HOMILIA DEL DOMINGO 4º DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:


El mensaje que nos dirige hoy el Señor a través de la Iglesia en esta celebración litúrgica de la Eucaristía, es tan sorprendente como consolador.

Sorprende que Belén, pueblo pequeñísimo en tiempos de Jesucristo, haya sido elegido por Dios como la cuna del Mesías redentor universal, Hijo unigénito de Dios, encarnado en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, compañero y Maestro de los hombres como verdadero Dios y verdadero hombre al mismo tiempo.

Al mismo tiempo es un motivo de consuelo y esperanza para quienes podemos estar enredados en prejuicios que nos hacen pensar en la necesidad de lo grande, de lo llamativo, de lo destacado socialmente, como condición para aportar algo a la renovación del mundo. Ya vemos que no es así. La revolución más grande y extendida de todos los tiempos arrancó de una aldea insignificante, de un débil niño nacido en un portal, hijo de un matrimonio desconocido, pobre y más presencia social que la derivada de su empadronamiento.

Este contraste debe hacernos pensar. Sobre todo cuando, sin darnos cuenta, creemos que la fuerza de la evangelización y de la renovación del mundo en la familia, en la empresa, en la Escuela y en la Universidad, en la política y en tantos otros núcleos de la vida humana y social, está en grandes estrategias, en potentes medios de presencia e influencia, y en formas de hacer que atraigan, por ellas mismas, la atención de aquellos a quienes nos dirigimos. No es así.

Por las mismas, podemos caer en el error de pensar que nuestra conversión personal tendrá lugar a partir de un gran propósito capaz de cambiar nuestra vida de momento. Podemos creer que con un acto firme y valiente de la voluntad, apoyado en una profunda reflexión y en un ejercicio importante de espiritualidad podremos liberarnos de las pequeñeces que venían entorpeciendo nuestro avance, o de los grandes defectos contraídos desde antiguo y que persisten como si no hubiéramos crecido en edad y en recorrido cristiano.

Nuestro error está en minusvalorar lo pequeño, la acción humilde de cada día, el reiterado arrepentimiento implorando la misericordia de Dios con el temor de no saberla aprovechar. Es también una repetida equivocación pensar que nuestro crecimiento hacia la plenitud, como corresponde a nuestros convencimientos y deseos, podría llegar si se dieran circunstancias especiales de las que hoy no disponemos.

La respuesta a esta forma de pensar, que condiciona seriamente una forma de actuar, está en que nos vayamos convenciendo de que lo importante es lo que tenemos al alcance. Y, a nuestro alcance está fundamentalmente lo pequeño, lo cotidiano, lo aparentemente insignificante, lo que tenemos al alcance; esto es: la posibilidad de renovar nuestros propósitos realistas, humildes y asequibles; el recurso a la oración constante, sencilla y confiada; el aprovechamiento de la misericordia de Dios que se n os brinda sin especiales condiciones en el Sacramento de la Penitencia; el esfuerzo posible para ir adquiriendo la formación cristiana que nos permita conocer al Señor y a la Iglesia, para terminar entendiendo cual es nuestra realidad cristiana y cual nuestro deber ante Dios, ante su Iglesia y ante la familia, ante los compañeros de profesión, ante los amigos, ante las corrientes sociales, et.

Lo que Dios nos pide es que queramos cumplir su voluntad. Y que lo queramos como un propósito interior que, a pesar de las claudicaciones y pecados, se mantenga como una constante decisión. Esto es lo que hoy nos enseña la palabra de Dios en la segunda lectura: que seamos capaces de decir: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hbr. 10, 7).

Esta súplica, sincera y constante, ha de hacerse con la confianza puesta en Dios nuestro Señor, sin cuya gracia nada podemos. A ello nos invita hoy el Salmo interleccional poniendo en nuestros labios esta bella plegaria: “Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tu fortaleciste” (Sal.79,---).

Qué momento tan adecuado para sumirnos en estas reflexiones y en esta plegaria, precisamente cuando estamos a las puertas de la Navidad, a punto de encontrarnos con la misericordia del Señor, con la máxima expresión de su amor infinito, que es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación.

Pidamos a Dios ser capaces de descubrir la presencia y la acción del Señor, como Isabel percibió la presencia del niño Jesús en las entrañas de su prima la Virgen María.

Invoquemos a la Santísima Virgen para que, tal como ella, reconozcamos que Dios obra cosas grandes en la pequeñez de sus siervos.

Supliquemos la gracia de valorar lo pequeño para mantener el paso, día a día, en nuestra andadura hacia el encuentro, cada vez más íntimo con el Señor. A ello nos invita el Señor, especialmente en Adviento, puesto que viene a buscarnos, de un modo muy significativo, en la Navidad.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL 3º DOMINGO DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:


La gran tragedia del hombre es su propia inseguridad ante lo que promete y ante lo que se propone. Todos somos testigos de nuestras promesas y propósitos incumplidos, a pesar de la sinceridad de las intenciones y promesas a la hora de formular ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás lo que eran, en verdad, nuestros más sinceros deseos nacidos de las más profundas convicciones. A la vista de ello no pueden menos que resultarnos extrañas las palabras que el profeta Sofonías nos dirige de parte del Señor en este tercer Domingo de Adviento. Dice así el profeta: “No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” (Sof. 3, 16-18).

La pregunta que surge espontáneamente puede ser esta: ¿La Iglesia nos propone estas palabras profética como un consuelo compasivo o, en verdad, nos transmite la verdad sobre nuestra situación y posibilidades?

Ante ese interrogante, perfectamente explicable si tenemos en cuenta la cantidad de propósitos incumplidos y de bellas promesas que no han llegado nunca a ser una realidad concreta; ante este interrogante, digo, no cabe más que poner en la balanza lo que Dios nos dice a través del profeta y que la santa Madre Iglesia nos recuerda en momentos tan importantes como son los que vivimos en tiempo de Adviento, y lo que nuestra propia experiencia humana nos presenta. Y, en ese dilema, no cabe más que esta otra nueva pregunta: ¿A quien debemos hacer caso, a la palabra de Dios que nos transmite su interés por nosotros, o a nuestra personal experiencia que generalmente nos hable de errores, debilidades o ilusiones inalcanzadas? Ese es siempre el dilema.

Ante este dilema no tenemos más remedio que recurrir a lo que la fe nos llama a creer. Esto es: que Dios puede más que nosotros, y que el Señor puede cambiar nuestra suerte como cambió la de tantas personas que, a lo largo de la historia, se propusieron seguir al Señor con sincero corazón y con la conciencia clara de sus debilidades. Lo imprescindible es confiar en Quien puede sacar de las piedras hijos de Abraham.

En el tiempo de Adviento, el Señor nos llama, a través de la predicación de la Iglesia, a que purifiquemos nuestra fe y seamos capaces de confiar en el Señor y poner a buen rendimiento las energías y recursos que el Espíritu Santo pone a nuestra disposición. De lo contrario, no tenemos nada que hacer.

Desde la fe sabemos que el Señor, como dice la Sagrada Escritura, es un guerrero que salva; que nosotros, como dice S. Pablo, lo podemos todo con aquel que nos conforta; que, como el mismo Jesucristo nos enseña, el que pide recibe y al que llama se le abre. Por tanto, pensando y actuando con fe, sabemos que, por más extraño o difícil que nos parezca en algunas ocasiones, es posible ser fieles al Señor y alcanzar los objetivos que su palabra nos propone y que nosotros entendemos como necesarios para nuestro crecimiento cristiano y para nuestra santificación y salvación. En esta situación es necesario que hagamos un esfuerzo interior y, confiando en el Señor más que en nosotros mismos, digamos, con las palabras del salmo interleccional: “EL Señor es mi Dios y salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor” (I)s. 12, 2). Estas palabras, convertidas en acto de fe no son un simple recurso, sino que nacen también de la propia experiencia. Todos hemos comprobado en nuestra vida que, como también dice el salmo responsorial, “El Señor fue mi salvación” (Ibiud.) en muchos trances difíciles, aunque quizá no siempre ha sido fácil reconocer en ellos y en ese momento la mano del Señor.

Al escuchar este mensaje de estímulo y esperanza, bien podemos reaccionar con verdadera alegría como nos invita a hacer S. Pablo en la segunda lectura de hoy con estas palabras: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra alegría la conozca todo el mundo” (Flp. 4,4).

La alegría a la que S. Pablo nos invita no es una alegría fundada en la complacencia que nos brindan nuestros propios éxitos. Si así fuera, esa alegría quedaría muy reducida o sería simplemente vana. La alegría a la que nos invita S. Pablo brota de la fe que nos garantiza el interés de Dios en nuestra propia salvación, y de la promesa de su ayuda en la debilidad.

Tengamos muy presente siempre que Dios está de nuestra parte, y que a Dios le interesa nuestra salvación mucho más que a nosotros mismos. Él nos ha creado, ha dado su vida por nosotros en la cruz, y nos ha prometido su ayuda.

Creamos firmemente que la garantía de nuestra virtud y de nuestra salvación está en manos de Dios que viene a salvarnos. Es Él mismo quien ha tomado la iniciativa.

Sin embargo, a pesar de toda la seguridad que nos da el tener a Dios de nuestra parte, no debemos olvidar que el Creador nos hizo inteligentes y libres. Por tanto, nada es posible en nuestra vida sin que nosotros lo decidamos con firme voluntad, poniendo lo que esté de nuestra parte y buscando confiadamente la ayuda del Señor. Por eso, el Santo Evangelio nos dice, a través de S, Juan Bautista, que debemos esforzarnos por alcanzar la rectitud en las actitudes y en los comportamientos:”El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene, y el que tenga comida que haga lo mismo” (Lc. 3, 10). Con estas palabras nos da a entender la responsabilidad intransferible de cada uno a la hora de concretar en la práctica las orientaciones que nos da el Señor. Orientaciones cuya aceptación constituye la condición indispensable para que Dios nos dé su ayuda y salga en defensa nuestra ante las adversidades.

Pensemos serenamente en estas verdades evangélicas cuyo contenido nos desvela el misterio de nuestra complejidad, y nos abre caminos de esperanza en la búsqueda de la virtud.

Aprovechemos el tiempo de Adviento en el que Dios nos concede una preciosa oportunidad para dar un paso hacia delante en la decisión de ser mejores; para reafirmar nuestra confianza en el Señor que lo obra todo en todos; y para esforzarnos avanzando por el camino del bien con la ayuda del Señor.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Qué fiesta tan emotiva y arraigada en el corazón creyente de los fieles cristianos, en la que celebramos el don inmenso de la Inmaculada Concepción de la Virgen María!

El clamor del pueblo cristiano proclamó la fe en la intervención directa de Dios para librar del pecado original a María desde el primer instante de su concepción en las entrañas maternas.
Para los creyentes en Cristo redentor, Hijo Unigénito del Dios vivo y primogénito de la nueva creación, la madre que había de engendrarle como verdadero hombre sin dejar de ser Dios, no podía tener mancha alguna en la historia personal de sus relaciones con el Señor. Como canta el Prefacio de esta misa, “purísima había de ser...la Virgen que nos diera al Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad”.

La fiesta de la Inmaculada Concepción constituye una solemne exaltación popular de la Pureza Virginal que adornó a María santísima durante su vida entera. Con esta exaltación, y como consecuencia de ella, el pueblo de Dios proclama, también, su fe en la existencia y transmisión del pecado original, del que todos participamos por herencia natural. Y con la fe en la acción de Dios liberando a María de ese pecado, proclamamos la profunda convicción de que la relación con el Señor nos exige liberarnos de toda clase de pecado. La fiesta de la Inmaculada Concepción nos llama, pues, por nuestra misma lógica, a emplearnos en la propia conversión y en el apostolado invitando a esa misma conversión al prójimo alejado del Señor.

Considerada de este modo, la fiesta de la Inmaculada, como habitualmente la llamamos, se constituye para nosotros en un día de gracia que nos convoca, confiadamente, a mirarnos en el espejo de María para acercarnos a Dios y para recurrir con plena esperanza a su infinita misericordia.

Solo la Santísima Virgen María ha gozado del don de la gracia plena desde su concepción y durante toda su vida sobre la tierra. Nosotros participamos del pecado original. Pero también a nosotros nos llega el don preciadísimo de la misericordia gratuita del Señor a través de los Sacramentos, especialmente a través del Bautismo y de la Penitencia. Por tanto, cantar con verdadero clamor y con sincera alegría la pureza de María, ha de tener, como lógica consecuencia, la búsqueda de la limpieza del alma que Dios quiere para nosotros y a la que nos invita insistentemente a través de la santa Madre Iglesia.

La Fiesta de la Inmaculada Concepción, fiesta del triunfo de la gracia de Dios sobre el poder del maligno, ha de motivarnos a reflexionar sobre los sacramentos en los que el Señor obra a favor nuestro regalándonos la gracia y devolviéndonos la pureza del alma perdida por nuestros pecados. Esta reflexión debe movernos también a un constante agradecimiento a Dios que derrama sobre nosotros el don de su Gracia.

La admiración que sentimos ante la Santísima Virgen porque fue siempre llena de gracia, no debe hacernos pensar que estamos en inferioridad de condiciones para crecer en la vida sobrenatural y divina. El Señor nos ha regalado en el santo Bautismo, el perdón del pecado original. Y, junto a ese magnánimo obsequio, para el que no teníamos mérito alguno, ni siquiera el de la buena disposición para valorarlo, a causa de la corta edad en que lo recibimos, el Bautismo nos ha hecho hijos adoptivos de Dios en aplicación, también gratuita, de los méritos de Jesucristo nuestro redentor. En razón de ello, el Bautismo nos ha constituido miembros del Pueblo santo, que es la Iglesia. Y, desde ese momento, queda a nuestra disposición toda la riqueza de la obra de Cristo que sigue actuando en la Iglesia santa que Él fundó.

En la Iglesia recibimos el anuncio de la palabra de Dios. Esa palabra, proclamada en las celebraciones litúrgicas, explicada en la catequésis y en los demás momentos de formación cristiana, ilumina el camino hacia el Señor. Ese camino es el que nos conduce a la plenitud humana y sobrenatural, a la santificación y, por tanto, a la salvación definitiva.

En la Iglesia hemos conocido a Dios Uno y Trino, a Jesucristo nuestro Redentor y Señor, a María santísima, su Madre y madre nuestra por encargo de Cristo desde la cruz. Y este conocimiento, junto a otros que enriquecen nuestra fe, nos hablan constantemente del amor y de la elección divina con la que el Señor nos ha distinguido misteriosa y gratuitamente.

Ante todos los bienes que recibimos de Dios en su Iglesia santa, debemos corresponder, por coherencia, empeñándonos en mantener, día a día, la decisión de acercarnos a Dios imitando el proceder de la Santísima Virgen María cuya santidad admiramos, exaltamos y proclamamos llenos de alegría.

Para este cometido, esencial en la identidad de todo cristiano, tenemos una ayuda muy significativa y segura. Gozamos de la intercesión maternal de la Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, con devoción filial, pidámosle que nos alcance la gracia de la coherencia entre la vida y la fe que hemos recibido como don en el Bautismo. Pidámosle que nos proteja contra las acciones del maligno, a quien ella venció siempre. Supliquémosle confiadamente, como hijos queridos, su protección maternal para que vivamos con esperanza la lucha diaria. En esa lucha está nuestra parte en la consecución del regalo mayor y definitivo del Señor que nos ha de llevar junto a Dios en el disfrute eterno de su gloria y de nuestra felicidad.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS I VÍSPERAS DE LA INMACULADA

Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas,
queridas Religiosas y personas de vida consagrada,
queridos hermanos y hermanas seglares:

Con el canto solemne del Oficio Divino en la oración de las Vísperas iniciamos la celebración litúrgica de la festividad en la que honramos a la Santísima Virgen considerando el misterio de su Inmaculada Concepción. Ésta es una Fiesta entrañable para los cristianos desde muy antiguo.

La corriente popular, promotora de la defensa de este misterio y de la exaltación a María libre del pecado original, ha tenido tanta fuerza que culminó con la declaración dogmática de la Concepción inmaculada de quien iba a ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre. Nosotros, admirados ante la grandeza de esa criatura en cuya pequeñez se complació el Señor, y por mediación de quien obró grandes maravillas el Todopoderoso cuyo Nombre es Santo, acudimos ante el Señor de las Misericordias y Dios de todo consuelo, y le pedimos la limpieza de corazón que nos permita contemplar un día el rostro del Padre celestial por los siglos sin fin.

Orientados por la palabra de Dios, hacemos un acto de fe en la generosa obra que Dios quiere llevar a término en cada uno de nosotros, como hizo con María Santísima. El texto de la sagrada Escritura que acaba de ser proclamado, nos enseña que Dios obra el bien, sabia y generosamente, en todos los que le aman. Y, cuando podríamos pensar que su obra sigue como una simple respuesta o compensación a nuestro amor primero, su misma palabra nos advierte de que podemos amarle precisamente porque antes Él nos ha elegido y nos ha llamado según sus designios de salvación.

En verdad, si Dios no nos hubiera elegido y llamado de un modo u otro, nadie podría imaginar siquiera su existencia y su bondad, su grandeza y su amor a nosotros. Por tanto, el amor a Dios, que nos corresponde como condición para que su obra salvífica sea eficiente en nosotros, es la respuesta que merece su amorosa iniciativa por la que nos eligió y nos llamó regalándonos el inmenso don de la fe. Por ella podemos reconocerle como Padre, encontrando en Él toda comprensión, toda ayuda y toda la misericordia que necesitan nuestras limitaciones y pecados.
Nosotros no podemos gozar de la inmensa grandeza de alma que es característica singular de María, llena de Gracia desde el primer instante de su concepción. Pero sí que podemos imitar el ejemplo de la Madre de Dios y Madre nuestra, procurando corresponder al amor primero de Dios, a su elección y a su llamada para que caminemos, con su gracia, por esta vida hacia la plenitud y la salvación que él ha preparado para nosotros. Como acabamos de escuchar, “a los que de antemano eligió, también los predestinó para que lleguen a ser conformes con la imagen de su Hijo” (R0. 8, 29).

Conformarnos con la imagen del Hijo de Dios significa asumir como nuestro deber fundamental una clara y constante obediencia a Dios. Esta virtud fue el móvil, la constante y el testimonio por excelencia que Jesucristo nos ha dejado en su Santo Evangelio.

De esa obediencia la santísima Virgen María nos dio un ejemplo que ninguna criatura humana puede superar. Por eso en ella se cumplió lo que S. Pablo sigue diciéndonos en la carta a los Romanos: “a los que llamó, también los justificó” (Rom. 8, 30); esto es, les concedió la gracia necesaria para llegar a la santidad en la riqueza de la virtud; y, luego, alcanzar la salvación definitiva; porque“a los que justificó también los glorificó” (ibdem.).

Demos gracias a Dios porque en la Santísima Virgen María nos ha dado, no solo un ejemplo de vida y una poderosa intercesora como Madre nuestra que es, sino que ha colmado de gloria a la humanidad, y nos ha dado un motivo de constante alegría al sentirnos hijos suyos y beneficiarios de su plenitud de Gracia.

Al celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, hagamos el propósito de mantenernos en la fidelidad al Señor con una obediencia incondicional a su santa voluntad, y un deseo permanente de corresponder a su amor, porque Él nos amó primero y nos ha llamado a ser partícipes de su gracia en esta vida, y de la felicidad plena junto a Él por toda la eternidad.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Hermanos todos, religiosas y seglares:

No podemos negar que la palabra de Dios es exigente con quienes la escuchan en actitud sinceramente receptiva. No podía ser de otro modo, puesto que nos manifiesta la verdad de Dios según la cual debemos cambiar nuestros criterios, actitudes y comportamientos muchas veces amoldados a las corrientes y tentaciones de este mundo. Esto, como bien sabemos, comporta cierta violencia interior. Es la violencia o la dureza que supone enfrentarse consigo mismo y decidir, libre y honestamente, la conversión interior y el cambio de nuestra conducta.

En la Sagrada Escritura leemos esta afirmación: “La palabra de Dios es viva, es eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Así que no hay criatura que esté oculta a Dios” (Hbr. 4, 12-13). El poder penetrante de la palabra de Dios no nos permite fáciles excusas. Por el contrario, nos hace recordar aquellas palabras de Jesucristo: “El que n o está conmigo, está contra mí: El que conmigo no recoge, desparrama” (Mt. 12, 30).

Sin embargo, la dura situación de la evidencia en que nos pone la palabra de Dios, y el compromiso que nos pide si queremos hacerle caso, constituyen un auténtico servicio que deberíamos aceptar con gratitud, puesto que nos capacita para pensar y obrar bien hasta alcanzar la plenitud según el plan de Dios para cada uno.

Nuestra gratitud al Señor, y la paz interior deben ser mayores si sabemos que la palabra de Dios no llega a nuestros oídos con la única pretensión de manifestarnos la verdad y evidenciar el contraste con nuestras falacias, errores y mentiras. El Señor la pronuncia, también, para animarnos a emprender y seguir, sin rendirnos, el camino de la salvación. Para ello nos abre al horizonte de un futuro que merece la pena, y siembra en nuestro corazón la esperanza que no defrauda. Este es el mensaje de la palabra de Dios que hoy ha proclamado la Iglesia. Nos dice así a través de S. Pablo: “El que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús” (Filp. 1, 6).

¿Quien es el que ha inaugurado en nosotros la obra buena? Indudablemente, el Señor nuestro Dios.

¿Cuál es la obra buena que ha inaugurado? Todos sabemos que es la redención eterna mediante el sacrificio de la Cruz. Junto a la redención, forma parte de esa obra buena la orientación clara hacia la virtud y la propia santificación que, con su palabra, nos va ofreciendo constantemente como gesto de amor lleno de misericordia. Es la condición para podernos aprovechar de la redención.

Por tanto, la exigencia que comporta la palabra de Dios, nos llega acompañada del consuelo y de la esperanza que esa misma palabra nos brinda. Al mismo tiempo, el Señor, con su palabra, nos manifiesta que pone a nuestra disposición cuanto necesitamos para satisfacer dicha exigencia; para llevar a cabo la conversión interior y el cambio de actitudes y comportamientos. Podríamos decir más: es el mismo Señor que nos exige con su palabra, quien nos da a entender con esa palabra, que Él camina a nuestro lado, porque se ha hecho solidario de nuestra más profunda necesidad que era la redención, y nos la ha regalado.

El Adviento que estamos celebrando nos prepara al encuentro con la Palabra de Dios hecha carne que es Jesucristo, y nos dispone a escuchar las palabras que Él nos dirige a través de la Santa Madre Iglesia para nuestra orientación. Por ello debemos considerar este tiempo como una gracia especial que no tenemos derecho a dejar pasar sin el debido aprovechamiento.

No es justo que nos presentemos ante el Niño-Dios con las manos vacías. Al don inmenso de la redención y del Evangelio debemos corresponder con el gesto de una sincera decisión a seguir el camino que nos traza, aprovechando las ayudas que nos ofrece, y confiando en el futuro que nos promete. En esto consiste preparar el camino del Señor, a que nos convoca hoy el Santo Evangelio.

No termina aquí nuestro deber. El Evangelio nos ha presentado a Juan Bautista como el mensajero que va delante del Señor preparando su camino, como voz que clama en el desierto. Esto es: Juan Bautista comprometió su vida en el anuncio de la venida del Mesías, y enseñando lo que había que hacer para recibirle dignamente y que su llegada produjera en nosotros el efecto salvífico que Cristo pretendía.

La enseñanza del Evangelio no debe pasarnos desapercibida. La palabra de Dios nos está dando a entender muy claramente que nosotros, en atención a quienes no conocen al Señor, y como un deber de justicia para con el prójimo, debemos ser como la voz que clama en el desierto de esta sociedad y en el desierto de algunos corazones para anunciarles que Dios viene, que el Señor les ama y les busca, y que deben prepararse para no perderse el inmenso don que trae para todos: la salvación, el sentido de la vida, la fuerza para alcanzar la virtud, la resistencia para afrontar toda adversidad, la promesa que alienta la más firme esperanza.

En este segundo Domingo del tiempo de Adviento, hagamos el esfuerzo de reflexionar sobre lo que nos enseña y nos pide la palabra de Dios.

Acerquémonos a la Sagrada Eucaristía, en la que Jesucristo viene a nuestro encuentro como en una constante Navidad, como una reiterada oportunidad de acogerle y recibir el beneficio de su amor; como una muestra clarísima del amor que nos tiene, y de la misericordia con que nos trata.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO 2OO9

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Comenzamos hoy el Año Litúrgico. Llamamos así al período de tiempo que transcurre de Adviento a Adviento; esto es: desde que iniciamos la preparación de la Navidad hasta el Domingo que precede al próximo Adviento. Durante estos meses vamos celebrando los sagrados Misterios del Señor desde su nacimiento hasta la venida del Espíritu Santo.

La repetición anual de este ciclo litúrgico constituye un grandísimo don del Señor, porque nos va poniendo ante la realidad de la palabra y de la acción divina en favor nuestro. Al mismo tiempo nos ofrece su Gracia mediante las acciones sacramentales de la Iglesia para que seamos capaces de escuchar su enseñanza y secundar su ejemplo. En las acciones de la Iglesia actúa Jesucristo directamente en la persona de los ministros legítimos.

Nuestra actitud ante Dios nuestro Señor, al brindarnos repetidamente la oportunidad de conocerle mejor, de seguirle más de cerca, de arrepentirnos y relanzar nuestra vida por el camino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz, debe ser una profunda y sincera gratitud. Verdaderamente, “el Señor es un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor, fiel y misericordioso; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado” (Ex. 34, 6).

Ser conscientes de la bondad de Dios y de su amor y misericordia hacia nosotros, es garantía de la bondad propia de los mandamientos con los que el Señor orienta nuestra vida. Apoyados en esa garantía, precisamente cuando, por contraste, estamos experimentando en nuestra sociedad tantas palabras falaces y tantos intereses contrarios a las bellas promesas y a los legítimos derechos de las personas y de las instituciones, debemos exclamar en oración sincera: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas; haz que camine con lealtad, porque tú eres mi Dios y salvador” (Sal. 24, interleccional).

Consecuentes con esta gratitud y con esta súplica, es necesario que escuchemos la palabra que nos dirige hoy el Señor a través de su Iglesia. Hoy nos anuncia y promete la venida del Mesías que trae la salvación: “Suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho en la tierra” (Jer. 33, 15).

¡Cuánto se habla hoy de justicia, de derechos, y hasta de la sociedad de derecho! Y, al mismo tiempo, cuánta injusticia y qué falta de respeto a los derechos fundamentales de las personas. Mentira, violencia, corrupción económica, enriquecimiento de los ricos y empobrecimiento de los pobres, muerte de inocentes indefensos, abusos de la palabra para embaucar interesadamente a los ingenuos; y tantas otras cosas más. Ante ello podemos preguntarnos: ¿Es que el Señor, con su poder infinito, no ha sido capaz de cumplir su promesa, estableciendo la justicia y el derecho al ven ir a la tierra? ¿Acaso puede haber alguien que realice lo que Dios ha dejado pendiente?

La respuesta nos la da la misma palabra de Dios, a través de S. Pablo, en la celebración de hoy. Dios dejó el mundo en nuestras manos encomendándonos su cuidado y desarrollo. Nos dotó de libertad, puesto que nos había creado a su imagen y semejanza. Nos encomendó la tarea de ser luz del mundo y sal de la tierra. Y nos envió a hacer discípulos suyos de todos los pueblos mediante la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos. Nuestra predicación debía centrarse fundamentalmente en la manifestación del amor de Dios y en la llamada a amarle sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. Está muy claro que de este modo el mundo sería otro. Y, en verdad, lo es en los ambientes en que abundan las personas que se acercan al cumplimiento del mandato divino. Ese ha sido siempre el eco de los santos.

Pues bien: hoy, S. Pablo nos dice: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos” (1 Tes. 3, 12). Es nuestra acción, movida por el amor que Dios nos tiene, y ordenada según el amor que debemos tener a Dios y al prójimo, la que contribuirá al cambio del mundo haciendo presente la justicia y el derecho.

Se trata, primero y principalmente, de alcanzar la justicia de Dios que es la salvación. Se trata, por tanto, de hacer valer el derecho establecido por Dios y no por los hombres, que muchas veces es realmente injusto. Solo siguiendo la dinámica del amor de Dios, que nos capacita y nos encauza a la práctica del amor al prójimo, podremos sembrar en el mundo la justicia y el derecho humanos y lograr su cumplimiento; un derecho en la justicia de Dios que es amor, y una justicia por el cumplimiento del derecho que ha de ser camino y protección de la vida personal y social.

¡Qué bello programa nos presenta el Señor! Es exigente porque supone y requiere nuestro cambio personal y el testimonio de nuestra experiencia de Dios salvador. Este programa nos pide valiente decisión y un claro compromiso que no debemos soslayar. Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros, dice con razón S. Agustín. Sin nosotros nos creó libres. Sin respetar nuestra libertad caería en contradicción. Por eso, después de su estancia entre nosotros como redentor y maestro, nos envió al Espíritu Santo con cuya fuerza podemos fortalecer nuestra decisión libre y afrontar las dificultades que lleva consigo el apasionante programa que nos ha encomendado: ser luz del mundo y sal de la tierra.

Al acercarnos a la sagrada Eucaristía, pongámonos en manos del Señor confiando en su gracia, y Él obrará en nosotros cuando estemos queriendo obrar con Él.

Que el camino del Adviento nos acerque al Señor que viene, y nos compenetre con sus planes para que le recibamos en la Navidad bien dispuestos a caminar junto a Él, anunciando el Reino de Dios y predicando la conversión.


QUE ASÍ SEA