HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CON-CATEDRAL

Textos: 1 Re. 8, 22-23. 27-30
1 Crón. 29, 10... (Alabamos tu nombre glorioso, Señor)
1 Pe. 2, 4-9
Aleluya, Mt. 7, 8
Evang. Lc. 19, 1-10

Mis queridos hermanos miembros del Cabildo catedralicio, presbíteros concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos, fieles cristianos religiosas y seglares:

1.- La palabra del Señor nos invita hoy a la reflexión ofreciéndonos un interrogante que abre el ánimo a la contemplación del Misterio. Siempre que el Señor Jesús nos habla de Dios, de sí mismo y de su obra, nos sitúa ante el misterio. Dios nos trasciende, nos desborda, nos embarga; está en el misterio de nuestro origen y tras el telón de nuestra muerte.

Sólo tomando conciencia de que estamos ante la misteriosa realidad de Dios, inconmensurable y perfecto, podemos llegar a relacionarnos con el Señor de cielos y tierra, creador, salvador y dueño de nuestra existencia.

Pretender vulgarizar a Dios para hacerlo más accesible es una forma de falsear la imagen de Dios, de ensombrecer su rostro atrayente y radiante. Cuando se intenta presentar a Dios como más cercano, desproveyéndolo de su esencial misterio, se termina presentando a un dios incapaz de saciar nuestras ansias de infinito y de atraer nuestra vida hacia la altura de la plenitud, de la perfección, de la santidad.

El Dios verdaderamente cercano al hombre es Dios mismo cuando nos manifiesta su amor, muchas veces incomprensible; cuando nos perdona; cuando nos busca, y cuando manifiesta su paciencia esperándonos día tras día , y tomando la condición de hombre para compartir nuestra suerte. Murió como un pecador, y fue ajusticiado cargando con nuestros pecados para salvarnos. Todo esto, si lo contemplamos en profundidad, resulta profundamente misterioso, incomprensible y verdaderamente admirable.

Consciente de esta grandeza de Dios y de su insuperable Misterio, el Rey Salomón, al inaugurar el Templo que él mismo había construido en la Ciudad Santa de Jerusalén, contempla la inmensidad de Dios que iba a hacerse de algún modo presente dentro de aquella limitada, aunque maravillosa arquitectura, y exclama: “¿Es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y en lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que te he construido!” (1 Re. 8 27). Salomón proclamó el misterio de la infinitud de Dios que desea compartir con los hombres en esa morada del encuentro sobrenatural y sacramental que es el Templo.

2.- Nosotros nos encontramos hoy en una situación semejante. Nos encontramos verdaderamente ante la presencia real de Dios en este edificio pequeño e imperfecto sea cual sea su factura, porque ha sido construido por manos humanas que nunca pueden alcanzar la perfección propia de la sabiduría de Dios.

Aquí, en este templo, como en otros más pequeños, menos bellos y más pobres, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad santísima y único Dios verdadero, se hace presente bajo las especies de Pan y Vino, por el poder del Espíritu Santo. Así se cumple en la Iglesia la voluntad de Cristo que nos mandó hacer lo mismo que Él en memoria suya una vez que significó su entrega redentora diciendo: “Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo...Tomad y bebed, porque esta es mi sangre”. En aquel acto y en la posterior permanencia del Santísimo Sacramento entre nosotros, el Hijo unigénito del Padre se hace presente, se acerca a nosotros y permanece entre nosotros dando cumplimiento a su promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos” (cf. Mt 28, 20).

Unidos al Señor en la Santa Misa, cuando el Sacerdote eleva el Cordero victimado como ofrenda Santísima al Padre por Cristo, con Él y en Él, el Espíritu Santo nos une al Hijo para ser elevados al Padre junto a Él, para que seamos purificados y aceptados en la misma ofrenda pura y santa que sólo es Cristo y nadie más puede ser.

La inmensidad de Dios llena con su gloria las bóvedas del Templo y embarga nuestro espíritu con el don inigualable de su Gracia. Así transforma nuestra pequeñez en la grandeza y bondad que corresponde a los verdaderos templos vivos de Dios.

3. Con toda propiedad podemos decir, pues, que la presencia de Dios en el Templo sagrado, por la entrega amorosa de Jesucristo su Hijo, se convierte en un signo que nos pone ante el misterio mismo de la Encarnación del Señor. Al hacerse hombre, inauguró su presencia visible y no menos misteriosa como Dios y como hombre. Por ello, podemos afirmar que el Templo nos recuerda la entrada de Dios infinito y eterno en el tiempo, dando al curso de los días y los años la condición de camino del hombre hacia la eternidad, camino que estamos llamados a recorrer, gracias a Dios y estimulados por su gracia desde el bautismo.

Teniendo presente cuanto hemos dicho, sentimos la necesidad de hacer nuestras las palabras del Salmo interleccional que hoy nos propone la sagrada Liturgia; y con ellas, alabar el nombre glorioso del Señor diciéndole: “Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padre Israel, por los siglos de los siglos, porque tuyos son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor, la majestad, porque tuyo es cuanto hay en cielo y tierra. Tú eres el rey y soberano de todo” (1 Crón. 29).

4.- Unidos al Señor en la ofrenda santa que el sacerdote eleva en la Misa, renovamos y fortalecemos la condición de piedras vivas, y entramos en la construcción del Templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, nos dice hoy S. Pedro, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo (cf. 1 Pe. 2,5).

He aquí nuestra misión fundamental de la que hoy debemos tener especial conciencia al celebrar el aniversario de la consagración de este templo: corresponder a Dios que se acerca a nosotros, escuchar su palabra, intentar una oración sencilla, sincera y espontánea de alabanza, de adoración, de gratitud y de súplica. Y, fortalecidos por la íntima unión personal con el Señor, que se nos ofrece en los Sacramentos, salir al mundo a proclamar cuanto hemos visto y oído precisamente a partir de cuanto hemos compartido y gozado con Él en el calor del hogar del encuentro que es el Templo. De este modo desarrollaremos en nosotros la capacidad de ser templos vivos del Espíritu Santo y piedras vivas del sólido edificio de la Iglesia, dispuestas para la construcción y embellecimiento del templo espiritual que es el Cuerpo Místico de Jesucristo.

En el Templo de Dios podemos crecer como templos de Dios. Y siendo templos vivos de Dios colaboramos en la construcción de la Iglesia que es la gran familia de los hijos de Dios, en cuyo centro y norte habita el Padre que da vida a cuantos permanecen unidos a Él.

5.- Es necesario, pues, que, al celebrar el aniversario de la Consagración de este Templo, especialmente vinculado a la capitalidad diocesana de la Catedral como con-Catedral que es, elevemos nuestras plegarias al Señor, convencidos por la fe de que, en la casa del Señor, el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre. (cf. Mt. 7, 8).

Nuestra oración al Señor, según la enseñanza de la escena evangélica en la que el Señor llama a Zaqueo, debe ser disponernos a hospedar al Señor en lo más profundo de nuestra alma, allí donde actúan las motivaciones y las actitudes últimas de nuestra vida, para que Él transforme nuestra condición torpe y egoísta, en conducta generosa y plenamente volcada hacia el Señor; y, por Él, en los hermanos, especialmente en los más necesitados.

Convenzámonos de que nada podemos hacer como apóstoles del Señor, que es nuestra vocación desde el Bautismo, si no partimos de la experiencia de Dios; si no gozamos de la experiencia de sentirnos amados, acogidos, salvados, llamados y acompañados por el Señor en el camino de la santificación. Sólo en la santidad está nuestra realización integral y plena. Sólo desde esa experiencia de Dios y de su amor podemos sentir el verdadero impulso apostólico y cambiar nuestras quejas -ya tópicas a causa del los males del mundo-, en energía que puede transformarlo todo. Sólo entonces enjugaremos la mala imagen que tiene la Iglesia en muchos ambientes, y contribuiremos positivamente a la progresiva transformación del mundo.

Pidamos al Señor esta Gracia hoy en el templo, acudiendo a la mediación de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra.

QUE ASÍ SEA