HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2008

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes.

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

“Este es el día en que actuó el Señor” (Sal. 117).

La actuación del Señor, del Hijo Unigénito del Padre, enviado al mundo para salvar a la humanidad, no es otra que la redención. Y esa gesta sublime, tiene su punto culminante en la Resurrección. Por que si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe, y los que confiábamos en su redención seríamos los más desgraciados de entre los hombres, porque habríamos confiado en un engañoso espejismo, en una promesa sin garantías; y nuestros deseos hubieran quedado en pura quimera. Pero no. Cristo ha resucitado; y con él, todos los que, escuchando su palabra, siguiendo su camino, y llamados por la verdad que nos hace libres, hemos sido liberados de la muerte del pecado y tenemos como promesa cierta la vida que no acaba.

Por eso, porque Cristo ha resucitado, y porque, en consecuencia, ya no somos hijos de la muerte sino de la vida, y no pertenecemos ya a los esclavos del diablo sino que hemos sido constituidos hijos de la luz y miembros de la gran familia de los hijos de Dios, este día en que actuó el Señor ha de ser el día de nuestra alegría y de nuestro gozo, como nos invita a repetir el salmo interleccional. Por este día, y por lo que ocurrió en él, debemos dar gracias al Señor. Él ha descendido a nuestro lado y, con un alarde de humildad, ha cargado con nuestros pecados haciéndose valedor por nosotros, que nada podíamos hacer para librarnos del mal que habíamos contraído.

Bien podemos decir que, por la obra redentora de Cristo, nosotros, sepultados con Él en el Bautismo, hemos resucitado con Él a una vida nueva. Por tanto, liberados de la esclavitud que nos pegaba a la tierra, debemos buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.

El mayor gozo que podemos encontrar en nuestra vida es, precisamente, el haber sido renovados interiormente; porque la gracia de Dios alienta en nuestra alma como la expresión inequívoca de que la salvación ha actuado en nosotros. Como dice la Secuencia que acabamos de escuchar, el Cordero sin pecado, el que quita los pecados del mundo, ha unido con nueva Alianza a Dios y a los culpables. Misterio de amor y de omnipotencia.

El mayor de los riesgos que tenemos ahora, y que debe preocuparnos muy seriamente, aunque sin agobios ni ansiedades, es nuestra propia miseria humana, por la que nos vemos abocados, muchas veces, a la incoherencia y al pecado, aun a pesar de que el Hijo de Dios ha dado su vida por nosotros y se nos ha propuesto a sí mismo como ejemplo de fidelidad y como camino de hacia la verdad, hacia esa verdad que nos hace libres de la torpeza humana.

Todo esto, sin embargo, no podemos asumirlo plenamente, ni mucho menos predicarlo, como no hayamos compartido con Cristo la cercanía de la intimidad que tiene lugar en la oración, y en la Eucaristía sobre todo. Pedro, en el Sermón que nos transmite hoy la primera lectura, tomada del los Hechos de los apóstoles, deja bien claro que la fuerza de la Resurrección fue experiencia de aquellos que habían comido y bebido con el Señor después de que resucitara.

Ese momento posterior a la resurrección, en el que estamos llamados a intimar con Jesucristo, es el tiempo de la Iglesia, es nuestro tiempo, es el tiempo de nuestro peregrinar y de nuestro ministerio pastoral y apostólico.

Es en este tiempo cuando el Señor nos invita a estar con él,.a compartir su intimidad, a participar en el Banquete del Reino, a comer su Cuerpo y Sangre. Es, para este tiempo, que es el nuestro, para el que el Señor nos ha creado, nos ha elegido, nos ha ungido con la fuerza de su Espíritu, y nos ha enviado para que seamos luz de los pueblos, reflejando la verdad de Dios mediante la transmisión fiel de su palabra y mediante el testimonio de vida que nos manifieste adheridos a Él.

Nosotros somos los que, en estos tiempos recios y en medio de tantas dificultades y contrariedades, hemos recibido el encargo de testimoniar la triunfante resurrección de Jesucristo.

Este lenguaje puede resultar convencional y un tanto ilusorio, si lo consideramos imbuidos de ese lastre de secularismo, de fe a medias, de la vivencia de un cristianismo puramente sociológico que ha calado profundamente en nuestros esquemas de vida, y que vale tan solo para alimentar determinadas prácticas religiosas que, peligrosamente, podemos acostumbrarnos a compatibilizar con una cierta mediocridad interior.

Toda la Cuaresma ha sido una oportunidad para plantearnos en serio la calidad y la profundidad de nuestra fe. Ahora es el momento de verificar nuestro aprovechamiento cuaresmal, y de acudir, si es necesario, a un replanteamiento urgente, iluminados por la palabra de Dios y asistidos por la gracia que el Señor nos brinda en cada momento con su infinita paciencia y misericordia. No perdamos la ocasión.

Este mundo en que vivimos necesita de Dios en la misma medida en que se empeña en prescindir de él. Quizá no ha conocido con meridiana limpieza el rostro sobrecogedor de Cristo, y permanece esclavo de prejuicios y sometido a sus condicionantes decepciones. A nosotros corresponde asumir el deber apostólico de proclamar clara, valiente e íntegramente, lo que hemos visto y oído, lo que el Señor nos ha comunicado en el seno de la Iglesia, donde se muestra y se da a quienes le buscan con sincero corazón.

Dispongámonos a ello, sabiendo que es el Señor quien ha dicho: “a quien me confesare delante de los hombres, yo le confesaré delante del Padre que está en el cielo” (cf.----).

Unámonos en la oración, de la mano de la Santísima Virgen, Madre nuestra y maestra en la fe, invocando al Señor, por intercesión de su Madre santísima, la gracia de ser coherente con la fe que hemos recibido, y con los propósitos cuaresmales que hemos hecho.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos feligreses de la Parroquia de S. Juan Bautista que os unís a esta celebración central de la Diócesis junto al Arzobispo,

Queridos hermanos y hermana todos, religiosas y seglares:

1.- Hemos culminado el proceso pascual. Cristo ha resucitado, y nosotros, llenos de gozo, nos centramos durante esta Noche Santas en la solemne Celebración litúrgica de la victoria plena e irreversible de Jesucristo. En el Viernes Santo lo contemplábamos al Señor como varón de dolores, despreciado y desecho de los hombres, ante quien se vuelve el rostro porque no tenía aspecto humano (Cf. Is.---). Ahora la obra de Dios se manifiesta de forma llamativa y convincente. Para quienes no albergamos desconfianza alguna en el corazón. Cristo ha resucitado y su humanidad, vencedora de la muerte, con los méritos que sólo podía contraer la Persona divina del Hijo de Dios, ha hecho de la humanidad pecadora una nación santa, un reino escogido, un pueblo de su propiedad.(Cf---).

2.- Ya no pertenecemos al error sino a la verdad. Ya no somos esclavos del diablo sino vencedores en la contienda que, resuelta por Cristo, nos abre resuelve definitivamente a la suerte de nuestro futuro optimista en el que heredaremos y nos hace herederos de la Gloria de Dios. Caminar con Cristo será para nosotros la razón de ser de nuestra existencia terrena y la condición celeste y feliz por toda la eternidad.

3.- Desde la resurrección de Cristo cobra sentido nuestra existencia entera: los trabajos y dolores, las ilusiones y esperanzas, la conversión y el sacrificio que comporta. Las inevitables contrariedades que lleva consigo nuestra limitación humana, y el mal uso de la libertad ajena, los diversos logros de cada uno, y de las comunidades cristianas.

Si Cristo ha resucitado tras la muerte, y su trayectoria ha venido señalada desde la Encarnación por el amor infinito de Dios a los hombres y por la voluntad salvífica universal de Dios Padre, quienes confesamos que Jesús es el Señor y hemos procurado configurarnos con Él por el Bautismo, también nosot5ros con Él resucitaremos. La victoria de Cristo es nuestra victoria. La de Cristo es una victoria definitiva La nuestra es potencialmente definitiva, pero deberemos conseguirla con el esfuerzo diario y con la fidelidad a la que nos invita constantemente el Señor y que ha sido el objetivo principal de esta Cuaresma.

Nuestra victoria definitiva no humilla a nadie, como no sea al príncipe de este mundo que nos engañó desde el principio y que sigue engañándonos cada vez que hacemos caso a sus tentaciones. Nuestra victoria es constructiva, como la de Jesucristo. Y será definitiva e irreversible cuando lleguemos al final de nuestro peregrinar sobre la tierra.

4.- Nuestra fidelidad no se alcanza refugiándonos exclusivamente en el Señor, como quien huye de este mundo, sino entregándonos, con la gracia de Dios, a desarrollar cuanto el creador ha puesto en nuestras manos ya y a nuestro cuidado. En este proceso de fidelidad es un deber nuestro y nos corresponde contribuir al progreso humano, tanto en los ámbitos terrenos que nos corresponden por vocación, como en lo espiritual que mira a las relaciones personales y comunitarias con el Señor. No en vano el Señor nos ha dicho: “Vosotros sois la luz del mundo. Vosotros sois la sal de la tierra” (---).

5.- El final que el Señor nos anuncia y para el que nos llama y capacita, va unido al mismo final de Cristo después de su recorrido sobre la tierra. Así lo pide al Padre para nosotros, presentes en sus Apóstoles, durante la oración que siguió a la Última Cena, diciendo: “Padre, quiero que donde esté yo, estén también ello conmigo” (---).

6.- Al instituir la Eucaristía y el sacerdocio, y encargar a los discípulos que hagan lo mismo que él, y que lo hagan en memoria suya, vincula nuestra fidelidad a la fidelidad que debemos vivir en la Iglesia, portadora del Misterio de Cristo y de la Gracia que por él se nos concede, si buscamos a Dios con sincero corazón.

La Iglesia nace de la Eucaristía como sacramento de Cristo Y, a partir de ese momento, es la Iglesia, la que cumpliendo el mandato de Cristo, hace la Eucaristía.

Como la Eucaristía es el sacramento que hace presente el Sacrificio único e irrepetible de Jesucristo, realizado por él en cumplimiento de la voluntad salvífica del Padre, es el acto por el que somos salvados, por el que más nos unimos al Señor, por el que más entrañablemente nos adherimos a la Iglesia. De la Eucaristía, como sacramento del Sacrificio redentor, brota la fuerza de todos los demás sacramentos. La Eucaristía es el, y se constituye en fin último de todos ellos. Sin la Eucaristía no habría Bautismo, ni Confirmación , ni penitencia, ni Matrimonio, ni Santa Unción, ni Orden sacerdotal. Sin Eucaristía no hay salvación. La Eucaristía celebra con toda la fuerza y realidad, lo que anunció como figura el sacrificio del Cordero Pascual con cuya sangre fueron señaladas las puertas de los Israelitas para ser salvados de la muerte de los primogénitos.
Nosotros, al mostrar el Cuerpo de Cristo antes de la Comunión, decimos: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (---)..

7.- Gran bendición la que recibimos de Dios en la Pascua. La llamada del Señor a la conversión al comenzar la Cuaresma, deja paso ahora a esas palabras consoladoras de Jesucristo: ”No temáis rebañíto mío, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (---).

La celebración de la Pascua, después de la medianoche del Sábado Santo, constituye un signo de nuestra unión definitiva con el Señor, y adelanta el final de nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial. Y, al mismo tiempo, nos llena de fuerza para conseguir el propósito de fidelidad que Bien merece el Señor y que tanto necesitamos nosotros. Todo ello queda especialmente significado en la renovación de las promesas del Bautismo en las que nos uniremos de inmediato y con gozo, dando muestras a Dios de que reconocemos la grandeza de su gesta redentora, y de que deseamos agradecerla con nuestra conducta en adelante.

Pidamos al Señor que nos una a su ofrenda sacrificial y redentora aceptando nuestra pobre ofrenda como la expresión de nuestra pequeñez y, al mismo tiempo, de nuestra buena voluntad.

Que la Santísima Virgen María, primera criatura redimida con la Sangre de Cristo, y elevada al cielo en cuerpo y alma por los méritos de su Hijo nuestro Señor nos alcance la gracia de la perseverancia, y podamos permanecer fieles hasta el fin de nuestro días.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO 2008

Día 21 de Marzo


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Quizá sorprenda que yo considere la celebración del Viernes Santo, centrada en la muerte y sepultura del Señor, como la celebración de la esperanza. Esperanza que, como atraviesa y supera la muerte, será la esperanza más realista, la esperanza verdaderamente teologal, la esperanza auténticamente cristiana.

¿Por qué hago referencia a la esperanza?

El motivo principal está enunciado en la primera lectura. El profeta Isaías, se refiere al Mesías que había de venir, y dice que “muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”.Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres.” (Is. 52, 14. 53, 2)

El profeta nos da la razón de semejante lástima, diciéndonos: “él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores... Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron...El Señor cargó sobre él nuestros crímenes” (Is. 53, 4-6).

2.- Nada más contrario a la esperanza que esa descripción de Jesucristo como varón de dolores, a quien arrancaron de la tierra de los vivos, hiriéndole por los pecados del pueblo (cf. Is. 53, 8), si todo terminara siendo sepultado entre los malhechores, porque había muerto con los malvados (cf. Is. 53, 9). Pero el Profeta, mirando al futuro, contemplando el verdadero final de este luctuoso y estremecedor acontecimiento, añade: “Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años...mi siervo justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos” (Is. 53, 10-11). En consecuencia, el profeta nos anuncia el final feliz de esta tragedia y el mérito redentor de su pasión y muerte. Por eso nos dice, transmitiéndonos la revelación de Dios: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is. 52, 13). He aquí la manifestación más clara de Cristo como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como dijo de él Juan Bautista (cf.---)..

En resumen: Cristo cargó con nuestros pecados para liberarnos de ellos y resolver los males que con ellos habíamos contraído: “tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is. 53, 12).

Esta es la realidad profunda de la pasión y muerte de Cristo que hoy celebramos litúrgicamente. La muerte física de Cristo manifiesta la muerte espiritual que nos correspondía a causa del pecado. Muerte espiritual que consiste en quedar marginados de Dios para siempre, sin dejar de estar configurados, por creación, para vivir eternamente después del tránsito de esta vida terrena a la vida eterna. La peor infelicidad era nuestra herencia. Pero el amor infinito de Dios no quiso cerrar en ella nuestra suerte, y decidió resolver por sí mismo lo que estaba fuera de nuestro alcance.

Pero Jesucristo resucitó, después de haber muerto por nosotros. Con lo cual, manifestó la eficacia de su pasión y muerte. Nuestra suerte dejó de ser, por ello, irreparable e irreversible. A partir de la redención de Cristo morimos porque es incuestionable un final de nuestro paso por la historia, dada nuestra contingencia unida a la ley del desgaste de nuestra corporeidad material. Por tanto, si vivimos unidos a Cristo, la muerte física deja de ir unida a la muerte espiritual derivada del pecado grave que pueda cometer cada persona.

3.- En el Bautismo fuimos configurados con Cristo, participando en su muerte al ser sepultados en las aguas bautismales. A partir de ese momento, estamos llamados a resucitar también con Cristo. Resurrección que nos llega, después del Bautismo, y durante la vida en la tierra, cada vez que recibimos el Sacramento de la Penitencia después de haber pecado gravemente. Por esta resurrección, pasamos de ser enemigos de Dios, a ser criaturas nuevas para quienes el Señor tiene reservado un lugar junto a sí en el cielo, como lo tenía programado para todos nosotros desde la creación y antes del pecado de Adán y Eva.

He aquí cómo el Viernes Santo, día de luto por la conmemoración de la Muerte de Cristo, y día de penitencia por la consideración de lo que significa para nosotros el pecado, es también día de esperanza porque el Señor ha salido fiador nuestro. Ahora podemos decir con voz segura y con plena adhesión al Señor, que nos ha llevado a la victoria: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria; donde está, oh muerte, tu aguijón”(1 Cor. 15, 55).

El Viernes Santo nos abre a la esperanza más realista, porque esa esperanza no está fundada en nuestros buenos propósitos, ni en pronósticos fruto de estrategias humas, sino en la obra de Dios llevada a cabo por Jesucristo. “Si Cristo ha resucitado, busquemos las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre” (---).

Para que esta esperanza, que en principio nos abre el corazón al optimismo, llegue a ser plenamente operativa en nosotros, es necesario que nos unamos voluntariamente a la trayectoria de Cristo. Trayectoria que tiene su punto central en la obediencia a Dios, y que lleva consigo, porque es oposición al pecado, el sufrimiento y la muerte. No olvidemos que el pecado es fruto de la satisfacción de nuestras tendencias al margen de Dios. En el pecado se busca la propia satisfacción, Vencer el pecado lleva consigo, pues, dolor y sacrificio. Pero la íntima vinculación entre la resurrección que nos espera y el sufrimiento que nos aguarda por nuestra condición de criaturas, además de dar sentido al dolor, a la muerte y a la obediencia a Dios, es la raíz de nuestra esperanza y el mensaje más claro del amor infinito e incondicional de Dios a la humanidad.

4.- No está de más una a aplicación de estas reflexiones a la vida de la Iglesia en las circunstancias que atraviesa por su dimensión humana. Sin magnificar la situación persecutoria que sufre la Iglesia hoy, como en todos los tiempos, aunque de forma distinta según lugares y momentos, podemos decir que, en esta misma situación están presentes los motivos de esperanza. Es Cristo mismo quien ha dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer” (Mt. 16, 18).

Es muy fácil que, abrumados por las dificultades brote la tentación de un cierto pesimismo que puede prolongarse hasta desconfiar de la fuerza purificadora y esperanzadora de estos trances.
La muerte de Cristo y la mortificación de la Iglesia a causa de los trances difíciles son una puerta abierta a la renovación eclesial. La Iglesia, participando de la muerte de Cristo, mata sus propias imperfecciones debidas a la debilidad humana, y se abre a mayor fecundidad apostólica y pastoral.

Ya vemos cómo el mensaje del Viernes Santo arroja una fuerte luz sobre el presente nuestro y de la Iglesia, y nos despierta a la esperanza que permite mirar al futuro con ilusión.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA VESPERTINA DEL JUEVES SANTO

20 DE Marzo DE 2008


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

El momento culminante de la obra redentora llevada a cabo por Jesucristo es la resurrección. Por tanto, el día más preciado en la Liturgia es el Domingo, centrado en el acto cumbre y central de la vida de la Iglesia que es la celebración de la Pascua. La importancia de la Pascua de Resurrección es definitiva para la redención, porque si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no pasa de ser la aceptación de un testimonio de humanitarismo liderado por un hombre que decía ser Hijo de Dios. Pero si Cristo ha resucitado, es Dios mismo quien ha muerto por nosotros, y con su muerte mató nuestra muerte haciendo de su resurrección la promesa mayor para nosotros en la esperanza de la vida eterna. Por eso, la Iglesia celebra la Pascua cada Domingo, significando que el día del Señor, de su resurrección, es el primer día de la semana, es el día en que se inaugura una vida nueva, en que comienza la nueva humanidad cuya cabeza es Cristo y cuya primera criatura redimida es la Santísima Virgen María, madre del Señor.

Pero, a pesar de todo ello, no cabe duda de que la fiesta más concurrida es la del Jueves Santo que ahora estamos celebrando. Esto no supone error alguno que pueda atribuirse a la ignorancia o a la desorientación de los fieles en la Iglesia. Este fenómeno se debe a que en la última cena cuya memoria litúrgica hacemos hoy, se resume sacramentalmente la Pasión, muerte y resurrección de Cristo, y se destaca el gesto del amor de Dios al hombre, manifestado por Cristo en el lavatorio de los pies de sus discípulos.

Son preciosas las palabras de Jesús introduciendo la celebración de la cena pascual con sus discípulos, y las que nos brinda el Evangelio cuando narra la preparación del lavatorio de los pies de sus discípulos.

Dice S. Lucas: “Llegada la hora, Jesús se puso a la mesa con sus discípulos. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir. Porque os digo que no la volveré a celebrar hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios” (Lc. 22, 14-15).

S. Juan, refiriéndose a la misma reunión de Cristo con los discípulos para celebrar la pascua, nos dice: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando..., y Jesús...sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y que a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en una jofaina, y se pone a lavarles los pies” (Jn. 13, 1-4).

El amor de Dios se nos manifiesta en las dimensiones fundamentales. Jesús, que tenía que pasar por la humillación de cargar con nuestros pecados y morir como un delincuente y blasfemos, nos manifiesta claramente que es voluntad suya asumir en todos sus aspectos la humillación que supone muchas veces el servicio a los hermanos. ¿No ocurre así en la corrección fraterna cuando se vuelve contra nosotros aquel a quien queremos ayudar? ¿No es necesaria una actitud humilde en el servicio personal a las necesidades corporales más comprometidas y personales de los hermanos inválidos, en la atención a los enfermos y ancianos, en la asistencia a los moribundos, infecciosos y marginados, etc.? Lavar los pies fue una muestra elocuente de que Jesucristo asumía la condición de víctima, de culpable -aunque no lo era- con tal de salvar a la humanidad a la que amaba infinitamente. Gran lección para todos nosotros sin excepción. Importante lección sobre todo en tiempos que se distinguen por la búsqueda, muchas veces desaforada, del bienestar material aún a costa de la marginación de los más débiles y necesitados.

La dimensión del amor de Dios, que también sobresale en el relato de la última Cena, es la de la obediencia incondicional de Cristo al Padre. Él sabía, como ya hemos recordado, que venía del Padre, que de Él había recibido la misión redentora, como nos recordará la misma palabra de Dios diciéndonos “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).

La obediencia que Dios pidió a Abraham, a Moisés y a los profetas, la pide también a su Hijo Unigénito. Y “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp. 2, 6-8).

Queridos hermanos: qué claro queda que la obediencia a Dios y a la Iglesia fundada por Jesucristo es fundamental, es imprescindible para vivir cristianamente. Nuestra redención es fruto de la obediencia. Y la redención culmina la vida de Cristo entre nosotros, en cuyos días le oímos cómo decía a sus apóstoles: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre que me ha enviado”(Jn. 4, 34)..

Qué claro queda, también, que la obediencia requiere humildad; exige poner la voluntad de Dios por delante de la nuestra, teniendo en cuenta que la voluntad de Dios se manifiesta muchísimas veces a través de mediaciones que nos resultan molestas o no suficientemente garantizadas según nuestros criterios. Por eso es frecuente que muchos cristianos confundan las cosas y crean que el hecho de que la fe sea razonable significa que habrá que creer y cumplir sólo aquello que cada uno vea razonable y entienda, aquello que a cada uno le convenza sin dejarse manipular por nadie. Al pensar de este modo, muchas veces estamos sufriendo inconscientemente una seria manipulación bajo las influencias sociales y ambientales. Es llamativa la capacidad de confusión que puede tener el hombre abandonado a su propia autonomía y a su propia inteligencia.


La obediencia a Dios supone la renuncia a nosotros mismos según el mismo Cristo nos enseña diciendo:”Si alguien quiere venir en pos de mí -si alguien quiere beneficiarse del amor de Dios y de la redención- niéguese a sí mismo, tome su cruz –la que supone esa humillación y el dolor de otras renuncias o mortificaciones personales- y sígame” (Mc. 8, 34).

La palabra de Dios se hace hoy especialmente oportuna para nosotros en tiempos en que la autonomía y la autosuficiencia humana ha llegado incluso a manipular la fe, haciendo selección particular de la misma doctrina de Jesucristo. Así presenciamos afirmaciones verdaderamente llamativas, impulsadas más por la atrevida ignorancia y por los propios intereses que por la buena fe y por la coherencia evangélica. Según ellas, la Iglesia misma, en su enseñanzas doctrinales y morales no sigue el Evangelio. Buena excusa para quedarse libre uno y poder hacer lo que le apetece. Pero no es buen camino para la plenitud, para conocer la verdad, para alcanzar la libertad y para aprovechar todas las gracias que Dios nos envía. El hombre sólo difícilmente llega al descubrimiento de la Verdad en toda su profundidad y riqueza. Si no descubre la verdad, no puede acertar el camino. Y si no acierta el camino, destruye su vida en cada paso desorientado.

Jesucristo, testimonio vivo del amor de Dios en toda su riqueza y magnanimidad, se hace sacramento en la Eucaristía para permanecer con nosotros tal como había prometido diciendo: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (----).

El gesto de amor, ya elocuente de por sí con la obediencia y la humildad, se prolonga y se intensifica con la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio para perpetuar su obra redentora a través de los siglos y de forma que pueda llegar, aun siendo misterio, a la capacidad de captación del hombre ayudado por la fe.

Al contemplar tan gran misterio de amor, tan clara lección de Cristo en un momento histórico tan necesitado de amor, de humildad, y de fe, pidamos al Señor, tal como nos propone la oración inicial de la Misa, diciendo: “Te pedimos –Señor- que la celebración de estos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida” (Orac. colecta).


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

Martes, 18 de Marzo de 2008


Muy queridos hermanos presbíteros y diáconos asistentes,
queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares cristianos, que nos acompañáis en esta solemne celebración con la que iniciamos el Triduo Sacro:

1.- SALUDO

“Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra” (Apc. 1, 5).

El deseo que expreso en mi saludo, con palabras del Apóstol Pablo, es el don mayor que puedo pedir para todos vosotros, y el regalo más precioso que podéis recibir del Señor. Al tiempo que una bendición para nuestra vida sobre la tierra, la gracia y la paz de Jesucristo constituyen un adelanto del gozo que nos espera en la vida eterna cuya preparación ha de ocuparnos de continuo.

2.- CONTENIDO Y SENTIDO DE LA MISA CRISMAL
La solemne celebración de la Misa Crismal tiene y manifiesta un profundo significado centrado en el sacerdocio. Se refiere tanto al sacerdocio común que todos los fieles disfrutamos desde la unción bautismal, como, sobre todo, al sacerdocio ministerial de Jesucristo del que participamos quienes, por una misteriosa elección divina, hemos recibido el Sacramento del Orden. Por tanto, la principal actitud que hoy nos conviene a todos es la voluntad de unirnos a Cristo sacerdote, hecho oblación agradable al Padre, que se ofreció de una vez para siempre como sacrificio de perfecta obediencia para la redención de la humanidad entera.

3.- POR EL BAUTISMO SOMOS SACERDOTES DE DIOS Y COLABORADORES DE CRISTO CON SUS MISMAS ACTITUDES
Por el Bautismo, “Jesucristo nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap. 1, 6).

El sacerdocio, en tanto nos configura con Cristo desde el Bautismo, nos compromete esencialmente con la misión que Cristo recibió del Padre y para la cual asumió la naturaleza humana. Hecho hombre acampó entre nosotros como el Hermano mayor, como “el primogénito de toda criatura” (Col. 1, 15).

Habiendo sido el pecado el torpe intento de suplantar a Dios, la redención obrada por Jesucristo debía ser una prueba irrefutable y máxima de la obediencia debida al Señor de cielos y tierra. Y si el pecado pretendía la máxima exaltación y satisfacción del hombre frente a Dios, la redención tenía que obrarse mediante la más clara humillación del redentor que asumía la condición de valedor nuestro. Y como el Hijo, esencialmente unido al Padre, velaba junto a Él por el más exquisito desarrollo del plan salvador en favor del hombre, “Jesús, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp. 2, 8).
Al desprecio a Dios que protagonizó el hombre por amor indebido a sí mismo, correspondió el Señor con el máximo aprecio al hombre hasta restaurar su realidad profundamente dañada. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (Jn. 3, 16-17). Así, el justo murió por los pecadores, por los injustos, en un gesto que muchos no pueden entender y que otros no quieren aceptar.

4.- El AMOR ESTÁ EN LA RAIZ DE LA REDENCIÓN Y DE TODO SACERDOCIO
Si la redención fue expresión máxima del amor de Dios al hombre, hecha perceptible en Jesucristo, quienes estamos vinculados por el sacerdocio a la misión salvífica del Mesías, deberemos procurar, también y principalmente, vivir y testimoniar el amor de Dios a los hombres.

El amor se manifiesta con amor. Dicho de otro modo: testimoniar o manifestar con la vida el amor que Dios nos tiene es misión que comporta, simultáneamente, narrar con palabras la gran gesta del Señor, y mostrar fehacientemente a la vez que nosotros estamos amando al prójimo. Para ello tendrá que ser ese amor, al estilo divino, el que rija, día a día, nuestras palabras, nuestras obras y nuestras relaciones personales e institucionales.

Sin amor no se proclama el amor; y sin amor, no se siembra el amor. Por tanto, sin amar a Dios, que es el principio y la fuente de todo amor verdadero, no puede vibrar en nosotros el amor al prójimo; y si no brilla en nosotros el amor al prójimo, no estamos en condiciones de participar en la excelsa misión que Jesucristo recibió del Padre: salvar el mundo por amor.

Si no colaboramos con Cristo en la salvación del mundo hacemos baldía la condición sacerdotal con la que el Señor nos ha dignificado en el Bautismo, y con la que ha configurado nuestra misión principal: glorificar a Dios y procurar la salvación de los hermanos.

5.- UNIDOS EN UNA MISMA PLEGARIA
Concordes en la reverente admiración y en la humilde adoración a Dios, “Padre de las misericordias” (2 Cor. 1, 3), y agradecidos a Jesucristo que nos ha hecho “partícipes de su misma unción” (Orac. Colecta) y misión, unámonos en una sentida plegaria para que Dios nos ayude “a ser en el mundo testigos fieles de la redención que ofrece a todos los hombres” (Orac. Colecta).

6.- NUESTRA APORTACIÓN A LA ELECCIÓN Y MISIÓN DIVINA
Al inmenso don de Dios, que es la unción sacerdotal y la misión pastoral y apostólica, y toda forma de ayuda con que nos capacita para obrar el bien, debemos corresponder libremente con una firme decisión de “ser para Cristo” y de caminar junto a Él procurando, por todos los medios a nuestro alcance, cantar en medio del mundo, y ayudar a que otros canten con entusiasmo, las misericordias del Señor.

Nuestra ilusión y el motivo de nuestro mayor empeño, ha de ser que este himno de alabanza se inicie ahora en el corazón de los niños, en el alma de los jóvenes, en la agitada vida de los adultos, en la sacrificada existencia de los enfermos y ancianos, en el seno de las familias, en medio del ajetreo de las industrias y comercios, en el recogimiento de los templos y en el silencio sobrecogedor de los inmensos valles y encumbrados montes, como una melodía que nos acompañe hasta que podamos cantarlo sin cansancio ni interrupción en la vida eterna, feliz e irreversible.

Quisiera que estas palabras, lejos de confundirse con un piadoso recurso oratorio totalmente ajeno al deber homilético, fueran un estímulo que alentara el optimismo realista, la dedicación ilusionada, y la esperanza firme, en todos cuantos experimentamos la crudeza de las adversidades.

Quisiera que estas palabras alentaran la paciencia y la confianza, en quienes percibimos frecuentemente el vacío o la dureza de la tierra donde echamos la semilla del Evangelio.

Quisiera que mis palabras y la oración de todos, nos mantuvieran en la seguridad de que la palabra de Dios no vuelve a Él vacía, y que mantuviera la frescura de las iniciativas pastorales y apostólicas en quienes percibimos el creciente laicismo militante abiertamente contrario a la obra que estamos llamados a realizar en el Nombre del Señor.

Juntos, y dejando hablar y obrar en nosotros al Espíritu Santo, que sabe lo que nos conviene, pidamos al Señor que nos mantenga en la fidelidad a toda prueba, de modo que cuantos nos vean reconozcan que somos la estirpe que bendijo el Señor (cf. Is. 61, 9).

7.- PRUEBAS PARA NUESTRA FIDELIDAD
Sin embargo, es una constatación que impacta la sensibilidad del pastor y del apóstol, el descarrío notable en la justa valoración del hombre, la abundancia de signos que manifiestan un inmanentismo oscurecedor y apasionadamente entregado al hedonismo sin límites, y el fanático egocentrismo humano que se esfuerza por suprimir toda referencia a la verdad de Dios. Todo ello, unido a la debilidad humana que invade también a los enviados del Señor, puede hacernos más sensibles al cansancio en la lucha apostólica; puede producir la sensación de impotencia pastoral ante un rebaño disperso y distraído; puede endurecer la tentación de una “prudente” retirada hacia los templos y al ámbito de la pura interioridad subjetiva.

8.- ABIERTOS AL ESPÍRITU SANTO
Frente a todo ello, precisamente porque es el Señor quien nos ha elegido, nos ha ungido y nos ha enviado, cada uno de nosotros, sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y seglares de cualquier edad y condición, debemos abrir de par en par el corazón a la obra del Espíritu. Él es la fuerza contra toda adversidad y la fuente de toda esperanza. El Espíritu Santo obrará en nosotros la necesaria transformación interior, y nos abrirá a la perspectiva sobrenatural desde la que podremos contemplar y valorar lucidamente todos los signos y acontecimientos con que nos encontramos en el ejercicio de nuestra misión, y todas las vivencias que, como consecuencia, nos embargan el alma.

Gracias a la acción del Espíritu en nosotros, podremos ir descubriendo que esas contrariedades y el duro sacrificio que comportan, lejos de ser un impedimento contra nuestra acción pastoral y apostólica, constituyen el secreto de nuestra eficiencia como pastores y como apóstoles.

9.- SENTIDO DE LAS CONTRARIEDADES
Esas contrariedades y dificultades han de ser entendidas como integrantes necesarios del ejercicio de nuestro ministerio cristiano de pastores y de apóstoles.

No podemos olvidar que la redención de la humanidad y la transformación del mundo tienen su origen y su fuerza en el sacrificio de Cristo. Y que ese sacrificio es la expresión más inequívoca del amor que Dios nos tiene.

Al mismo tiempo, deberemos entender que, si bien fue el amor infinito de Dios al hombre y su infinito poder el motivo de la preocupación divina por nuestra salvación, no había, sin embargo, otro camino más aleccionador para deshacer el nudo del orgullo, de la desobediencia y de las pretensiones del hombre pecador, que el camino de la obediencia incondicional de Cristo al Padre, y el de la crucifixión del Hombre-Dios. Con ella se daba muerte al pecado que, manteniendo su inocencia, había cargado sobre sí para salvar al hombre.

Desde el momento en que la redención se realiza por amor y en la cruz, nadie podemos colaborar con Cristo en la salvación del hombre, sino amando verdaderamente a quien Dios ha puesto cerca de nosotros, y asumiendo con esperanza la cruz que suponen todos los sacrificios, sinsabores, privaciones, injusticias y demás adversidades. Todo ello va unido necesariamente a la tarea pastoral y apostólica. Ofreciéndolos al Padre el sacrificio que todo ello comporta, unidos a la Cruz de Cristo, nos asemejamos al Redentor y nos hacemos dignos instrumentos suyos para la salvación de los hermanos.

10.- MOTIVOS DE AGRADECIMIENTO A DIOS
Al iniciar el Triduo Sacro, dedicado a recordar, contemplar y celebrar el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y tomando conciencia de cuánto importa la incorporación de todo sacrificio al cumplimiento de la vocación recibida, debemos dar gracias a Dios con alegría.
No es motivo para menos el reconocer la importancia de la cruz para cumplir con el ministerio recibido, y entender que el Señor nos la ofrece oportunamente porque conoce nuestra debilidad y sabe que corremos el peligro de hacernos remisos a la hora de cargar el sacrificio si debemos descubrirlo y asumirlo por nosotros mismos.

Aunque pueda resultar difícilmente inteligible a quienes nos observan, y aunque resulte arduo para nosotros mismos, es necesario entender y asumir que, mediante el dolor que nos imponen las abundantes contrariedades, el Señor, después de elegirnos, ungirnos y enviarnos, tiene el detalle, día a día, de propiciarnos todas esas ocasiones de sacrificio y purificación. Sólo por este camino ejerceremos con acierto y dignidad el deber ministerial. Sólo por este camino avanzaremos en la compenetración con Cristo que nos lleva a la madurez cristiana y a la verdadera competencia pastoral y apostólica. Insisto en ello cuantas veces puedo porque entiendo, desde la fe, que esta es una importantísima verdad. Creo que por ella puede llegar a nuestra alma el consuelo auténtico. No cabe duda de que, además, es un argumento veraz para convertir la tristeza en gozo, el cansancio en ilusión y la decepción en esperanza.

Qué bien si pudiéramos decir habitualmente aquello que S. Pablo nos confiesa de su propia experiencia: “Cuando soy débil, entonces soy más fuerte” (---).

Demos gracia a Dios porque nos permite entender el sentido de lo agradable y de lo desagradable, y nos ayuda a incorporar unas experiencias y otras en el único trayecto de nuestra vida: el que corresponde a la fidelidad vocacional que es la clave de nuestra plenitud.

11.- UNA PALABRA ESPECIAL A LOS PRESBÍTEROS
Quiero dirigirme ahora de modo especial a los hermanos presbíteros que renuevan hoy sus promesas sacerdotales.

Es mi deseo compartir con vosotros y ante los feligreses, el gozo de poder afirmar hoy, con la ilusión del primer día, que es nuestro propósito unirnos fuertemente a Cristo y configurarnos con él, renunciando a nosotros mismos y entregándonos con sencilla obediencia, como hizo el Señor, a cumplir la misión recibida en la Iglesia el día de nuestra ordenación sacerdotal.

Quiero unir mi vida a la vuestra en oración y en ofrenda sacrificial para que el Señor bendiga nuestros días y nuestro ministerio con una fe profunda, con una entrega generosa, con una alegría inconfundible y con una esperanza firme.

Pido para todos nosotros la luz en la oscuridad, la paciencia en la tribulación, el apoyo fraternal en el cansancio, la esforzada atención en la lectura y escucha de la palabra de Dios, la profundidad en la meditación del mensaje evangélico, la sencillez y la admiración en la contemplación de los Misterios del Señor, el espíritu de adoración humilde y entusiasta ante Jesucristo sacramentado, la capacidad de descubrir el rostro de Cristo en los pobres de cualquier edad, raza, cultura y condición para que oremos por ellos con insistencia, para que volquemos en ellos cuanto esté en nuestras manos, y para que en todo momento sintamos la necesidad de ofrecerles la verdad de Dios que supera todo deseo y que permite reconocer toda riqueza y a toda pobreza material y espiritual, y abre la inteligencia y el corazón para asumir y sublimar cuanto el Señor nos pide.

12.- CONCLUSIÓN
“El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna” (Final de la renovac. prom. Sacerd.).

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS

Día 16 de Marzo de 2008


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,
Queridos hermanos todos, religiosas y seglares:

Al pensar en el Domingo de Ramos acuden enseguida a nuestra memoria esas palabras de alabanza, de exaltación y de reverencia con que los fieles acogieron al Señor al dirigirse a Jerusalén: "Hosanna al Hijo de David" "Bendito el que viene en el nombre del Señor".
¡Qué bello pasaje evangélico el que hoy rememoramos! En él nos ha quedado constancia de este momento de gozoso encuentro entre el Mesías, que viene a salvar a la humanidad, y el pueblo de Israel, al que ha sido enviado para iniciar su misión redentora.

La belleza fundamental de este pasaje que nos transmite S. Mateo está en que narra un singular encuentro entre Dios y el hombre. En él toma protagonismo simbólico el resto fiel de Israel representado por la multitud que extendió sus mantos por el camino y alfombró la calzada con ramas de árboles. Sabían Quién era el que se dirigía a Jerusalén.
Gritaron sus aclamaciones consciente y libremente, como expresión gozosa de su satisfacción a ver que estaba llegando un bien deseado. Se cumplía la profecía que hoy nos recuerda el Evangelio y por cuyo cumplimiento habían suspirado: "Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila" (Mt 21, 5)
Habían reconocido al Mesías en Jesús de Nazaret y, al contemplarle dirigiéndose a la Ciudad santa, se sintieron conmovidos por una religiosa veneración y por una inmensa alegría.

El festivo recibimiento tributado a Jesús en este día sólo cabe en quienes desean verdaderamente su advenimiento y el encuentro personal con Él. Ver colmado semejante deseo motiva una verdadera e incontenible fiesta interior que se vierte espontáneamente en gestos externos. De ahí que la sagrada Liturgia mantenga el estilo festivo de este día tan singular e importante en la historia de nuestra salvación.

El gozo de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén se verterá en las procesiones conmemorativas de este acontecimiento que se celebran por doquier en este día. Ante ello se impone una delicada pregunta: ¿Es coherente la fiesta del Domingo de Ramos con los sentimientos cristianos de quienes la celebran? O dicho de otro modo: ¿Sentimos la necesidad de Dios y nos gozamos de verdad al verle acudir a nuestro encuentro con sencillez, paciente humildad, y generosa entrega para nuestro bien?

Con frecuencia oímos decir y leemos que en los tiempos actuales abundan quienes dan la espalda a Dios; y que la misma cultura y hasta las leyes que pretenden regir la sociedad están bañadas de un laicismo notable, empeñado en encerrar en la absoluta privacidad la vigencia del espíritu y de las manifestaciones religiosas, y en reducir las públicas a mero fenómeno cultural de un pasado infantil o precientífico.

Es cierto que esto ocurre, y que va tomando dimensiones cada vez mayores. Pero no podemos olvidar que en el primer Domingo de Ramos también había quienes querían acallar las voces religiosas que llenaban el ambiente popular en favor de Jesucristo. Nos dice el Santo Evangelio que, al oír las aclamaciones con que bendecían al Señor, los sumos sacerdotes y los escribas, indignados, le dijeron: "¿Oyes lo que dicen éstos?" (Mt. 21, 16). Pero aquellas multitudes no callaron. Y Jesucristo las defendió garantizándolas con el testimonio bíblico en el que se atribuía la alabanza divina a los labios limpios y ajenos a todo mal. Les dijo: " ¿No habéis leído nunca que de la boca de los niños y de los que aún maman te preparaste alabanza?" (Mt 21, 16). En otra ocasión tuvo que rebatir también a quienes se sentían molestos por las aclamaciones del pueblo al Señor, diciendo: "Si estos callaran, las piedras hablarían" (Lc 19, 40) Con ello daba a entender, como un mensaje para los fieles de todos los tiempos, que el silencio sobre Dios no puede venir impuesto por las presiones ideológicas, ni por ambientes adversos dominantes.

Unido a la molestia de los escribas por las aclamaciones del pueblo al paso de Jesús, constatamos en el evangelio, y precisamente a continuación, ese otro fenómeno que hasta puede ir tomando cariz de naturalidad e incluso de apertura cultural entre los cristianos. Consiste en utilizar los templos como aulas culturales, aprovechando el bello marco y la cabida que generalmente ofrecen. Jesucristo tuvo que expulsar, con gesto verdaderamente airado, como no se le ha conocido en ninguna otra ocasión, a quienes habían hecho del templo un área de servicios para los sacrificios que habían de ofrecerse en el recinto sagrado. Y arguyó con énfasis que el Templo es casa de Dios y espacio de oración.

Queridos hermanos: el Domingo de ramos, como pórtico de la Semana Santa, nos lanza claras e importantes llamadas. Nos invita a pensar si reconocemos verdaderamente a Jesucristo como nuestro salvador; si le acogemos como tal, o si procuramos tenerle como un simple recurso para la solución de vacíos y problemas cuya solución fracasó por otros caminos; si le permitimos o no que ocupe más áreas de nuestro espíritu, de nuestra conducta y de nuestro ámbito social. ¿Acaso hemos olvidado que todo lo hemos recibido de Dios y que todo debemos referirlo a Dios?
El Domingo de Ramos nos plantea también cómo reaccionamos ante la cercanía del Señor, que se hace presente en la palabra, en la Eucaristía, en la Penitencia, en la silenciosa soledad del Sagrario, etc. No podemos olvidar tampoco, que el mensaje del Domingo de Ramos nos interpela interiormente con seriedad acerca de nuestra decisión de seguir a Jesús en todo lo que significan y testimonian los Misterios de su pasión, muerte y resurrección. Esto es, nos interpela acerca del sentido que damos, desde la fe, al dolor; de la forma como agradecemos la muerte redentora de Cristo; de cuál es nuestra acogida al perdón sacramental que radica en su preciosa redención; y del lugar que damos en nuestra vida a la esperanza en la eternidad junto a Dios.

Como pórtico de la Semana Santa, el Domingo de Ramos, al presentarnos el relato de la Pasión del Señor junto a las reflexiones evangélicas que hemos considerado, nos invita a tomar actitudes coherentes respecto de las celebraciones que van a tener lugar en los días sucesivos.

Vosotros, queridos jóvenes, habéis solicitado recibir el ministerio de Lector y de Acólito respectivamente. Con ello manifestáis valorar con especial importancia el Culto sagrado en vuestra vida. Es más, disponiéndoos a recibir estos ministerios litúrgicos en el proceso de preparación al Presbiterado, dais a entender que el Culto sagrado ha de ocupar el centro de vuestro ministerio vocacional. Y así debiera ser con la ayuda de Dios y con vuestro esmero personal.

A vosotros corresponde la proclamación de la palabra de Dios y el servicio al Altar dentro de la acción litúrgica. Por tanto vuestra identidad ministerial os compromete muy directamente con el conocimiento profundo de la palabra de Dios y con la veneración y participación eucarística.

Consecuencia de ello ha de ser, pues, una clara decisión a penetrar constantemente en el profundo significado redentor de la palabra de Dios, y a vivir con toda atención y recogimiento espiritual el encuentro diario con la sagrada Eucaristía.

Tanto la palabra de Dios, como el sacrificio y sacramento de la Eucaristía, deben constituir, ya en adelante, la fuente de vuestro crecimiento personal y eclesial. Sin ello, el futuro ejercicio de vuestro Ministerio quedaría vacío, y vuestras acciones dentro del marco litúrgico quedarían como una pobre aportación externa y ritual. De este modo, vuestra dedicación iría vaciándose del contenido vocacional que la motivó, y quedando en mero servicio externo propenso a la rutina y a su misma deformación.

Procurad que este momento se grave en vuestra alma como una llamada y como un estímulo del Señor para conocerle cada vez más, y para vivir, también más cada día, el inmenso ofrecimiento del Señor que nos brinda configurarnos con él por la palabra y por la Eucaristía.

Es necesario tomarse en serio la participación en la sagrada Liturgia del Jueves Santo, del Viernes Santo, y de la Vigilia Pascual. Ni la contemplación de las procesiones penitenciales con todo su valor, ni las dedicaciones a un legítimo descanso, pueden ocupar el espacio que, en nuestra vida y en la comunidad eclesial, ha de reservarse a la conmemoración y celebración salvífica de los Misterios de nuestra redención.

Que el Señor bendiga los buenos propósitos preparados durante la Cuaresma y nos ayude a su buen cumplimiento, para que nuestra vida y nuestro testimonio evangelizador vayan al unísono, y contribuyamos a que la luz de Cristo brille en nuestros ambientes, en nuestra cultura y en el ámbito de la familia, de los círculos profesionales y de amistad.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

Ciclo A. Domingo 9 de Marzo de 2008


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Qué bonito final de la Cuaresma si pudiéramos terminarla constituyendo en motivo de oración permanente y en objetivo primordial de nuestro proyecto de vida en adelante vivir siempre de aquel mismo amor que movió a Jesucristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo es vivir del amor a la verdad, poniéndola por encima de toda otra querencia.

Vivir del mismo amor de Jesucristo, es hacer de nuestra vida una permanente y gozosa obediencia a Dios aún a costa de los propios intereses, aparentemente legítimos, que brotan de nuestra iniciativa y de las corrientes sociales.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo lleva consigo orientar nuestra
existencia entera al servicio de los demás como consecuencia primera del servicio a Dios que es nuestro creador, nuestro Señor y nuestro redentor.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo es constituir en fin último de todo nuestro pensamiento, de nuestra condición cristiana, y de nuestra acción vocacional manifestar al mundo el rostro de Jesucristo a quienes no le conocen, y hacer que su resplandor ilumine evangélicamente el alma de las personas y el orden temporal en que el Señor nos ha puesto.

Realizar todo esto requiere que el Señor obre en nosotros el milagro de la resurrección, de la apertura a una vida nueva que él mismo ganó para nosotros en la Pascua. Conseguir todo esto requiere que el Señor nos renueve interiormente haciéndonos participar de la condición del hombre nuevo concediéndonos participar de su misma vida. Esto es lo que nos dice hoy la palabra de Dios a través del profeta Ezequiel: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros...; y cuando os saque de vuestros sepulcros,...sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ezq. 37, 13-14).

Nuestra plegaria, que es condición imprescindible para manifestar a Dios nuestro anhelo de renovación interior y profunda, debe ser la que hoy pone la Iglesia en nuestros labios con el Salmo interleccional: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica” (Sal. 129).

¿Cuál debe ser nuestra súplica desde la profundidad de nuestro espíritu? Sencillamente la que nos propone S. Pablo en la carta a los Romanos que ha sido proclamada en la segunda lectura: no vivir de la carne, de lo terreno, de lo inmediato, de lo mundano, sino del espíritu, porque en nuestro espíritu habita el Espíritu de Dios desde el Bautismo. “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8, 11).

En definitiva, pidiendo sinceramente al Señor que nos llene con la fuerza de su Espíritu, suplicamos a Dios que nos abra el camino de la vida, sacándonos de la enfermedad y de la muerte del pecado. Y esto significa que pedimos a Dios ser liberados de las ataduras de nuestra concupiscencia, que nos someten a la tierra, y gozar de la fuerza del Espíritu que nos lleva a reconocer a Dios como Padre y a gozar de la alegría de ser amados por Dios hasta el extremo. Con ello se abre ante nosotros un horizonte grande, nuevo, inagotable y atractivo que nos capacita para volcar todo cuanto somos y tenemos en el cumplimiento del plan de Dios sobre cada uno, hasta poder decir como S. Pablo: “Vivo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

La imagen de la resurrección que Cristo opera en nosotros por su Espíritu, gracias a los méritos de su redención, llega a nosotros, de un modo especial, en el Evangelio de hoy que nos habla de la resurrección de Lázaro, amigo entrañable de Jesús, junto a sus hermanas Marta y María.

La enfermedad de Lázaro, de la que Jesucristo dice que no terminará en la muerte, significa nuestra actitud tibia, distante e incluso momentáneamente contraria a la voluntad de Dios. Es tan grande la paciencia y el amor de Dios manifestado en Jesucristo, que no dejará de buscarnos para lograr nuestra conversión y, con ella, dar gloria a Dios.

“Estoy a tu puerta y llamo”, nos dice el Señor a través de S. Juan en el Apocalipsis (----). Y tenemos experiencia de ello a poco que recordemos la cantidad de llamadas, de pacientes correcciones, de gracias recibidas en momentos de especial oscuridad, de buenos ejemplos que han logrado captar nuestra atención haciéndonos sentir el deseo de seguir al Señor, etc.
La misericordia del Señor, que obra cerca de nosotros invitándonos insistentemente al arrepentimiento y a la confesión de nuestras faltas y pecados, es una muestra más de que Dios no quiere que la enfermedad o la muerte producida en nosotros por el pecado sea definitiva. “Yo no quiero la muerte del pecador –nos dirá Jesús- sino que se convierta y viva” (---). El Señor quiere que, por la fuerza del amor de Dios, se enternezca nuestro corazón y se vuelva hacia el Padre. Entonces Él se volcará una vez más en nosotros haciendo resplandecer la gloria del Dios que ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf---).

El Señor se nos ofrece y toma la iniciativa en nuestra renovación interior. Toma la iniciativa a través de la Iglesia que nos convoca a replantearnos el estilo de nuestra vida cada vez que abre para nosotros un tiempo de escucha de la palabra de Dios, un tiempo de reflexión, un tiempo de oración y de penitencia como son, sobre todo, el de Adviento y el de Cuaresma. Por eso, nos dice hoy, a través del Evangelista Juan: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26).

Estas palabras de Jesucristo son una inyección de esperanza para quienes andamos por el desierto de este mundo mezclando los buenos deseos con las acciones pobres y, a veces, incluso mezquinas. Estas palabras de Jesucristo nos recuerdan aquellas otras que han de ser el fundamento de nuestra confianza en el éxito de nuestra andadura por el camino de la virtud, frente a tantas adversidades y dificultades, y a pesar de tantas debilidades nuestras: “No temáis, hijitos míos, yo he vencido al mundo” (----). Palabras estas que nos recuerdan aquellas otras, no menos consoladoras, y que deben ayudarnos a levantar la mirada más allá de los condicionantes mundanos, y a confiar en la providencia divina en la que se apoya nuestro esfuerzo:”No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc. 12, 32).

El llanto de Jesucristo ante la muerte de Lázaro, no solamente es un canto evangélico a la amistad, sino también una muestra del amor del Señor a sus hermanos los hombres por quienes dio su vida. No en vano Jesús lloró sobre Jerusalén, lamentando que, a pesar de los esfuerzos realizados por congregar al pueblo de Dios como la gallina reúne a sus polluelos, ellos no había querido. A Dios le importamos, y por eso le duelen nuestros desvíos y desvaríos. Ese es el motivo de los misterios que celebramos en la Semana Santa.

Preparémonos para participar en la Sagrada Eucaristía, sacramento del Sacrificio de nuestra redención, pidiendo al Señor la gracia de percibir y reconocer el amor de Dios a nosotros. Supliquémosle impetrando la ayuda que necesitamos para superar nuestras contradicciones, de modo que, por encima de todo, lleguemos a confiar en el Señor, uniéndonos a su pasión y muerte penitencial, y poder luego llegar al gozo eterno de su resurrección.

Vosotros, queridos jóvenes que hoy solicitáis ser admitidos como candidatos a la sagradas Órdenes del Diaconado y del Presbiterado, al ser admitidos iniciáis un camino de especial preparación para ser ministros de la conversión, testigos del amor de Dios, mensajeros de la salvación y ejemplo de fidelidad al Señor que os ha llamado junto a sí como signos eficientes de su sacerdocio redentor.

Al poner vuestra ilusión y vuestra confianza en la Iglesia, a la que pedís el don del ministerio sagrado, debéis poner en ella, también, vuestra mirada, vuestra atención y vuestra disponibilidad para conocer cada día mejor el rostro de Jesucristo que debéis enseñar a la gente, para vivir cada día con más intensidad la comunión que ha de unir progresivamente a los miembros del Cuerpo místico de Cristo, para crecer en el celo apostólico y orientar vuestra vida íntegramente al ministerio que esperáis recibir, y para descubrir en la pobreza de espíritu que comporta la obediencial, esa riqueza que solo se encuentra en el amor pleno que lleva a la disponibilidad total.

Es paso que dais hoy debe ser un signo de los que tendréis que dar cada día en adelante, puesto que si pedís a la Iglesia la gracia de ser admitidos a los ministerios sagrados, debéis asumir la condición de hijos fieles de la Iglesia dispuestos a servir al Señor en ella con fidelidad y generosa dedicación a lo que cada día os encomiende.

Pedid, pues al Señor, que ilumine vuestra inteligencia, fortalezca vuestra voluntad, acreciente vuestro amor a Dios, y os ayude a desarrollar el amor al prójimo al que debéis de servir para gloria de Dios y salvación del mundo.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL DOMINGO IVº DE CUARESMA

Ciclo A, Día 2 de Marzo de 2008-02-24

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Ya hemos mediado la Cuaresma. El tiempo pasa irremisiblemente. Su indiscutible rapidez puede hacernos sucumbir a la prisa; y ésta puede traicionarnos inclinándonos a poner la atención en lo urgente, con peligro de abandonar lo verdaderamente importante. Y todo ello, debido a que la mirada y la atención humanas quedan prendidas fácilmente en lo sensible, en lo anecdótico, en lo que impresiona de momento con más fuerza nuestros sentidos o nuestros sentimientos, y no llega a penetrar en lo profundo, en lo que está en la raíz de los acontecimientos, y en lo que constituye la motivación oculta de nuestras acciones. Por este camino difícilmente podemos descubrir la razón última de cuanto acontece. En consecuencia y en primer lugar, no alcanzaremos a entender el sentido de cuanto ocurre en nuestra vida. ¿Cómo, pues, vamos a afrontarlo con ilusión, con dignidad y con esperanza?. En segundo lugar, si no calamos en el fondo de las cosas y de los hechos de los que nosotros mismos somos protagonistas, no será fácil que podamos conocer y evaluar nuestras intenciones y los motivos por los que, de verdad, hacemos esto o lo otro. ¿Cómo, pues, podremos lograr las conversión de nuestras motivaciones, de nuestras intenciones, de nuestros procedimientos y estilos de obrar, que constituye el objetivo de la Cuaresma?

Estamos llamados a vivir según Dios y, en cambio, por nuestra debilidad estamos muy inclinados a vivir según nuestros intereses, llegando incluso a engañarnos a nosotros mismos por confundir nuestras perspectivas, nuestra forma de ver las cosas, con la perspectiva de Dios, con la voluntad de Dios.

Necesitamos una mirada más profunda y contemplativa, más penetrante y espiritual, más limpia y sobrenatural. Sólo desde ella podremos llegar a conocernos verdaderamente. Saber quien somos, de donde venimos, cuales son nuestras capacidades, y a donde vamos, es fundamental para concluir cual es nuestra vocación. Y solo conociéndola podremos recorrer el camino señalado por Dios para orientarnos a nuestra personal plenitud. De otros modo, nos arriesgamos a perder el tiempo llevando nuestra vida por derroteros que nada tiene que ver con lo que nos corresponde y con lo que, de verdad, nos conviene, con lo que Dios quiere de nosotros.

¿Cómo alcanzar el conocimiento de nosotros mismos y de cuanto necesitamos para convertir nuestra vida en una vida según Dios? En principio, tenderemos que pensar. Pero es necesario, también, orar, ponernos ante el Señor en actitud de escucha, adorándole con agradecimiento por su infinita bondad y misericordia, y suplicando nos conceda la luz necesaria para ver más allá de lo inmediato, de lo sensible, de lo tangible, de lo supuestamente satisfactorio a nuestros gustos e intereses.

Contra esta forma de proceder actúan constantemente las prisas del activismo que domina el ambiente, el miedo a ser condicionado por creencias que no tienen una verificación racional, y la presión omnímoda que pueden ejercer sobre nosotros las ideologías, las formas generalizadas de entender la vida desde categorías de bienestar, y tantas otras influencias ambientales. Al final de todo, resulta que huyendo de posibles manipulaciones o condicionantes que se dice que llegan de la fe en Dios, de la aceptación de su palabra tal como nos la enseña la Iglesia, y de la moral que debería orientar nuestra intenciones y comportamientos, terminamos sucumbiendo a una verdadera manipulación a manos de influencias humanas que no parten de la Verdad, ni la tienen como referencia válida. Esas influencias puramente humanas, no pueden tener como referencia la verdad, porque la Verdad es Dios y se manifiesta en Jesucristo. A él llegamos, en principio, por la fe; y luego, intimando con Él mediante la oración y los sacramentos.

De todo esto nos habla hoy la palabra del Señor diciéndonos en la primera lectura: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam. 16, 7).

Las conclusiones que de ello se derivan son tan llamativas como ciertas. La primera de ellas es que cuando el hombre se aparta de Dios, cuando le vuelve la espalda, cuando hace oídos sordos a su palabra, cuando abandona la relación personal con Él, en lugar de crecer en la debida autonomía y en la auténtica libertad, lo que consigue es retroceder en su capacidad de crecimiento de acuerdo con lo que es, con su origen y con su fin último. Pronto o tarde termina labrando su propia destrucción.

De ello tenemos abundantes muestras en nuestra experiencia. Una de ellas es el desequilibrio que se produce entre el progreso científico y el humanístico, entre el poder humano sobre la naturaleza y la impotencia ante sí mismo. Por este camino podrá el hombre dominar cada vez más aspectos o fuerzas del mundo material, pero será cada vez más incapaz de dominarse a sí mismo. De hecho, la técnica y las comodidades humanas crecen sin interrupción. Y, al mismo tiempo, crece la inseguridad ciudadana, las guerras, el terrorismo, la pobreza de muchos pueblos y personas, etc.

De espaldas a la verdad de Dios, damos también la espalda a nuestra más profunda realidad, y terminamos descontrolados por nosotros mismos, perdemos el dominio de sí y la capacidad de ser verdaderos dueños de nuestras acciones. La consecuencia inevitable será esa carrera desenfrenada en busca de la libertad y de la felicidad Y siempre, por más que corramos, quedarán tan lejos como la línea del horizonte que parece alejarse al tiempo que avanzamos hacia ella.

Sólo la Verdad nos hará libres. Sólo se alcanza la felicidad en el amor limpio y trascendente, que también es Dios y que sólo Él puede regalarnos. Amor que viviremos y acrecentaremos en todas sus dimensiones vivificadoras en tanto estemos unidos a la raíz y fundamento del amor, que es Dios.

La misma palabra de Dios nos da la solución a este problema, para que lleguemos al final de la cuaresma habiendo orientado acertadamente nuestra conversión. Nos dice a través de S. Pablo:“Caminad como hijos de la luz, (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz) buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia” (Ef. 5, 8-9). La Luz es Cristo. “Yo soy la luz del mundo, dice Jesús. Quien me sigue no anda en tinieblas” (Jn. 8, 12). Por eso insiste el Señor: “Quien esté agobiado, que venga a mí, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (----)
Efectivamente, el yugo del Señor nos une a la verdad y, por ella, a al amor y a la vida, a la libertad y, finalmente a la felicidad. ¡Qué poco de esto saben quienes quieren encerrar a Dios en los cuarteles de la privacidad o del olvido acusándole de recortar la libertad del hombre y de llevarle a creencias que reducen su plena autonomía. Quienes así piensan y actúan dan coces contra el aguijón, como dijo el Señor a Pablo cuando andaba decidido a suprimir la imagen de Cristo y a encarcelar a sus seguidores (cf. Hch.26, 14).

Frente a todo ello, la experiencia religiosa del Pueblo de Dios, que la Iglesia, nos invita a exclamar una y otra vez, con profundo convencimiento de fe y con gran satisfacción: “El Señor es mi pastor, nada me falta...Me guía por el sendereo justo” (Sal. 22).

Llegar a aceptar esto requiere de nosotros un abandono inicial en manos del Señor para gozar de la sublime experiencia de Dios. Es Él mismo quien nos dice: “Sin mí no podéis hacer nada” (---). Sólo por ese camino podemos lograr el equilibrio interior, la paz del alma y la felicidad verdadera y permanente que anhelamos. De otro modo, como nos dice el Evangelio de hoy refiriéndose a los fariseos frente al ciego de nacimiento que curó el Señor, seremos capaces de llamar empecatado al que se ha abandonado, con verdadera fe y generosa decisión, en manos del mismo Dios, pidiéndole luz para ver y fuerza para vivir.

Nuestra actitud debe ser, tanto referente a nosotros como a quienes observamos desviados y hasta desviadores, pedir al Señor que abra nuestros ojos a la luz de la verdad para que podamos caminar por la senda del bien y crezcan nuestra vida y la sociedad en equilibrio, en sensatez, en sentido trascendente, en ilusión, en fraternidad y en esperanza.

Acerquémonos humildemente a recibir al Señor en la Eucaristía para que, entrando en nosotros, abra las puertas de nuestro corazón a la luz de su misterio y a la vida que desea regalarnos.

QUE ASÍ SEA