, de la que son fuente y santuario. Familias que procuren la integración respetuosa de todos sus miembros, la mutua comprensión y la ayuda de unos a otros.

El cansancio, el desánimo, o cualquier forma de retirada en la defensa y en el apostolado a favor del matrimonio cristiano y de la familia fundada en él, darían lugar a gravísimos errores que resultarían perjudiciales para todos, y que manifestarían una considerable falta de fe en el Señor.
Estad orgullosos de que Dios os haya elegido para ser ahora testigos de la verdad y de la belleza del matrimonio y de la familia, y defensores de su identidad y de sus derechos inalienables. Sabed que vuestro silencio y pasividad en este quehacer potenciaría, en los más jóvenes y en los más débiles, la retirada o la tergiversación ante el proyecto del matrimonio y de la familia inspirados en el derecho natural y en el Evangelio.

6.- Urge especialmente ahora, afirmar que el matrimonio y la familia establecidos por Dios son totalmente posibles y necesarios en nuestro tiempo y en nuestra sociedad. Más todavía: es inaplazable manifestar con caridad, competencia, y buen estilo, que la sociedad no avanzará hacia su verdadera madurez humanizadora, si sucumbe a la comodidad personal frente al esfuerzo que requieren el matrimonio y la familia.

Todas las personas, sea cual fuere su situación y comportamiento, merecen respeto, amor y buen trato de nuestra parte porque son imagen de Dios. Pero, salvando a las personas, y distinguiéndolas de las ideas y de las conductas incorrectas o desacertadas, no debemos aceptar las influencias de las corrientes ideologizadas que motivan la confusión del auténtico matrimonio, con otras formas consideradas también como matrimonio por la exclusiva fuerza de las leyes humanas. Leyes derivadas de un simple consenso social, y que pretenden adquirir carta de naturaleza mediante ilegítimas intervenciones educativas.

Los cristianos estamos llamados a salvaguardar de todo equívoco y de toda deformación conceptual y práctica, al verdadero matrimonio entre un hombre y una mujer, unidos por amor y abiertos a la trasmisión de la vida. Este es el matrimonio que, según el derecho natural y la Doctrina de la Iglesia directamente derivada del Evangelio de Jesucristo, constituye el fundamento de la familia querida por Dios desde el principio.

Estoy convencido, además, de que los desequilibrios y los llamativos errores actuales en la estructuración y desarrollo del matrimonio y de la familia producirán, con el tiempo, tal vacío en los espíritus más finos y exigentes, que se iniciará un giro notable y una vuelta al buen sentido.

Con estas palabras no pretendo un juicio de valor sobre nadie, ni oponerme a la libre decisión de cada uno. Pero es mi responsabilidad como Pastor y Arzobispo de esta Iglesia particular –cuya Jornada celebramos hoy- alzar la voz, sin miedo ni agresividad, con respeto y con energía al mismo tiempo, con ánimo de enseñar y con firme esperanza en que triunfará la obra del Señor, y mostrar claramente a los fieles la doctrina de Cristo acerca del Matrimonio y de la familia. Es el Señor quien nos ha dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 6, 14); “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt. 11, 28). En su Nombre, pues, debemos lanzar, cada día, las redes del apostolado familiar, sin más pretensión que la gloria de Dios y el bien de los hermanos y de la sociedad en que vivimos.

7.- Sabemos todos que el Matrimonio y la vida familiar no son, sin más, un camino de rosas. Se equivocan quienes acceden al Matrimonio confundiendo el amor, que es la semilla, la raíz y el motivo del matrimonio y de la familia, con arrebatos de felicidad momentánea y superficial, o con atractivos pasajeros. El amor, que el matrimonio cristiano ha de encarnar y vivir, que debe señalar el camino de todo proyecto de los esposos y de la familia; y que debe constituir, al mismo tiempo, el objetivo hacia el que tienda toda ilusión y esfuerzo en el hogar; ese amor tiene su modelo único en Dios nuestro Señor. Y ya sabemos que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo como propiciación de los pecados de la humanidad (cf. Jn. 3, 16). Por eso Cristo, que es la imagen plena y perfecta del amor de Dios, se entregó libremente por nosotros en la cruz para salvarnos del pecado. Por esa entrega de Cristo a su Iglesia, S. Pablo pondrá como ejemplo del Matrimonio la unión de Cristo con su Iglesia. Porque fue Dios el autor de ese gesto inusitado, insuperable e irrepetible de amor y de entrega, se explican las conocidas palabras de S. Pablo: “el amor es paciente y bondadoso...no es grosero ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal...Todo lo disculpa...todo lo espera, todo lo aguanta” (1 Cor. 13, 4-7).

Nadie puede alcanzar y mantener, pues, el amor imprescindible en la vida del matrimonio y de la familia, sin acercarse a Jesucristo y aprender de Él. Los medios para ese aprendizaje son la escucha de la palabra de Dios, la oración, y la participación en los Sacramentos. Es ahí donde el Señor nos concede el don de su amor y la ayuda necesaria para cultivarlo y mantenerlo en las relaciones personales dentro del Matrimonio y en el seno de la familia.

Es una realidad, que debe preocuparnos y lanzarnos a una seria labor apostólica, la constatación del fracaso de tantos matrimonios realizados sacramentalmente. Esta constatación ha de comprometernos a impulsar una seria formación cristiana, sistemática y adecuada para los jóvenes, de modo que lleguen a entender el sentido de la unión matrimonial, y alcancen la madurez cristiana suficiente como para poner a Dios por testigo y garante de su unión, porque eso es lo que ocurre en el sacramento del matrimonio.

El amor es y debe ser en el seno de la familia fuente de vida, norma de conducta, luz para la comprensión mutua, estímulo para el perdón, puerta siempre abierta a la confianza en la bondad que hay en los otros; y ventana por la que entre en la familia el aire fresco, siempre renovador y saludable, de la esperanza cristiana que nunca defrauda.

8.-. La familia es la primera escuela de las virtudes sociales y cristianas y, por tanto, la escuela del más sano humanismo. De la salud de la familia depende la salud de la sociedad y el verdadero progreso de la humanidad. No en vano Cristo quiso nacer y vivir en una familia. Y aquel hogar de Nazaret ha quedado como el modelo incuestionable para los hogares fundados en la fe de Jesucristo el Señor. Si queremos un mundo nuevo, procuremos renovar las familias.

Pidamos a la Santísima Virgen María, columna de la Sagrada Familia, que nos alcance del Señor la gracia de entender, valorar, cultivar, defender y extender apostólicamente, la dignidad y consiguiente importancia de la familia cristiana.


QUE ASÍ SEA

VIGILIA DE LOS JÓVENES - CONGRESO DE FAMILIA

15 de Noviembre de 2008

Mis queridos jóvenes:

Era necesario que me dirigiera a vosotros dentro del Congreso diocesano de la Familia. Vosotros sois familia. Constituís una parte importantísima y especialmente significativa en vuestros hogares. Sois la alegría o la preocupación principal de vuestros padres. Sois la promesa de los futuros hogares. Es muy importante, pues, que tengáis un espacio de reflexión y de participación activa en estas jornadas eclesiales.

Vivís unos años en que vuestra mente está llena de interrogantes y de proyectos a veces difíciles de comunicar. Toda la vida, en sus más diversos aspectos, bulle simultaneamente en vuestro espíritu. Por ello se producen, con frecuencia, duros choques entre lo que emerge de vuestro interior y lo que os llega de afuera. Así ocurre, también ,algunas veces, en lo que se refiere a la vida familiar. Por una parte la valoráis notablemente y, por otra parte, gustarías crear otro modelo o estilo de familia que la vuestra actual.

Soñáis anhelando lo que no siempre es alcanzable; y sufrís porque os cuesta adaptaros a la realidad que percibís y que no os complace, porque, al menos aparentemente, se os impone por encima de vuestros gustos y criterios. A veces os da la impresión de que se os quiere enseñar a vivir una vida que difiere mucho de la que vosotros consideráis y anheláis como la vida propiamente vuestra.

Tenéis una mente sobremanera creativa. Pero no siempre veis claro y posible lo que se dibuja en vuestra imaginación. Por eso, con frecuencia, no sabéis muy bien lo que os pasa, y no acabáis de poder expresar con claridad lo que queréis. Muchas veces los perfiles de vuestros sueños y deseos se presentan un tanto difuminados, no bien definidos. Sin embargo, no por ello sería acertado ni justo afirmar que vuestra imaginación está radicalmente equivocada. Sin embargo, como nadie somos perfectos, es mi deseo que vuestros sueños no os lleven a la frustración, sino a incentivar vuestras ganas de vivir y vuestro amor a lo que desborda la inmediatez de lo material, y la pequeñez de lo instintivo y de lo egoístamente interesado.

Vuestros sueños y vuestra imaginación no son despreciables. Pero es necesario que los aprovechéis como un buen punto de partida para la reflexión serena, compartida, continuada y abierta siempre a los grandes proyectos de crecimiento personal, de renovación del mundo, en la fidelidad a Dios y en el servicio al prójimo. No excluyáis, en esta actitud de servicio, a quienes caminan a vuestro lado, aunque a veces no os caigan demasiado bien, o se opongan con autoridad a vuestros gustos y criterios. Estad atentos, porque esto puede ocurrir en vuestras relaciones familiares dentro del hogar.

¿Habéis caído en la cuenta de que los más cercanos a vosotros son los que
integran vuestra familia? Sin embargo, muchos jóvenes corren el peligro de convertir su familia en un espacio de recursos bien asegurados en beneficio propio.

Os llena el alma saber que os quieren. Y, si descubrís a quien os ama con gratuita generosidad, os sentís atraídos por esa persona, y hasta le seguís en gustos, formas de conducta y objetivos de vida. Yo debo recordaros, ahora, precisamente en este congreso sobre la familia y en este acto religioso, que el que más os quiere, es Dios. Él ha hecho posible, en los hombres y mujeres, y en vosotros jóvenes, el amor que embarga vuestra vida. Él ha hecho posible en la familia el amor que os tienen los padres y los hermanos. Corresponded a Dios. Seguid el camino que el Señor os indica para vuestro bien. Amad a vuestros padres dando a ese amor el color de la comprensión, de la ayuda y del respeto cada día. Ellos viven para vosotros; pero vosotros no tenéis derecho a utilizar su vida como si fuera un derecho al servicio de vuestras arbitrariedades.

El amor es el móvil principal de las persona, porque Dios es Amor, y nos ha creado a su imagen y semejanza. Sed, pues, agradecidos con los que os aman. Con ello no perdéis vuestra libertad, sino que la desarrolláis por el camino de la justa correspondencia (amor con amor se paga), y sin tener que abandonar el proyecto personal y propio que deseáis desarrollar durante vuestros años jóvenes vida.

No consintáis que el amor sea suplantado por el egoísmo, ni recortado por la pereza, ni confundido con los simples afectos, ni deformado por la presión del instinto ciego y pasajero.
Amad la vida que habéis recibido de Dios; y amad a Dios que os ha dado la vida. Amad la naturaleza en que vivís y, mostraos agradecidos a Dios que la ha puesto en vuestras manos; procurad que vuestro entorno sea un espacio digno para que en él vivan también a gusto los demás.

Amad a vuestros padres con el amor cada vez más genuino, limpio y maduro. Dios los ha elegido para transmitiros la vida; procurad, pues, que llegue a ellos ese estímulo de vida que vosotros podéis darles con vuestro cariño y con el desarrollo responsable de los talentos con que el Señor os ha enriquecido.

En vosotros, la ilusión y las ilusiones ocupan, con frecuencia, la escena entera de vuestra vida, y atraen toda vuestra capacidad de entusiasmo, llevándoos incluso a pensar que conseguir lo que os atrae y entusiasma va a ser tan rápido y fácil como atractivamente se os presenta en la imaginación y en la ilusión; y no es así. De hecho, ese entusiasmo animado por la imaginación se estrella, a veces, contra la dura piedra de las exigencias ineludibles que lleva consigo nuestro peregrinar sobre la tierra; sobre todo, si ese peregrinar apunta a la plenitud evangélica y tiene como directriz fundamental la vocación recibida de Dios. Por tanto, por más que todo ello os moleste, es necesario que incorporéis los valores fundamentales de esa realidad aparentemente hostil. Esa realidad ha de ser el crisol de vuestras ilusiones en unos casos, y el apoyo ineludible para llevarlas a feliz término en otras, aunque lleve nombres antipáticos, como son: esfuerzo, obediencia, paciencia, constancia, fe, voluntad sincera de conversión personal, humilde arrepentimiento de las faltas y defectos, acercamiento a Dios, oración, formación cristiana, etc.

Aceptar esa realidad es imprescindible para que vuestros proyectos de vida no sean vanos e inconsistentes. Porque si fueran así, constituirían la mayor causa de vuestras decepciones, de vuestros pesimismos, de vuestros fracasos, y del abandono o de la retirada ante el apasionante atractivo de los grandes horizontes de vida. No aceptar las exigencias que os hablo, puede llevar fácilmente a sufrir la contradicción que supone, por ejemplo, estar soñando con un amor que os arrebata, y tener, al mismo tiempo, verdadero miedo o graves prejuicios contra el matrimonio estable. No aceptar esas exigencias de que os hablo, limita la capacidad de crecimiento y de grandeza con que el Señor os quiere bendecir cuando os llama a entregaros a Él por la vocación al sacerdocio o a la Vida Consagrada. ¡Qué fácil y qué lamentable es dejarse llevar por simples impresiones, por sentimientos engañosos, y por presiones ambientales adversas a lo sagrado y, sobre todo, a la entrega plena al Señor! ¡Cuántos dan la espalda a Dios, agarrados a la pequeñez de lo que apetece, o paralizados por el miedo a lo que cuesta!

Hoy tenemos la ocasión de considerar el gesto elegante, generoso y valiente de quienes, en cualquier edad y también en la vuestra, dieron su vida entera al Señor hasta el martirio. Al fin y al cabo nuestra vida es de Dios porque de Él la recibimos.

Por otra parte, el ambiente de progresiva libertad, y las abundantes propuestas que os llegan desde el ambiente, con atractivo o sin él, pero con la presión de que lo normal, de que lo bueno es lo que “se hace”, lo que “todos hacen”, puede llevaros a desatender la verdad y a rechazar hasta la misma vocación sin tener la menor conciencia de estar equivocando vuestro camino y desorientando vuestra vida. Esta situación es más peligrosa porque ni siquiera os puede remorder la conciencia. Más todavía: arrastrados por esa corriente ambiental podéis llegar a sorprenderos cuando descubrís comportamientos profundamente religiosos, y la alegría de darse al Señor en cuerpo y alma. Sin embargo, cuando uno da la espalda a Dios, sufre la experiencia de estar siempre insatisfecho, de no encontrarle a la vida y a la juventud tan deseada todo el jugo que imaginaba y esperaba. Lo único que os queda entonces es seguir con lo que “se hace”, con lo que se presenta como “normal”, esperando que la satisfacción soñada y deseado podrá llegar alargando esas experiencias, o buscando otras más fuertes y atrevidas de lo mismo. De ahí que muchos jóvenes se priven del dulce bocado del bien, de la verdad y de la vocación divina, y sigan esclavizados bajo las realidades que les impiden volar tan alto como sus ilusiones.

Queridos jóvenes: no nos engañemos. Es lógico que deseéis un estilo de vida, una libertad y una forma de moveros por la vida, acordes con vuestros sueños. Pero admitid, sin entreteneros hasta llegar tarde, que todos necesitamos la ayuda y la orientación de otros; que Dios ha venido al mundo para eso, hasta el punto de afirmar: “sin mí no podéis hacer nada” (---). Admitid, queridos jóvenes, que Jesucristo, después de redimirnos y darnos su palabra, su ejemplo y su vida hasta la muerte en cruz por amor a nosotros, ha fundado la Iglesia. A través de ella, podemos oír su voz día a día; podemos tenerle cerca en la Sagrada Eucaristía; podemos alcanzar el perdón siempre que lo necesitamos; podemos pedir lo que en cada ocasión pueda hacernos falta para vivir la vida a tope, para acertar en las decisiones importantes, para perder el miedo y los prejuicios, y para conseguir que a los bellos sueños de una sana juventud se una la esperanza que no defrauda porque está fundada en la promesa de Dios nuestro Señor. Nuestro corazón está hecho para algo más grande que todo cuanto podamos encontrar en la tierra, en los proyectos humanos juveniles o adultos. Y este corazón, tan sensible y exigente, no descansará hasta que se encuentre con la verdad, con el bien y con la libertad que Dios nos ofrece, y para la que nos ha dado un guía excepcional que es Jesucristo. Él ha dicho de sí mismo: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”. “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no anda en tinieblas”.

No se trata, pues, de que abandonéis vuestros proyectos e ilusiones juveniles. No se trata de que, sin más, amoldéis vuestra forma de actuar a la de los mayores; ni siquiera durante el tiempo en que estáis sujetos a su autoridad paterna, escolar o social. Se trata de que, antes de lanzaros a lo que se os ocurre, a lo que os atrae, a lo que os ilusiona, a lo que todos acuden, etc. os preguntéis si acaso todo ello corresponde al estilo de vida que verdaderamente llena, satisface y ayuda a vuestro desarrollo integral. En el fondo, esa es la vida que deseáis aun sin saberlo. Es necesario, pues, que analicéis si lo que os atrae, lo que os gustaría, lo que ocupa vuestra ilusión y cuya distancia os hace sufrir, es acorde o no con el proyecto de Dios para vosotros; si todo ello goza de la garantía de la verdad y del bien que deben presidir todo acto humano, adulto o juvenil, para que no sea motivo de frustraciones, de fracasos, de innecesarios desánimos, de insatisfacciones que dejan el alma vacía y triste.

El Señor sale a vuestro encuentro y al encuentro de todos, muchas veces. Hoy es una de esas ocasiones.

En esos momentos, cuando vosotros y nosotros nos encontramos decididamente empeñados en acertar a elegir y a llevar a cabo lo mejor para nuestra vida y para la renovación del mundo en todos los ámbitos, es muy importante que nos pongamos delante del Señor y le preguntemos acerca de nosotros, de nuestra vida, de nuestro futuro, de nuestros disgustos, de nuestros sueños, de nuestros fracasos y de nuestras ilusiones y esperanzas. El Señor se encarnó para enseñarnos a ser hombres y mujeres, para enseñarnos a ser jóvenes y adultos, para enseñarnos a saborear las ilusiones y para aprender a asumir el sacrificio que impone la realidad de la vida y la práctica del bien.

Si en estas circunstancias nos ponemos humilde y confiadamente delante de Dios; si le presentamos nuestra vida en ebullición; si le contamos nuestras cuitas y decepciones; si le manifestamos nuestras ganas de vivir; si le decimos en verdad que deseamos encauzar la vida por el camino que nos ha señalado con su vocación específica sobre cada uno, llegará a nosotros, con fuerza y claridad, esa expresión de consuelo y cercanía de Dios: “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, que yo os ayudaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera”.

Hacedme caso. Es absolutamente imposible que si Dios nos ha creado, si nos ha hecho hijos suyos por el Bautismo, si nos busca constantemente por diversos medios y caminos, si sale a nuestro encuentro de forma insospechada y sorprendente, aunque a veces no nos demos cuenta, no podemos quedarnos en la duda de si Dios se interesa o no por nuestra vida, por vuestra vida joven, o que para seguirle tenemos que dejar el estilo propio de la juventud de nuestro tiempo. Es imposible que no resulten compatibles el ser joven y el ser cristiano a la vez. Yo os digo más: debemos entender, por el contrario, que es imposible ser auténticamente jóvenes, sin recurrir al Señor, sin hacer de su llamada el centro de nuestra vida.

Aceptar, buscar y recibir estos apoyos y ayudas que nos llegan a través de otros en la Iglesia y en la familia principalmente, no significa de ninguna manera que debamos estar dependiendo siempre de otros, como si no tuviéramos que desarrollar nuestra libertad, nuestra capacidad de decisión y nuestra personalidad. Lo que quiere decir es que entendemos que Dios nos ha creado sociables y nos ha hecho hermanos, siendo él nuestro Padre. No podemos, puyes, prescindir de la familia de los hijos de Dios, que es la Iglesia y también la familia, descrita por el Concilio como un a modo de Iglesia doméstica.

S. Pablo, cuyo año jubilar estamos celebrando, nos da muestras hoy de lo que ocurre a los que siguen al Señor. Dice por propia experiencia: “Unos nos ensalzan y otros nos denigran; unos nos calumnian y otros nos halagan. Se nos considera impostores aunque decimos la verdad; quieren ignorarnos, ... nos tiene por tristes, pero estamos siempre alegres; nos consideran pobres, pero enriquecemos a muchos; piensan que no tenemos nada, pero lo poseemos todo” (2 Cor. 4, 8-10).

Esa es la experiencia que probablemente compartís también vosotros en medio de la oscuridad del mundo. Pero no os rindáis. El Señor también nos ha dicho: “No tengáis miedo, yo he vencido al mundo”. Ahí tenéis el testimonio de los mártires cuyo testimonio vamos a escuchar. “Dichoso el que con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo corazón” (Sal. 118, 1-2). Así de dichosos son los que entregaron su vida cruentamente antes que rechazar al Señor. Esos son los mártires.

QUE VOSOTROS ALCANCÉIS, TAMBIÉN, ESA DICHA.

Homilia en la Ordenación de un diácono

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE UN DIÁCONO
Domingo, 5 de Octubre de 2008


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Querido Miguel Ángel, aspirante al diaconado como paso hacia el sacerdocio,
Queridos familiares y amigos del joven ordenando,
Hermanas y hermanos todos, fieles cristianos religiosos y seglares:

Estamos participando en la solemne celebración de la Eucaristía en cuyo marco administraré el Sacramento del Orden sagrado, en el grado de Diácono, a este joven que manifiesta sentir la vocación del Señor para servirle en la Iglesia como Sacerdote.

Lo primero que acude a mi mente es el deber de constante gratitud al Señor. Él nos bendice siempre; y ahora nos distingue con el don de su Espíritu, obrando maravillas entre nosotros, para gloria de la Santísima Trinidad, y para el bien de sus hijos, peregrinos por el desierto de la historia, caminando hacia la plenitud en la Verdad, en el amor y en la paz. El sacerdocio es una auténtica maravilla del Señor, que ni merecemos, ni podemos comprender en toda su profundidad.

La vocación al sacerdocio es un auténtico y precioso regalo del Espíritu a su Iglesia, del mismo modo que la Iglesia es el mejor regalo de Dios al mundo. Sin sacerdocio no habría Iglesia; y sin la Iglesia no sería posible el sacerdocio. Y sin ambos no sería posible la proclamación verídica de la palabra de Dios, el perdón de los pecados, la comunión en el Cuerpo y sangre de Jesucristo, y la participación en la gracia divina mediante los demás sacramentos, como regalo para alcanzar la salvación eterna.

El Señor ha unido la Iglesia y el Sacerdocio en la suerte y en el ministerio de hacer presente su obra salvífica a través de los siglos para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4). Por tanto, aunque muchos no lo aprecien así, podemos decir con toda verdad, que el sacerdocio es, también, un regalo del Señor a la humanidad.

A través de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, se hace presente en la historia el misterio de la Encarnación de Jesucristo; y, con él, va trascendiendo a los hombres de todos los tiempos el amor de Dios; porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguna de los que creen en él” (Jn. 3, 16).

Asistimos, pues, a un hecho que proclama la promesa del Señor. Con palabras del profeta Jeremías, Dios manifestó su decisión de darnos sacerdotes según su corazón. Promesa especialmente esperanzadora, precisamente en estos tiempos en que escasea la disponibilidad y la entrega de jóvenes a Dios para ser ungidos y enviados como sacerdotes del Altísimo.

Al imponer las manos sobre la cabeza del joven aspirante al sacerdocio ministerial, para ordenarle como Diácono de la Santa Madre Iglesia, el Espíritu convierte a este joven en un regalo de Dios para su Pueblo Santo. Por ello, a partir de ese momento, el joven Diácono ya no se pertenece a sí mismo, ni a su familia, ni a su pueblo, ni a sus amigos; aunque esta consagración de ningún modo rompe los lazos familiares ni se opone a los vínculos de una sana amistad. A partir de ese momento, el joven Diácono será sólo propiedad de Dios para su Iglesia, don del Señor para su Pueblo; y sólo Dios será la parte de su herencia. Eso es lo que se significa en la promesa solemne de guardar el celibato durante toda la vida, aunque parezca extraño e innecesario para muchos dentro y fuera dela Iglesia.

Querido Miguel Ángel: Cuando imponga mis manos sobre tu cabeza y pronuncie la oración propia del Sacramento del Orden en el grado de Diácono, habrás dejado de pertenecerte. Nunca ya serás propiedad de nadie, y tampoco te corresponderá decidir sobre ti mismo. En un gesto que sólo Dios puede inspirar y verificar, serás consagrado plenamente al Señor para gloria suya, para el servicio de su Iglesia y para la proclamación del mensaje de salvación a todos los que abran el espíritu a su palabra.

Al disponerte a recibir el sacramento del Orden, te convertirás en signo vivo de obediencia a Dios, aceptando humilde y gozosamente la misteriosa elección con que el Señor te toma de entre los hombres y te prepara para constituirte en favor de los hombres.

Corren tiempos en que se hace especialmente escaso y sorprendente el gesto de plena consagración al Señor. En él se manifiestan la fe en las palabras de Cristo y el gozo de sentirse aludido por el Señor cuando dice: “No me habéis elegido vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros, y os destiné a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn. 15, 16).

Es necesario dar la primacía al Señor en este mundo cuya cultura dominante pretende la sustitución de Dios por el hombre. Las corrientes que se adjudican el calificativo de progresistas pretenden poner en manos del hombre la única referencia de la verdad, la determinación de lo que pertenece al bien y al mal, y la fuente de esperanza en la felicidad que tanto ansían las personas. En cambio, lamentablemente, quienes dan la espalda a Dios privan al hombre de la auténtica esperanza, y cierran su camino hacia la felicidad profunda y sobrenatural, única capaz de afrontar cualquier prueba y de vencer toda adversidad. Con la actitud de cerrarse en sí mismo, el hombre va minando los cimientos de la propio humanismo, y pone en peligro lo más característico del hombre que es la libertad y la trascendencia. Consiguientemente, impide el propio crecimiento integral y el progreso auténtico de la sociedad. Aflora enseguida, como bien sabemos por experiencia, el desequilibrio personal y social entre el espíritu y la materia, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la atención a lo propio y el respeto a lo ajeno.

Con el egocentrismo, que excluye a Dios de la vida personal y social, el hombre, carente entonces de un punto de referencia firme y estable, se dispersa, se encierra en sí mismo, hace crecer inconscientemente el egoísmo, y destruye los cimientos de la paz; la convivencia se hace difícil; y la insistencia sobre el respeto en el pluralismo, sobre la tolerancia en las discrepancias, y sobre la solidaridad en las necesidades ajenas, pierden su autenticidad y consistencia, y quedan solo en elementos programáticos y en discursos que no convencen.

Queridos hermanos todos, sacerdotes, religiosos y seglares: el regalo constante de la Gracia, de la Vocación a consagrar la propia vida al Señor, y de la Iglesia en la que Dios nos depara toda fuente de enriquecimiento espiritual, constituyen un don personal y un regalo a la humanidad. Por tanto, al recibir este don en la propia persona y en la comunidad eclesial de la que formamos parte como miembros vivos, debemos dar gracias a Dios y disponernos a proclamar su grandeza y su generosidad para con nosotros. Proclamación que tiene su más elocuente muestra en la entrega personal para servir al Señor en su Iglesia desempeñando las responsabilidades que nos correspondan, y decidiéndonos a reflejar en el mundo la luz del Señor resucitado y salvador.

Unámonos en la oración suplicando al Señor que mantenga en la entrega generosa a este nuevo Diácono de la Iglesia, y que nos disponga a responder con prontitud a la llamada con que Dios orienta nuestra vida y guía nuestros pasos.

Sed todos entusiastas defensores de la vocación al sacerdocio y a la Vida Consagrada. El Señor nos ha prometido pastores según su corazón, pero ha puesto en nuestras manos, como en las de Juan Bautista, la misión de allanar montes y rellenar valles para que desaparezcan los obstáculos que dificultan la captación de la llamada divina y la obediente aceptación de su santa voluntad. Obstáculos que no se concentran en los propios jóvenes, sino que provienen muchas veces de las propias familias, de la deficiente pastoral de juventud, de la falta de oración de la comunidad, de una pobre iniciación cristiana, y de un ambiente claramente contrario. Pero todo esto podemos superarlo, y a ello debemos decidirnos poniendo cada uno lo que está de su parte y buscando el consejo oportuno y la ayuda de Dios siempre necesaria.

La Santísima Virgen María, ejemplo de atención y seguimiento de la llamada de Dios por encima de toda oscuridad y adversidad, nos alcance del Señor la gracia de la fidelidad ante la vocación divina.

QUE ASÍ SEA.

Apertura de curso de los Centros Educativos de la Archidiócesis

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE
LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS


-Mis queridos hermanos en el episcopado y presbíteros concelebrantes,
-Miembros del Claustro de profesores del Instituto Superior de Ciencias Religiosas, de la Provincia eclesiástica de Mérida-Badajoz,
-Queridos Rector y educadores del Seminario Metropolitano de Badajoz,
-Queridos profesores del Centro de Estudios teológicos y de las Escuelas de fundamentos cristianos,
-Alumnos antiguos y actuales de estos Centros educativos de la Ilgesia,
-Hermanas y hermanos todos:


Abrimos el Curso académico 2008-2009 en el mismo día en que la Iglesia
celebra la memoria litúrgica de los Santos Ángeles custodios. Me parece una feliz coincidencia. La fe nos ayuda a entenderla como un elocuente signo que Dios nos ofrece por el amor infinito con que nos distingue.

Los Ángeles, creados por Dios para cantar eternamente la alabanza a la Santísima Trinidad, y para ocuparse con diligente prontitud en su santo servicio, constituyen una referencia muy certera y una ayuda muy válida para el curso de nuestra vida.

Hemos sido creados para amar y servir a Dios en esta vida, y para verle y gozarle en la otra, cantándole himnos de alabanza por toda la eternidad gloriosa. Compartimos, pues, con los Ángeles, el origen y la vocación fundamental y definitiva.

Dios es la razón de nuestra existencia, y la verdad según la que debemos orientar nuestra vida. Por consiguiente, guiados por la fe, y estimulados por la fuerza que nos infunde el Espíritu Santo, nosotros, como los Ángeles, queremos poner en Dios nuestra mirada, nuestra intención, nuestra confianza y nuestra dedicación de por vida. En este empeño nos ayudan ellos mismos respetando con exquisito cuidado nuestra libertad, y asistiéndonos con la delicada y constante ayuda trazada por el amor que Dios nos tiene.

Los Ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro del Padre celestial (cf. Mt. 18, 10). La visión angélica es la contemplación permanente de la Verdad plena. Sus pasos, pues, son acertados. La custodia que nos ofrecen es garantía de perfección. Su constancia en el cuidado de cada uno de nosotros, nos recuerda la paciencia de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4).

Orientación a la Verdad de Dios, y ayuda para caminar en la voluntad del Señor, son, pues, los dones que la divina Providencia nos ofrece mediante el testimonio y la custodia de los santos Ángeles.

Las actividades de los Centros educativos, cuyo nuevo curso inauguramos hoy, tienen como fin último, también, acercarnos a la Verdad, y ayudarnos a descubrir en esa Verdad que todo lo trasciende y todo lo ilumina, el camino por el que debe discurrir nuestra vida. Estamos llamados a alcanzar la plenitud que tiene su impulso y su garantía en la voluntad amorosa de Dios nuestro Padre.

Considerando todo esto a la luz de la fe, llegamos fácilmente a la conclusión de que la fiesta de los Santos Ángeles Custodios es una feliz coincidencia que la mano providente de Dios ha procurado. Así podremos entender mejor que la alabanza a Dios está íntimamente unida a la contemplación de la verdad y al seguimiento de la voluntad del Señor.

Las lecciones prácticas que hoy nos ofrece la sagrada Liturgia son muy claras y sencillas. Primera: es necesario unir la alabanza a Dios y la búsqueda esforzada y paciente de la Verdad para encauzar nuestra vida por los caminos que indica la voluntad del Señor. Y, segunda: es necesario empeñarse en la contemplación de la verdad de Dios para sentirse razonablemente atraído por la propuesta de plenitud y de santidad que el Señor nos hace. Él nos manifiesta su santa voluntad mediante la propuesta vocacional que dirige a cada uno de nosotros.

Queridos hermanos todos: buscar la verdad equivale a buscar a Dios que se ha manifestado en Jesucristo. Él mismo ha dicho de sí: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). Procurar acertadamente la plenitud es lo mismo que pretender la santidad.

Buscar la verdad y procurar la plenitud, que son gracia de Dios, requieren de nosotros una dedicación paciente, constante y confiada a la contemplación del misterio del amor divino. Es ese amor de Dios el que obra en nosotros, misteriosamente, el testimonio vivo de la verdad y el atractivo hacia la santidad. De la atención que le prestemos depende la paz interior que supone sentirse buscado, acogido y acompañado por el mismo Dios a quien buscamos y cuyo misterio de verdad y de amor deseamos desentrañar cada día.

Los Santos ángeles Custodios nos ofrecen, de parte de Dios, ejemplo y ayuda para el camino que nos proponemos recorrer. Por eso debemos hacer nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor “vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía”.

La santísima Virgen María, Madre de todos lo hijos de Dios, y Maestra ejemplar en la atención a los Ángeles y en el dócil seguimiento de las divinas indicaciones que nos transmiten, nos alcance la gracia de ver la luz de Cristo, de sentirnos atraídos por la verdad, de empeñarnos en su búsqueda del bien que de ella deriva, y de entregarnos con plena dedicación al cumplimiento de la voluntad de Dios En su santa voluntad está nuestra plenitud y, por tanto, nuestra santificación.


QUE ASÍ SEA

APERTURA DE CURSO DE LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE
LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS



-Mis queridos hermanos en el episcopado y presbíteros concelebrantes,
-Miembros del Claustro de profesores del Instituto Superior de Ciencias Religiosas, de la Provincia eclesiástica de Mérida-Badajoz,
-Queridos Rector y educadores del Seminario Metropolitano de Badajoz,
-Queridos profesores del Centro de Estudios teológicos y de las Escuelas de fundamentos cristianos,
-Alumnos antiguos y actuales de estos Centros educativos de la Ilgesia,
-Hermanas y hermanos todos:


Abrimos el Curso académico 2008-2009 en el mismo día en que la Iglesia
celebra la memoria litúrgica de los Santos Ángeles custodios. Me parece una feliz coincidencia. La fe nos ayuda a entenderla como un elocuente signo que Dios nos ofrece por el amor infinito con que nos distingue.

Los Ángeles, creados por Dios para cantar eternamente la alabanza a la Santísima Trinidad, y para ocuparse con diligente prontitud en su santo servicio, constituyen una referencia muy certera y una ayuda muy válida para el curso de nuestra vida.

Hemos sido creados para amar y servir a Dios en esta vida, y para verle y gozarle en la otra, cantándole himnos de alabanza por toda la eternidad gloriosa. Compartimos, pues, con los Ángeles, el origen y la vocación fundamental y definitiva.

Dios es la razón de nuestra existencia, y la verdad según la que debemos orientar nuestra vida. Por consiguiente, guiados por la fe, y estimulados por la fuerza que nos infunde el Espíritu Santo, nosotros, como los Ángeles, queremos poner en Dios nuestra mirada, nuestra intención, nuestra confianza y nuestra dedicación de por vida. En este empeño nos ayudan ellos mismos respetando con exquisito cuidado nuestra libertad, y asistiéndonos con la delicada y constante ayuda trazada por el amor que Dios nos tiene.

Los Ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro del Padre celestial (cf. Mt. 18, 10). La visión angélica es la contemplación permanente de la Verdad plena. Sus pasos, pues, son acertados. La custodia que nos ofrecen es garantía de perfección. Su constancia en el cuidado de cada uno de nosotros, nos recuerda la paciencia de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4).

Orientación a la Verdad de Dios, y ayuda para caminar en la voluntad del Señor, son, pues, los dones que la divina Providencia nos ofrece mediante el testimonio y la custodia de los santos Ángeles.

Las actividades de los Centros educativos, cuyo nuevo curso inauguramos hoy, tienen como fin último, también, acercarnos a la Verdad, y ayudarnos a descubrir en esa Verdad que todo lo trasciende y todo lo ilumina, el camino por el que debe discurrir nuestra vida. Estamos llamados a alcanzar la plenitud que tiene su impulso y su garantía en la voluntad amorosa de Dios nuestro Padre.

Considerando todo esto a la luz de la fe, llegamos fácilmente a la conclusión de que la fiesta de los Santos Ángeles Custodios es una feliz coincidencia que la mano providente de Dios ha procurado. Así podremos entender mejor que la alabanza a Dios está íntimamente unida a la contemplación de la verdad y al seguimiento de la voluntad del Señor.

Las lecciones prácticas que hoy nos ofrece la sagrada Liturgia son muy claras y sencillas. Primera: es necesario unir la alabanza a Dios y la búsqueda esforzada y paciente de la Verdad para encauzar nuestra vida por los caminos que indica la voluntad del Señor. Y, segunda: es necesario empeñarse en la contemplación de la verdad de Dios para sentirse razonablemente atraído por la propuesta de plenitud y de santidad que el Señor nos hace. Él nos manifiesta su santa voluntad mediante la propuesta vocacional que dirige a cada uno de nosotros.

Queridos hermanos todos: buscar la verdad equivale a buscar a Dios que se ha manifestado en Jesucristo. Él mismo ha dicho de sí: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). Procurar acertadamente la plenitud es lo mismo que pretender la santidad.

Buscar la verdad y procurar la plenitud, que son gracia de Dios, requieren de nosotros una dedicación paciente, constante y confiada a la contemplación del misterio del amor divino. Es ese amor de Dios el que obra en nosotros, misteriosamente, el testimonio vivo de la verdad y el atractivo hacia la santidad. De la atención que le prestemos depende la paz interior que supone sentirse buscado, acogido y acompañado por el mismo Dios a quien buscamos y cuyo misterio de verdad y de amor deseamos desentrañar cada día.

Los Santos ángeles Custodios nos ofrecen, de parte de Dios, ejemplo y ayuda para el camino que nos proponemos recorrer. Por eso debemos hacer nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor “vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía”.

La santísima Virgen María, Madre de todos lo hijos de Dios, y Maestra ejemplar en la atención a los Ángeles y en el dócil seguimiento de las divinas indicaciones que nos transmiten, nos alcance la gracia de ver la luz de Cristo, de sentirnos atraídos por la verdad, de empeñarnos en su búsqueda del bien que de ella deriva, y de entregarnos con plena dedicación al cumplimiento de la voluntad de Dios En su santa voluntad está nuestra plenitud y, por tanto, nuestra santificación.


QUE ASÍ SEA

Homilia en la fiesta de los Ángeles Custodios, patronos de la Policia Nacional

MISA EN LA FIESTA DE LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS
PATRONOS DEL CUERPO DE POPLICÍA NACIONAL


- Sra. Delegada del Gobierno en Extremadura,
- Jefe superior de Policía y miembros de este cuerpo de seguridad del Estado,
- Sr. Alcalde Presidente del Exmo. Ayuntamiento de nuestra Ciudad,
- Autoridades civiles y militares,
- Familiares y amigos de los Policías cuya fiesta patronal estamos celebrando:

En primer lugar quiero felicitar al Cuerpo de policía Nacional en la fiesta de sus santos Patronos, los Ángeles Custodios.

Deseo que mi felicitación cordial llegue también a sus familiares más allegados. Ellos viven, gozan y sufren, día a día, los avatares de ese digno y complejo ministerio profesional que consiste en velar por la seguridad y el orden en el seno de la sociedad, y en ayudar a los ciudadanos en los trances que corresponden a su misión social.

1.- Al celebrar con vosotros, queridos Policías, la fiesta litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, quiero aludir a la doble significación que podemos contemplar en esta festividad: Los santos Ángeles actúan en vuestro favor como verdaderos custodios que os defienden y protegen frente a las adversidades y riesgos que comporta la misión policial. Al mismo tempo, vosotros, imitando el modelo de vuestros santos patronos, protegéis a los ciudadanos defendiéndoles de graves peligros en unas ocasiones, y brindándoles la confianza que supone vuestra presencia en determinados lugares y momentos.

Ambas dimensiones de la celebración que nos reúne hoy constituyen una llamada clara y sencilla para que valoremos la atención a la autoridad y asumamos la responsabilidad que a todos nos compromete en relación con el prójimo.

2.- En tiempos tan proclives a una excesiva autonomía individual y a un desviado egocentrismo personal, es muy oportuno considerar los vínculos que, por diversos motivos y conceptos, van estableciendo entre nosotros un tejido de recíprocas dependencias, y que siembran importantes relaciones personales e institucionales.

Cuando el individualismo se convierte en móvil de los comportamientos personales, motiva y alimenta un relativismo creciente. Y cuando ese relativismo va tomando cuerpo en la mente de las personas y en los criterios que han de regir las instituciones, puede ir minando el reconocimiento y valoración del bien común, la aceptación de unos valores fundamentales necesarios para la convivencia, y la corresponsabilidad en la defensa de la dignidad de la persona que es el crisol de toda actuación en la verdad y en la justicia. Defensa de la dignidad de la persona que es, también, la condición imprescindible para lograr y mantener la paz en las relaciones personales y en las que afectan a los pueblos. Defensa de la dignidad de la persona que, partiendo del respeto a la vida desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural, implica también la atención a sus necesidades básicas de subsistencia, de crecimiento cultural, de seguridad y de promoción humana.

Es necesario que hagamos un cuidadoso esfuerzo por abrirnos más allá de los propios supuestos mentales o ideológicos, de modo que éstos no encierren la vida de las personas y de las instituciones en el círculo vicioso de la propia dinámica individualista o corporativista. Es necesaria la apertura al diálogo en la búsqueda de la verdad que trasciende a cada persona y a cada grupo e institución. En ella y desde ella será posible la colaboración, la corresponsabilidad y el verdadero desarrollo particular y universal.

A esa apertura y a esa trascendencia nos invita la palabra de Dios que acabamos de escuchar. “Así dice el Señor (a su Pueblo): -Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétale y obedécele. No te rebeles porque lleva mi Nombre” (Éx. 23, 20-21).

3.- Llevar el Nombre del Señor significa ser portador de la verdad y de la autoridad de Dios. Esa verdad y esa autoridad no son elementos distintos que requieran asentimientos diferentes. La verdad lleva la autoridad en sí misma. Y toda pretendida autoridad pierde su consistencia si no se basa en la verdad. La auténtica autoridad está en la verdad. Por eso toda autoridad humana queda necesariamente sometida a la crítica que necesariamente nace de la participación de la verdad que cada uno considera tener.

La necesidad de afianzar la autoridad, ha de llevar a una búsqueda incansable de la verdad. Esa búsqueda nos exige una actitud dialogante y abierta al descubrimiento de la verdad que puede venirnos de afuera. En este sentido, toda autoridad se autolimita cuando quien la ostenta se cierra ante la Verdad que nos viene de Dios, que es el Otro por excelencia.

Para ejercer cualquier forma de autoridad, o cualquier forma de servicio, de tutela, de acertada defensa y de orientación personal o social, es necesario, según la palabra de Dios, tener en cuenta al Ángel del Señor. Esto equivale a considerar la enseñanza del Señor, portadora de la verdad que da autoridad a las actuaciones y decisiones humanas orientadas a la justicia, a la convivencia, a la corresponsabilidad y a la paz.

4.- Vosotros, miembros de la Policía Nacional, estáis llamados a ser como los ángeles que enseñan o manifiestan el camino que conduce al orden y a la paz en el respeto mutuo y en la obediencia a la autoridad para el cuidado del bien común y para el respeto a los valores fundamentales que hacen posible la convivencia. Por eso os debemos atención, como atención merecen, en otro orden, los ángeles del Señor.

En la fiesta de los Santos Ángeles custodios debemos elevar nuestra oración pidiendo al Señor la gracia de saber prestar y mantener la atención al mensaje de Dios porque ese mensaje nos brinda la auténtica verdad en la que han de basarse la justicia, el progreso y la paz.

Debemos unirnos en la plegaria suplicando al Señor toda la ayuda que necesiten los Policías para mantenerse en el recto ejercicio de su ministerio al servicio de las personas y de la sociedad.
Que los Santos Ángeles Custodios nos acompañen siempre y nos alcancen la gracia de caminar en la verdad y de construir la paz en la justicia y en el verdadero progreso.


QUE ASÍ SEA

Homilia Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE
LA CONSAGRACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Domingo, 13 de Septiembre de 2008


Mis queridos hermanos capitulares de esta Santa Iglesia Catedral metropolitana,
queridos hermanos sacerdotes que os habéis unido a esta solemne celebración,
queridos fieles cristianos, religiosas y seglares:


1.- Hoy celebramos una gran fiesta y conmemoramos un acontecimiento muy significativo para la vida de nuestra Archidiócesis. La fiesta es la Exaltación de la Santa Cruz. En ella Cristo se entregó al Padre como ofrenda cruentamente sacrificada para alcanzar nuestra salvación. Al mismo tiempo celebramos el aniversario de la Consagración o dedicación de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Ambos acontecimientos constituyen un claro motivo de gozo interior y de solemne celebración litúrgica.

El motivo de nuestra alegría es múltiple. Reúne diferentes aspectos que confluyen en la significación de la Santa Cruz y de este sagrado Templo:

-En la Cruz de Jesucristo, por la redención que Cristo obro con su muerte y resurrección, se encontraron de nuevo el Hombre y Dios, se parados por el alejamiento de la criatura humana causado por el pecado. Se restableció el equilibrio querido por Dios desde la Creación.

- En la preciosa realidad arquitectónica de este Templo, signo del universo creado y ordenado por la infinita sabiduría del Arquitecto celestial, brilla ese equilibrio estético y sobrenatural que el Señor quiere que alcancemos viviendo el Evangelio de Jesucristo.

La contemplación de la armonía propia de la creación en las relaciones entre el hombre y Dios y el anuncio y adelanto de la armonía que estamos llamados a lograr en la sociedad y en la naturaleza entera, ha de causarnos un auténtico gozo al considerar que todo ello es regalo de Dios a nosotros sus criaturas predilectas.

-La estremecedora imagen de la Cruz, que estamos acostumbrados a contemplar, es el final de un largo proceso en el que Dios ha ido buscando al Hombre con paciencia y constancia, con amor y misericordia.

-La bella estructura de este sagrado Templo es el exponente de una larga historia de fe, que ha ido fraguando la identidad cristiana de nuestro pueblo; y, desde ella, ha embellecido, con el rico manto del arte, la herencia que dignifica nuestra cultura y enorgullece sanamente nuestro espíritu.

Todo ello ha de causarnos verdadera satisfacción; porque en esta historia sagrada que ha preparado la íntima relación entre Dios y el Hombre, y en esta cultura que expresa la fe de un pueblo atento a la voz de Dios, se proclama la vocación sublime para la que Dios nos ha elegido: ser familia del Señor y dominar la tierra renovando el mundo en el Nombre de nuestro Señor Jesucristo.

-El templo catedralicio es el signo por excelencia de la Iglesia Universal, lugar
de encuentro personal de Dios con los hombres, que se reinició en el primer templo de la redención que fue la Santa Cruz. Por él disfrutamos del cálido regazo del Padre Dios.

-En el Templo, que es edificio material y, al mismo tiempo, morada espiritual de
Dios con nosotros, se están cumpliendo las palabras del Señor: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Y eso debe llenarnos de alegría sobrenatural. Así pondremos siempre la mirada en lo alto al caminar sobre la tierra, porque es el Señor quien nos acompaña. Y en ese camino, llevaremos como el cayado más seguro, la cruz de Jesucristo, el madero en el que se esculpió nuestra salvación.

Este sagrado Templo, sede capital de nuestra comunidad cristiana, es el más
distinguido signo de la Diócesis, como porción del pueblo de Dios que, unida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por el evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo. (cf. Chr. D. 11).

-También ha de alegrarnos esta consideración porque, entrando en este sagrado
Templo, tomamos conciencia de la unidad que, por obra del Espíritu Santo, salvaguarda nuestras relaciones como miembros del mismo cuerpo místico de Cristo. Unidad que tiene su origen en la cruz por la que fuimos hechos hijos adoptivos de Dios y hermanos en el Señor.

El Templo catedralicio es, también, el signo de cada uno de nosotros que, por la gracia de la redención, hemos sido edificados espiritualmente como templos vivos de Dios y morada del Espíritu Santo.

La alegría que brota de estas consideraciones se convierte, a la vez, en estímulo de constante conversión para salir al encuentro de Dios que nos busca, para procurar la intimidad con el Señor que nos espera, y para ser, en verdad, morada limpia en que Dios pueda habitar. Por la intimidad de esa inhabitación de Dios en nosotros podremos manifestar a los hombres su verdadero rostro, que tiene perfiles de misericordia y nos invita a la verdadera felicidad.

2.- La primera actitud que brota espontánea en el alma del cristiano consciente, al considerar la riqueza de la Cruz y los distintos significados de este edificio dedicado al Señor nuestro Dios, es la gratitud. En primer lugar, porque, como dice el Prefacio de la Misa propia de la consagración del templo,“en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros” (pref.. misa propia).

La comunión con Dios, que Jesucristo nos ha devuelto con su muerte y resurrección redentoras, realiza en la Iglesia la sorprendente unidad en la fe, en la esperanza y en la caridad, que la mantiene compacta y bien trabada, como están compactas y bien trabadas las piedras que integran este sólido edificio. Así corresponde al organismo vivo y universal del Cuerpo Místico de Cristo.

En verdad, por encima de todo cuanto pueda atraer nuestra atención al contemplar, con ojos de fe, este emblemático edificio, debemos considerarlo, cuidarlo y utilizarlo como el espacio privilegiado para el encuentro personal y comunitario con Dios. Por eso está presidido siempre por la Cruz de Jesucristo, origen del encuentro con Dios que en el Templo mantenemos y cultivamos mediante la instrucción de la palabra de Dios y mediante la gracia santificante que recibimos en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. Esa Gracia es la que nos capacita para unirnos a los hermanos en la fe, y para dar testimonio en el mundo, del amor de Dios que nos salva.

3.- Este edificio está integrado por diferentes ámbitos que no rompen la unidad sino que la adornan con la singularidad de cada uno de ellos. También la Iglesia diocesana está integrada por diferentes grupos. Todos ellos son llamados por Dios a conformar la armónica belleza de la unidad eclesial. Niños y jóvenes, adultos y matrimonios, enfermos y ancianos, inmigrantes, pobres y marginados, todos ellos son invitados al banquete de las Bodas que se celebra en este lugar sagrado. Pero no todos acuden; y tampoco todos llegan a él con el traje que corresponde. Por eso, al celebrar la fiesta de la Consagración de este Templo catedralicio, no podemos menos que pensar en cuantos no lo tienen por casa propia, y en cuantos, aún entrando en él, no participan del banquete sagrado de la salvación.

Al considerar esta realidad, ha de preocuparnos la lejanía de muchos y el alejamiento de otros. Situación que hace más sonoras y acuciantes las palabras de Cristo: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn. 10, 16).

Queridos hermanos sacerdotes, religiosos y seglares: la voz del Señor que han de escuchar las ovejas dispersas, es, por voluntad divina, la voz y el testimonio de cada uno de nosotros. En el día en que celebramos la Fiesta de la Santa Cruz y la dedicación del Templo catedralicio, debemos tomar conciencia de nuestra vocación a la unión con Dios y a la unidad eclesial por la Comunión que la gracia hace posible entre los bautizados. Esa es la unión copn Dios y la unidad fraternal entre nosotros a la que Cristo nos convoca abriendo sus brazos en la cruz y convocándonos alrededor de su mesa en el Templo sagrado.

La acción pastoral en la que todos estamos comprometidos por la vocación cristiana, debe hacer presente por doquier la llamada del Pastor supremo que es Cristo. El levantó su voz para congregar a todas las ovejas, integradas en su redil y extrañas todavía a él. Él preparó para todas un banquete exquisito, sobre cuya mesa ha puesto y pone cada día su Cuerpo y su Sangre como el mejor de los manjares. A nosotros nos queda correr a decir a todos los que nos rodean cuanto hemos visto, cuanto hemos oído, cuanto hemos recibido, cuanto hemos gozado y cuanto hemos descubierto en el Templo, gracias a la redención que Cristo realizó desde la Cruz.

4.- A nuestro alrededor hay muchos jóvenes que no han descubierto el verdadero sentido de la vida, y andan descarriados como ovejas que no tienen pastor. En el entorno de cada uno de nosotros, más cerca o más lejos, hay muchos matrimonios que no han llegado a experimentar la fuerza del sacramento que recibieron, y que no viven su relación indisoluble con alegría, con esperanza, con un verdadero espíritu de entrega y de generosa donación mutua, y con verdadera gratitud al Señor que les ha unido.

Hay muchas familias que viven desarticuladas, con el consiguiente perjuicio para los hijos, pequeños y adolescentes. Hay muchos ancianos y enfermos solitarios y desconsolados. Tenemos muy cerca inmigrantes que salieron de su tierra y de su parentela en busca de subsistencia para sí y para los suyos, y que andan perdidos con la total carencia de acogida, de comprensión, de alimento, de esperanza en un futuro mejor, y de amistad.

Al enumerar todo esto no podemos menos que sentirnos llamados con urgencia a emprender conjuntamente acciones para ofrecer la luz del evangelio, el amor de Cristo y la esperanza de una vida mejor, a todos los que nos rodean.

Es necesario que avivemos en nosotros y en el seno de nuestras comunidades parroquiales el sentido de nuestra personal responsabilidad en la atención de los hermanos.

5.- En la oración con que comienza la Misa de la Consagración de la Catedral, se pide al Señor que escuche nuestra plegaria para que, en este lugar sagrado, le ofrezcamos siempre un servicio digno; y así sus fieles obtengan los frutos de una plena redención. Esa oración no será plenamente sincera, si no va acompañada de un decidido propósito de comprometer nuestra vida, con claridad y valentía, en el apostolado y en una acción pastoral cada vez más pensada y mejor preparada. Para ello, es absolutamente necesario que cada uno de nosotros asuma esa responsabilidad como si nadie más pudiera hacerlo; y que, al mismo tiempo, contemos con los esfuerzos de los demás, sabiendo amoldar los nuestros a los suyos, e intentando ofrecer nuestras iniciativas a quienes están llamados a idéntico ministerio.

Ojalá pudiéramos oír cada día, de labios de algún joven, de algún matrimonio, de algún enfermo, etc., con unas u otras palabras, la expresión del Salmo: “Vale más, Señor, un día en tus atrios, que mil en mi casa” (Sal. 83, 11).

6.- Puesto que el Templo es, ante todo, el lugar donde se proclama la palabra de Dios y donde se eleva al Padre el sacrificio de la redención, cuyo ministerio corresponde a los sacerdotes, debemos tener hoy un recuerdo especial y una sentida oración en favor de las vocaciones al Sacerdocio ministerial.

Todos tenemos noticia de la escasez de aspirantes al sacerdocio. Todos sabemos, por la fe, que Dios no deja de llamar. Podemos suponer, pues, que lo que ocurre es que esa llamada no se oye, no se entiende, no se valora, o no se acepta. Ello supone que, quienes disfrutamos los dones del Señor en el templo de su gloria, debemos hacer cuanto está de nuestra parte para que se oiga y se valore la llamada del Señor, y haya obreros dispuestos a atender a su abundante mies.

Quizá los que viven en la ciudad no perciban con toda su crudeza el tremendo problema de la escasez de sacerdotes. Hay un lamentable e inquietante desequilibrio en la distribución del clero entre las ciudades y los pueblos, cuya solución resulta harto difícil por muchos factores que ahora escapan a nuestra consideración. Pero no seamos como quienes, al vivir en la abundancia de los países ricos, olvidan las perentorias necesidades de los países pobres. Hagamos, desde la situación de cada uno, todo lo que esté de nuestra parte para la solución del problema. La responsabilidad vocacional no está solamente en los jóvenes. Hay muchos padres, también cristianos, que miran con disgusto, o se oponen frontalmente, a que sus hijos aspiren al Sacerdocio. Esto es tan cierto como lamentable. Debemos orar por ellos y por sus hijos.

Que la Santísima Virgen María, testigo excepcional de la Cruz y primer templo material y espiritual de Cristo en la Tierra, nos ayude a entender y a gozar lo que significan la Cruz y el Templo; y a asumir los compromisos cristianos a que nos llama el Señor.

QUE ASÍ SEA

I Vísperas Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL
ANIVERDARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Sábado, 13 de Septiembre de 2008
Efesios. 2, 19-22


Queridos hermanos sacerdotes, y fieles participantes en la celebración litúrgica de las solemnes Vísperas. Con esta acción litúrgica iniciamos los actos conmemorativos del aniversario de la Consagración de esta Catedral metropolitana de Badajoz.

“Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2, 19).

¡Qué advertencia tan consoladora la que nos llega hoy a través de S. Pablo en la lectura de la palabra de Dios que acabamos de escuchar!

Tenemos patria, ciudad y casa. Nuestra Patria es la Patria de Dios: el cielo. Nuestra ciudad es, también, según S. Agustín, la Ciudad de Dios, que es la Iglesia. En ella el Señor de cielos y tierra vive y se hace presente a quienes le contemplamos con mirada de fe, humilde y admirada. Y nuestra casa es el sagrado Templo. En él se encuentra el Señor con los hombres para compartir con nosotros su amor, su vida y su intimidad.

En el templo Dios nos habla mediante la proclamación litúrgica de su palabra. En el Templo, Cristo, Dios y Hombre verdadero, se nos manifiesta como el Cordero inmaculado. Con su perfecta integridad personal y con su máxima santidad, se ofrece al Padre y se vuelva en favor nuestro, haciendo presente su único sacrificio redentor cada vez que se celebra el Santo Sacrifico de la Misa. Y con esta entrega manifiesta del mejor modo posible el amor de Dios a la humanidad, a cada hombre y a cada mujer de cualquier edad y condición. Inmenso gesto éste por el que la misericordia divina brilla infinitamente por encima del amor que podamos tenernos cada uno a sí mismo.

En el Templo, Dios se confía a nosotros como dulce manjar al invitarnos a la Mesa de su Cuerpo y de su Sangre. Este exquisito alimento nos capacita para caminar por la historia hacia el encuentro glorioso con la Santísima Trinidad.

En el Templo, Dios nos espera, hecho excelso sacramento, para compartir con nosotros, en el apacible diálogo de la oración sencilla, los sentimientos y los anhelos, las penas y las alegrías, los proyectos y los fracasos, los entusiasmos y las oscuridades, y los silencios en que llegamos a sumirnos cuando nos embarga la admiración de su grandeza y la profundidad inabarcable de su Misterio.

Nosotros, expulsados del Paraíso, en que la infinita sabiduría de Dios, su bondad infinita y el amor sin medida ni condición nos había puesto al crearnos, éramos, desgraciadamente, peregrinos errantes, sin destino ni patria, sin ciudad ni hogar propios, sin familia ni afecto alguno capaz de saciar nuestro corazón ansioso y solitario. Y, Dios nuestro Creador y Señor, a quien habíamos ofendido queriendo ocupar su lugar, desconfiando de su palabra, y siguiendo absurdamente la mentirosa tentación diabólica, movido exclusivamente por su amor hecho misericordia, quiso asumir la deuda que teníamos con Él mismo. Y, en un misterioso gesto de incomprensible amor divino, cuyas medidas escapan a la consideración humana, “envió... a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gal. 4, 4).

Desde ese momento, cada uno de nosotros ha superado la condición de peregrino errante, y puede recibir, por el Bautismo, la condición de peregrino esperanzado, capaz de avanzar por los días de esta vida terrena, y a través del desierto de la historia, hacia la vida eterna y feliz. Allí, la alegría plena y sin fin colmará todo anhelo. Allí, podremos disfrutar el gozo sobrenatural e infinito de la plenitud del amor en la compañía de Dios. Allí, podremos contemplarle cara a cara, descubriendo el Misterio de Dios Uno y Trino, Padre y Juez de vivos y muertos, cuyas delicias están en los hijos de los hombres (cf. Prov. 8, 31).

Desde el momento sublime y absolutamente inmerecido de la redención, que Cristo realizó con su muerte en el Calvario y que consumó con su triunfante resurrección y con su gloriosa Ascensión a los cielos, nuestra patria es el cielo. En esa inigualable e inmerecida patria ponemos nuestra mirada llena de ilusión y esperanza. Desde ese momento de infinita misericordia tenemos, al mismo tiempo, una familia divina y humana puesto que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Desde ese inolvidable momento, disponemos de un hogar no sometido a domicilios destructibles, como son los propios de esta tierra: la Iglesia.

Nosotros mismos somos familia y hogar del Señor, porque hemos sido adoptados por el Padre gracias a los méritos de Jesucristo, su Hijo Unigénito; por el don del Espíritu Santo, hemos sido constituidos en Templos vivos de Dios y morada del Espíritu. Templo vivo del Señor que se abre a su inhabitación íntima y transformadora cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía.

Somos familia de Dios, significada en la Comunidad cristiana.
Somos parte de la Iglesia de Cristo, significada en este precioso Templo, cuya consagración recordamos, y cuyo aniversario celebramos.

Somos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo en el que hemos sido integrados por el bautismo. Y, como tales miembros, tenemos como signo las piedras del edificio sagrado en el que nos reunimos para adorar y alabar a Dios. Como en esta tarde y en este sagrado lugar, debemos entonar siempre interior y exteriormente salmos, himnos y cánticos inspirados. En ellos sube al cielo la oración de la Iglesia, como una plegaria agradable al Padre porque se une a la oración de Jesucristo sacerdote eterno y valedor nuestro.

Es Dios mismo quien nos capacita para acercarnos a Él en la intimidad de este hogar familiar que es el Templo.

Es Dios mismo quien nos edifica como piedras vivas, ensambladas con la precisión de la Arquitectura divina, y solidamente afirmadas sobre el cimiento de los Apóstoles y Profetas /cf. Ef. 2, 20).

Es Dios mismo quien nos hace capaces de permanecer unidos en la comunión eclesial, como permanecen unidas las piedras del edificio sagrado en que nos reunimos. Comunión que brota de la Gracia. De esa Gracia que nos transforma en criaturas nuevas que tienen por Padre a Dios, por maestro a Jesucristo, por consejero al Espíritu, y por protectora a María Santísima, ante cuya imagen bendita nos hemos congregado hoy. Nuestra vocación es la santidad, y nuestro horizonte es la vida eterna junto a nuestro creador y Señor. Su Espíritu nos enseña a orar, nos mantiene en la fidelidad, y nos llena de esperanza para afrontar las duras pruebas de esta vida, y para superar las debilidades propias de nuestra condición contingente y pecadora.

Esta es nuestra realidad en los planes de Dios. Esta es nuestra condición de partida desde el Bautismo. Este es el horizonte de nuestra peregrinación, y la meta de nuestro camino. Por ello, al considerar todo esto, nos reunimos en el Templo, donde el Señor nos llama, nos espera, nos acoge, nos habla y se nos da sacramentalmente. Aquí elevamos nuestra súplica, unidos en la oración con toda la Iglesia y con la Madre del cielo. Ella, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, se hace una voz armoniosa con las voces de cuantos se dirigen al Señor invocándole humilde y confiadamente como verdaderos hijos.

La Santísima Virgen María, bajo la consoladora advocación de la Soledad, y cubierto el rostro con las lágrimas del dolor espiritual que le causa el maltrato de su Hijo, se pone ante nosotros diciéndonos: mirad si hay dolor como el dolor mío. Y manifestando el dolor de haber perdido a Cristo por la malicia de los hombres, nos ayuda a entender el dolor de Cristo por perdernos como hermanos a causa del pecado.

Pidamos a la Santísima Virgen, Madre y Maestra de cuantos buscamos al Señor y nos reunimos en el Templo para celebrar el misterio de la redención, que interceda ante su Hijo, salvador nuestro, y nos alcance la gracia de ser conscientes de la magnanimidad del Señor, y de saber corresponderle limpia y generosamente apartándonos del pecado.

Que la Virgen de la Soledad nos ayude a entender que no hay peor soledad que la causada por el alejamiento del Señor. Y, convencidos de ello, busquemos siempre a Jesucristo en el Templo y en lo más íntimo de nuestro ser, donde habita invitándonos a seguir la vocación cristiana con que nos ha elegido y distinguido.


QUE ASÍ SEA

Homilia en la Apertura de Curso en la Curia

HOMILÍA EN LA APERTURA DE LA CURIA ARZOBISPAL
MEMORIA DE D. AURELIO GRIDILLA
Martes, 9 de Septiembre de 2008



Mis queridos miembros de la Curia diocesana,
Muy queridos esposa, hijos y familiares de nuestro querido D. Aurelio,
miembro, también de este grupo directamente colaborador del Arzobispo en el
quehacer del gobierno pastoral de nuestra Iglesia particular:

1.- Con esta Eucaristía, sacrificio y sacramento de Vida, con el que Cristo nuestro Señor culminó su colaboración en el proyecto salvador universal del Padre, iniciamos una etapa nueva de nuestra labor al servicio del Pueblo de Dios.

Iniciamos el curso del trabajo que nos ha sido encomendado, participando en la misma acción con que Jesucristo quiso hacer presente siempre su obra redentora, como una nueva oportunidad para los hombres. La sagrada Eucaristía perpetúa entre nosotros y para nuestro bien lo que tuvo un inicio en el tiempo, aunque estaba previsto desde los siglos en Dios: la salvación universal. Y dignifica todo cuanto nosotros podemos hacer, unidos al Señor, en el cumplimiento de la vocación con que, también desde los siglos, Cristo ha proyectado su voluntad de plenitud en nosotros y en la Iglesia.

En la Eucaristía, nuestra voluntad se une a la voluntad del Padre, y nuestra vida se configura con la de Cristo, convirtiéndose en camino de la propia salvación, en instrumento de redención para los hermanos, y en valioso medio para la transformación del mundo que estamos llamados a renovar en la verdad, en la justicia, en el amor y en la paz.

Con la Eucaristía, el Salvador se hace presente entre nosotros; el amigo por excelencia se une activamente a quienes le recibimos presentándonos ante el Padre como ofrenda de suave olor; y el Redentor nos convierte en colaboradores suyos para la obra que ninguna otra puede superar: la obra del amor infinito de Dios, en que se manifiesta sobremanera el corazón divino, en la que la cercanía de Dios al hombre realiza el inenarrable misterio de la intimidad con nosotros, y en la que la promesa del Señor se convierte en adelanto, según el mismo Jesucristo nos ha revelado diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn. 6, 56); “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre” (Jn. 6, 51).

La Eucaristía es el acto cumbre de nuestra relación con Dios; es la acción más divina en que podemos cooperar los humanos; es el don más precioso y más preciado con que el Señor nos enriquece en la tierra; es, por tanto, la fuente y la cumbre de cuanto podemos hacer de acuerdo con la voluntad de Dios nuestro Padre, nuestro creador, nuestro redentor y nuestro compañero de camino hacia el abrazo eterno con él que nos quiere más que nosotros podamos querernos a nosotros mismos.

La Eucaristía es, pues, el acto más digno y sublime en el que podemos unirnos al Señor pidiéndole que Él se una a nosotros en el quehacer de cada día, para que nuestros pasos resulten certeros, y para que nuestra vida transcurra según el ritmo sublime de la vida de Dios que se hizo hombre para compartir con nosotros el peregrinar hacia la plenitud.

Por todo ello, la Eucaristía es y debe ser para nosotros el punto de partida para emprender nuestro quehacer ordinario y extraordinario, el apoyo en el curso de nuestro peregrinar, y el momento en que toda nuestra vida se eleva al Padre como signo de gratitud y prenda de la más firme esperanza.

2.-. Hoy celebramos la sagrada Eucaristía como arranque del curso pastoral a cuya realización nos ha llamado el Señor. Ofrecemos este sacrificio de alabanza a Dios y de redención para los hombres, encomendando al Señor el alma de nuestro compañero y querido amigo D. Aurelio Gridilla, que acaba de iniciar su última andadura hacia el Padre después de recorrer, en fidelidad y ejemplar estilo de colaboración eclesial, el curso de su peregrinar terreno.

Demos gracias a Dios que nos permite encontrar entre los fieles, hombres y mujeres que nos estimulan con su ejemplo, nos alientan con su buen hacer, y nos acompañan con su tesón y generosidad. De ello dio clara muestra nuestro hermano Aurelio, cuya salvación eterna confiamos a la misericordiosa Providencia de Dios. Él lo eligió entre nosotros y lo constituyó en cercano testimonio de fe, en referencia de responsabilidad familiar, en apoyo del quehacer eclesial, y en cordial amigo de quienes compartíamos con él una relación personal, de trabajo y de apostolado.
Al elevar nuestros sufragios por su eterno descanso, agradecemos al Señor su magnanimidad para con nosotros, manifestada a través de quienes él ha puesto a nuestro lado como ayuda y ejemplo. Que Dios tenga a en su gloria por siempre a D. Aurelio, colaborador generoso en el
Consejo de Asuntos Económicos de la Archidiócesis.

3.- El Evangelio de hoy nos narra la elección de los Apóstoles. Jesucristo los fue nombrando uno a uno. Nuestra vocación, como la de los Apóstoles, no es colectiva ni anónima; es personal e intransferible. Por eso, la fidelidad a quien nos llama debe ser delicadamente humilde, incondicionalmente obediente, esperanzadamente optimista, serenamente cumplida, y siempre agradecida. Esto es lo que ahora debemos pedir al Señor por intercesión de la Santísima Virgen María, madre nuestra y maestra de fidelidad a Dios por encima de todas las dificultades y obstáculos.

Al acercarnos a recibir el Pan del Cielo, que da vida a los hombres, pongámonos en manos del Señor para que a través nuestro llegue a los hermanos la noticia del Evangelio, el apoyo de la oración y el testimonio de la alegría de ser salvados por el Señor, y de ser constituidos instrumento de salvación para el prójimo.


QUE ASÍ SEA.