HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

12 de Abril de 2009


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Al. 117, 24).

En verdad, en el día que hoy recordamos y conmemoramos, en el tercer día desde la crucifixión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, en el Domingo, considerado desde entonces como el Día del Señor, llegó a su culmen la gran gesta de nuestra redención. Cristo, muerto en la cruz por nuestros pecados y sacrificado para nuestra salvación, salió glorioso del sepulcro. Desde ese momento, quedaron rotas las ataduras que nos tenían sometidos a la muerte espiritual. El Señor resucitado restableció la relación de cada hombre y de cada mujer con Dios Padre, Creador y Señor del universo.

Ya no somos víctimas indefensas del pecado, ni criaturas sometidas al poder del maligno. Somos hijos adoptivos de Dios, criaturas libres, capaces de ejercer el pleno señorío sobre la creación. A esto nos llamó el Creador como el ministerio que debíamos ejercer. “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra” (Gn. 1, 28), fueron las palabras con que ordenó el programa de nuestro peregrinar sobre la tierra. La obediencia que debemos a Dios, tiene su cumplimiento, en buena parte, valorando y cultivando, con gratitud, cuanto hemos recibido de sus bondadosas manos. No tendría sentido nuestra relación personal con Dios olvidando nuestra relación con todos los seres creados.

Los esfuerzos de superación personal para desarrollar todas las potencialidades recibidas del Señor, y para construir el hombre nuevo que estamos llamados a ser, de acuerdo con nuestra identidad humana y sobrenatural, han de orientarse, de modo simultáneo, a procurar el acercamiento personal a Dios en Jesucristo, y a cuidar y aprovechar la riqueza de la creación que el Señor puso en nuestras manos. Es más: de tal modo están relacionadas ambas dedicaciones, que no se entiende el acercamiento a Dios sin un recto comportamiento con cuanto Dios ha puesto a nuestro alrededor. Por ello, debemos asumir, con plena conciencia de que es nuestro deber esencial e inseparable, el culto a Dios, el amor al prójimo y un generoso compromiso ecológico. La realización armónica de este proyecto es imprescindible para la construcción del hombre nuevo y para la renovación del mundo en la verdad, la justicia, el amor y la paz.

2.- El triunfo de Cristo en la Resurrección que hoy celebramos nos permite reconocer, aprovechar y desarrollar la dimensión sobrenatural con que Dios quiso dotar a cada criatura humana desde el primer instante de su existencia. Desde la Pascua del Señor, vencida ya la muerte espiritual causada por el pecado, podemos orientar nuestros pasos hacia el horizonte de la vida que no acaba, hacia la meta de la perfección junto a Dios, hacia la libertad verdadera que nos lleva a gozar de la felicidad eterna.

Gracias al triunfo de Cristo, toda forma de dolor, toda prueba, toda enfermedad, todo esfuerzo, toda frustración, y la muerte misma, nos incorporan a la cruz del Señor, y se convierten en pórtico de una gloria que supera con creces toda situación penosa.

La resurrección de Cristo no es, por tanto, un hecho glorioso cuya celebración se limita a festejar el triunfo de Dios hecho Hombre, sino un acontecimiento que, ocurrido de una vez para siempre, nos pone ante los ojos de la fe todo un panorama verdaderamente esperanzador. En él, todo acontecimiento de nuestra vida adquiere un profundo sentido, porque es integrado en el proyecto salvador de Dios. Por ello, la resurrección de Cristo es, también, la fiesta por la que el triunfo de Cristo se convierte en nuestro propio triunfo. Es Cristo mismo quien nos incorpora a su muerte y a su resurrección y nos orienta a la plenitud en la tierra y al goce eterno en el cielo.

La celebración del triunfo de Cristo sobre la muerte ha de llevarnos a tomar conciencia del futuro que el Señor nos tiene reservado, y del camino que debemos recorrer para alcanzarlo. Por eso, la memoria de la resurrección de Cristo ha de presidir la vida entera. Debe ser como la estrella que guíe nuestro camino por la vida, manteniendo en cada uno la ilusión, la fidelidad, el aliento ante las dificultades, la firme esperanza en que la meta es alcanzable, y la alegría que brota de la confianza en la gracia de Dios que nos acompaña. Ese es el motivo por el que la Iglesia ha celebrado, desde el principio, el Domingo como día primero, símbolo de la nueva humanidad; como el Día del Señor, cabeza de esa nueva humanidad; como el Día de la Iglesia, familia de Dios que reúne a todos los que creen en Cristo muerto y resucitado y desean seguir sus pasos de obediencia y de intimidad con Dios.

3.- El Domingo, siendo el Día del Señor, es el Día del Hombre, porque por el triunfo de Cristo que en él celebramos, cada uno de nosotros puede llevar a plenitud su más genuina identidad.
Cuando, al celebrar la Resurrección del Señor, cantamos diciendo: “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal. 117, 24), hacemos un acto de fe en que ese Día glorioso se hace presente, vivo y operante, en cada Domingo, si participamos en la Sagrada Eucaristía. La santa Misa, que estamos llamados a vivir como un verdadero privilegio que nos une a Cristo, participando de su muerte y de su resurrección, nos ofrece todo cuanto el Señor nos regaló durante su peregrinar sobre la tierra: su palabra, su cuerpo y su sangre, su gracia, y la fuerza de su triunfo sobre el pecado. Consiguientemente, el Domingo no se entiende en un cristiano sin la participación en la sagrada Eucaristía, sacrificio y sacramento de la muerte y resurrección de Cristo. Y la vida cristiana resulta muy difícil de entender y, desde luego, imposible de cultivar y mantener, sin la celebración del Domingo.

Queridos hermanos: es necesario que meditemos, con seriedad y con interés, sobre la riqueza que nos aporta la significación y celebración cristiana del Domingo. Esta necesidad adquiere un relieve especialmente notorio en estos tiempos. Corren días en los que se extiende el peligro de acomodarlo y justificarlo todo teniendo como referencia el bienestar material, la comodidad personal, la liberación de las obligaciones, deberes y compromisos cuyo cumplimiento no reporte bienes sensibles y cuantificables.

Sin la celebración del Domingo, la vida se vacía progresivamente del sentido y de la orientación que le aportan horizontes, fuerza y consistencia para que tenga sentido y pueda convertirse en fuente y cauce de libertad, de equilibrio interior, de serenidad, de esfuerzo compensado, de sereno gozo y de esperanza.

4.- Considerando todo lo que nos aporta la celebración de la Pascua, y la debida vivencia del Domingo, cobran toda la fuerza de la lógica las palabras de S. Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura: “Ya que habéis resucitado con Cristo, b“uscad los bienes de allá arriba donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1-2).

Que sea éste nuestro programa.

Que la Santísima Virgen María, unida como nadie a los padecimientos de Cristo y partícipe de la gloria eterna que Dios tiene reservada para los que le aman, interceda por nosotros “para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo” (Salve).


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL

Día 11 de Abril de 2009

Queridos hermanos sacerdotes y Diácono asistente,
Queridas religiosas, seminaristas y seglares todos:


El misterio de Cristo se ha desvelados en esta noche de Pascua. Lo que descubrió el centurión al presenciar la muerte de Cristo diciendo: “verdaderamente este era el Hijo de Dios”, es notorio para quienes tenían puestos sus ojos en El. Cristo ha resucitado por su propio poder, y se ha manifestado a los suyos anunciándoles que va a encontrarse con ellos en Galilea.

Desde el momento en que la Resurrección del Señor ha llegado a sus discípulos como una constatación innegable para ellos, la divinidad del Maestro se impone con mayor fuerza que con todos los milagros y con la misma escena de la transfiguración.

El testimonio de los Apóstoles se ha constituido en el mensaje central de la Iglesia naciente. Ella testifica la Resurrección del crucificado como garantía de que el sacrificio del Maestro tiene mérito infinito, como corresponde a la persona que lo protagoniza: a la Persona del Hijo de Dios que, en Jesús de Nazaret, es verdadero hombre y verdadero Dios. Por ello cantamos con gozo: Cristo ayer, hoy y siempre. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

En la muerte de Cristo, hemos sido redimidos, la muerte de Cristo nos ha salvado. “Exulten, pues, los coros de los ángeles exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación… Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.” (Pregón Pascual)

Al celebrar la gloriosa resurrección de Cristo como la manifestación inequívoca del triunfo redentor de Cristo, “es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre canceló el recibo del antiguo pecado”. (Pregón Pascual)

Después de esta alabanza de gratitud, la coherencia con la fe en Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, nos exige presentar ante el Señor nuestra decisión de mantener y acrecentar la fidelidad a la vocación recibida que es, nada más y nada menos, que la de ser hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria. Suba pues nuestra oración ante Dios con las palabras del Salmo: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50, 12)

A partir de la resurrección de Cristo, nace la humanidad nueva. Cristo, el hombre nuevo, cabeza de la nueva humanidad pregona la renovación profunda de cuanto existe: “He aquí que lo hago todo nuevo” (Ap 21, 5)

En esa transformación todos gozamos de la gracia de una posible renovación. Y tenemos que aprovechar la oportunidad.

Parece que asumimos ahora, con motivo de la Resurrección el mismo mensaje de la Cuaresma, el mensaje de la conversión a la que nos invitaba la Iglesia con palabras del Señor: “El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Lo que ocurre es que nuestra vida es una sucesión de pequeñas o grandes infidelidades que van manchando el conjunto de buenas obras que obedecen al ánimo de cumplir la voluntad de Dios. Y el Señor, con cualquier motivo, y en estas ocasiones con mayor fuerza y razón, estimula en nosotros con su gracia, la decisión de ser fieles a nuestro Padre y Señor, redentor y hermano en el camino, el Dios de cielos y tierra que ha volcado y sigue volcando su amor en beneficio nuestro.

Al sentirnos llamados de nuevo a la conversión para participar de la vida nueva, lejos de sentirnos sumidos en una monótona trayectoria por la repetición de idénticos propósitos, debemos sentir el gozo de tener a Dios a nuestro lado, insistiéndonos, con la constancia y la paciencia propia del amor, y ofreciéndolos la seguridad de su misericordia, de su gracia y de su herencia gloriosa.

Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. (cf. Sal 117, 1). Confiemos en que “la diestra del Señor es poderosa” (Sal 117, 1ss) y, llenos de esperanza por sentirnos los predilectos del Señor, tomemos conciencia de que no hemos de morir sino que viviremos, para contar las hazañas del Señor. Porque “la piedra que desecharon los arquitectos (Cristo Jesús, Mesías Salvador) es ahora la piedra angular” (cf. Sal 117)

Que la Pascua en cuya solemnidad nos hemos reunido, nos llene del gozo de la resurrección del Señor, nos aproveche para dar un paso firme de mayor fidelidad al Señor, y nos permita vivir constantemente en el gozo y la paz que nos da la esperanza en la redención de Jesucristo Nuestro Señor.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DEL VIERNES SANTO

Día 10 de Abril de 2009

Queridos hermanos sacerdotes y Diácono asistente,
Queridas religiosas, seminaristas y seglares todos:


1.- Nos hemos reunido para celebrar la muerte redentora de Jesucristo nuestro Señor. Muerte causada por la gran paradoja de la historia humana: el hombre ofende a Dios, se aparta de él y pretende ser el punto de referencia de su propia existencia. El hombre, olvidando que ha sido creado por Dios y que es criatura suya, y poseído de sus capacidades -también recibidas de Dios- pretende erigirse en norma y fin de sí mismo. Con esa pretensión, hace todo lo posible para apartar a Dios de la escena social.¡“Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”(Lc.23, 21), fue el grito unánime de una turba confundida y alienada por las influencias de los poderosos de aquella sociedad. Grave error de consecuencias nefastas hubiera sido, si el amor de Dios no hubiera sido más grande que nuestros pecados; porque, como nos dijo el Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5).

Lo que ocurre, en verdad, es que, cuando el hombre se aparta de la fuente de vida, que es Dios, anda errante, buscando y sorbiendo aguas que no pueden apagar su sed. Como consecuencia, no tiene más remedio que ir poniendo su esperanza en nuevas experiencias terrenas, en posibles nuevos pozos de supuesta felicidad que no logra descubrir. Lastimosa situación ésta, cada vez más extendida en determinados ambientes de los que no escapan, como sabemos, muchos jóvenes y adultos, hermanos nuestros al fin y al cabo.

No debemos olvidar que el corazón del hombre está hecho para gozar del infinito, para gozar de Dios; y, mientras no se encuentre con Dios, caminará errante y ansioso de un horizonte que no logra divisar. Solo Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6).

2.- Esta situación también afecta a muchas personas de buena voluntad, que viven alejadas del verdadero Dios y adheridas a pequeños ídolos, porque nunca recibieron el anuncio de la Buena Noticia proclamada por Jesucristo.

El Evangelio nos manifiesta el amor infinito de Dios empeñado en salvar a sus criaturas, a pesar de que son ellas las que se apartan de Él por el pecado. No podemos dudar de que, si esta noticia llegara debidamente a muchos de los que se apartan de Dios, volverían a Él y, hasta como ocurrió con S. Pablo, con S. Agustín y con tantos otros, seguramente serían grandes apóstoles del Señor; ayudarían a que muchas personas alcanzaran el equilibrio interior, la paz del alma, y de la felicidad que nace del encuentro y de la intimidad con Dios.

En contraste con los desafortunados que no conocen a Dios, nosotros hemos sido agraciados por el Señor. Hemos sido elegidos como destinatarios del Evangelio y conocedores de su mensaje salvador. Ahí está la llamada a nuestra conciencia para que seamos apóstoles responsables en el ámbito de nuestras relaciones con el prójimo.

Es doctrina evangélica que debemos dar gratis lo que gratis hemos recibido (cf---). Por tanto, nuestra gratitud a Dios nos exige vivir preocupados por quienes no conocen al Señor; por aquellos que incluso le niegan, a causa de la mala imagen que de Él han recibido. Y esa preocupación ha de movernos a la acción, llevados del mismo amor a los hermanos que el Señor ha tenido y tiene por nosotros. En consecuencia, el infortunio de quienes no conocen a Jesucristo, lejos de ocasionar en nosotros un juicio negativo sobre ellos, se convertirá en una exigencia interior capaz de lanzarnos al apostolado constante.

Pero este urgente apostolado, ha de que debe partir de un interés mantenido por conocer cada vez mejor el Evangelio de Jesús, por experimentar la oración frecuente rogando por nosotros y por aquellos a quienes queremos llevar la Buena Noticia.

El apostolado tiene como fin colaborar a que se aproveche al máximo posible la gracia de la redención de Cristo. Con ella el corazón de los hermanos podrá abrirse a la verdadera libertad, su inteligencia gozará de la luz de la fe, y su vida podrá transcurrir por el camino de la tan deseada felicidad.

3.- Cuando se habla de apostolado parece que se trata de una acción especializada que han de asumir solo aquellos que gozan de una preparación específica y de tiempo libre abundante. Es cierto que ser apóstol en determinados ambientes y circunstancias requiere disponer de recursos que dependen de una fuerte preparación personal. No podemos negar que hay formas de apostolado que piden la dedicación de un tiempo determinado. Pero también es cierto que la esencia del apostolado al que Dios nos ha llamado a todos por el Bautismo, está en amar a Dios y desear amarlo más cada día; en amar al prójimo sin olvidar que son hermanos nuestros por voluntad de Dios; en sentir pena de que se pierda la gran riqueza de vida que aporta el Evangelio; en acercarse al prójimo con amor donde quiera que nos encontremos: en la familia, en la profesión, en los círculos de amistad, etc. Y, cuando existe el amor a Dios y al prójimo, se encuentra tiempo donde parece que no lo hay. Gracias a Dios tenemos abundantísimos ejemplos de ello, igual que conocemos frecuentes e inconsistentes excusas para desentenderse de la responsabilidad apostólica.

El apostolado exige de nosotros la valentía, la prudencia, el respeto, la constancia y la generosidad suficientes como para procurar transmitir a los hermanos la gratísima experiencia de sentirse amados por Dios, con todo lo que ello comporta.

El esfuerzo apostólico es la aportación que nos corresponde por coherencia si reconocemos que Dios se nos ha manifestado mediante la acción apostólica que otros han ejercido en favor nuestro en la familia, en la escuela, en los círculos de amistad, etc.

El apostolado contribuye a que la redención, que nuestro Señor Jesucristo ha realizado con su Pasión, muerte y resurrección, no quede baldía para muchos, sino que alcance los frutos por los que Cristo se ofreció incondicionalmente al Padre. “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc. 19, 10).

4.- Con el apostolado podemos contribuir a que se cumpla en toda su amplitud la profecía de Isaías que hemos escuchado hoy: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is. 52, 13).

Considerada así la muerte de Cristo, lejos de constituir un motivo de triste pesimismo, se convierte en motivo de gratitud y de alegría, de compromiso por nuestra parte, y de esperanza que vence toda prueba de oscuridad y todas las debilidades que puedan a saltarnos. Como nos dice el Profeta hoy, “Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus cicatrices nos curaron” (Is. 53, 5).

Meditando este maravilloso mensaje de profundo gozo y esperanza, que brota de la contemplación de la cruz redentora de Cristo, debemos elevar una oración con las palabras del Señor en la Cruz. En ellas Cristo manifestó y consumó su plena obediencia al Padre en el momento de su muerte: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).

5.- El Señor murió para que todos estuviéramos unidos por la vida de Dios en nosotros, constituyendo la gran familia de los hijos adoptivos de Dios redimidos por la sangre de su Hijo. Esa fue su oración después de la última Cena, cuando estaba con sus discípulos antes de ser prendido: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo, que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado” (Jn. 17, 21). En consecuencia, nuestra oración ahora debe elevarse con espíritu de unidad, rogando a Dios por todo el mundo; por todos los pueblos, razas y credos y por nosotros mismos; por la Iglesia santa de Dios para que no sea desfigurada por nuestros pecados; por lo gobernantes, y por los que sufren cualquier tribulación. Debemos implorar de Dios que a todos llegue la luz de la fe y la fuerza de la Gracia.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DEL JUEVES SANTO

Día 9 de Abril de 2009


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Al escuchar las palabras del libro del Éxodo, que nos recuerdan las acciones portentosas con las que Dios preparó la liberación del Pueblo de Israel, esclavo en Egipto, nos parece lógico el mandato del Señor a su pueblo: “Este mes será para vosotros el principal de los meses ; será para vosotros el primer mes del año” (Ex. 12, 1). La razón de este mandato es muy clara: en ese mes, por designio de Dios, habían muerto los primogénitos de hombres y animales egipcios, como última de las plagas de castigo a la dureza del Faraón contra la voluntad de Dios en favor de su Pueblo. A partir de ese momento, Israel encontró la libertad e inició la gran aventura de su peregrinación por el desierto.

Había terminado un largo período de esclavitud y menosprecio bajo la opresión de un pueblo extranjero e injusto. Comenzaba una etapa nueva en la historia del pueblo escogido, y una vida propia que tenía su horizonte feliz en la tierra prometida; tierra que manaba leche y miel (cf. Ex. 3, 17). Por eso Dios mandó que celebrasen su liberación reuniéndose en torno a la mesa de familia para comer un cordero inmaculado, de pie, en posición de partida, para disponerse a caminar. Recorrer el camino hacia la tierra de promisión era la correspondencia de los Israelitas al don divino de la liberación.

Todo cuanto tenemos es don de Dios. Pero todos los dones requieren de nuestra parte una libre aceptación y un compromiso personal de aprovecharlo. De otro modo, sería Dios para nosotros como un manipulador de sus criaturas; y, en esas condiciones para casi nada nos valdrían la inteligencia y la libertad; no podríamos ser imagen y semejanza de Dios. Sabemos muy bien que el Señor se ofrece y nos ofrece sus dones; no los impone.

2.- Este relato bíblico nos lleva a considerar nuestra liberación del pecado, cuya esclavitud es mayor y de más desgraciadas consecuencias que la esclavitud material, política o laboral.
Hemos sido redimidos por Cristo, “el primogénito de toda criatura” (Col. 1, 15) sacrificado en la cruz por designio de Dios Padre, como el Cordero que quita el pecado del mundo.

Esa liberación interior, que supera en importancia a la del pueblo Israelita, signo de la liberación del pecado, se celebra de un modo muy especial y solemne durante la Semana Santa, como si ocurriera ahora por primera vez,. Debemos saber que las acciones de Jesucristo ocurrieron de una vez para siempre y son irrepetibles. Cada vez que las celebramos sacramentalmente, actúan directamente en favor nuestro como si estuvieran ocurriendo en ese momento. Esto es debido a que la acción redentora de Cristo trasciende los espacios y los tiempos ya que, como obra de Dios, no tiene fronteras; participa de la infinitud de su actor principal, que es Dios obrando en su Iglesia y por su mediación. Por eso, la obra salvífica de Dios goza de una actualidad permanente hasta el fin de los tiempos. Así lo confesamos en la Vigila Pascual asintiendo a las palabras del Sacerdote cuando sella el Cirio Pascual con la señal de la cruz: “Cristo ayer y hoy, Principio y fin, alfa y omega, suyo es el tiempo y la eternidad”.

La convicción de que Cristo, el Cordero de Dios, está actuando para nosotros el sacrificio redentor, día a día, hace que toda celebración litúrgica tenga para nosotros una inmensa riqueza de contenido y de significado. Por la misma razón, la semana en que se recuerda y se celebra de un modo singular la gesta redentora de Cristo ha de ocupar un lugar principal en el curso del año cristiano. Así entendida la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección redentoras, podemos entender que también se dirige a nosotros el mandato de Dios. Con cierta lógica y verosimilitud, podríamos imaginar dicho mandato con estas palabras: .

3.- En verdad, esta consideración principal es la que merece la Semana Santa para los cristianos en su mayoría, gracias a Dios. Sin embargo debemos admitir, con dolor, pero con esperanza al mismo tiempo, que otros muchos de entre los bautizados no la valoran ni la celebran de este modo. Por el contrario, hay quienes cambian un desfile procesional por la celebración real de lo que en las imágenes son simple representación inanimada. Ambas cosas debería complementarse como expresión de una fe vivida desde la liturgia y desde la devoción popular. La liturgia es fuente de sentido de toda otra obra del cristiano. Y las devociones populares, también importantes en la Iglesia, deben ayudar a la preparación de las celebraciones litúrgicas, pero no suplirlas. Situadas en su lugar, las acciones propias de la piedad popular deberían apoyar la oportuna continuidad y aplicación de la Liturgia al alma del pueblo.

Para otros, entre los que no faltan algunos cristianos poco formados, o un tanto laxos en su responsabilidad eclesial y en la vivencia misma de la fe, la Semana Santa se convierte simplemente en un tiempo de vacación y de ocio orientado paganamente, sin lugar para la celebración de los Misterios del Señor. Esta constatación debe despertar en nosotros el ánimo apostólico y el deber de orar por ellos. Nunca se justificaría en el cristiano quedarse en la simple constatación de los hechos, o en el triste lamento por lo que no debería ocurrir. Todo cristiano está llamado al apostolado con el prójimo.

4.- Los que gozamos del inmenso don de la fe y sentimos la responsabilidad de cultivarla y vivirla con la ayuda de Dios, nos encontramos aquí hoy con la solemne celebración de la Eucaristía. En ella conmemoramos la institución del sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, que fue el momento cumbre de la última Cena, y el manjar principal y extraordinario que Jesús ofreció a sus apóstoles.

Para los cristianos conocedores de que, en el Sacramento de la Eucaristía, Jesús nos da como alimento su Cuerpo y su Sangre, integrantes y garantía de la Nueva y eterna Alianza, el Jueves Santo adquiere una especialísima importancia.

El espíritu verdaderamente consciente de lo que supone poder acercarse a la Eucaristía y participar del Cuerpo y Sangre de Cristo, no puede pasar por alto la enseñanza de manifestada anteriormente por el Señor a sus discípulos. En verdad son palabras que ciertamente les podían resultar duras si se escuchan sin fe: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan, vivirá siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo”(Jn. 6, 51). “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn. 6, 56).

No extrañe, pues, que S. Pablo advierta de la responsabilidad del cristiano al acercarse a la mesa del Señor para comulgar su Cuerpo y Sangre en el sacramento de la Eucaristía. Dice S. Pablo: “Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor. 11, 27).

5.- Por más que admiremos la entrega de Jesucristo hasta la muerte de cruz, todavía sorprende más y nos vincula más a Él -aunque todo va unido en el mismo sacrificio- la magnitud del amor significado en la permanencia de Cristo, día a día con nosotros, en el santísimo Sacramento del Altar.

Además de dársenos como alimento espiritual, Jesús sacramentado nos espera en el Sagrario para ser nuestro confidente, nuestro consuelo, nuestro consejero y nuestra fortaleza en la debilidad.

Es muy importante, pues, que reflexionemos sobre la importancia de la Eucaristía que el Concilio Vaticano II nos presenta como “sacramento de piedad, signo de unidad, vinculo de caridad, banquete pascual, ” (SC. 47). Por eso, la Santa Madre Iglesia insiste en que todos los cristianos participemos de la Eucaristía, especialmente en la santa Misa del Domingo, día del Señor y día de la Iglesia.

En el Domingo se conmemora la redención de Cristo que culminó en su resurrección gloriosa.
El Domingo, por el triunfo de la redención de Cristo, es para los cristianos el primer día de la semana.

El Domingo significa el inicio de la nueva etapa de la humanidad redimida, inaugurada por Jesucristo, y que comienza con la redención.

El Domingo es el día de la Iglesia que el Señor fundó como el nuevo Pueblo de Dios, “reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (LG. 4), formando la gran familia de los hijos de Dios, y el Cuerpo místico del que el Señor es la Cabeza y cada cristiano un miembro vivo.

6.- La Eucaristía es la muestra máxima del amor de Dios a la humanidad, a quien prometió no dejar sola cuando dijo: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Por eso, en la celebración litúrgica del Jueves Santo la Santa Madre Iglesia proclama el evangelio en que Cristo, lavando los pies de sus discípulos, les manifiesta su amor y les manda que traten así a los demás: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Y después del lavatorio añade: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?...os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 12. 15)

Lo que nacía del amor, debía realizarse mediante gestos de amor. El lavatorio de los pies, la permanencia en el Sacramento del Altar como compañía y alimento, su predicación cada vez que se proclama en la sagrada Liturgia la palabra de Dios, y tantos otros gestos más, constituyen una manifestación bien clara del motivo de nuestra redención, de la providencia de Dios, de la misericordia de Dios dispuesto siempre a perdonar, etc,; motivo que es el amor infinito de Dios a cada uno de nosotros.

7.- Con la conciencia viva de que somos amados por Dios de modo tan admirable y permanente, deberíamos exclamar como el salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?...Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor” (Sal. 115).

Queridos hermanos: el mejor sacrifico de alabanza con que agradecer a Dios todo el bien que nos ha hecho es, precisamente, unirnos al Sacrifico de alabanza que Cristo ofreció al Padre inmolándose por obediencia en la Cruz. Sacrificio que se actualiza para nosotros en la Eucaristía que estamos celebrando.

Que la unión con Cristo sea nuestra intención en esta tarde memorable. Y que, convencidos del valor del Domingo en el que se celebra el Triunfo del Señor por su resurrección gloriosa, participemos en la Eucaristía comulgando el Cuerpo del Señor debidamente preparados.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA EN LA MISA CRISMAL 2009

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