HOMILÍA EN LA FIESTA NAVIDEÑA DE LOS SACERDOTES

Miércoles, 7 de Enero de 2009



Queridos hermanos sacerdotes:

1.- Hoy es un día en que esta expresión “queridos hermanos sacerdotes” parece gozar de su más genuino significado y de una mayor adhesión por parte de cada uno de nosotros.

Celebramos una jornada exclusivamente nuestra, sin otro motivo que encontrarnos fraternalmente en fechas navideñas y dar gracias a Dios por los vínculos que fueron tomando consistencia entre nosotros en el Seminario, en el ejercicio del ministerio pastoral, o en circunstancias especiales que cada uno recuerda con agrado.

Todos esos vínculos, tan variados por su origen, estilo e intensidad, han ido tejiendo fuertes lazos que nos unen sin mermar nuestra libertad, que nos ofrecen seguridad en la relación personal más allá de pequeñas incidencias, y que nos deparan el solaz de una verdadero clima familiar.

Al correr ya el quinto período anual de mi estancia “entre vosotros”, he ido percibiendo que mi preocupación de “ser para vosotros”, nacida de la conciencia de mi deber episcopal, ha ido enriqueciéndose con la satisfactoria y relajante sensación de estar siendo también “con vosotros”.

Ya ningún hermano sacerdote me resulta desconocido. En todos vosotros, con los matices propios de nuestra variada relación, he descubierto algo que distingue casi a cada uno, y que motiva una relación bastante singular y personalizada entre nosotros.

Muchas veces y en distintos lugares he dicho que los sacerdotes somos la familia más permanente y segura que tenemos cada uno. De tal forma que, cuando alguien queda huérfano y lejos de los suyos, tiene siempre en los hermanos sacerdotes unos compañeros dispuestos a velar junto a él en la enfermedad, a ofrecerle el calor de la comprensión cuando le invade esa fría soledad; de esa soledad que brota alguna vez en casi todos como un sentimiento embargante y amargo tras la dura experiencia de las incomprensiones, de los fracasos o de los difíciles trances que prueban nuestra resistencia humana y vocacional.

2.- Celebramos hoy esta jornada festiva y entrañable, unida a la conmemoración de las llamadas bodas de plata y de oro de algunos de nosotros. En ello nos unimos sin excepción, alegrándonos con los que se alegran, y compartiendo la satisfacción de poder agradecer a Dios el don inmenso del Sacerdocio y de la fidelidad en el ministerio para el que hemos sido elegidos.

Cada Sacerdote es un verdadero regalo del Señor para los compañeros y para la Iglesia. Cada uno de nosotros, con sus cualidades específicas y con sus limitaciones y peculiaridades ha sido elegido, ungido y enviado por el Espíritu para ser testigo del amor de Dios y de la redención en que este amor se manifiesta como infinita misericordia para el mundo entero.

Cada sacerdote, como regalo de Dios es para el ministerio de la salvación del mundo, es un signo de la providencia divina que debemos agradecer constantemente. Hoy tenemos una ocasión propicia para ello, elevando al Señor un himno de alabanza y gratitud, unidos a quienes celebran sus veinticinco o cincuenta destacado años de ministerio. No cabe duda de que esta efeméride recoge una intensa historia personal y de muy variadas relaciones eclesiales. En ellas hubo seguramente alegrías reconfortantes y duros momentos vividos como pruebas no siempre fácilmente comprensible; pero, en todo ello privó siempre, con mayor o menor intensidad, el sentido sacerdotal. Por él todos esos áridos momentos fueron ofrecidos generosamente al Señor como una oblación en favor de la propia fidelidad personal y como una oración muy sentida, unidos a la Pasión de Cristo, para gloria de Dios y para la salvación del mundo. Nuestra sincera y emotiva felicitación para todos ellos.

Me uno esta acción de gracias a Dios, especialmente en este año, puesto que dentro del 2009 que ahora iniciamos, y hacia el final del mismo, celebraré, Dios mediante, los veinticinco años de mi ordenación episcopal. También de ello no dejo de sentir una sorpresa profundamente gozosa y una constante necesidad de dar gracias al Señor. Está claro que Aquel que lo obra todo en todos actúa en la Iglesia y en el mundo a través nuestro y a pesar nuestro.

3.-Nos reunimos en esta jornada con la austeridad y la elegancia propias del espíritu fraternal que reconoce sus raíces en el sacramento del Orden por cuya dignidad hemos sido personalmente dignificados.

Esa dignidad nos vincula al Señor en perenne acción de gracias también. Esa dignidad que llevamos en nosotros como en vasijas de barro, nos identifica esencialmente entre nosotros y nos acerca unos a otros por encima de toda lejanía física o psicológica. Hagamos honor a todo ello con nuestras actitudes de comprensión mutua, y de recíproca y sencilla acogida.

Hagamos el propósito de no preconcebir el estilo de las relaciones personales entre nosotros.

Que nuestra actitud de acogida y de acercamiento respete las singularidades de cada uno, procurando descubrir los valores de cuanto nos llega de los demás de modo inesperado. La riqueza de las relaciones personales en el seno del único presbiterio diocesano quedaría muy recortada si cada uno las redujéramos a quienes manifiestan claras coincidencias con nosotros.

En ese momento dejarían perderían el buen estilo de relaciones fraternas. Los hermanos no se eligen entre sí, ni coinciden siempre en criterios y estilos de vida.

4.- Esa forma de relación personal es la que nos presenta hoy la palabra de Dios a través de la primera carta de S. Juan, cuando nos habla del amor de Dios diciéndonos: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn. 4, 1).

Dios nos ama como somos, habiéndonos hecho distintos a cada uno. Dios nos convoca al amor fraterno desde el pleno conocimiento de cada uno en sus propias singularidades, limitaciones, cualidades y defectos.

No podemos confundir el amor cristiano con el simple y espontáneo afecto personal, como todos predicamos porque sabemos que debe ser así. Sin embargo, bueno es enriquecer nuestras relaciones personales con el calor del afecto humano. Precisamente por entender todo ello con el equilibrio y la naturalidad que ha de caracterizarnos, debemos estar abiertos a los más variados estilos de relación entre nosotros, pasando por encima de líneas pastorales diferenciadoras, y sin condicionar la fluidez de nuestras relaciones fraternales a determinada anécdotas que produjeron un explicable distanciamiento en un momento ya pasado.

Ojalá que los legítimos grupos de amistad, configurados por la espontaneidad del espíritu, no sean obstáculo para disfrutar, al mismo tiempo, de la compañía de cualquiera de nuestros hermanos sacerdotes, hasta llegar a descubrir en cada uno de ellos la nota o la cualidad que puede hacer gratificante la relación con cada uno de ellos. ¿No es esto lo que vemos lógico y lo que sentimos necesidad de expresar a los matrimonios en crisis de convivencia, y a personas dolidas por las difíciles relaciones personales en el trabajo?

5.- Esta dimensión relacional que nos une como hermanos es una importante ayuda para que día a día podamos mantener despierta la conciencia de nuestra elección, de nuestra unción y de nuestra misión, con el optimismo y la esperanza necesarios para seguir empeñados en nuestro ministerio.

Las circunstancias con que nos encontramos en la sociedad no siempre son halagüeñas, sino frecuentemente adversas; y pueden ensombrecer la conciencia de nuestra identidad, debilitando, por ello, la ilusión y la creatividad necesarias para el fructuoso ejercicio de nuestro sagrado ministerio.

Precisamente porque la realidad social presenta las más variadas formas de entender la vida y de afrontar los retos que en ella se van encontrando; y precisamente porque no todos los criterios y comportamientos se ajustan a la verdad, sino que paradógicamente llegan a causar sufrimiento y vacío interior en quienes los adoptan , es por lo que cada vez tiene mayor importancia y es más necesaria nuestra presencia evangelizadora en el mundo y nuestra contribución a la recuperación de la esperanza en medio de esta sociedad un tanto cansada por el desencanto y por una irracional competitividad.

La Iglesia y nuestro ministerio en ella son hoy tan necesarios como la acción del buen samaritano para salvar la vida del pobre, herido y abandonado en el camino. Ese es nuestro modo principal de ejercer la caridad, inseparable de la predicación y de la celebración litúrgica que nos concierne. Esa es la tarea permanente de la Iglesia por la que hoy se gusta en calificarla como samaritana.

Sabemos por experiencia que, a pesar de las actitudes que tergiversan y, a veces, incluso denigran la identidad y la acción de la Iglesia y de sus pastores, la Iglesia y sus pastores han ido cumpliendo y seguimos cumpliendo una misión imprescindible tanto humana como sobrenaturalmente imprescindible en el mundo. La clara conciencia de ello debe ayudarnos a mantener el espíritu vigilante y la entrega firme y esperanzada a nuestro ministerio. Más todavía: considerando las dificultades del tiempo presente y sabiendo con certeza que sólo Cristo es la luz del mundo y la salvación de las gentes, el conocimiento de la realidad ha de espolear el ánimo y estimular la inteligencia para ejercer nuestro ministerio con sana creatividad y con apoyo recíproco entre compañeros y entre comunidades parroquiales, movimientos y asociaciones y miembros de la Vida Consagrada.

Estamos configurados con Cristo por el Bautismo y especialmente incorporados a su mismo ministerio por el sacramento del Orden. Por tanto participamos de su misma paradoja. Su triunfo redentor pasó antes por la sospecha, por la difamación y por la persecución hasta la muerte en Cruz, vergonzosa y reservada a los enemigos de Dios y del pueblo. Nosotros, de momento, como dice el Apóstol, aún no hemos derramado sangre por esta causa. Demos gracias a Dios.

6.- Pidamos al Señor, por intercesión de la santísima Virgen María, que nos ayude a ver con claridad y a recibir con gozo cuanto el Señor nos depara en el curso de nuestra vida sacerdotal; y a ser capaces de permanecer fieles hasta el fin de nuestros días, como sacerdotes y hostias vivas para la salvación del mundo.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE EPIFANÍA

Martes, 6 de Enero de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, religiosas y seglares todos:

Al celebrar esta fiesta de tanto arraigo entre nosotros, y de tanta repercusión familiar y social, como es la que denominamos popularmente como el Día de los Reyes Magos, el Señor se dirige a nosotros a través de la profecía de Isaías diciéndonos: “Levántate y brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti”(Is. 60, 1).

1.- Jerusalén es la ciudad santa, el símbolo del pueblo elegido, el signo del acercamiento mutuo entre Dios y la humanidad, y el espacio del encuentro histórico de Dios con los hombres. En Jerusalén, el Hijo de Dios consumó su acercamiento a nosotros, pecadores, asumiendo la culpa de nuestros pecados y culminando la redención universal. Por el sacrificio expiatorio de Jesucristo, realizado en el Calvario de Jerusalén, y que nos liberó del pecado y nos hizo hijos adoptivos de Dios, podemos llamar “Padre” a Dios.

Por tanto, Jerusalén es para nosotros, la imagen de la Iglesia que es el nuevo y definitivo pueblo de Dios en el que hemos nacido a nueva vida. La Iglesia se la llama, en algunos lugares “la Nueva Jerusalén”.

En la Iglesia el Señor se acerca a nosotros cuando es proclamada su palabra en el curso de una celebración litúrgica.

En la Iglesia el Señor prosigue su acercamiento ofreciéndonos personalmente su redención cada vez que participamos en los santos sacramentos, sobre todo en la sagrada Eucaristía. De este modo, y a través de la Iglesia, el Hijo de Dios nos aplica los méritos alcanzados de una vez para siempre con su muerte y resurrección. Momentos que tuvieron su escenario en Jerusalén.

2.- Volviendo a las palabras de Isaías, después de esta reflexión aclaratoria, debo decir que el Señor es la verdadera luz capaz de brillar en medio de las tinieblas destruyendo con su resplandor hasta la más tenebrosa oscuridad personal y social.

Conviene saber que la luz de que nos habla el Profeta es la gloria misma del Señor, cuyo resplandor ilumina el alma, el hogar, el trabajo, el gozo, el dolor, y la vida entera cuando se manifiesta y la percibimos por la fe. Esa Luz se distingue notablemente de las luces humanas, radicalmente unidas a los sentidos y a la simple racionalidad de nuestra inteligencia.

La luz que nos llega del Señor nos permite acceder a lo que desborda nuestra inteligencia, nuestra capacidad de comprensión y nuestra mirada terrena, cuyo alcance termina casi en lo inmediato, en lo material y muchas veces simplemente en las apariencias.

Esa luz, coincidente con la gloria del Señor, ilumina sólo a quienes se acercan a Dios; a quienes meditan en su palabra y en su obra salvífica; a quienes llegan a experimentar el amor de Dios, la bondad de Dios, la misericordia divina y las obras de su infinita y constante Providencia.

La luz del Señor, que nos permite percibir la realidad profunda de las cosas y de los acontecimientos; la luz por la que podemos penetrar en el sentido último de la vida y de cada uno de sus momentos; la luz que nos capacita para adentrarnos en el misterio de Dios creador y redentor; la luz que nos permite ver más allá del horizonte puramente humano, es una luz que nos llega desde fuera, desde Dios, porque esa luz es Dios mismo. Pero, esa luz brilla al mismo tiempo dentro de nosotros y se proyecta desde el fondo del alma sobre cuanto ocupa nuestra atención en el orden humano y en el orden sobrenatural. Esa es la maravilla de la gracia de Dios y de la fe cristiana.

3.- Percibir y experimentar la gloria del Señor, que es la fuente de toda luz interior, realiza en nosotros una transformación tal que nos permite gozar de la luz de Dios, que es la fe, y proyectar esa luz sobre cuanto forma parte de nuestra existencia. Por ello la luz que emana de la gloria del Señor nos hace capaces de percibir la verdad más allá de las apariencias.

Esa luz es imprescindible para vencer los espejismos con que el diablo intenta captar nuestra atención y dirigir nuestra vida desfigurando la realidad, y haciéndola depender de nuestras limitaciones y concupiscencias.

Esa luz es la que brilló en el espíritu religioso de los Magos de Oriente y les permitió ver y entender la estrella como la indicación milagrosa que podía llevarles ante el Señor de Cielos y Tierra, ante el cual toda rodilla debe doblarse en el cielo y en la tierra, y ante el que toda lengua debe proclamar que Jesús es el Señor (cf. Flp. 2, 10).

4.- Queridos hermanos: no cabe duda de que hoy estamos muy necesitados de la luz de Cristo, de la luz de la fe, de la luz que emana de la contemplación de la gloria del Señor. Por eso debemos pedirla al Señor en este día con toda insistencia y devoción, con toda confianza y esperanza.

Debemos pedirla para nosotros y para los demás; especialmente para aquellos que el Señor ha puesto a nuestro lado como miembros de la misma familia, como integrantes de la misma comunidad cristiana, de la misma Cofradía o Hermandad, como compañeros de trabajo, como amigos, o como parte de la sociedad en que vivimos, cuyos rasgos culturales y cuyas leyes modelan erróneamente los criterios y los comportamientos de tantas y tantas personas no suficientemente apercibidas.

Ojalá que, con nuestra plegaria, creciera cada día el número de quienes, como dice el Salmo que hemos recitado, se postrarán ante el Señor atraídos por la luz de su gloria.

5.- Pero la fiesta que hoy celebramos, y que recibe el nombre litúrgico de Epifanía o manifestación, encierra otro mensaje muy importante para nosotros y para la sociedad en cualquier lugar y tiempo. La fiesta de la Epifanía nos muestra de modo muy elocuente la voluntad de Dios de acercarse a todos, de atraer a todos hacia su gloria, de romper toda xenofobia, todo clasismo, toda marginación y todo sectarismo. Dios, hecho hombre y nacido en Belén, se manifiesta a judíos y gentiles, y a todos hace oír, de un modo u otro, la Buena Noticia de la salvación. A todos quiere acercar la fuerza de su gracia para que cada uno pueda orientar su propia vida a la luz de la verdad, y para que todos podamos ayudar a los demás a percibir el resplandor de Cristo que rompe toda oscuridad.

Hoy constatamos diversas sombras en la sociedad que producen densa oscuridad en el alma de muchos niños, de muchos jóvenes y de muchos adultos. Sombras que pasan desapercibidas a muchas personas deslumbradas por los brillos del progreso científico, del bienestar, y de las abundantes promesas de goce y de crecimiento económico y material. Progreso que es legítimamente deseable, en principio, si responden a criterios de justicia y equidad.

Las sombras de que hablamos permanecen a pesar de los progresos humanos e impiden ver lo que hay en la propia intimidad, que es de donde se brota la duda, el sinsentido, la desesperanza, la ansiedad insaciable, y la desorientación. La razón es muy sencilla: las exigencias interiores de la persona que no se abandona a la vorágine del activismo y del ambiente, permanecen a pesar de tanta propaganda, de tanta llamada a veces embaucadora, de tanto discurso y de tanto mensaje subliminal contrario a la vivencia de la fe cristiana.

5.- Es necesario que cada uno de nosotros analice su propia interioridad para detectar las luces y las oscuridades que simultaneamente ocupan el alma algunas veces.

Es necesario que tomemos una decisión clara y firme para abrir el espíritu a la experiencia de Dios, de cuya gloria nos ha de llegar la luz para romper oscuridades, para vencer toda sombra, y para esclarecer el camino por el que debemos encauzar nuestros pasos.

Es necesario que avivemos la conciencia hasta percatarnos de la riqueza que supone haber sido iluminados por la gloria del Señor, y hasta que entendamos que la primera obra de caridad, la más importante a realizar con los hermanos es, por ello, ofrecerles la luz del Evangelio, acercarles a Dios para que puedan percibir la gloria del Señor y, para que, con su resplandor, encuentren el sentido de su vida y la inmensa grandeza a que han sido convocados y capacitados por el Señor.

6.- A esta reflexión quiero unir otro de los mensajes de la fiesta de Epifanía, que de algún modo ha calado en el alma popular, aunque esté sufriendo notables deformaciones. Se trata de los obsequios. Siguiendo el ejemplo de los Magos de Oriente que ofrecieron al Señor oro, incienso y mirra, se ha establecido la antiquísima costumbre de obsequiar a los seres más cercanos con regalos que, en principio, significan el amor, el aprecio y la voluntad de ayuda y servicio que les une. Pero cabe el peligro de que se olvide a Dios, al Niño nacido en Belén, que está esperando el obsequio de nuestra fidelidad, el regalo de un tiempo dedicado a él, de un sacrificio por el que le manifestemos nuestra preferencia sobre las otras realidades que tiran de nosotros con la fuerza de la concupiscencia.

Vigilemos para que la costumbre de los regalos no se oponga al motivo que los motivó y universalizó, y que es la entrega del Señor en beneficio de la humanidad, y la voluntad de los Magos de entregarle cuanto estaba en sus manos para alabarle y manifestarle su fidelidad.

Que esta fiesta abra el corazón de los hombres y mujeres a la caridad cristiana y a la solidaridad humana. Procuremos que nadie eche en falta la ayuda material y espiritual que, en cada momento, constituya su mayor necesidad. Esta será la mejor forma de agradecer a Dios todo el bien que nos ha hecho con sus inmensos dones.

QUE ASÍ SEA.