HOMILÍA EN LA MISA DEL CORPUS CHRISTI (25 Mayo 2008)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Al escuchar la palabra de Dios en el día de hoy, me vienen a la mente esas palabras de religiosa admiración y de sano orgullo creyente que tanto se repiten, de una forma u otra, en el Antiguo Testamento. El Pueblo de Israel sintiéndose ufano y satisfecho con su Dios, con el Dios creador y señor del universo al contemplar las maravillosas obras que realiza, exclama: “¡Qué Dios es tan grande como nuestro Dios!” (Sal. 77, 14)

Hoy nosotros, contemplando la inmensa maravilla del poder de Cristo nuestro redentor, que ha querido hacerse pan para nuestro alimento espiritual, y presencia viva y permanente para estar con nosotros en la Eucaristía, no podemos menos que extasiarnos ante semejante milagro de la magnificencia divina, y exclamar también, en este caso con las palabras de S. Pedro Apóstol: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (---). “¿A quien iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros sabemos y creemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 68-69).

Ciertamente, “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo” (---). Y tanto amó el Hijo al mundo, que se nos da como alimento permanente en la Eucaristía.

La grandeza y la generosidad infinitas de Dios para con nosotros, que la fe nos permite gozar siempre, y de un modo singular en esta solemnidad eucarística, hacen emerger en el corazón creyente un sentimiento de emocionada gratitud, y un deseo de corresponderle expresándole nuestro agrado y prometiéndole nuestra fidelidad.

2.- El regalo de la Eucaristía supera con creces todos los obsequios y milagros con que Dios iba protegiendo y regalando a su Pueblo peregrino en el desierto.

El maná con que Dios alimentó milagrosamente a su pueblo en el desierto, no pasaba de ser un sustento material que reponía las fuerzas corporales para seguir peregrinando hacia la tierra de promisión.

Los panes con que Cristo alimentó a las multitudes que le seguían tampoco alcanzaban a ser otra cosa que el alimento necesario para no desfallecer al final del día, después de seguir al Señor para escuchar su palabra y contemplar los signos con que las acompañaba.

Tanto el maná como los panes multiplicados constituyen signos elocuentes de la sagrada Eucaristía. Pero ni uno ni los otros podían transformar el corazón de quienes los comían, y fortalecer su espíritu para intimar con Dios y para avanzar por el camino de la virtud creciendo en el amor a Dios y a los hermanos.

En cambio, la Eucaristía, sacramento de su cuerpo y sangre, inmolados en la cruz como sacrificio propiciatorio y como oblación al Padre para alcanzar la redención de la humanidad, es para nosotros presencia real y viva del mismo Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Los milagros que hemos referido no llegaban a ser más que meros signos del amor y de la providencia de Dios que vela por la subsistencia de los hombres y mujeres, criaturas suyas. En cambio, la Eucaristía es Dios mismo, que se hace compañero nuestro en el camino a través del tiempo hacia nuestra plenitud.

La Eucaristía va más allá de ser un signo sublime del amor de Dios; es Dios mismo amándonos incondicional y constantemente.

3.- Como el Pan eucarístico es el mismo Dios, quien lo come se convierte en templo vivo de Dios. Y el Señor, que llega a quien le recibe con fe y devoción, al tiempo que se complace en habitar en él, hace de su anfitrión su propio huesped. Así nos lo dice Jesucristo a través de S. Juan: “El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él” (Jn. 6, 56).

Esta recíproca inhabitación, lejos de constituir un lujo de libre elección personal es, por expresa voluntad de Cristo, verdadero condicionante de nuestra propia salvación. Y, por eso es, gratuita y gozosamente para nosotros, el origen y motivo de nuestra herencia feliz en la gloria eterna. Nos lo dice el Señor con estas claras y sencillas palabras que nos causan sorpresa y agrado al mismo tiempo: “Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 53-54).

4.- Los católicos, inmensamente contentos por el regalo de tener a Dios con nosotros, queremos tributarle todo honor, cantar su gloria y pregonar su inmensa grandeza y su amorosa cercanía. Nosotros, sus pobres hijos, débiles y pecadores, no merecemos la atención de Dios. Por eso nos admira su incondicional amor y su exquisita delicadeza hacia nosotros. Por eso cantamos al amor de los amores. Por eso celebramos con toda solemnidad la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo. Por eso hacemos de la Eucaristía el centro de nuestra vida y el momento privilegiado de nuestro encuentro con el Señor en el Domingo. El Domingo es el día en que celebramos la resurrección de nuestro redentor. Por eso deberíamos hacer nuestra la promesa del profeta que nos llega en el salmo interleccional: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en medio de todo el pueblo” (Sal. 115, 18).

Queridos hermanos: quien se ofreció públicamente al escarnio y a la muerte sacrificial por nosotros, bien merece que nosotros le sirvamos también públicamente. Pero este servicio en público manifestando nuestro amor a Cristo, como Cristo nos lo manifestó sobre el patíbulo de la Cruz, no puede reducirse a la participación ocasional en la Santa Misa y al acompañamiento del Santísimo Sacramento por las calles de la ciudad en la procesión al terminar esta Misa. El testimonio público de nuestro amor a Dios, muerto por nosotros y presente en la Eucaristía por su infinito amor a los hombres, ha de manifestarse en la coherencia entre la fe que profesamos y la vida que llevamos. Y esta coherencia no puede quedar en la pura intimidad, reducida a las vivencias interiores, como si de un mero afecto sobrenatural se tratara.

La fe del cristiano y el amor a Dios que la Eucaristía posibilita y potencia, nos exige ser testigos en medio del pueblo y defensores de su palabra y de la conducta que nos va señalando. Testimonio que ah de brillar en la familia y en la profesión, en el trabajo y en el descanso, en casa y en la calle, en el templo y en las instituciones públicas; procurando siempre servir al Señor sin querer amoldar el Evangelio a las propias conveniencias. Cada vez abunda más la excusa de la tan manida transigencia y de la no menos errónea modernidad que estancan al hombre en el pobre recinto de su pequeñez y de su probada limitación, impidiéndole el vuelo sublime por los ámbitos de la verdadera libertad verificada en la Verdad de Dios que es la referencia objetiva, auténtica y permanente para alcanzar la plenitud integral, para ser verdaderamente humanos.

La procesión del Corpus debe ser, pues, una proclamación pública de nuestra fe y de nuestra obediencia, por las que sabemos y manifestamos que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. Y ello, gracias a la ayuda de Dios mismo.

5.--Acojámonos a la misericordia de Dios manifestada en Cristo nuestro redentor, e invoquemos su tierna compasión, para que su gracia nos ayude a cambiar nuestra vida configurándonos con el Señor que el Camino, la Verdad que nos guía y la Vida que anhelamos.

QUE ASÍ SEA

Homilia Jornada del Apostolado Seglar y Acción Católica

FIESTA DE PENTECOSTÉS
JORNADA DEL APOSTOLADO SEGLAR Y DE LA ACCIÓN CATÓLICA

Encuentro diocesano - Badajoz
Día 11 de Mayo de 2008

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, miembros de movimientos y asociaciones apostólicas laicales:

1.- PENTECOSTÉS, UN DÍA GRANDE

¡Qué día tan grande este que estamos celebrando! Es para mí una gran satisfacción compartir con vosotros esta jornada, a la que he dedicado entusiasmo y esfuerzo durante mis años como Delegado episcopal para el Apostolado Seglar, y luego como Obispo.

Si contemplamos el misterio de nuestra redención, la fiesta en que debemos celebrarla con gratitud y con gozo es el día de Pascua, el Domingo en que Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que viven. Por eso debemos celebrarla en el primer día de cada semana.

Pero si consideramos los dones con que Dios nos ha enriquecido gratuitamente con su acción redentora, y si tenemos en cuenta las lógicas exigencias que se constituyen en responsabilidad indeclinable por parte de cada uno de nosotros, entenderemos la urgente necesidad que tenemos de recibir la fuerza del Espíritu Santo prometida por Jesucristo. Porque nuestro deber fundamental, después de haber gozado de la experiencia salvadora de Cristo, consiste en cumplir el encargo de Jesucristo a los discípulos de Juan Bautista, que es como el aviso a cuantos hemos tenido la oportunidad de habernos encontrado con Jesucristo y haber gozado de su amor y de su misericordia, de su luz y de su promesa: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído”(Lc. 7 22). Transmitir la experiencia gozosa que comporta haber descubierto a Jesucristo como Dios y hombre verdadero, imagen plena del Padre, y hermano nuestro, salvador nuestro, camino, verdad y vida, se constituye en vocación, en llamada, en encargo de Dios a cada uno de nosotros, y en responsabilidad indeclinable e inexcusable, sobre tod, de quienes hemos sido bendecidos por el Señor con la gracia especial de se conscientes de nuestra fe y del beneficio que comporta para nuestra vida.

2.- EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA FUERZA

Por todo ello, y dada la esencial debilidad de nuestra condición humana y pecadora, la fiesta de Pentecostés adquiere un relieve importantísimo. El Espíritu es nuestra fuerza. De ello somos conscientes; y nuestro encuentro hoy quiere ser una justa manifestación, y una ocasión para hacernos eco de nuestra vocación apostólica, y de las exigencias que comporta para cada uno de nosotros.

Toda nuestra misión puede resumirse en manifestar y proclamar, desde el convencimiento que ofrece la fe y desde el la fuerza que propicia en nosotros la experiencia de Dios, que “Jesús es el Señor”. Y “nadie puede decir Jesús es el Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”(1 Cor. 12, 3). Así lo afirma S. Pablo a quien Dios se lo reveló. Y así lo predica el apóstol porque lo ha experimentado en su propia vida apostólica. Necesitamos ser conscientes de nuestra debilidad y, al mismo tiempo, experimentar la fuerza del Espíritu en nosotros.

No celebramos, pues, la fiesta de Pentecostés como la simple memoria de la venida del Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico hace dos mil años. Celebramos el momento eclesial en que, de un modo especialísimo, Dios derrama verdaderamente sobre nosotros el Espíritu Santo.

Por la presencia y acción del Espíritu Santo en nosotros podemos despertar del sueño que nos pega a la tierra, y contemplar el misterio de Dios. El Espíritu Santo nos abre el corazón al inmenso gozo de sentirnos queridos, llamados, conducidos, comprendidos, perdonados, apoyados y elegidos para ser testigos pertinaces de Jesucristo resucitado, esencialmente necesario para todos los hombres, aunque sea “escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Mas para los que han sido llamados, sean judíos o griegos, se trata de un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor. 1, 23-24).

Solo desde la experiencia profunda de haber sido salvados por Dios podremos sentirnos impulsados a contar a los demás lo que hemos visto y oído. Esa experiencia y ese impulso son dones del Espíritu Santo.

Verdaderamente necesitamos, pues, la presencia y la gracia del Espíritu Santo. Sobre todo porque nos encontramos en un mundo en que la predicación de Cristo es motivo de escándalo para muchas personas.

3.- NECESIDAD DEL ESPÍRITU EN UN MUNDO ADVERSO Y CONFUSO

Se considera como fuente de progreso la absoluta autonomía humana; y como un escandaloso retroceso en el avance hacia dicha autonomía aceptar que alguien esté por encima de nosotros, que se arrogue la posesión de la verdad, y que se proclame Señor de cielos y tierra. Abundan quienes piensan que Cristo provoca la locura porque parece impensable en estos tiempos, o simplemente fruto de una ingenuidad infantil, fundar la propia vida en el seguimiento de Alguien que pretende absorber nuestra libertad declarándose Señor nuestro y exigiéndonos adoración y obediencia.

Para las mentes que propugnan una solidaridad con el prójimo, y la hacen compatible con la guerra, con el insulto, con la agresividad, con la primacía del propio bienestar, con la provisionalidad de un romanticismo juvenil, o con los intereses del prestigio propio, resulta duramente sorpresivo encontrarse con quien advierte que la conducta verdaderamente humana está en amar incluso a los enemigos, en ofrecer la otra mejilla a quienes nos insultan y maldicen, y en trabajar por los que nos calumnian y persiguen. Pero ¿no es eso precisamente lo que más necesitamos cada uno y lo que más deseamos para nosotros cuando nos hallamos vencidos por la soledad, por el hambre, por la debilidad, por la culpa, por la debilidad, o por el fracaso?

No cabe duda de que lo que nos enseña Cristo con su palabra y con su testimonio personal es duro de entender y de vivir; parece incluso oponerse al sentido común; y no es asumido por la cultura en que vivimos. Y si acaso alguno de entre los no cristianos lo considera y lo admira, queda es valorado simplemente como un heroísmo inalcanzable, no propio de los humanos y, por tanto, irrepetible e incluso alienante. Lo que hoy ocupa el primer lugar es la proclamación y la defensa de los propios derechos, y la itangibilidad personal. Los deberes, el perdón, la misericordia y la entrega permanente y sin límites, queda postergada a los tiempos, ya superados, de la opresión y de las oligarquías abominables.

Influidos por esta mentalidad que contagia nuestros impulsos espirituales y nuestros razonamientos, algunas veces faltos de serenidad y de la necesaria elevación cristiana, podemos caer en una constante y reticente queja ante las dificultades que se oponen a nuestro deber de ejercitar inexcusablemente el apostolado. Muchas veces, y a causa de ello, sucumbimos lamentablemente a la gravísima tentación de sentirnos excusados y libres de ser luz en el propio mundo y sal en la propia tierra. Esa es la grave situación de nuestros cuadros cristianos.

4.- GRATITUD POR LOS BUENOS APÓSTOLES

No faltan buenas personas dispuestas ejemplarmente a servir al Señor en las tareas intraeclesiales. Pero el número de los fieles decididos a dar testimonio de la propia fe, defendiendo la Verdad de Dios, la bondad de su Evangelio, y el sentido trascendente de la vida por el que todo es para el hombre, teniendo el hombre su modelo en Cristo, y reconociendo su origen y su fin en Dios, es muy escaso. Faltan seglares cristianos verdaderamente dispuestos a iluminar cristianamente el orden temporal con su palabra y con su conducta, y a defender a toda costa la ley natural y el respeto a la dignidad intangible de la persona humana. Faltan seglares organizados que hagan oír la palabra salvadora y esperanzadora de Jesucristo en las instituciones familiares, en el ámbito de la educación, en el campo de la política, de la empresa, del mundo obrero, del pensamiento y de la información, de la medicina, de la responsabilidad legislativa, y de las estructuras que promueven la ocupación del tiempo libre.

No tenemos derecho a ser derrotistas y ciegos. Es un deber nuestro reconocer y agradecer los muchos fieles laicos que luchan cada día por ser testigos vivos de Jesucristo en el mundo. Por ellos debemos dar gracias a Dios. Pero, como lo cortés no quita lo valiente, debemos ser, también, conscientes de cuanto hemos dicho.

¡Qué traición tan grande para nuestra integridad cristiana y para nuestra misión apostólica supondría el sentirnos tranquilos predicando con aparente convencimiento ante otros cristianos que todos hemos sido llamados a ser profetas y testigos de Cristo desde el Bautismo, que hemos sido elegidos, ungidos y enviados a romper la oscuridad del mundo, y luego, sin embargo, termináramos sucumbiendo cobardemente ante quienes hacen burla de la verdad que predicamos! Y eso ocurre. En verdad nos pasa con frecuencia lo que le ocurrió a S. Pedro. Blandió la espada cuando contaba con la seguridad que le daba el milagroso poder de Jesucristo. Pero, cuando tenía que jugarse su propia seguridad y su prestigio social, terminó negando tres veces a Jesús al verse evidenciado por una simple criada.

Está muy claro que necesitamos la fuerza del Espíritu Santo.

5.- LOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS, ANIMADORES DE NUEVOS
APÓSTOLES

Está igualmente muy claro que faltan apóstoles seglares en todos los quehaceres de este mundo. Pero no podemos ignorar que estos apóstoles valientes no surgirán si los miembros de los movimientos apostólicos no asumen clara y decididamente la responsabilidad de esta promoción. Urge una acción bien pensada, coordinada, proyectada y programada en la colaboración de los diferentes Movimientos apostólicos de nuestra Archidiócesis. Debemos ser observadores de los demás con ojos limpios capaces de descubrir los carismas y las potencialidades ajenas. Debemos ser indulgentes con las aparentes limitaciones de los otros movimientos, porque no tiene garantías de acierto juzgarlas desde nuestras propias limitaciones. Y así puede ocurrir. La unión hace la fuerza. Todos nos sentimos apóstoles de la unidad y, sin embargo, fácilmente caemos en el neutralizante error de la discriminación, más o menos disimulada, y movida desde la conciencia de los propios valores no siempre tan claros.

6.- EL AMOR A DIOS, ESENCIA DE TODO APOSTOLADO

Pero yo quisiera profundizar más en nuestra necesidad del Espíritu de Dios que hoy se nos anuncia y que se nos ofrece con sus siete dones.

Muchas veces parece que necesitamos la ayuda de Dios sólo para obrar hacia fuera, para hacer apostolado. Y con facilidad olvidamos que, también y sobre todo, lo necesitamos para “ser” verdaderamente discípulos de Cristo, para aceptar el Señorío de Dios sobre nuestra inteligencia, sobre nuestra libertad y sobre toda nuestra vida. Nos cuesta muchas veces descubrir y admirar la realidad de Dios, la grandeza de Dios, la cercanía de Dios, el amor de Dios. Por ello permanecemos muchas veces un tanto ajenos al amor con que debemos corresponder a Dios.

No acabamos de ser ganados por el amor que Dios nos tiene. No llegamos a amar a Dios y al prójimo como consecuencia de sentirnos amados por Dios. No nos dejamos arrebatar por el entusiasmo de esa locura que es el amor divino. En consecuencia, sin darnos cuenta, corremos el peligro de estructurar nuestra vida cristiana sobre el principio del “deber”, sobre la importancia de la ascesis y del sacrificio como instrumento para un desarrollo personal. Esta realidad puede estar debajo y detrás de mucha literatura sobre el compromiso cristiano.

Corremos el peligro, también, de fundamentar teóricamente la relación con el prójimo sobre un principio de fraternidad que no acaba de ser bien alimentada por la íntima y gozosa intimidad con el Padre común, con Dios que es Padre de todos. En consecuencia, puede que muchas de las experiencias de fraternidad estén demasiado condicionadas por la vivencia de afectos y por la pobreza de fe. Estoy convencido de que vuestra fina sensibilidad, queridos hermanos que me escucháis, os permite entender lo que voy diciendo.

Es urgente, pues, y está muy en vuestras manos, superar estas equivocaciones tan extendidas, para llegar a ser y a promover auténticos apóstoles en un mundo contrario a la primacía de Dios, y anclado en las primacías que cada uno establece desde el subjetivismo imperante. Un subjetivismo que se pretende justificado en corrientes que secundan las propias conveniencias. Un subjetivismo que, a su vez, se convierte en justificante de todo relativismo, y, por tanto, de un desconcierto provocador de absolutismos por parte de los más fuertes, o de una peligrosa anarquía que rompe toda convivencia y provoca el miedo, la susceptibilidad o la agresividad ante el prójimo.

Para vencer todos estos males necesitamos mucho y siempre la fuerza del Espíritu Santo. Más todavía, necesitamos ser templos vivos del Espíritu Santo, dejarnos invadir por él, y poner en sus manos esa transformación interior que nos acerque a descubrir el amor de Dios, y a vivir el amor a Dios.

“Si me amarais, dice el Señor, cumpliríais mis mandamientos”(---). ¿Por qué hablamos tanto de compromiso eclesial, de compromiso temporal, de la responsabilidad que nos urge a transformar el mundo, si no acabamos de descubrir y vivir la razón última que el amor de Dios manifestado en Cristo, Dios y hombre verdadero? Está claro que no seremos movidos de verdad ni por exquisitos razonamientos, ni por urgencias insistentes. Seremos movidos como auténticos apóstoles, sólo en la medida del amor que tengamos a Dios. Por tanto, cultivar el amor de Dios en nosotros debe ser la primera tarea de los Movimientos apostólicos. Solamente amando de verdad podemos imitar a Jesucristo en su entrega por nosotros. Así nos lo manifiesta S., Juan en su Evangelio refiriéndonos la escena previa a la última Cena: Cristo, “habiendo amado a los hombres que estaban en el mundo los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

Necesitamos al Espíritu Santo para ser capaces de amar a Dios, para llegar a ver en el prójimo el rostro mismo de Cristo, para olvidar el imperativo del deber y llegar a sentir el incontenible impulso del amor a Dios y al prójimo; para adorar al Señor y para servir a los hermanos como la primera forma de progreso personal, sabiendo que el mejor y mayor servicio consiste en mostrar a los hermanos el rostro de Cristo. Ese apostolado desvela el rostro humano del amor divino y el corazón divino que transforma todo lo humano.

7.- ORAR CON LA IGLESIA SUPLICANDO AL ESPÍRITU SANTO

¡Qué acertada súplica nos ofrece hoy la Secuencia que hemos recitado! “Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo...Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento”.

Mis queridos hermanos y hermanas, sacerdotes y seglares: hoy es la fiesta del amor que Dios ha volcado en beneficio del hombre, y que lo ha querido ofrecer al hombre para que cada uno lo descubramos, lo valoremos y lo vivamos. Y para eso se nos ha dado en el Espíritu Santo.

Podríamos decir que hoy es la fiesta de nuestra transformación. De esa transformación que nos lleva a obrar como Cristo: movidos por el amor, que es el móvil único de Dios. Solo con esta transformación personal podremos transformar el mundo. Porque la transformación del mundo no es fruto de un acto heroico y puntual, anecdótico, por muy humanitario que sea. La trasformación del mundo es obra de Dios, es obra de un amor constante; es obra que él quiere realizar a través nuestro. Y, para eso, necesita que estemos contagiados, invadidos por su amor.

Pidamos al Señor que sane, con su Espíritu, nuestro corazón enfermo y nos conceda la vida, el entusiasmo, la fidelidad a toda prueba, y la esperanza firme que solo puede brotar de sentirnos amados por Dios y de vivir y cultivar en nosotros el amor a Dios.


QUE ASÍ SEA

Fiesta de San Juan de Avila

FIESTA DE SAN JUAN DE ÁVILA
ENCUENTRO DE SACERDOTES

Días 8 y 10 de Mayo de 2008 - Guadalupe y Ribera del Fresno

Textos: 2 Tim. 1, 13-14. 2, 1-3. Salmo 22 Jn. 21, 15-17.


Mis queridos sacerdotes:
Me alegro de poder saludaros, cada día con más verdad y desde más puntos de vista, dirigiéndome a vosotros sinceramente como “queridos sacerdotes”. El paso del tiempo y la frecuente relación que vamos teniendo por diferentes motivos y en diversas ocasiones me ayuda a ir uniendo el afecto espontáneo y sincero a ese amor teologal que nos ha de relacionarnos como vínculo de comunión eclesial y ministerial.

Este sentimiento de benevolencia, que tanto me gustaría fuera creciente y sin excepción, da calor de verdadera vivencia personal, en cada uno, al convencimiento de nuestra sacramental fraternidad.

La conciencia de ser hermanos, como cristianos, y además como sacerdotes, constituye una riqueza descubrimos en el estudio, en la reflexión, en la plegaria y en la celebración de los Misterios del Señor. Por eso, yo insisto, a veces con aparente inoportunidad que deseo me perdonéis, en la conveniencia de celebrar juntos la santa Misa en nuestros encuentros arciprestales, y en hablar de nosotros, de nuestra realidad esencial, compartiendo la profunda preocupación por nuestro “ser”, que dará consistencia y acierto a nuestro “hacer” y a nuestro “estar”

En cambio, el sentimiento de afectuosa unión entre nosotros, que debemos procurar y cuidar, ha de cultivarse en la convivencia, en la real cercanía de unos a otros cuando llega el momento necesario y oportuno, en la ayuda mutua estando siempre disponibles para los hermanos, y también, cómo no, en los encuentros festivos procurando y gozando un clima distendido y cordial. Ese es el motivo de que yo valore con verdadero aprecio, no sólo esa dimensión festiva o familiar, que ha de tener su lugar en el espacio de las reuniones arciprestales, generalmente compartiendo la mesa, sino también estos encuentros diocesanos programados con motivo de la Navidad, de la Misa Crismal, y de la fiesta de S. Juan de Ávila. Aunque su periodicidad, prácticamente trimestral, pueda parecer anecdótica e insuficiente, sin embargo tiene la riqueza de potenciar encuentros más allá de los grupos habituales de arciprestazgo, de trabajo, de espiritualidad, o de especial amistad. Estos encuentros abiertos a todos pueden contribuir a dar mayor amplitud a nuestra relación, y a enriquecerla con el sentido diocesano de nuestro presbiterio.

Y como no podemos prescindir de las dimensiones sacramental y humana de nuestra condición sacerdotal, procuramos incluir en estos encuentros, por una parte, la celebración eucarística en la que está nuestro origen y el centro de nuestro ministerio; y, por otra parte, la mesa, que es signo de unión personal en el afecto y en la alegría de compartir ese lugar y ese momento clásicamente familiar.

2.- Reconociendo el valor de los motivos que han de acercarnos y unirnos, cada vez con mayor fuerza y agilidad, y comprendiendo que son gracia del Señor a la que debemos corresponder, es muy oportuna hoy la palabra de Dios diciéndonos a través de la carta de S. Pablo a Timoteo: “guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros” (e Tim. 1, 14).

El tesoro es múltiple y abarca desde la gracia de vivir, hasta el don inmenso del sacerdocio de cual brotan los dos motivos últimos de fraternidad a que me vengo refiriendo: la comunión en el ministerio y la cercanía presbiteral de la que puede brotar el afecto. Guardar ese tesoro supone, en primer lugar, el compromiso de poner atención constantemente sobre el gran misterio de nuestra condición sacerdotal; y en segundo lugar, aprovechar la gran oportunidad de enriquecer nuestra relación aprendiendo a mirar al otro con ojos cristianos, con ojos de amor, con la envidiable mirada infantil capaz de admirar la singularidad del hermano. Ello supone principalmente, como también nos dice S. Pablo hoy, sacar fuerzas de la gracia de Cristo Jesús (cf. 2 Tim, 1, 14). Con ellas podemos superar torpezas y limitaciones, egoísmos e inmediateces, inercias emotivas e influencias condicionantes.

La gracia de Dios nos capacita para esa renovación interior, tan precisa y ciertamente deseada por todos nosotros, por la que se purifican los ojos del alma para descubrir la verdad; se orienta la voluntad para amar y buscar el bien; y se dominan los impulsos para saber esperar con paciencia aquello que solo se alcanza mediante la constancia.

El Apóstol nos invita hoy también a”tomar parte en los trabajos como buen soldado de Cristo Jesús” (2 Tim. 2, 3).

Los trabajos que nos han sido asignados han de entenderse mirando a Jesucristo, puesto que de su sacerdocio y ministerio participamos. Trabajos, por tanto, de anuncio, de ayuda, de misericordia y de salvación. Trabajos, en definitiva, de transformación interior que nadie puede alcanzar sin la gracia de Dios. Por eso, nuestros trabajos, tanto mirando a nosotros mismos como a los demás, han de centrarse en la santificación. Santificación que no puede alcanzarse prescindiendo del acercamiento a Dios en Jesucristo, y del compromiso con los hermanos y con las realidades temporales, en la medida le correspondan a cada uno por su condición consagrada o secular.

El acercamiento interior a Dios, consciente y transformador, no puede ser consecuencia de una simple costumbre cultual, o del ejercicio puramente ministerial. Requiere un profundo conocimiento de sí mismo, y una decisión firme y constantemente renovada, atraídos por la grandeza y la bondad de Dios a quien debemos estar escuchando, buscando y ofreciéndonos constantemente.

3.- Tanto en el conocimiento propio como en el constante ofrecimiento de sí mismo al Señor, no podemos andar a solas. Necesitamos la ayuda que el Señor nos depara a través de los demás. Ayuda que no puede reducirse a orientaciones técnicas o simplemente estratégicas, aunque ambas puedan ayudar y, en su momento, sean necesarias.

La ayuda que necesitamos de los hermanos viene propiciada por el mutuo acercamiento, por el conocimiento mutuo, por la confianza recíproca, por el aprovechamiento de cuanto el Señor nos ofrece a través de los demás, antes incluso de que les pidamos consejo, apoyo u otra forma de orientación o acompañamiento solidario. Esa ayuda de los demás nos llega también por todo eso que los hermanos nos ofrecen, incluso inconscientemente, en el curso de la relación que acompaña a la convivencia festiva y a la colaboración pastoral.

4.- Todo ello ha de llevarnos a entusiasmarnos cada vez más con el Sacerdocio con que el Señor nos ha bendecido y para el que nos ha asociado sacramentalmente a sí mismo como pontífice de los bienes supremos y futuros (Cf. Hbr.---). Por eso, sin obsesiones dañinas y sin escrúpulos intolerables, pero con interés y generosidad, con rigor de conciencia y con permanente voluntad de conversión, debemos asumir, como dirigidas a nosotros, las preguntas de Jesús a Pedro: “Simón, hijo de Juan, me amas?” (Jn. 21, 16).

La respuesta de Pedro, aunque no llegó a informar plenamente los momentos de su vida que sucedieron a ese instante, era sincera, profunda y humilde. Necesitaba la gracia del Espíritu Santo para alcanzar el cumplimiento responsable e incondicional. Cumplimiento que culminó con su valiente anuncio de Jesucristo y con la entrega de su vida el martirio por permanecer fiel a Jesucristo.

Cultivar en nosotros el amor verdadero, profundo y sentido a Jesucristo es tarea que ha de empeñarnos en los esfuerzos propios y en la responsabilidad ante los hermanos sacerdotes. Una vida sacerdotal revestida de tibieza es un peligro de grave incoherencia, y un anuncio de insatisfacción personal, de retirada ministerial o de importantes recortes pastorales a causa de las dificultades y del miedo que ocasionan las circunstancias actuales.

5.- Asumamos como recurso personal repetirnos a nosotros mismos en los momentos de debilidad, la expresión del salmo interleccional: “El Señor es mi pastor, nada me falta...Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida” (Sal. 22).

Adoptemos interiormente el compromiso de estar cerca de los hermanos para ser el eco de este salmo, y tener con ellos y para ellos el gesto que encarne perceptiblemente el auxilio de Dios a través de las mediaciones humanas y, especialmente, de quienes compartimos la misma llamada, el mismo compromiso, idéntico ministerio, y el mismo ámbito eclesial para su ejercicio.

Al reunirnos en la conmemoración de S. Juan de Ávila, patrono del Clero español, gran ayuda a los sacerdotes de su tiempo, y orientación de quienes vivimos en años muy posteriores pero que tenemos acceso a sus escritos, pidamos a Dios por su intercesión la gracia de vivir intensamente nuestro sacerdocio, practicar el acercamiento fraternal entre los hermanos presbíteros, y vivir conscientemente nuestra responsabilidad de ayuda mutua entre quienes participamos de la misma vocación para gloria de Dios y salvación de los hombres.
QUE ASÍ SEA.