Homilia en la Ordenación de un diácono

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE UN DIÁCONO
Domingo, 5 de Octubre de 2008


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Querido Miguel Ángel, aspirante al diaconado como paso hacia el sacerdocio,
Queridos familiares y amigos del joven ordenando,
Hermanas y hermanos todos, fieles cristianos religiosos y seglares:

Estamos participando en la solemne celebración de la Eucaristía en cuyo marco administraré el Sacramento del Orden sagrado, en el grado de Diácono, a este joven que manifiesta sentir la vocación del Señor para servirle en la Iglesia como Sacerdote.

Lo primero que acude a mi mente es el deber de constante gratitud al Señor. Él nos bendice siempre; y ahora nos distingue con el don de su Espíritu, obrando maravillas entre nosotros, para gloria de la Santísima Trinidad, y para el bien de sus hijos, peregrinos por el desierto de la historia, caminando hacia la plenitud en la Verdad, en el amor y en la paz. El sacerdocio es una auténtica maravilla del Señor, que ni merecemos, ni podemos comprender en toda su profundidad.

La vocación al sacerdocio es un auténtico y precioso regalo del Espíritu a su Iglesia, del mismo modo que la Iglesia es el mejor regalo de Dios al mundo. Sin sacerdocio no habría Iglesia; y sin la Iglesia no sería posible el sacerdocio. Y sin ambos no sería posible la proclamación verídica de la palabra de Dios, el perdón de los pecados, la comunión en el Cuerpo y sangre de Jesucristo, y la participación en la gracia divina mediante los demás sacramentos, como regalo para alcanzar la salvación eterna.

El Señor ha unido la Iglesia y el Sacerdocio en la suerte y en el ministerio de hacer presente su obra salvífica a través de los siglos para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4). Por tanto, aunque muchos no lo aprecien así, podemos decir con toda verdad, que el sacerdocio es, también, un regalo del Señor a la humanidad.

A través de la Iglesia y del sacerdocio ministerial, se hace presente en la historia el misterio de la Encarnación de Jesucristo; y, con él, va trascendiendo a los hombres de todos los tiempos el amor de Dios; porque “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna y no perezca ninguna de los que creen en él” (Jn. 3, 16).

Asistimos, pues, a un hecho que proclama la promesa del Señor. Con palabras del profeta Jeremías, Dios manifestó su decisión de darnos sacerdotes según su corazón. Promesa especialmente esperanzadora, precisamente en estos tiempos en que escasea la disponibilidad y la entrega de jóvenes a Dios para ser ungidos y enviados como sacerdotes del Altísimo.

Al imponer las manos sobre la cabeza del joven aspirante al sacerdocio ministerial, para ordenarle como Diácono de la Santa Madre Iglesia, el Espíritu convierte a este joven en un regalo de Dios para su Pueblo Santo. Por ello, a partir de ese momento, el joven Diácono ya no se pertenece a sí mismo, ni a su familia, ni a su pueblo, ni a sus amigos; aunque esta consagración de ningún modo rompe los lazos familiares ni se opone a los vínculos de una sana amistad. A partir de ese momento, el joven Diácono será sólo propiedad de Dios para su Iglesia, don del Señor para su Pueblo; y sólo Dios será la parte de su herencia. Eso es lo que se significa en la promesa solemne de guardar el celibato durante toda la vida, aunque parezca extraño e innecesario para muchos dentro y fuera dela Iglesia.

Querido Miguel Ángel: Cuando imponga mis manos sobre tu cabeza y pronuncie la oración propia del Sacramento del Orden en el grado de Diácono, habrás dejado de pertenecerte. Nunca ya serás propiedad de nadie, y tampoco te corresponderá decidir sobre ti mismo. En un gesto que sólo Dios puede inspirar y verificar, serás consagrado plenamente al Señor para gloria suya, para el servicio de su Iglesia y para la proclamación del mensaje de salvación a todos los que abran el espíritu a su palabra.

Al disponerte a recibir el sacramento del Orden, te convertirás en signo vivo de obediencia a Dios, aceptando humilde y gozosamente la misteriosa elección con que el Señor te toma de entre los hombres y te prepara para constituirte en favor de los hombres.

Corren tiempos en que se hace especialmente escaso y sorprendente el gesto de plena consagración al Señor. En él se manifiestan la fe en las palabras de Cristo y el gozo de sentirse aludido por el Señor cuando dice: “No me habéis elegido vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros, y os destiné a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure” (Jn. 15, 16).

Es necesario dar la primacía al Señor en este mundo cuya cultura dominante pretende la sustitución de Dios por el hombre. Las corrientes que se adjudican el calificativo de progresistas pretenden poner en manos del hombre la única referencia de la verdad, la determinación de lo que pertenece al bien y al mal, y la fuente de esperanza en la felicidad que tanto ansían las personas. En cambio, lamentablemente, quienes dan la espalda a Dios privan al hombre de la auténtica esperanza, y cierran su camino hacia la felicidad profunda y sobrenatural, única capaz de afrontar cualquier prueba y de vencer toda adversidad. Con la actitud de cerrarse en sí mismo, el hombre va minando los cimientos de la propio humanismo, y pone en peligro lo más característico del hombre que es la libertad y la trascendencia. Consiguientemente, impide el propio crecimiento integral y el progreso auténtico de la sociedad. Aflora enseguida, como bien sabemos por experiencia, el desequilibrio personal y social entre el espíritu y la materia, entre la inmanencia y la trascendencia, entre la atención a lo propio y el respeto a lo ajeno.

Con el egocentrismo, que excluye a Dios de la vida personal y social, el hombre, carente entonces de un punto de referencia firme y estable, se dispersa, se encierra en sí mismo, hace crecer inconscientemente el egoísmo, y destruye los cimientos de la paz; la convivencia se hace difícil; y la insistencia sobre el respeto en el pluralismo, sobre la tolerancia en las discrepancias, y sobre la solidaridad en las necesidades ajenas, pierden su autenticidad y consistencia, y quedan solo en elementos programáticos y en discursos que no convencen.

Queridos hermanos todos, sacerdotes, religiosos y seglares: el regalo constante de la Gracia, de la Vocación a consagrar la propia vida al Señor, y de la Iglesia en la que Dios nos depara toda fuente de enriquecimiento espiritual, constituyen un don personal y un regalo a la humanidad. Por tanto, al recibir este don en la propia persona y en la comunidad eclesial de la que formamos parte como miembros vivos, debemos dar gracias a Dios y disponernos a proclamar su grandeza y su generosidad para con nosotros. Proclamación que tiene su más elocuente muestra en la entrega personal para servir al Señor en su Iglesia desempeñando las responsabilidades que nos correspondan, y decidiéndonos a reflejar en el mundo la luz del Señor resucitado y salvador.

Unámonos en la oración suplicando al Señor que mantenga en la entrega generosa a este nuevo Diácono de la Iglesia, y que nos disponga a responder con prontitud a la llamada con que Dios orienta nuestra vida y guía nuestros pasos.

Sed todos entusiastas defensores de la vocación al sacerdocio y a la Vida Consagrada. El Señor nos ha prometido pastores según su corazón, pero ha puesto en nuestras manos, como en las de Juan Bautista, la misión de allanar montes y rellenar valles para que desaparezcan los obstáculos que dificultan la captación de la llamada divina y la obediente aceptación de su santa voluntad. Obstáculos que no se concentran en los propios jóvenes, sino que provienen muchas veces de las propias familias, de la deficiente pastoral de juventud, de la falta de oración de la comunidad, de una pobre iniciación cristiana, y de un ambiente claramente contrario. Pero todo esto podemos superarlo, y a ello debemos decidirnos poniendo cada uno lo que está de su parte y buscando el consejo oportuno y la ayuda de Dios siempre necesaria.

La Santísima Virgen María, ejemplo de atención y seguimiento de la llamada de Dios por encima de toda oscuridad y adversidad, nos alcance del Señor la gracia de la fidelidad ante la vocación divina.

QUE ASÍ SEA.

Apertura de curso de los Centros Educativos de la Archidiócesis

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE
LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS


-Mis queridos hermanos en el episcopado y presbíteros concelebrantes,
-Miembros del Claustro de profesores del Instituto Superior de Ciencias Religiosas, de la Provincia eclesiástica de Mérida-Badajoz,
-Queridos Rector y educadores del Seminario Metropolitano de Badajoz,
-Queridos profesores del Centro de Estudios teológicos y de las Escuelas de fundamentos cristianos,
-Alumnos antiguos y actuales de estos Centros educativos de la Ilgesia,
-Hermanas y hermanos todos:


Abrimos el Curso académico 2008-2009 en el mismo día en que la Iglesia
celebra la memoria litúrgica de los Santos Ángeles custodios. Me parece una feliz coincidencia. La fe nos ayuda a entenderla como un elocuente signo que Dios nos ofrece por el amor infinito con que nos distingue.

Los Ángeles, creados por Dios para cantar eternamente la alabanza a la Santísima Trinidad, y para ocuparse con diligente prontitud en su santo servicio, constituyen una referencia muy certera y una ayuda muy válida para el curso de nuestra vida.

Hemos sido creados para amar y servir a Dios en esta vida, y para verle y gozarle en la otra, cantándole himnos de alabanza por toda la eternidad gloriosa. Compartimos, pues, con los Ángeles, el origen y la vocación fundamental y definitiva.

Dios es la razón de nuestra existencia, y la verdad según la que debemos orientar nuestra vida. Por consiguiente, guiados por la fe, y estimulados por la fuerza que nos infunde el Espíritu Santo, nosotros, como los Ángeles, queremos poner en Dios nuestra mirada, nuestra intención, nuestra confianza y nuestra dedicación de por vida. En este empeño nos ayudan ellos mismos respetando con exquisito cuidado nuestra libertad, y asistiéndonos con la delicada y constante ayuda trazada por el amor que Dios nos tiene.

Los Ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro del Padre celestial (cf. Mt. 18, 10). La visión angélica es la contemplación permanente de la Verdad plena. Sus pasos, pues, son acertados. La custodia que nos ofrecen es garantía de perfección. Su constancia en el cuidado de cada uno de nosotros, nos recuerda la paciencia de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4).

Orientación a la Verdad de Dios, y ayuda para caminar en la voluntad del Señor, son, pues, los dones que la divina Providencia nos ofrece mediante el testimonio y la custodia de los santos Ángeles.

Las actividades de los Centros educativos, cuyo nuevo curso inauguramos hoy, tienen como fin último, también, acercarnos a la Verdad, y ayudarnos a descubrir en esa Verdad que todo lo trasciende y todo lo ilumina, el camino por el que debe discurrir nuestra vida. Estamos llamados a alcanzar la plenitud que tiene su impulso y su garantía en la voluntad amorosa de Dios nuestro Padre.

Considerando todo esto a la luz de la fe, llegamos fácilmente a la conclusión de que la fiesta de los Santos Ángeles Custodios es una feliz coincidencia que la mano providente de Dios ha procurado. Así podremos entender mejor que la alabanza a Dios está íntimamente unida a la contemplación de la verdad y al seguimiento de la voluntad del Señor.

Las lecciones prácticas que hoy nos ofrece la sagrada Liturgia son muy claras y sencillas. Primera: es necesario unir la alabanza a Dios y la búsqueda esforzada y paciente de la Verdad para encauzar nuestra vida por los caminos que indica la voluntad del Señor. Y, segunda: es necesario empeñarse en la contemplación de la verdad de Dios para sentirse razonablemente atraído por la propuesta de plenitud y de santidad que el Señor nos hace. Él nos manifiesta su santa voluntad mediante la propuesta vocacional que dirige a cada uno de nosotros.

Queridos hermanos todos: buscar la verdad equivale a buscar a Dios que se ha manifestado en Jesucristo. Él mismo ha dicho de sí: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). Procurar acertadamente la plenitud es lo mismo que pretender la santidad.

Buscar la verdad y procurar la plenitud, que son gracia de Dios, requieren de nosotros una dedicación paciente, constante y confiada a la contemplación del misterio del amor divino. Es ese amor de Dios el que obra en nosotros, misteriosamente, el testimonio vivo de la verdad y el atractivo hacia la santidad. De la atención que le prestemos depende la paz interior que supone sentirse buscado, acogido y acompañado por el mismo Dios a quien buscamos y cuyo misterio de verdad y de amor deseamos desentrañar cada día.

Los Santos ángeles Custodios nos ofrecen, de parte de Dios, ejemplo y ayuda para el camino que nos proponemos recorrer. Por eso debemos hacer nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor “vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía”.

La santísima Virgen María, Madre de todos lo hijos de Dios, y Maestra ejemplar en la atención a los Ángeles y en el dócil seguimiento de las divinas indicaciones que nos transmiten, nos alcance la gracia de ver la luz de Cristo, de sentirnos atraídos por la verdad, de empeñarnos en su búsqueda del bien que de ella deriva, y de entregarnos con plena dedicación al cumplimiento de la voluntad de Dios En su santa voluntad está nuestra plenitud y, por tanto, nuestra santificación.


QUE ASÍ SEA

APERTURA DE CURSO DE LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE
LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS



-Mis queridos hermanos en el episcopado y presbíteros concelebrantes,
-Miembros del Claustro de profesores del Instituto Superior de Ciencias Religiosas, de la Provincia eclesiástica de Mérida-Badajoz,
-Queridos Rector y educadores del Seminario Metropolitano de Badajoz,
-Queridos profesores del Centro de Estudios teológicos y de las Escuelas de fundamentos cristianos,
-Alumnos antiguos y actuales de estos Centros educativos de la Ilgesia,
-Hermanas y hermanos todos:


Abrimos el Curso académico 2008-2009 en el mismo día en que la Iglesia
celebra la memoria litúrgica de los Santos Ángeles custodios. Me parece una feliz coincidencia. La fe nos ayuda a entenderla como un elocuente signo que Dios nos ofrece por el amor infinito con que nos distingue.

Los Ángeles, creados por Dios para cantar eternamente la alabanza a la Santísima Trinidad, y para ocuparse con diligente prontitud en su santo servicio, constituyen una referencia muy certera y una ayuda muy válida para el curso de nuestra vida.

Hemos sido creados para amar y servir a Dios en esta vida, y para verle y gozarle en la otra, cantándole himnos de alabanza por toda la eternidad gloriosa. Compartimos, pues, con los Ángeles, el origen y la vocación fundamental y definitiva.

Dios es la razón de nuestra existencia, y la verdad según la que debemos orientar nuestra vida. Por consiguiente, guiados por la fe, y estimulados por la fuerza que nos infunde el Espíritu Santo, nosotros, como los Ángeles, queremos poner en Dios nuestra mirada, nuestra intención, nuestra confianza y nuestra dedicación de por vida. En este empeño nos ayudan ellos mismos respetando con exquisito cuidado nuestra libertad, y asistiéndonos con la delicada y constante ayuda trazada por el amor que Dios nos tiene.

Los Ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro del Padre celestial (cf. Mt. 18, 10). La visión angélica es la contemplación permanente de la Verdad plena. Sus pasos, pues, son acertados. La custodia que nos ofrecen es garantía de perfección. Su constancia en el cuidado de cada uno de nosotros, nos recuerda la paciencia de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4).

Orientación a la Verdad de Dios, y ayuda para caminar en la voluntad del Señor, son, pues, los dones que la divina Providencia nos ofrece mediante el testimonio y la custodia de los santos Ángeles.

Las actividades de los Centros educativos, cuyo nuevo curso inauguramos hoy, tienen como fin último, también, acercarnos a la Verdad, y ayudarnos a descubrir en esa Verdad que todo lo trasciende y todo lo ilumina, el camino por el que debe discurrir nuestra vida. Estamos llamados a alcanzar la plenitud que tiene su impulso y su garantía en la voluntad amorosa de Dios nuestro Padre.

Considerando todo esto a la luz de la fe, llegamos fácilmente a la conclusión de que la fiesta de los Santos Ángeles Custodios es una feliz coincidencia que la mano providente de Dios ha procurado. Así podremos entender mejor que la alabanza a Dios está íntimamente unida a la contemplación de la verdad y al seguimiento de la voluntad del Señor.

Las lecciones prácticas que hoy nos ofrece la sagrada Liturgia son muy claras y sencillas. Primera: es necesario unir la alabanza a Dios y la búsqueda esforzada y paciente de la Verdad para encauzar nuestra vida por los caminos que indica la voluntad del Señor. Y, segunda: es necesario empeñarse en la contemplación de la verdad de Dios para sentirse razonablemente atraído por la propuesta de plenitud y de santidad que el Señor nos hace. Él nos manifiesta su santa voluntad mediante la propuesta vocacional que dirige a cada uno de nosotros.

Queridos hermanos todos: buscar la verdad equivale a buscar a Dios que se ha manifestado en Jesucristo. Él mismo ha dicho de sí: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). Procurar acertadamente la plenitud es lo mismo que pretender la santidad.

Buscar la verdad y procurar la plenitud, que son gracia de Dios, requieren de nosotros una dedicación paciente, constante y confiada a la contemplación del misterio del amor divino. Es ese amor de Dios el que obra en nosotros, misteriosamente, el testimonio vivo de la verdad y el atractivo hacia la santidad. De la atención que le prestemos depende la paz interior que supone sentirse buscado, acogido y acompañado por el mismo Dios a quien buscamos y cuyo misterio de verdad y de amor deseamos desentrañar cada día.

Los Santos ángeles Custodios nos ofrecen, de parte de Dios, ejemplo y ayuda para el camino que nos proponemos recorrer. Por eso debemos hacer nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor “vernos siempre defendidos por su protección y gozar eternamente de su compañía”.

La santísima Virgen María, Madre de todos lo hijos de Dios, y Maestra ejemplar en la atención a los Ángeles y en el dócil seguimiento de las divinas indicaciones que nos transmiten, nos alcance la gracia de ver la luz de Cristo, de sentirnos atraídos por la verdad, de empeñarnos en su búsqueda del bien que de ella deriva, y de entregarnos con plena dedicación al cumplimiento de la voluntad de Dios En su santa voluntad está nuestra plenitud y, por tanto, nuestra santificación.


QUE ASÍ SEA

Homilia en la fiesta de los Ángeles Custodios, patronos de la Policia Nacional

MISA EN LA FIESTA DE LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS
PATRONOS DEL CUERPO DE POPLICÍA NACIONAL


- Sra. Delegada del Gobierno en Extremadura,
- Jefe superior de Policía y miembros de este cuerpo de seguridad del Estado,
- Sr. Alcalde Presidente del Exmo. Ayuntamiento de nuestra Ciudad,
- Autoridades civiles y militares,
- Familiares y amigos de los Policías cuya fiesta patronal estamos celebrando:

En primer lugar quiero felicitar al Cuerpo de policía Nacional en la fiesta de sus santos Patronos, los Ángeles Custodios.

Deseo que mi felicitación cordial llegue también a sus familiares más allegados. Ellos viven, gozan y sufren, día a día, los avatares de ese digno y complejo ministerio profesional que consiste en velar por la seguridad y el orden en el seno de la sociedad, y en ayudar a los ciudadanos en los trances que corresponden a su misión social.

1.- Al celebrar con vosotros, queridos Policías, la fiesta litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, quiero aludir a la doble significación que podemos contemplar en esta festividad: Los santos Ángeles actúan en vuestro favor como verdaderos custodios que os defienden y protegen frente a las adversidades y riesgos que comporta la misión policial. Al mismo tempo, vosotros, imitando el modelo de vuestros santos patronos, protegéis a los ciudadanos defendiéndoles de graves peligros en unas ocasiones, y brindándoles la confianza que supone vuestra presencia en determinados lugares y momentos.

Ambas dimensiones de la celebración que nos reúne hoy constituyen una llamada clara y sencilla para que valoremos la atención a la autoridad y asumamos la responsabilidad que a todos nos compromete en relación con el prójimo.

2.- En tiempos tan proclives a una excesiva autonomía individual y a un desviado egocentrismo personal, es muy oportuno considerar los vínculos que, por diversos motivos y conceptos, van estableciendo entre nosotros un tejido de recíprocas dependencias, y que siembran importantes relaciones personales e institucionales.

Cuando el individualismo se convierte en móvil de los comportamientos personales, motiva y alimenta un relativismo creciente. Y cuando ese relativismo va tomando cuerpo en la mente de las personas y en los criterios que han de regir las instituciones, puede ir minando el reconocimiento y valoración del bien común, la aceptación de unos valores fundamentales necesarios para la convivencia, y la corresponsabilidad en la defensa de la dignidad de la persona que es el crisol de toda actuación en la verdad y en la justicia. Defensa de la dignidad de la persona que es, también, la condición imprescindible para lograr y mantener la paz en las relaciones personales y en las que afectan a los pueblos. Defensa de la dignidad de la persona que, partiendo del respeto a la vida desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural, implica también la atención a sus necesidades básicas de subsistencia, de crecimiento cultural, de seguridad y de promoción humana.

Es necesario que hagamos un cuidadoso esfuerzo por abrirnos más allá de los propios supuestos mentales o ideológicos, de modo que éstos no encierren la vida de las personas y de las instituciones en el círculo vicioso de la propia dinámica individualista o corporativista. Es necesaria la apertura al diálogo en la búsqueda de la verdad que trasciende a cada persona y a cada grupo e institución. En ella y desde ella será posible la colaboración, la corresponsabilidad y el verdadero desarrollo particular y universal.

A esa apertura y a esa trascendencia nos invita la palabra de Dios que acabamos de escuchar. “Así dice el Señor (a su Pueblo): -Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétale y obedécele. No te rebeles porque lleva mi Nombre” (Éx. 23, 20-21).

3.- Llevar el Nombre del Señor significa ser portador de la verdad y de la autoridad de Dios. Esa verdad y esa autoridad no son elementos distintos que requieran asentimientos diferentes. La verdad lleva la autoridad en sí misma. Y toda pretendida autoridad pierde su consistencia si no se basa en la verdad. La auténtica autoridad está en la verdad. Por eso toda autoridad humana queda necesariamente sometida a la crítica que necesariamente nace de la participación de la verdad que cada uno considera tener.

La necesidad de afianzar la autoridad, ha de llevar a una búsqueda incansable de la verdad. Esa búsqueda nos exige una actitud dialogante y abierta al descubrimiento de la verdad que puede venirnos de afuera. En este sentido, toda autoridad se autolimita cuando quien la ostenta se cierra ante la Verdad que nos viene de Dios, que es el Otro por excelencia.

Para ejercer cualquier forma de autoridad, o cualquier forma de servicio, de tutela, de acertada defensa y de orientación personal o social, es necesario, según la palabra de Dios, tener en cuenta al Ángel del Señor. Esto equivale a considerar la enseñanza del Señor, portadora de la verdad que da autoridad a las actuaciones y decisiones humanas orientadas a la justicia, a la convivencia, a la corresponsabilidad y a la paz.

4.- Vosotros, miembros de la Policía Nacional, estáis llamados a ser como los ángeles que enseñan o manifiestan el camino que conduce al orden y a la paz en el respeto mutuo y en la obediencia a la autoridad para el cuidado del bien común y para el respeto a los valores fundamentales que hacen posible la convivencia. Por eso os debemos atención, como atención merecen, en otro orden, los ángeles del Señor.

En la fiesta de los Santos Ángeles custodios debemos elevar nuestra oración pidiendo al Señor la gracia de saber prestar y mantener la atención al mensaje de Dios porque ese mensaje nos brinda la auténtica verdad en la que han de basarse la justicia, el progreso y la paz.

Debemos unirnos en la plegaria suplicando al Señor toda la ayuda que necesiten los Policías para mantenerse en el recto ejercicio de su ministerio al servicio de las personas y de la sociedad.
Que los Santos Ángeles Custodios nos acompañen siempre y nos alcancen la gracia de caminar en la verdad y de construir la paz en la justicia y en el verdadero progreso.


QUE ASÍ SEA

Homilia Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE
LA CONSAGRACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Domingo, 13 de Septiembre de 2008


Mis queridos hermanos capitulares de esta Santa Iglesia Catedral metropolitana,
queridos hermanos sacerdotes que os habéis unido a esta solemne celebración,
queridos fieles cristianos, religiosas y seglares:


1.- Hoy celebramos una gran fiesta y conmemoramos un acontecimiento muy significativo para la vida de nuestra Archidiócesis. La fiesta es la Exaltación de la Santa Cruz. En ella Cristo se entregó al Padre como ofrenda cruentamente sacrificada para alcanzar nuestra salvación. Al mismo tiempo celebramos el aniversario de la Consagración o dedicación de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Ambos acontecimientos constituyen un claro motivo de gozo interior y de solemne celebración litúrgica.

El motivo de nuestra alegría es múltiple. Reúne diferentes aspectos que confluyen en la significación de la Santa Cruz y de este sagrado Templo:

-En la Cruz de Jesucristo, por la redención que Cristo obro con su muerte y resurrección, se encontraron de nuevo el Hombre y Dios, se parados por el alejamiento de la criatura humana causado por el pecado. Se restableció el equilibrio querido por Dios desde la Creación.

- En la preciosa realidad arquitectónica de este Templo, signo del universo creado y ordenado por la infinita sabiduría del Arquitecto celestial, brilla ese equilibrio estético y sobrenatural que el Señor quiere que alcancemos viviendo el Evangelio de Jesucristo.

La contemplación de la armonía propia de la creación en las relaciones entre el hombre y Dios y el anuncio y adelanto de la armonía que estamos llamados a lograr en la sociedad y en la naturaleza entera, ha de causarnos un auténtico gozo al considerar que todo ello es regalo de Dios a nosotros sus criaturas predilectas.

-La estremecedora imagen de la Cruz, que estamos acostumbrados a contemplar, es el final de un largo proceso en el que Dios ha ido buscando al Hombre con paciencia y constancia, con amor y misericordia.

-La bella estructura de este sagrado Templo es el exponente de una larga historia de fe, que ha ido fraguando la identidad cristiana de nuestro pueblo; y, desde ella, ha embellecido, con el rico manto del arte, la herencia que dignifica nuestra cultura y enorgullece sanamente nuestro espíritu.

Todo ello ha de causarnos verdadera satisfacción; porque en esta historia sagrada que ha preparado la íntima relación entre Dios y el Hombre, y en esta cultura que expresa la fe de un pueblo atento a la voz de Dios, se proclama la vocación sublime para la que Dios nos ha elegido: ser familia del Señor y dominar la tierra renovando el mundo en el Nombre de nuestro Señor Jesucristo.

-El templo catedralicio es el signo por excelencia de la Iglesia Universal, lugar
de encuentro personal de Dios con los hombres, que se reinició en el primer templo de la redención que fue la Santa Cruz. Por él disfrutamos del cálido regazo del Padre Dios.

-En el Templo, que es edificio material y, al mismo tiempo, morada espiritual de
Dios con nosotros, se están cumpliendo las palabras del Señor: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Y eso debe llenarnos de alegría sobrenatural. Así pondremos siempre la mirada en lo alto al caminar sobre la tierra, porque es el Señor quien nos acompaña. Y en ese camino, llevaremos como el cayado más seguro, la cruz de Jesucristo, el madero en el que se esculpió nuestra salvación.

Este sagrado Templo, sede capital de nuestra comunidad cristiana, es el más
distinguido signo de la Diócesis, como porción del pueblo de Dios que, unida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por el evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular en que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo. (cf. Chr. D. 11).

-También ha de alegrarnos esta consideración porque, entrando en este sagrado
Templo, tomamos conciencia de la unidad que, por obra del Espíritu Santo, salvaguarda nuestras relaciones como miembros del mismo cuerpo místico de Cristo. Unidad que tiene su origen en la cruz por la que fuimos hechos hijos adoptivos de Dios y hermanos en el Señor.

El Templo catedralicio es, también, el signo de cada uno de nosotros que, por la gracia de la redención, hemos sido edificados espiritualmente como templos vivos de Dios y morada del Espíritu Santo.

La alegría que brota de estas consideraciones se convierte, a la vez, en estímulo de constante conversión para salir al encuentro de Dios que nos busca, para procurar la intimidad con el Señor que nos espera, y para ser, en verdad, morada limpia en que Dios pueda habitar. Por la intimidad de esa inhabitación de Dios en nosotros podremos manifestar a los hombres su verdadero rostro, que tiene perfiles de misericordia y nos invita a la verdadera felicidad.

2.- La primera actitud que brota espontánea en el alma del cristiano consciente, al considerar la riqueza de la Cruz y los distintos significados de este edificio dedicado al Señor nuestro Dios, es la gratitud. En primer lugar, porque, como dice el Prefacio de la Misa propia de la consagración del templo,“en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros” (pref.. misa propia).

La comunión con Dios, que Jesucristo nos ha devuelto con su muerte y resurrección redentoras, realiza en la Iglesia la sorprendente unidad en la fe, en la esperanza y en la caridad, que la mantiene compacta y bien trabada, como están compactas y bien trabadas las piedras que integran este sólido edificio. Así corresponde al organismo vivo y universal del Cuerpo Místico de Cristo.

En verdad, por encima de todo cuanto pueda atraer nuestra atención al contemplar, con ojos de fe, este emblemático edificio, debemos considerarlo, cuidarlo y utilizarlo como el espacio privilegiado para el encuentro personal y comunitario con Dios. Por eso está presidido siempre por la Cruz de Jesucristo, origen del encuentro con Dios que en el Templo mantenemos y cultivamos mediante la instrucción de la palabra de Dios y mediante la gracia santificante que recibimos en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía. Esa Gracia es la que nos capacita para unirnos a los hermanos en la fe, y para dar testimonio en el mundo, del amor de Dios que nos salva.

3.- Este edificio está integrado por diferentes ámbitos que no rompen la unidad sino que la adornan con la singularidad de cada uno de ellos. También la Iglesia diocesana está integrada por diferentes grupos. Todos ellos son llamados por Dios a conformar la armónica belleza de la unidad eclesial. Niños y jóvenes, adultos y matrimonios, enfermos y ancianos, inmigrantes, pobres y marginados, todos ellos son invitados al banquete de las Bodas que se celebra en este lugar sagrado. Pero no todos acuden; y tampoco todos llegan a él con el traje que corresponde. Por eso, al celebrar la fiesta de la Consagración de este Templo catedralicio, no podemos menos que pensar en cuantos no lo tienen por casa propia, y en cuantos, aún entrando en él, no participan del banquete sagrado de la salvación.

Al considerar esta realidad, ha de preocuparnos la lejanía de muchos y el alejamiento de otros. Situación que hace más sonoras y acuciantes las palabras de Cristo: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor” (Jn. 10, 16).

Queridos hermanos sacerdotes, religiosos y seglares: la voz del Señor que han de escuchar las ovejas dispersas, es, por voluntad divina, la voz y el testimonio de cada uno de nosotros. En el día en que celebramos la Fiesta de la Santa Cruz y la dedicación del Templo catedralicio, debemos tomar conciencia de nuestra vocación a la unión con Dios y a la unidad eclesial por la Comunión que la gracia hace posible entre los bautizados. Esa es la unión copn Dios y la unidad fraternal entre nosotros a la que Cristo nos convoca abriendo sus brazos en la cruz y convocándonos alrededor de su mesa en el Templo sagrado.

La acción pastoral en la que todos estamos comprometidos por la vocación cristiana, debe hacer presente por doquier la llamada del Pastor supremo que es Cristo. El levantó su voz para congregar a todas las ovejas, integradas en su redil y extrañas todavía a él. Él preparó para todas un banquete exquisito, sobre cuya mesa ha puesto y pone cada día su Cuerpo y su Sangre como el mejor de los manjares. A nosotros nos queda correr a decir a todos los que nos rodean cuanto hemos visto, cuanto hemos oído, cuanto hemos recibido, cuanto hemos gozado y cuanto hemos descubierto en el Templo, gracias a la redención que Cristo realizó desde la Cruz.

4.- A nuestro alrededor hay muchos jóvenes que no han descubierto el verdadero sentido de la vida, y andan descarriados como ovejas que no tienen pastor. En el entorno de cada uno de nosotros, más cerca o más lejos, hay muchos matrimonios que no han llegado a experimentar la fuerza del sacramento que recibieron, y que no viven su relación indisoluble con alegría, con esperanza, con un verdadero espíritu de entrega y de generosa donación mutua, y con verdadera gratitud al Señor que les ha unido.

Hay muchas familias que viven desarticuladas, con el consiguiente perjuicio para los hijos, pequeños y adolescentes. Hay muchos ancianos y enfermos solitarios y desconsolados. Tenemos muy cerca inmigrantes que salieron de su tierra y de su parentela en busca de subsistencia para sí y para los suyos, y que andan perdidos con la total carencia de acogida, de comprensión, de alimento, de esperanza en un futuro mejor, y de amistad.

Al enumerar todo esto no podemos menos que sentirnos llamados con urgencia a emprender conjuntamente acciones para ofrecer la luz del evangelio, el amor de Cristo y la esperanza de una vida mejor, a todos los que nos rodean.

Es necesario que avivemos en nosotros y en el seno de nuestras comunidades parroquiales el sentido de nuestra personal responsabilidad en la atención de los hermanos.

5.- En la oración con que comienza la Misa de la Consagración de la Catedral, se pide al Señor que escuche nuestra plegaria para que, en este lugar sagrado, le ofrezcamos siempre un servicio digno; y así sus fieles obtengan los frutos de una plena redención. Esa oración no será plenamente sincera, si no va acompañada de un decidido propósito de comprometer nuestra vida, con claridad y valentía, en el apostolado y en una acción pastoral cada vez más pensada y mejor preparada. Para ello, es absolutamente necesario que cada uno de nosotros asuma esa responsabilidad como si nadie más pudiera hacerlo; y que, al mismo tiempo, contemos con los esfuerzos de los demás, sabiendo amoldar los nuestros a los suyos, e intentando ofrecer nuestras iniciativas a quienes están llamados a idéntico ministerio.

Ojalá pudiéramos oír cada día, de labios de algún joven, de algún matrimonio, de algún enfermo, etc., con unas u otras palabras, la expresión del Salmo: “Vale más, Señor, un día en tus atrios, que mil en mi casa” (Sal. 83, 11).

6.- Puesto que el Templo es, ante todo, el lugar donde se proclama la palabra de Dios y donde se eleva al Padre el sacrificio de la redención, cuyo ministerio corresponde a los sacerdotes, debemos tener hoy un recuerdo especial y una sentida oración en favor de las vocaciones al Sacerdocio ministerial.

Todos tenemos noticia de la escasez de aspirantes al sacerdocio. Todos sabemos, por la fe, que Dios no deja de llamar. Podemos suponer, pues, que lo que ocurre es que esa llamada no se oye, no se entiende, no se valora, o no se acepta. Ello supone que, quienes disfrutamos los dones del Señor en el templo de su gloria, debemos hacer cuanto está de nuestra parte para que se oiga y se valore la llamada del Señor, y haya obreros dispuestos a atender a su abundante mies.

Quizá los que viven en la ciudad no perciban con toda su crudeza el tremendo problema de la escasez de sacerdotes. Hay un lamentable e inquietante desequilibrio en la distribución del clero entre las ciudades y los pueblos, cuya solución resulta harto difícil por muchos factores que ahora escapan a nuestra consideración. Pero no seamos como quienes, al vivir en la abundancia de los países ricos, olvidan las perentorias necesidades de los países pobres. Hagamos, desde la situación de cada uno, todo lo que esté de nuestra parte para la solución del problema. La responsabilidad vocacional no está solamente en los jóvenes. Hay muchos padres, también cristianos, que miran con disgusto, o se oponen frontalmente, a que sus hijos aspiren al Sacerdocio. Esto es tan cierto como lamentable. Debemos orar por ellos y por sus hijos.

Que la Santísima Virgen María, testigo excepcional de la Cruz y primer templo material y espiritual de Cristo en la Tierra, nos ayude a entender y a gozar lo que significan la Cruz y el Templo; y a asumir los compromisos cristianos a que nos llama el Señor.

QUE ASÍ SEA

I Vísperas Dedicación de la Catedral de Badajoz

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL
ANIVERDARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL DE BADAJOZ


Sábado, 13 de Septiembre de 2008
Efesios. 2, 19-22


Queridos hermanos sacerdotes, y fieles participantes en la celebración litúrgica de las solemnes Vísperas. Con esta acción litúrgica iniciamos los actos conmemorativos del aniversario de la Consagración de esta Catedral metropolitana de Badajoz.

“Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef. 2, 19).

¡Qué advertencia tan consoladora la que nos llega hoy a través de S. Pablo en la lectura de la palabra de Dios que acabamos de escuchar!

Tenemos patria, ciudad y casa. Nuestra Patria es la Patria de Dios: el cielo. Nuestra ciudad es, también, según S. Agustín, la Ciudad de Dios, que es la Iglesia. En ella el Señor de cielos y tierra vive y se hace presente a quienes le contemplamos con mirada de fe, humilde y admirada. Y nuestra casa es el sagrado Templo. En él se encuentra el Señor con los hombres para compartir con nosotros su amor, su vida y su intimidad.

En el templo Dios nos habla mediante la proclamación litúrgica de su palabra. En el Templo, Cristo, Dios y Hombre verdadero, se nos manifiesta como el Cordero inmaculado. Con su perfecta integridad personal y con su máxima santidad, se ofrece al Padre y se vuelva en favor nuestro, haciendo presente su único sacrificio redentor cada vez que se celebra el Santo Sacrifico de la Misa. Y con esta entrega manifiesta del mejor modo posible el amor de Dios a la humanidad, a cada hombre y a cada mujer de cualquier edad y condición. Inmenso gesto éste por el que la misericordia divina brilla infinitamente por encima del amor que podamos tenernos cada uno a sí mismo.

En el Templo, Dios se confía a nosotros como dulce manjar al invitarnos a la Mesa de su Cuerpo y de su Sangre. Este exquisito alimento nos capacita para caminar por la historia hacia el encuentro glorioso con la Santísima Trinidad.

En el Templo, Dios nos espera, hecho excelso sacramento, para compartir con nosotros, en el apacible diálogo de la oración sencilla, los sentimientos y los anhelos, las penas y las alegrías, los proyectos y los fracasos, los entusiasmos y las oscuridades, y los silencios en que llegamos a sumirnos cuando nos embarga la admiración de su grandeza y la profundidad inabarcable de su Misterio.

Nosotros, expulsados del Paraíso, en que la infinita sabiduría de Dios, su bondad infinita y el amor sin medida ni condición nos había puesto al crearnos, éramos, desgraciadamente, peregrinos errantes, sin destino ni patria, sin ciudad ni hogar propios, sin familia ni afecto alguno capaz de saciar nuestro corazón ansioso y solitario. Y, Dios nuestro Creador y Señor, a quien habíamos ofendido queriendo ocupar su lugar, desconfiando de su palabra, y siguiendo absurdamente la mentirosa tentación diabólica, movido exclusivamente por su amor hecho misericordia, quiso asumir la deuda que teníamos con Él mismo. Y, en un misterioso gesto de incomprensible amor divino, cuyas medidas escapan a la consideración humana, “envió... a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gal. 4, 4).

Desde ese momento, cada uno de nosotros ha superado la condición de peregrino errante, y puede recibir, por el Bautismo, la condición de peregrino esperanzado, capaz de avanzar por los días de esta vida terrena, y a través del desierto de la historia, hacia la vida eterna y feliz. Allí, la alegría plena y sin fin colmará todo anhelo. Allí, podremos disfrutar el gozo sobrenatural e infinito de la plenitud del amor en la compañía de Dios. Allí, podremos contemplarle cara a cara, descubriendo el Misterio de Dios Uno y Trino, Padre y Juez de vivos y muertos, cuyas delicias están en los hijos de los hombres (cf. Prov. 8, 31).

Desde el momento sublime y absolutamente inmerecido de la redención, que Cristo realizó con su muerte en el Calvario y que consumó con su triunfante resurrección y con su gloriosa Ascensión a los cielos, nuestra patria es el cielo. En esa inigualable e inmerecida patria ponemos nuestra mirada llena de ilusión y esperanza. Desde ese momento de infinita misericordia tenemos, al mismo tiempo, una familia divina y humana puesto que somos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Desde ese inolvidable momento, disponemos de un hogar no sometido a domicilios destructibles, como son los propios de esta tierra: la Iglesia.

Nosotros mismos somos familia y hogar del Señor, porque hemos sido adoptados por el Padre gracias a los méritos de Jesucristo, su Hijo Unigénito; por el don del Espíritu Santo, hemos sido constituidos en Templos vivos de Dios y morada del Espíritu. Templo vivo del Señor que se abre a su inhabitación íntima y transformadora cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía.

Somos familia de Dios, significada en la Comunidad cristiana.
Somos parte de la Iglesia de Cristo, significada en este precioso Templo, cuya consagración recordamos, y cuyo aniversario celebramos.

Somos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo en el que hemos sido integrados por el bautismo. Y, como tales miembros, tenemos como signo las piedras del edificio sagrado en el que nos reunimos para adorar y alabar a Dios. Como en esta tarde y en este sagrado lugar, debemos entonar siempre interior y exteriormente salmos, himnos y cánticos inspirados. En ellos sube al cielo la oración de la Iglesia, como una plegaria agradable al Padre porque se une a la oración de Jesucristo sacerdote eterno y valedor nuestro.

Es Dios mismo quien nos capacita para acercarnos a Él en la intimidad de este hogar familiar que es el Templo.

Es Dios mismo quien nos edifica como piedras vivas, ensambladas con la precisión de la Arquitectura divina, y solidamente afirmadas sobre el cimiento de los Apóstoles y Profetas /cf. Ef. 2, 20).

Es Dios mismo quien nos hace capaces de permanecer unidos en la comunión eclesial, como permanecen unidas las piedras del edificio sagrado en que nos reunimos. Comunión que brota de la Gracia. De esa Gracia que nos transforma en criaturas nuevas que tienen por Padre a Dios, por maestro a Jesucristo, por consejero al Espíritu, y por protectora a María Santísima, ante cuya imagen bendita nos hemos congregado hoy. Nuestra vocación es la santidad, y nuestro horizonte es la vida eterna junto a nuestro creador y Señor. Su Espíritu nos enseña a orar, nos mantiene en la fidelidad, y nos llena de esperanza para afrontar las duras pruebas de esta vida, y para superar las debilidades propias de nuestra condición contingente y pecadora.

Esta es nuestra realidad en los planes de Dios. Esta es nuestra condición de partida desde el Bautismo. Este es el horizonte de nuestra peregrinación, y la meta de nuestro camino. Por ello, al considerar todo esto, nos reunimos en el Templo, donde el Señor nos llama, nos espera, nos acoge, nos habla y se nos da sacramentalmente. Aquí elevamos nuestra súplica, unidos en la oración con toda la Iglesia y con la Madre del cielo. Ella, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, se hace una voz armoniosa con las voces de cuantos se dirigen al Señor invocándole humilde y confiadamente como verdaderos hijos.

La Santísima Virgen María, bajo la consoladora advocación de la Soledad, y cubierto el rostro con las lágrimas del dolor espiritual que le causa el maltrato de su Hijo, se pone ante nosotros diciéndonos: mirad si hay dolor como el dolor mío. Y manifestando el dolor de haber perdido a Cristo por la malicia de los hombres, nos ayuda a entender el dolor de Cristo por perdernos como hermanos a causa del pecado.

Pidamos a la Santísima Virgen, Madre y Maestra de cuantos buscamos al Señor y nos reunimos en el Templo para celebrar el misterio de la redención, que interceda ante su Hijo, salvador nuestro, y nos alcance la gracia de ser conscientes de la magnanimidad del Señor, y de saber corresponderle limpia y generosamente apartándonos del pecado.

Que la Virgen de la Soledad nos ayude a entender que no hay peor soledad que la causada por el alejamiento del Señor. Y, convencidos de ello, busquemos siempre a Jesucristo en el Templo y en lo más íntimo de nuestro ser, donde habita invitándonos a seguir la vocación cristiana con que nos ha elegido y distinguido.


QUE ASÍ SEA

Homilia en la Apertura de Curso en la Curia

HOMILÍA EN LA APERTURA DE LA CURIA ARZOBISPAL
MEMORIA DE D. AURELIO GRIDILLA
Martes, 9 de Septiembre de 2008



Mis queridos miembros de la Curia diocesana,
Muy queridos esposa, hijos y familiares de nuestro querido D. Aurelio,
miembro, también de este grupo directamente colaborador del Arzobispo en el
quehacer del gobierno pastoral de nuestra Iglesia particular:

1.- Con esta Eucaristía, sacrificio y sacramento de Vida, con el que Cristo nuestro Señor culminó su colaboración en el proyecto salvador universal del Padre, iniciamos una etapa nueva de nuestra labor al servicio del Pueblo de Dios.

Iniciamos el curso del trabajo que nos ha sido encomendado, participando en la misma acción con que Jesucristo quiso hacer presente siempre su obra redentora, como una nueva oportunidad para los hombres. La sagrada Eucaristía perpetúa entre nosotros y para nuestro bien lo que tuvo un inicio en el tiempo, aunque estaba previsto desde los siglos en Dios: la salvación universal. Y dignifica todo cuanto nosotros podemos hacer, unidos al Señor, en el cumplimiento de la vocación con que, también desde los siglos, Cristo ha proyectado su voluntad de plenitud en nosotros y en la Iglesia.

En la Eucaristía, nuestra voluntad se une a la voluntad del Padre, y nuestra vida se configura con la de Cristo, convirtiéndose en camino de la propia salvación, en instrumento de redención para los hermanos, y en valioso medio para la transformación del mundo que estamos llamados a renovar en la verdad, en la justicia, en el amor y en la paz.

Con la Eucaristía, el Salvador se hace presente entre nosotros; el amigo por excelencia se une activamente a quienes le recibimos presentándonos ante el Padre como ofrenda de suave olor; y el Redentor nos convierte en colaboradores suyos para la obra que ninguna otra puede superar: la obra del amor infinito de Dios, en que se manifiesta sobremanera el corazón divino, en la que la cercanía de Dios al hombre realiza el inenarrable misterio de la intimidad con nosotros, y en la que la promesa del Señor se convierte en adelanto, según el mismo Jesucristo nos ha revelado diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn. 6, 56); “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre” (Jn. 6, 51).

La Eucaristía es el acto cumbre de nuestra relación con Dios; es la acción más divina en que podemos cooperar los humanos; es el don más precioso y más preciado con que el Señor nos enriquece en la tierra; es, por tanto, la fuente y la cumbre de cuanto podemos hacer de acuerdo con la voluntad de Dios nuestro Padre, nuestro creador, nuestro redentor y nuestro compañero de camino hacia el abrazo eterno con él que nos quiere más que nosotros podamos querernos a nosotros mismos.

La Eucaristía es, pues, el acto más digno y sublime en el que podemos unirnos al Señor pidiéndole que Él se una a nosotros en el quehacer de cada día, para que nuestros pasos resulten certeros, y para que nuestra vida transcurra según el ritmo sublime de la vida de Dios que se hizo hombre para compartir con nosotros el peregrinar hacia la plenitud.

Por todo ello, la Eucaristía es y debe ser para nosotros el punto de partida para emprender nuestro quehacer ordinario y extraordinario, el apoyo en el curso de nuestro peregrinar, y el momento en que toda nuestra vida se eleva al Padre como signo de gratitud y prenda de la más firme esperanza.

2.-. Hoy celebramos la sagrada Eucaristía como arranque del curso pastoral a cuya realización nos ha llamado el Señor. Ofrecemos este sacrificio de alabanza a Dios y de redención para los hombres, encomendando al Señor el alma de nuestro compañero y querido amigo D. Aurelio Gridilla, que acaba de iniciar su última andadura hacia el Padre después de recorrer, en fidelidad y ejemplar estilo de colaboración eclesial, el curso de su peregrinar terreno.

Demos gracias a Dios que nos permite encontrar entre los fieles, hombres y mujeres que nos estimulan con su ejemplo, nos alientan con su buen hacer, y nos acompañan con su tesón y generosidad. De ello dio clara muestra nuestro hermano Aurelio, cuya salvación eterna confiamos a la misericordiosa Providencia de Dios. Él lo eligió entre nosotros y lo constituyó en cercano testimonio de fe, en referencia de responsabilidad familiar, en apoyo del quehacer eclesial, y en cordial amigo de quienes compartíamos con él una relación personal, de trabajo y de apostolado.
Al elevar nuestros sufragios por su eterno descanso, agradecemos al Señor su magnanimidad para con nosotros, manifestada a través de quienes él ha puesto a nuestro lado como ayuda y ejemplo. Que Dios tenga a en su gloria por siempre a D. Aurelio, colaborador generoso en el
Consejo de Asuntos Económicos de la Archidiócesis.

3.- El Evangelio de hoy nos narra la elección de los Apóstoles. Jesucristo los fue nombrando uno a uno. Nuestra vocación, como la de los Apóstoles, no es colectiva ni anónima; es personal e intransferible. Por eso, la fidelidad a quien nos llama debe ser delicadamente humilde, incondicionalmente obediente, esperanzadamente optimista, serenamente cumplida, y siempre agradecida. Esto es lo que ahora debemos pedir al Señor por intercesión de la Santísima Virgen María, madre nuestra y maestra de fidelidad a Dios por encima de todas las dificultades y obstáculos.

Al acercarnos a recibir el Pan del Cielo, que da vida a los hombres, pongámonos en manos del Señor para que a través nuestro llegue a los hermanos la noticia del Evangelio, el apoyo de la oración y el testimonio de la alegría de ser salvados por el Señor, y de ser constituidos instrumento de salvación para el prójimo.


QUE ASÍ SEA.