HOMILIA CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

19 de Diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanas y hermanos seglares:

Nadie puede vivir en paz, con optimismo y con un proyecto que estimule sus esfuerzos para vencer las inevitables dificultades y adversidades, si no sabe por qué vive y para qué vive. Todos necesitamos una razón suficiente para caminar por esta vida con ilusión y esperanza, dando el ritmo adecuado a nuestros pasos y poniendo el empeño necesario en lo que hacemos y debemos hacer.

Son muchas las personas y la ideologías que se nos ofrecen en todos los tiempos con la intención de presentar objetivos y razones que nos permita vivir en libertad y sacar partido de nuestros días sobre la tierra. Sabemos, también, cuánta insuficiencia y cuántos engaños había y hay tras de esas propuestas personales e ideológicas. No se nos ocultan los interrogantes fundamentales que permanecen allá en el fondo, a pesar de todo, y que afloran especialmente en momentos de dificultad, de fracaso, de grave enfermedad y de cruda e inesperada soledad.

Ante esta situación, comprobable incluso experimentalmente por casi todos, no cesan de surgir nuevas promesas de felicidad y nuevas doctrinas para encauzar nuestros pasos. Dios ha tomado parte en la respuesta a nuestra más importante pregunta, y nos ha ofrecido, ya desde los orígenes, un camino: su mensaje de plenitud y su promesa de salvación. Pero la humanidad, saturada de promesas y doctrinas que no alcanzan a cubrir las más profundas necesidades del hombre, siente que está siendo el juguete de fuerzas y poderes que no llega a dominar.

A pesar de todo, aún viviendo este difícil trance, las personas sentimos una fuerza que arrastra y satisface, al mismo tiempo, y que permite vivir con ilusión. Esto ocurre cuando uno se sabe querido, amado. El amor desinteresado gana a la persona y le da optimismo para vivir.

Sin embargo, la experiencia de sentirse amado, ha ido acompañada muchas veces por la decepción que causa el abandono inesperado e ingrato. Como conclusión de esa triste experiencia no cabe más que desconfiar también del amor, o esperar un amor infinito, indefectible y permanente. Este amor solo puede ser el amor de Dios.

No obstante, la pregunta sigue en alto con estas palabras: ¿Cómo sé yo que Dios me ama incondicionalmente? ¿Cómo sé yo que ese amor es capaz de acogerme después de mis infidelidades ante Dios y ante el prójimo ? La reacción brota espontáneamente reclamando una señal fiable. La frase es bien conocida: “Danos una señal y creeremos”. La palabra de Dios nos responde hoy con estas palabras: ”Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal .Mirad: la Virgen está en cinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel (que significa: Dios-con-nosotros)” (Is. 7, 14).

El Señor por su cuenta nos da una señal, porque es el Señor quien tomó la iniciativa de salvarnos después del pecado original. Allí mismo anunció la redención por obra de su Hijo amado, nacido de mujer, y enviado para aplastar la cabeza del maligno.

El Señor nos trae la salvación. Pero una vez más la santa Madre Iglesia, esposa fiel del Hijo encarnada, nos advierte de nuestra responsabilidad en la recepción del Señor y en el aprovechamiento de su gracia salvadora. Nos lo dice con toda claridad en el salmo interleccional, donde leemos: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón. Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia erl Dios de salvación” (Sal. 23).

Queridos hermanos, ese es el sentido y la finalidad del Adviento a cuyo término estamos llegando al celebrar hoy el cuarto Domingo de este tiempo Litúrgico.

Nuestro deber es hacer un acto de fe en la divinidad de Jesucristo y en su acción salvadora, que directamente contemplamos en la Semana Santa, y que sacramentalmente celebramos cada día en la Santa Misa. Aquí se hace presente a los ojos de la fe, la gran verdad que da sentido a nuestra vida: Dios nos ama infinitamente. Ha tomado la iniciativa para salvarnos, aunque el pecado lo habíamos cometido nosotros. Ha dado su vida por cada uno de nosotros. Y, además, no satisfecho todavía, nos busca para ofrecernos gratuitamente el camino y la gracia de la salvación.

Verdaderamente, en el Señor está el sentido de nuestra vida y la respuesta a las preguntas fundamentales que nos permiten vivir con ilusión y con esperanza.

Preparemos la Navidad procurando preparar al Señor nuestra alma para que habite en nosotros e ilumine los pasos que han de llevarnos a la vida por el camino de la verdad y del amor.

Vivamos con devoción este momento de la Santa Misa en la que el Señor actualiza para nosotros el único sacrificio redentor, y nos invita a participar de su Cuerpo y de su sangre como sacramento de salvación.

Y démosle gracias a Dios porque nos ama, nos salva, nos ayuda a v alorar la salvación, y nos busca para que estemos atentos a las indicaciones evangélicas que nos permiten recorrer el camino sin error.

La Santísima Virgen María, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, y ejemplo de cómo se ha de recibir al Señor, nos ayude a recibir al Niño Dios en la Navidad, y a serle fiel durante toda nuestra vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

12 de Diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Queridos hermanos y hermanas todos:

Celebramos hoy el Domingo tercero de Adviento. El anuncio de la venida del Señor alude cada vez más a la proximidad del Señor, y a lo que será la experiencia de quienes le reciban adecuadamente.

1.- Hoy, el profeta Isaías nos anuncia una situación verdaderamente atractiva con la llegada del Mesías; sobre todo, teniendo en cuenta las contrariedades que atravesaba el Pueblo de Israel al que dirige sus profecías inmediatamente. A nosotros, sus profecías nos llegan como lección para saber acoger al Señor y aprovechar su mensaje y su gracia.

Las imágenes que n os brinda el profeta son poéticamente bucólicas en lo que se refiere a la naturaleza, como imagen de la transformación que el Mesías anunciado traerá para todo. Pero, lo más importante del mensaje profético está en estas palabras: “Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios“ (Is. 35, 2).

La importancia de esta afirmación de Isaías está en que nos anuncia algo fundamental en la vida cristiana, que es la experiencia de Dios. Aunque el triunfo del Señor tendrá lugar al final de los tiempos, y será entonces cuando la transformación anunciada llegará a cumplirse plenamente, no debemos olvidar que el Señor obra en cuanto llega a nosotros, si es recibido con espíritu humilde, atento y dispuesto a caminar con él. Por tanto, cuando el Señor inicia su obra en nosotros, siempre con nuestra colaboración, nos enteramos, experimentamos su presencia y gozamos de su consuelo. Sin esta experiencia, sería imposible aceptar el mensaje profético. No sería comprensible que el Señor actuara en favor nuestro sólo al fin de los tiempos. Y resultaría muy difícil creer en su divina Providencia durante nuestra vida mortal, a pesar de sus prometedoras palabras: “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt. 7, 7).

2..- Pero el mensaje profético es hoy más consolador todavía. Nos anuncia formas concretas de la acción del Señor en nosotros cuando viene a nuestra alma y es recibido adecuadamente. Nos dice Isaías: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará…” (Is. 35, 5-6). Por tanto, la presencia del Señor, debidamente recibido, obrará en nosotros determinadas transformaciones que nos facilitarán mayores posibilidades de conocer al Señor, de gozar de su presencia activa en orden a la transformación interior que nos abre a la plenitud en esta vida, y a la salvación eterna tras la muerte. Percibir la presencia del Señor se convierte en estímulo para acercarnos más a Él y gozar cada vez más de su intimidad.

3.- Con la obra del Señor en nosotros, se dibuja el futuro verdaderamente bueno, despierta el espíritu a la esperanza, y, como dice también hoy el profeta, “Pena y aflicción se alejarán” (Is. 35, 10). Dicho de otro modo: con la acción de Dios, la vida cobrará sentido en su totalidad y en cada uno de sus momentos; y el sentimiento de tristeza o de pesimismo ante las dificultades y contrariedades que nos imponen las limitaciones y debilidades propias y ajenas, serán superadas. Que sean superadas, no significa que desaparezcan, sino que encontrarán su sentido y podrán ser incorporadas al ejercicio de la personal superación y de la santificación a que somos llamados. Entendido así el mensaje que nos propone hoy la Iglesia con palabras de Isaías, el Adviento deja de ser un tiempo meramente convencional y conmemorativo, y se convierte en la imagen de nuestra vida y en lección para conducirla por el camino recto.

4.- No obstante, aunque el anuncio profético respecto de la obra del Señor en nosotros merece toda credibilidad, a la que nos ayuda la fe, conviene saber que los efectos no son instantáneos. Se van manifestando poco a poco, porque dependen de nuestra colaboración, siempre lenta, deficiente y sometida a los altibajos de nuestras oscilaciones ante Dios y ante nuestra necesaria conversión. Por eso el Apóstol Santiago nos recomienda evitar ansiedades, y nos dice: ”Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor” (Carta de Sant. 5, 7). Y para que esta paciencia no sea confundida con el quietismo y la actitud pasiva por nuestra parte, el Apóstol añade como ejemplo clarificador: “El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía….manteneos firmes” (Sant. 5, 7-8).

La firmeza por nuestra parte requiere confianza en el Señor, acercamiento al Señor en la oración, en la participación sacramental, sobre todo en la Eucaristía y en la Penitencia; requiere formación cristiana cultivada en el contacto con la palabra de Dios, con la doctrina de la Iglesia, que es la explicitación concreta de la palabra de Dios para que sea entendida por todos en cada tiempo y en cada circunstancia. Tendremos que preguntarnos cómo andamos en lo que se refiere a estas prácticas tan necesarias, y tomar postura ya desde ahora.

5.- La concreción de la firmeza que nos pide el Apóstol Santiago en la espera paciente del Señor y de su obra en nosotros, queda claramente ejemplificada en la persona y en la conducta de S. Juan Bautista, precursor del Señor. Es Jesús mismo quien nos dice de Juan que no es una caña sacudida por el viento, sino que sabe prestar atención a la palabra autorizada, que es la palabra de Dios, y pasar por encima de habladurías y propagandas sociales con las que se quiere confundir hasta la misma fe. El Señor sigue diciéndonos de Juan que era hombre no entregado a la molicie, ni ganado por un interés prioritario a favor del bienestar y de la satisfacción material.

Tendremos que aprender esta lección para que nuestra trayectoria en el Adviento nos lleve a vivir una auténtica Navidad en un encuentro personal y transformador con Jesucristo.

Que S. Juan Bautista, nuestro patrono, y la Santísima Virgen María, que anunciaron y recibieron plenamente al Señor, nos alcancen la gracia de vivir atentos el Adviento y poder gozar de la experiencia de Dios en la Navidad, y luego en toda nuestra vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA EN LA FIESTA DE SANTA EULALIA

Mérida, 10 de diciembre de 2010


Queridos sacerdotes concelebrantes,

Queridas miembros de la vida consagrada,

Junta directiva y miembros de la Asociación de Santa Eulalia,

Hermanas y hermanos todos, autoridades y demás fieles:

Hemos comenzado la Misa reconociendo que es un honor compartir con Santa Eulalia la tierra que le vio nacer, y suplicando al Señor que cuantos celebramos su fiesta en la tierra, merezcamos gozar de su compañía en el Cielo.

Para ello, sabemos todos que es necesario amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. En estos dos mandamientos resumió el Señor nuestro camino de salvación.

Pero es necesario concretar el amor a Dios y al prójimo en acciones bien definidas. De lo contrario puede quedar todo un tanto impreciso y desvaído.

En lo que se refiere al amor de Dios, el primer paso es reconocer que todo lo que somos y tenemos, incluida la oportunidad de amar a nuestro Creador, es regalo suyo. Por tanto, para gozar de la compañía de Santa Eulalia en el cielo, es absolutamente necesario ser agradecidos a Dios nuestro Señor y Redentor.

La gratitud es una de las virtudes que no encuentra en nuestros ambientes un clima favorable que pedagógicamente nos induzca, nos prepare y nos ayude a practicarla.

Estamos en la civilización de los DERECHOS, y en la cultura de la reivindicación. La consecuencia que se sigue de ello es un tanto peligrosa. En nuestro refranero destaca esa gran lección: “El que no es agradecido no es bien nacido”. Y nosotros aunque en el fondo sabemos que recibimos de Dios, por una parte, no lo agradecemos debidamente. Y, por otra parte, cuando creemos que nos falta algo de lo que deseamos desde nuestros intereses, más que pedirlo al Señor, parece que se lo exigimos desde el supuesto derecho a ser escuchados y complacidos. En algunos casos se llega a más. No escasea quienes al encontrarse con un mal del tipo que sea, consideran a Dios como su autor, y reivindican sin escrúpulos y sin espíritu filial, su pronta liberación. Seguimos, como puede verse, en la conciencia de los derechos. Y, cuando es Dios quien nos pide, abundan estas respuestas: “para ser cristiano no hace falta ir a misa todos los Domingos; no es necesario practicar la confesión; no es necesario rezar tanto, etc.”

Frente a estas actitudes tan lejanas al buen sentido, y tan recordadas por el mismo Jesucristo (como queja porque de los 10 leprosos curados solo uno volvió a dar gracias al Señor) la palabra de Dios nos enseña con el ejemplo y con su magisterio. La lectura del libro del Eclesiástico, no ofrece una oración que viene como anillo al dedo para la consideración que estamos haciendo, y para seguir el ejemplo de Santa Eulalia.

“Te alabo, mi Dios y Salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida, porque me has salvado de la muerte, … Me auxiliaste con tu gran misericordia” (Eclo 51, 1ss)

El auxilio del Señor, no es don que llega en solitario; sino que nos viene acompañado de otro don, que es ofrecimiento gratuito y permanente del Señor: su infinita misericordia. ¿Creemos que si no fuera porque Dios nos ama infinitamente y derrama sobre nosotros su misericordia, también infinita, podríamos recibir nada de cuanto recibimos constantemente de Él?

Nuestra reflexión, en esta fiesta de gratitud al Señor, debería ser la que nos brinda hoy la Iglesia con las palabras del Salmo: “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos; ¡tanto ardía su ira contra nosotros!” (Sal 123)

La vida, la fe, el perdón, la posibilidad de cambiar hacia el bien cada día, la misma posibilidad de ampararnos en el Señor, son todos, unos dones de Dios que nunca podremos agradecer suficientemente.

Santa Eulalia, en su tierna adolescencia, supo llevar con dignidad y con gratitud a Dios, todas las pruebas que el Señor permitía para ejemplo nuestro. Y soportó el martirio con la dignidad y valentía que solo puede tener y mantener quien está siendo ayudado por el Señor.

Ante la dureza de la vida y frente a las adversidades con que nos encontramos para vivir el Evangelio de Jesucristo con entereza y fidelidad, es necesario que reconozcamos la obra de Dios en nosotros, que seamos capaces de admirar cuanto Dios hace por nosotros, y que le correspondamos con nuestra gratitud y adoración. Son las puertas de la fidelidad que, a su vez, es imprescindible para ser salvados.

Queridos hermanos todos: a pesar de lo complejo que pueda parecernos todo esto, el Señor nos lo pone fácil. Se ha quedado entre nosotros para ser nuestro maestro, nuestro compañero, nuestro defensor y nuestro estímulo constante. Ha elegido para esta presencia la Eucaristía que es ya acción de gracias. Y, en ella, nos proclama su palabra orientadora, nos ofrece su Cuerpo y Sangre sacrificados hasta la muerte como signo de fidelidad al Padre y como gesto redentor, nos invita a unirnos a Él dando gracias al Padre por la creación, por la redención, por su palabra, por su gracia y por su misericordia.

Ser agradecidos al Señor es actitud y comportamiento que debe concretarse en la Eucaristía. A participar en ella estamos llamados por nuestra madre, la Santa Iglesia, de diversos modos e incluso con el primero de los cinco mandamientos.

En esta fiesta de Santa Eulalia, patrona, ejemplo de vida e intercesora nuestra ante el Señor, pidamos a Dios por intercesión de la Mártir, ser capaces de amarle y de amar al prójimo; ser agradecidos con el Señor y con los que han hecho y hacen grandes cosas en favor nuestro, aunque no siempre lo percibamos.

En esa letanía de gratitudes, no olvidemos tener en cuenta que el cristianismo es comunidad de amor, de perdón y de ayuda, y decidámonos a hacer por los demás, lo que Dios y el prójimo han hecho por nosotros.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA EN LAS PRIMERAS VISPERAS DE LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCION

Badajoz, 7 de diciembre de 2010


Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos diácono, religiosas y seminaristas

Hermanas y hermanos todos:

Con el canto de estas Vísperas solemnes, hemos comenzado la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción.

Podríamos decir que esta fiesta es la expresión de una convicción y un deseo de la cristiandad, cada vez más extendido entre los fieles.

- La convicción se centra en la fe: creemos firmemente que la Virgen Santísima y Madre de Dios fue concebida sin pecado original y, por tanto, llena de gracia desde el primer instante de su concepción.

- El deseo apuntaba a que la Iglesia declarase el Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, y que instituyera su fiesta en toda la Iglesia universal.

Nosotros, por la reflexión apoyada en la fe, participamos de la convicción de nuestros mayores desde muchos siglos. El prefacio de la Santa Misa correspondiente a la fiesta que celebramos, lo expresa muy claramente diciendo: “Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad”

El deseo manifestado por los fieles en siglos anteriores y durante mucho tiempo, y cumplido ya en nuestros días es una realidad de la que gozamos año tras año con verdadera satisfacción y con profunda gratitud.

Nuestra gratitud se eleva como un canto de alabanza al Señor porque, teniendo en su designio eterno la decisión de compartir con la humanidad la condición terrena, eligió hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado. Por ese motivo, quiso nacer de las purísimas entrañas de la Virgen Madre a quien había elegido desde el principio.

Nuestra gratitud brota con singular alegría porque en las entrañas virginales de María Santísima Cristo asumió la sencillez y la grandeza de las criaturas humanas como ayuda para la realización de los planes de Dios Padre. Con ello nos dio muestra clara de que el Señor, que - a decir de San Agustín nos creó sin nosotros -, quería salvarnos con nuestra libre colaboración. En la Santísima Virgen María, encontró el signo de la colaboración humana plenamente fiel, como parte necesaria para la salvación del mundo.

Nuestra gratitud crece al tomar conciencia de que el Señor quiso ennoblecer grandemente a su futura madre, dotándola con toda la riqueza de la plenitud de la gracia divina, ya que había sido elegida para ser instrumento de la Gracia de la salvación.

Nuestra gratitud como criaturas humanas, partícipes de la fe y de la gracia de Dios, se afianza en nosotros al considerar que, con la dotación extraordinaria de María santísima, nos dio a entender las enormes posibilidades que tenemos si decidimos responder “sí” a los planes del Señor, como lo hizo la santísima Virgen María.

La plenitud de la gracia desde el primer instante de la concepción es privilegio que sólo correspondió a la Madre de Dios, por su singular e irrepetible condición de futura Madre de Dios. Pero el crecimiento sin límites en la fidelidad al Señor, y la firmeza en dicha fidelidad, quedaron manifiestos como posibilidad en manos de todos, si cada uno seguimos el ejemplo de María.

En este cúmulo de motivos que nos llevan a dar gracias a Dios en la solemnidad de la Inmaculada concepción, tan arraigada en el pueblo cristiano, cuenta de modo muy importante la verdad que nos comunica san Pablo en la breve lectura que acabamos de escuchar:

El Señor Dios, escoge desde toda la eternidad a cada uno de los seres para el lugar que le asigna en la historia y en el proyecto de la salvación universal.

A quienes elige, los predestina capacitándolos con los dones que necesita para cumplir su misión.

A quienes predestina al haberlos escogido, los llamó de forma que cada uno pudiera enterarse y responda libremente a la divina vocación. Es ahí donde entra en juego nuestra libertad. Y es ahí, donde la libertad de la joven María se presentó ante Dios como plenamente fiel. Y en atención a esa fidelidad, el Señor la santificó plenamente, de forma que el pecado no la manchase de ninguna forma, previa a la decisión personal de María, ya que la joven Madre de Dios asumiría con plena libertad y con perfecta fidelidad en su momento, hacer norma de su vida la palabra, la voluntad, la vocación de Dios sobre ella.

La santificación de María transforma su condición humana desde el primer momento de su concepción, dotándole de la gracia incompatible con el pecado original.

A nosotros, la santificación inicial nos llega por las aguas bautismales por las que, purificados del pecado original y dotados de la gracia y de la fe, podemos avanzar día a día, libremente, en esa fidelidad de que nos dio ejemplo el Señor creciendo en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres.

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos llama, pues, a la gratitud constante al Señor porque ha obrado maravillas en favor de la humanidad. Nos llama también a la admiración de la grandeza divina capaz de obrar esas maravillas a pesar de la pequeñez de sus siervos. Y nos llama también a tomar conciencia de que también cada uno de nosotros ha sido escogido, predestinado, llamado y santificado para ser luz del mundo y colaboradores de Cristo en la misión de salvar a la humanidad y al mundo en que nos puso el creador.

Invoquemos la paternal misericordia del Señor para que nos ayude a ser fieles a su llamada, y a crecer en la grandeza divina que él mismo puso como semilla en nosotros, en la Creación y en la regeneración bautismal.

Que la Santísima Virgen María nos ayude a permanecer firmes en la fe, y a crecer, día a día, en fidelidad.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

5 de diciembre, 2010
Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes.

Queridos miembros de la vida consagrada,

Queridas hermanas y hermanos todos:

1.- En el domingo anterior, con el que iniciamos el tiempo de Adviento, la Palabra del Señor nos hablaba de la profunda renovación a que estamos llamados por el Señor. Sin una auténtica conversión interior es imposible contribuir a la renovación de la sociedad y a la recta ordenación del mundo. Por eso el Señor nos invitaba, a través de san Pablo, a despertar del posible sueño y a conducirnos como en pleno día. Esto es, con diligencia y espíritu de superación.

En este Domingo segundo de Adviento, la Palabra de Dios nos acerca un poco más a la realidad transformadora de nuestro espíritu y de nuestra sociedad para que logremos la plenitud de todo lo creado. Esa es la voluntad del Señor que manifestó en la creación ordenando a nuestros primeros padres: Creced y multiplicaos y dominad la tierra.

2.- En verdad, la renovación de las personas, de la sociedad que integramos y del mundo en que vivimos, no puede ser obra del pecado, ni siquiera de nuestras limitadas capacidades, por esmeradas que sean. Ha de ser obra de quien tiene la inteligencia, el amor y el poder infinitos, único autor de la creación.

Por eso, la Santa Madre Iglesia nos enseña, a través del profeta Isaías, que la conversión y la renovación que anhelamos y esperamos, vendrá por mano de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, como renuevo del tronco de la humanidad creada por Dios.

La expresión bíblica con la que n os ad vierte de ello el Profeta, es tan clara como poética. “Brotará un renuevo del tronco de Jesé y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor…” (Is 11, 1ss)

3.- La convicción de que no somos nosotros, sino el Señor, quién hará posible la renovación de todo y la consiguiente salvación de todos, no nos exime de la propia responsabilidad en este urgente quehacer. A nosotros corresponde preparar el camino al Señor para que llegue al corazón de las personas y al fondo las realidades sociales.

Ciertamente, la pluralidad humana, y la peculiaridad de la visión que cada uno tiene de su identidad, del proyecto social y, por tanto, del lugar de Dios en el mundo, da y dará lugar a notables diferencias e incluso a posturas encontradas en la idea de lo que es la salvación de las personas, de las instituciones, de la sociedad y del mundo en general. Pero no podemos aplazar nuestra responsabilidad cristiana y, consiguientemente apostólica, al momento en que las circunstancias sean favorables y a que todos confluyamos en un mismo objetivo y en un mismo camino. La conversión o transformación a que nos llama la Iglesia en el tiempo preparatoria a la Navidad requiere que cada uno asuma su propia tarea contando siempre con la fuerza del Espíritu Santo. Con ella podemos hacer frente al mundo y a todas las dificultades que nos presente.

Solo cuando el Espíritu Santo obra en nosotros, somos capaces de obrar en la rectitud de la verdad y en la justicia, que es el vehículo del bien.

Así nos lo enseña el profeta Isaías refiriéndose al Mesías, fundamento e iniciador de la Redención y del orden nuevo que debemos procurar.

Dice el profeta: “Sobre él se posará el Espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor” (Is 11, 1)

4.- Cuando Jesucristo se presentó como el Mesías, manifestó que obraba con la fuerza del Espíritu Santo. Dijo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 16-30) Y, a partir de ese momento, el Señor pudo decir: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la Vida”.

Por la misma razón, cuando Jesucristo quiso dejar a los Apóstoles como continuadores de su obra salvífica, no se limitó a animarles diciéndoles: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” (Mt 28, 20) Reunido con ellos, les dijo: “Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos… hasta el fin del mundo” (Hch 1, 8ss) Y en otra ocasión les dijo también. “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23)

Esta enseñanza nos hace recordar el día de nuestra confirmación en que, por ese admirable sacramento, vino a nosotros el Espíritu Santo capacitándonos para obrar de acuerdo con nuestra condición de bautizados, hijos de Dios, miembros de la Iglesia y constituidos apóstoles entre nuestros semejantes.

4.- El modelo de nuestro comportamiento lo tenemos en san Juan Bautista, cuya vida entera llena de la acción divina, se convirtió en fuerte llamada a preparar el camino del Señor, y a proclamar el tiempo de gracia que el Mesías trae para todos. Y para ello hace alusión al Espíritu diciendo que Cristo nos bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Al celebrar este segundo Domingo de Adviento, tomemos ejemplo de S. Juan Bautista y, escuchando al Profeta Isaías, acerquémonos al Señor en la Eucaristía, y pongámonos a sus disposición asumiendo la responsabilidad de nuestra conversión y de apostolado generoso para con el prójimo.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA VIGILIA POR LA VIDA NACIENTE

27 de Noviembre de 2010

Queridos hermanos sacerdotes y miembros de la Vida Consagrada,
Queridos matrimonios y familias aquí reunidas,
hermanas y hermanos todos:

1.- El Papa Benedicto XVI ha tenido la feliz idea de convocar a los fieles de todo el mundo a una solemne Vigilia de oración a favor de la vida, poniendo el acento en la vida naciente. Nosotros, haciéndonos eco de esta convocatoria universal, nos hemos reunido en este sagrado templo con-catedralicio para elevar al Señor alabanzas, acción de gracias y súplicas por la vida. Queremos ser verdaderos apóstoles del Evangelio de la Vida que nos enseñó muy bien el Papa Juan Pablo II.

A esta Vigilia hemos convocado también a todos los fieles de nuestra Archidiócesis, pidiendo que en cada pueblo se celebre un acto vespertino de oración como lo estamos celebrando nosotros aquí.

Para centrarnos en los motivos de nuestra plegaria, elevando al Señor una misma oración, he creído oportuno destacar algunas de las intenciones que deben ocupar nuestra mente y nuestro corazón en estos momentos.

Este acto piadoso con motivo de la preocupación por la vida naciente debería ser, en todos los participantes:

· Un canto a la vida. No olvidemos que la vida es el don primero con que Dios nos abre las puertas a su amor y a su intimidad. Todo lo que podemos recibir de Dios, y todo lo que podemos ofrecerle como correspondencia a su amor infinito, parte del hecho de que gozamos del regalo de la vida.

· Una acción de gracias por lo que la vida supone como pórtico abierto para conocer a Dios, para amarle, para seguirle como la Verdad suprema, y para intimar con Él ahora y luego disfrutar de su gloria por toda la eternidad. La vida es el primero de los recursos que tenemos para lograr la salvación.

· Una ocasión para asumir y renovar un claro compromiso, explícito y firme, en orden a aprovechar la vida que tenemos. Perderla o desaprovecharla equivale a no amarla. Y no amarla es la consecuencia de no valorarla como el don primero y principal que inicia nuestra progresiva divinización. El don de la vida es la primera manifestación de que Dios nos ama.

· El momento de renovar nuestro propósito de defender la vida en todos sus estadios y situaciones; con el convencimiento de que la vida sólo es de Dios. Nosotros no somos dueños de la vida propia ni de la de nadie. Pero sí que somos los responsables de defenderla, cultivarla y orientarla para que cumpla el fin principal querido por Dios que es su autor y dueño absoluto.

La vida, en su estadio inicial, no es una simple agrupación de células instaladas en el organismo humano, sin más importancia y significación. Es muchísimo más: es una realidad misteriosa y magnífica, a la vez, planificada por Dios en su designio eterno para ser la manifestación terrena de la gloria de Dios. Al ser manifestación de Dios, que es amor, no solo expresa el amor de Dios, sino que ha de iniciarse, desarrollarse y cultivarse en el seno del amor. Por eso, el matrimonio, del que el Señor quiere que brote la vida, es el signo de la unión de Cristo con su Iglesia. Unión que es toda fruto del amor infinito y divino que., en todo momento busca el bien del otro.

La vida es, por tanto, la manifestación más clara de que hemos sido creados por Dios para promover la vida y defenderla, directa o indirectamente, y no para procurar la muerte bajo ningún concepto. El Hijo de Dios, con su encarnación y nacimiento de las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, vivió entre nosotros defendiendo la vida mediante la resurrección de algunos muertos, procurando que los pecadores no fueran ajusticiados, y curando a los enfermos cuya vida peligraba.

· Esta Vigilia es, también, una ocasión para pensar y trabajar unidos buscando formas para defender la vida, para promover la vida, para cultivar la vida ya nacida, por todos los medios al alcance de cada persona, de cada comunidad y de cada grupo cristiano.

Para que todo esto quede expresado verídicamente en esta Vigilia y en las acciones que, con la misma intención, puedan celebrarse en otras ocasiones, es necesario que profundicemos:

- En la riqueza de la obra de Dios en nosotros, como organismos capaces de ser instrumentos y templos de la vida que se desee iniciar en cumplimiento de la voluntad de Dios.

- En el sentido del cuerpo, de la sexualidad, de la propia oblación al servicio de la voluntad de Dios, y de las prioridades que la vocación paterna y materna establece, y que ha de organizar la propia vida como criterio indeclinable. Los padres no son simple progenitores, sino imagen de Dios Padre, educadores y primeros catequistas de los hijos.

- En el verdadero sentido de la paternidad y de la maternidad que, como don de Dios, es incompatible con ese pensamiento ya extendido de que los hijos pueden ser buscados por todos los procedimientos naturales y artificiales, porque son un derecho de los padres estén constituidos o no en matrimonio. Quienes, por cualquier motivo, no han sido llamados por el Señor a contribuir directamente en la paternidad o en la maternidad, no son fugitivos de esta responsabilidad en favor de la vida, ni fracasados en el intento. Por el contrario, son un canto vivo, una proclamación elocuente de que la paternidad y la maternidad constituyen una auténtica vocación divina; y que, por tanto, no deben ser adquisiciones artificiales procuradas de espaldas a Dios.

Esta Vigilia debe ser una plegaria al Señor:

· Para que nos ayude a entender todo esto, y a asumir la vocación concreta de cada uno en orden a la defensa y cultivo de la vida, y a la aceptación gozosa y sacrificada de la paternidad y de la maternidad responsables.

· Para que nos ayude a ser educadores cristianos en el seno de la familia, de la escuela, de la catequesis y de la vida de la comunidad eclesial. La educación es necesaria para entender, aceptar, agradecer, cultivar y defender el don de la vida.

· Para que el Señor nos ayude a procurar todo lo que esté a nuestro alcance (con el esfuerzo de todos) para ayudar a quienes, llevando la vida en sus entrañas, se encuentran con la incomprensión, con la adversidad o con la soledad personal, de modo que no desfallezcan sino que se mantengan firmes en su preciosa responsabilidad maternal hasta dar a luz la más digna criatura de Dios que es la persona humana.

Queridos hermanos: de todos es conocida la inmensa variedad de opiniones, de leyes y de conductas presentes en la sociedad en torno al don de la vida. Por todo ello, la sociedad y la familia misma ya no son siempre el espacio pacífico y gozoso donde se recibe el inmenso don de la existencia humana y donde esta encuentra el calor necesario para su desarrollo integral. Sin embargo, lejos de todo sectarismo, desprecio y juicio de intenciones en cada caso, los cristianos estamos llamados a ser apóstoles de la vida y defensores de la civilización del amor que no quiere, de ninguna forma, la muerte de nadie; y mucho menos, de los seres inocentes e indefensos. Debemos trabajar con denuedo para que la cuna de la vida no se convierta en su patíbulo y sepultura.

Esta responsabilidad, que nos compete como cristianos, aunque requiere el esfuerzo y la coordinación de todos, desborda nuestras posibilidades. Es necesario que el Espíritu actúe en las inteligencias y en los corazones, para que, mientras nosotros trabajamos en favor de la vida desde su concepción hasta su muerte natural, el Señor haga fecundas nuestras acciones.

Concluyamos, pues, nuestra vigilia unidos en la oración, y renovando el propósito de cumplir la voluntad de Dios sobre cada uno en orden proclamar el Evangelio de la vida.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada,
Hermanas y hermanos todos:

1.- Comenzamos hoy el tiempo de preparación a la Navidad. La Iglesia lo denomina tiempo de adviento. Es el tiempo del advenimiento de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre entre nosotros.

La santa Madre Iglesia pone hoy ante nuestra consideración ese final glorioso en el que brillarán definitivamente la luz y la vida que Jesús quiere ofrecernos. Para ello se anonadó haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado.

2.- La primera lectura nos dice que, al final de los tiempos, todo será de acuerdo con el amor y la voluntad salvífica de Dios. Triunfará el amor sobre todo egoísmo y, por eso, triunfará la misericordia sobre el pecado. Pero nos advierte, al mismo tiempo, que esa transformación del mundo, en la que debemos comprometernos porque para eso nos ha creado el Señor, no es tarea que podamos llevar a cabo por nosotros mismos. La complejidad y las dificultades que entraña acertar en el camino y ser constantes el su seguimiento, requiere la ayuda de Dios. Por eso, el profeta advierte que el Señor nos instruirá en sus caminos y, con ello, marcharemos por sus sendas.

Esta enseñanza nos brinda unas conclusiones que han de regir nuestro comportamiento como cristianos responsables.

En primer lugar, todos deberemos estar atentos a la instrucción del Señor. Eso es
lo que nos corresponde de modo insustituible e indeclinable. Escuchar y meditar la palabra de Dios y procurar una formación cristiana acorde con las exigencias de nuestra vocación cristiana ha de ser nuestra preocupación constante y nuestra dedicación serena y continuada a lo largo de nuestra vida.

En segundo lugar, es necesario que tomemos conciencia de que la instrucción del
Señor llega a los hombres a través de otros hombres. Es la Iglesia, ante todo la que n os instruye en el temor del Señor y la que n os enseña la senda de la vida y de la salvación. Pero la Iglesia realiza también su cometido a través de las personas que el Señor ha puesto cerca de nosotros para nuestra orientación. Esto nos hace pensar en la atención que prestamos a la Iglesia y a sus pastores y apóstoles; y, al mismo tiempo, deberemos examinarnos acerca del ánimo apostólico de cada uno de nosotros. También el Señor nos ha llamado como mediación para darle a conocer y para advertir acerca de los caminos del bien en la familia, en la escuela, y en los ámbitos sociales en que podamos encontrarnos con el prójimo.

La instrucción del Señor ha de llevarnos a sembrar en los hermanos la paz mesiánica que lleva consigo la civilización del amor, el reino de la justicia y el constante ejercicio del perdón y del servicio al prójimo Por tanto deberemos analizar si nuestra predicación y nuestro testimonio llevan a forjar arados de las lanzas, de las espadas podaderas. Tendremos que preguntarnos: ¿somos verdaderamente sembradores de paz?

No se puede sembrar la paz sin sembrar la verdad en el amor, o el amor en la verdad. Y corren tiempos en que se desecha la Verdad para dar prioridad a lo que cada uno cree que es su verdad.

3.- A la vista de todo lo dicho, urge caer en la cuenta de que “ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer” (Rm 13, 11). Por tanto, está más cerca, también, la responsabilidad que debemos asumir cada uno. No olvidemos que todos hemos sido hechos apóstoles por el Bautismo.

No podemos seguir en el sueño, esperando que todo nos lo den hecho. La situación social en que pudiéramos pensar así, no solo estaba equivocada, sino que ya pasó. En cualquier caso es actitud del niño que ya nos corresponde como adultos.

Pero para trabajar, al despertar del sueño en que pudimos abandonarnos a responsabilidades ajenas, hay que pertrecharse con las armas de la luz, como nos dice hoy el Apóstol Pablo. Y las armas de la luz son: la Palabra de Dios (formación); los Sacramentos (participación en el misterio); la Oración (espiritualidad – contacto con Dios); y las obras de caridad como disposición para servir al prójimo generosamente.

4.- Todo esto debemos hacerlo sin nerviosismos, pero sin demora, “porque no sabemos el tiempo que nos dará el Señor”.

No tenemos derecho a confundir la esperanza con la inactividad y con una demora injustificable en el apostolado.

Hoy necesitamos nuevas formas de apostolado porque son tiempos nuevos, mentalidades nuevas, nuevas adversidades y nuevos recursos.

Esos planteamientos han de hacerse, no solo en la parroquia, sino también en la familia, en la escuela y en la calle.

Pidamos al Señor que viene a nosotros, luz, generosidad, valentía y constancia para seguir su palabra y servirle en la propia conversión y en el apostolado.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Me dirijo a vosotros, queridos en el Señor, con la alegría que nos embarga al concluir un curso pastoral enriquecido con especiales bendiciones de Dios.

1.- Acabamos de celebrar el Año Sacerdotal unidos a toda la Iglesia universal y, de un modo singular, a los Sacerdotes católicos de todo el mundo, junto al Papa Benedicto XVI que, como sucesor de Pedro, nos conduce con sabiduría y virtud probadas. Ha sido un don inmenso del Espíritu Santo, que asiste a su Iglesia, la permanente oración que los fieles cristianos han elevado a Dios Padre, durante el Años sacerdotal, por medio de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza. La Iglesia entera ha suplicado, con fe y esperanza, la santidad de los Presbíteros y de los Obispos, y ha implorado la gracia de abundantes vocaciones al Sacerdocio ministerial. Demos Gracias a Dios porque Él siempre nos escucha y actúa con magnanimidad con nosotros sus ministros, y con toda su santa Iglesia

Si Dios quiere, celebraremos con toda solemnidad la clausura diocesana del Año Sacerdotal cuando comience el nuevo Curso, uniendo en la misma jornada otros dos grandes acontecimientos eclesiales de singular importancia para la Archidiócesis de Mérida-Badajoz, y de íntima relación con el Sacerdocio ministerial. Me refiero a la ordenación de tres nuevos Diáconos, y a la clausura del proceso diocesano de Canonización de los sacerdotes de esta Iglesia particular, martirizados en España en la primera mitad del siglos XX. Ellos, de cuya sangre brotan con toda seguridad nuevas vocaciones sacerdotales, intercederán ante el Señor por nosotros, por los que aspiran a recibir el sacramento del Orden sagrado, y por quienes hayan de servir como la mediación elegida por Dios para discernir y encauzar su vocación.

2.- Hoy, quiero daros las gracias por acompañarme en el día de mi onomástica durante la celebración eucarística y festiva del Apóstol Santiago, y por elevar oraciones por mi persona y ministerio. Al mismo tiempo os invito a uniros a mi plegaria suplicando al Señor que me ayude a ejercer con acierto y plena entrega el ministerio de la Evangelización entre vosotros, con vosotros y para vosotros.

Por mi parte, doy gracias a Dios porque me ha permitido servir a esta querida Iglesia de Mérida-Badajoz como Pastor durante ya 5 años, que se me han pasado como un agradable suspiro episcopal.

Quiero que mi gratitud al Señor vaya acompañada por un sincero agradecimiento a los Presbíteros, a los religiosos y religiosas y a los laicos porque, de un modo eficiente habéis hecho posible, con vuestra generosa colaboración, todo lo que la Archidiócesis ha podido realizar para gloria de Dios, para bien de su Iglesia y para la salvación de los hombres y mujeres, nuestros hermanos en el Señor.

No ceséis de orar por nuestra Iglesia, por los sacerdotes, por quienes consagran su vida plenamente al Señor, por quienes han sido llamados al Sacerdocio y a la Vida Consagrada, por las familias, por los jóvenes, por sus educadores, por quienes rigen el destino de los pueblos, y por todos los que, de un modo u otro, trabajan por aliviar en el mundo la pobreza, la marginación, la manipulación de los más pequeños, y el atentado contra la vida de los más inocentes e indefensos.

3.- La palabra de Dios nos habla hoy con especial claridad animando nuestro espíritu para que sigamos viviendo como testigos de la grandeza inigualable de Dios y de su infinita misericordia, que brota de su amor infinito a todo los que ha creado, sin excepción alguna. Para todos se ha ofrecido el Señor en la cruz logrando la redención universal y eterna para quienes le buscan con sincero corazón.

Hemos escuchado, del libro de los Hechos de los Apóstoles, que éstos “daban testimonio con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo” (Hch. 4, 33). A ello estamos llamados cada uno de los cristianos por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, y alentados y fortalecidos por la Eucaristía.

Dar testimonio de Cristo en nuestros días y en nuestra sociedad requiere mucho valor en abundantes ocasiones. Cada vez parece que aumentan, y crecen en sonoridad, las voces y los ecos que pretenden aprovechar cualquier circunstancia para desacreditar a la Iglesia de Cristo, y para promover una sociedad que viva de espaldas al Señor, Dios compasivo y misericordioso. Pero el ejemplo de los Apóstoles, que vivían circunstancias mucho más graves que la nuestras, hasta el punto de que tuvieron que dar su vida recibiendo el martirio por el Nombre de Jesús, nos invita a revisar, purificar y fortalecer muy seriamente nuestras actitudes y comportamientos apostólicos y pastorales.

Estamos llamados no solo a ser fieles al Señor, sino a realizar, en medio del pueblo, signos claros de esa fidelidad, y a manifestar las razones que la motivan y la sostienen.

4.- Los signos que nos pide el Señor son, en primer lugar, un fuerte amor a Jesucristo, alimentado y acrecentado en la experiencia personal de Dios que nos asiste, nos enseña, nos conduce y nos espera con una paciencia tan grande como amorosa. Y, como consecuencia de ello, estamos llamados a dar el signo de una permanente fidelidad a Dios obedeciendo a la palabra y a la llamada del Señor antes que a los requerimientos humanos y sociales. Esto, que parece lógico en un cristiano, queda notablemente reducido en muchos casos.

Las palabras de la Sagrada Escritura que hemos escuchado, pronunciadas por los Apóstoles ante el Consejo del Pueblo y ante el Sumo Sacerdote, son tan claras y valientes como necesarias: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Era necesario manifestar este principio fundamental, porque, en la práctica, es puesto en cuestión, muchas veces, entre nosotros. Esto, aunque sorprenda, ocurre entre nosotros cuando el seguimiento de la Doctrina de la Iglesia pone en peligro el prestigio propio ante los conocidos. A así ocurre, también, cuando los intereses personales o nuestra cómoda tranquilidad se ven amenazados si tomamos plenamente en serio la enseñanza evangélica. Otras veces, corremos el peligro de soslayar o post-poner la atención a la voluntad divina cuando, sin especial interés por adquirir la debida formación cristiana, o sin contrastar oportunamente los criterios propios, cedemos a las corrientes de pensamiento más cotizadas en nuestra sociedad.

Sabemos que en nuestros días hay leyes que permiten poner los intereses humanos por delante de la voluntad de Dios, autor de la vida, y que nos manda “no matar”. Llama la atención, en este punto, que los que se escandalizaban porque la Iglesia no condenaba, en su Catecismo, a los estados que permiten la pena de muerte en sus leyes, ahora defiendan el crimen del aborto como un derecho incontestable de la madre. Y se pretende justificar dicha legislación arguyendo que con ello se favorece la vida sana, la libertad de la madre o la solución de un problema de responsabilidad no asumida a causa del ejercicio caprichoso de una libertad sexual que no es legítima a los ojos de Dios. Ante ello, los cristianos debemos argüir siempre, sin desfallecer, para que, aunque se imponga socialmente la ley, quede permanentemente claro que sólo Dios es el dueño de la vida, y que todos nosotros debemos agradecerla y defenderla.

5.- Santiago Apóstol, primer mártir entre los Apóstoles, dio testimonio de fidelidad a Dios, y demostró con valentía hasta entregar su vida, que, a pesar de su debilidad humana, Dios actúa con fuerza a través nuestro cuando asumimos la responsabilidad de defender la verdad de Dios ante el pueblo. Por eso S. Pablo nos advierte en las lecturas de hoy, que “llevamos el tesoro de la fe en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2Cor 4, 7). Por eso, añade: “Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados; nos derriban, pero no nos rematan” (2Cor 4, 8).

Pidamos al Señor, por intercesión del Apóstol Santiago, la gracia de ser auténticos testigos de la Verdad, del amor, de la justicia y de la paz, comprometidos en la llamada del Señor para ser luz del mundo, iluminando cristianamente el orden temporal.

Que la Santísima Virgen María que, según la piadosa tradición, fortaleció al Apóstol Santiago en España cuando andaba débil de fuerzas para proclamar el Evangelio, nos alcance la gracia de perseverar en la profunda convicción de que es nuestro deber cristiano proclamar la bondad de Dios y su amor infinito, mediante la palabra adecuada y mediante nuestro testimonio de vida.

QUE ASÍ SEA

H0MILÍA EN LA ORDENACIÓN DE UN PRESBÍTERO

27 DE JUNIO DE 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes ,
Querido Francisco, todavía Diácono y ya próximo Presbítero,
Queridos hermanos y hermanas todos, familiares de Francisco, religiosas y seglares:

Hoy es un día de gozo para la Iglesia. En tiempos de dificultad y contradicción, el Señor manifiesta en su Iglesia la prevalencia de su santa voluntad y el don de la generosidad que actúa en quienes le escuchan y le obedecen.

Un joven, que podría haber seguido los impulsos de un ambiente adverso, ha mirado al Señor de frente y se ha sentido ganado por el misterioso amor de Dios que le llama a ser ministro suyo; ministro de la trascendencia, de la vida que solo Dios puede regalar; ministro del amor y de la reconciliación; ministro de la salvación que ya comienza en los días de la vida mortal cuando, como regalo del Espíritu Santo, participamos de la luz y de la gracia de Dios. Es el Espíritu del Señor quien nos permite descubrir, en medio de las oscuridades terrenas, el sentido trascendente de la vida; el valor salvífico del sufrimiento unido a la Cruz de Jesucristo; el carácter de signo que tienen los momentos de alegría como adelanto de la felicidad celestial; la fuente de la paz interior que está en la unión con el Señor; y la esperanza que nos ayuda a mantener la ilusión en el bien que anhelamos y que todavía no hemos alcanzado.

La llamada al Sacerdocio siempre es una manifestación del amor misterioso de Dios que nos elige sin mérito nuestro , y que nos gana hasta llevarnos a presentar la propia vida como ofrenda consciente y libre a Aquel que nos la dio para gloria suya, para bien de la Iglesia y salvación del mundo.

El día en que el Obispo impone las manos sobre la cabeza de un joven y le confiere el carácter sacerdotal, es un día en que sobresale esa incógnita que nunca sabremos develar: por qué a mí, a pesar de mis notables limitaciones, de mis inseguridades, de mis torpezas y de mis infidelidades.

Ante el misterio que nos presentan estas consideraciones, no cabe otra postura interior que doblar el alma ante el Señor en humilde actitud de fe, ganado el espíritu por una inmensa gratitud, y exclamar, como la sincera expresión del corazón ganado por el amor de Dios que nos envuelve con su amor infinito e incondicional: “Señor mío y Dios mío”. Y volar en esta expresión de admiración y devota adoración al Señor de cielos y tierra todo el ánimo de fidelidad y de obediente correspondencia de que seamos capaces con la ayuda de su gracia.

El seguimiento del Señor, que ha de ser consecuencia de la sorprendida admiración ante la generosa elección divina y ante el caudal de gracias que su Espíritu derrama sobren nosotros al constituirnos ministros de Cristo en la Iglesia, requiere plena con fianza en que, unidos al Señor, todo lo podemos en Aquel que n os conforta. Sólo con la plena confianza en la protección del Señor que obra en nosotros y a través nuestro, podremos entender el sentido y alcance de nuestro ministerio.

Pero, junto a todos los regalos del Señor que confluyen en el ministerio sacerdotal, debe estar, también y de modo inexcusable, la nuestra aportación. Tenemos que prometer y esperarnos en cumplir la ofrenda plena de nosotros mismos y de todo lo nuestro. DE ello nos da ejemplo el profeta Eliseo. Nos dice hoy la palabra de Dios que “cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras de Elías y se puso a su servicio” (1 Re. 19, 21).

Hay muchas cosas que los sacerdote debemos ofrecer a Dios poniéndolas a disposición de las personas que el Señor nos ha encomendado y que se cruzan en nuestro camino. La Santa Madre Iglesia nos invita hoy a proclamar una profunda convicción de fe que atañe a todo cristiano, pero especialmente a los sacerdotes. El Salmo interleccional nos brinda las palabras diciendo: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano” (Sal. 15). De tal modo esto es verdad en los sacerdotes, que en la medida nos vinculemos a intereses terrenos de cualquier orden, por muy legítimos que puedan ser considerados en algún momento por nosotros y por otros, disminuye la fuerza de nuestro ministerio. Con toda claridad nos lo enseña hoy S. Pablo en la segunda lectura: “Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que n o hacéis lo que quisierais. En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley” (Gal, 5, 18). De esta enseñanza deriva la fuerza de las promesas sacerdotales por las que cada uno de nosotros asumió el día de su ordenación sagrada, la vida en castidad, pobreza y obediencia. De ello nos da clara enseñanza el Santo Evangelio que acabamos de escuchar.

El Señor nos enseña el desprendimiento propio de la pobreza diciéndonos: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc. 9, 58). Jesús os enseña también a no poner los afectos humanos como condición básica para el ejercicio del ministerio sagrado. Actitud esta que los sacerdotes, cuando así lo pide la Iglesia, debemos entender como una llamada a la castidad.

Al escuchar a uno de los discípulos que le dijo con una aparente generosidad ejemplar: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”, respondió: “El que echa la mano en el arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios” (Lc. 9, 62).

Y cuando otro. Llamado a seguirle, dijo: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, el Señor le respondió con verdadera exigencia: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Lc. 9, 60).

Esta es nuestra aportación, como sacerdotes, en correspondencia a la misteriosa elección con que el Señor nos ha distinguido y enriquecido.

Llevados de la profunda convicción creyente de que Dios puede hacernos capaces de lo que nos pueda parecer imposible, lejano o arriesgado, hagamos nuestras las palabras con que hemos invocado al Señor en la Oración inicial de la Misa: “Concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad”.

Con esta plegaria, pidamos al Señor la gracia de la fidelidad sacerdotal para este hermano nuestro que hoy recibe el Sacramento del Orden sagrado.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN BAUTISTA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Excmo. Sr. Alcalde y Corporación municipal,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- En la oración inicial de la Misa, la Iglesia nos ha presentado a S. Juan Bautista como el enviado para preparar a Cristo un pueblo bien dispuesto. Y esta misma Iglesia, con gesto maternal, nos lo ha concedido como titular de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, y como Patrono de esta entrañable Ciudad nuestra que la alberga.

Teniendo en cuenta este doble patronazgo, verdaderamente providencial, nos corresponde no sólo invocar la protección de S. Juan Bautista para que nos alcance los bienes que deseamos, sino, sobre todo, pedirle que, como el maestro, nos dé a conocer los bienes que debemos desear.

2.- Aceptar al santo como patrono supone, en primer lugar, que recurrimos a él para que realice en nosotros, como pueblo, lo mismo que realizó en los tiempos de su predicación en el mundo. Según la oración referida, lo que realizó fue preparar para Cristo un pueblo bien dispuesto. Él había sido elegido y enviado como precursor del Mesías, de Jesucristo nuestro Señor.

Lo primero que plantea la significación del patronazgo de Juan Bautista sobre Badajoz entero, es si acaso no habrá perdido su actualidad y su oportunidad, en medio de una sociedad plural, ajena en muchos casos a la fe cristiana, e integrada por personas de diversas religiones y creencias. A simple vista parece fuera de lugar pedir al cielo que todos estén dispuestos para recibir a Jesucristo, como Juan Bautista hizo en Judea antes de que llegase el Mesías esperado.

Sin embargo, esta súplica, bien entendida, no margina a nadie, no puede herir ninguna sensibilidad religiosa, ni ha de causar molestia las personas que viven al margen de la fe. La razón es muy sencilla, al menos si se entiende esta súplica tal como la Iglesia la expone. Veamos:

3.- En primer lugar, queda muy claro que pedimos a Dios la buena disposición del pueblo ante la persona de Jesucristo, verdadero Dios, al tiempo que hombre verdadero desde su Encarnación.

Disponerse bien ante Dios equivale, entre otras cosas, a lograr una actitud de apertura ante la Verdad; una disposición sincera hacia la justicia; una vivencia profunda del amor; y la voluntad expresa de procurar la paz interior y la paz social en el mundo entero. ¿Hay en ello ingerencia alguna en la libertad personal y social?

La única discrepancia podría surgir en algunos al escuchar que nuestra súplica se refiere, en definitiva, a que nosotros, los cristianos, entendemos que Cristo es la Verdad; que Cristo es la expresión máxima del amor de Dios, universal y desinteresado; que Cristo es la justicia ejercida con misericordia infinita; y que Cristo es la paz que colma todos los deseos, porque está fundamentada en el amor. Pero ¿no es la verdad, la justicia el amor y la paz lo que todos deseamos? Pues nosotros, en el día de hoy, llevados del sentido de fraternidad universal, que se funda en el hecho de que todos hemos sido creados por Dios y llamados a ser hijos suyos, pedimos para todos y, especialmente para los habitantes de nuestra querida ciudad de Badajoz, los dones de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. Ojalá todos recibieran este precioso regalo, aunque desconocieran o rechazaran, de momento, su origen. Y ojalá, disfrutando de esos dones, llegaran un día a descubrir la fuente de donde brotan.

4.- Es cierto que no todos creen en la existencia de una verdad objetiva y universal, capar de ser válida referencia para el hombre en todas sus circunstancias y momentos. Pero es muy importante para vivir en la justicia, en la paz, y en la concordia -que nace del amor-, entender que la verdad no es verdad por la cantidad de gentes que se la creen, sino porque es la verdad. La verdad objetiva existe aunque el relativismo y el subjetivismo actuales la nieguen. Jesucristo es la verdad aunque muchos no crean en él.

La verdad nos trasciende constantemente en sus manifestaciones concretas y terrenas, sean materiales o espirituales. De hecho, cuanto más estudiamos, más verdad descubrimos. La universal curiosidad que invade el alma humana, y la dedicación constante a la investigación, constituyen una clara muestra de ello.

Además de ello, cuando vivimos desde la fe, alcanzamos a conocer la Verdad que nos trasciende aún si hubiéramos colmado la capacidad humana de descubrimiento y de progreso; porque la Verdad absoluta es Dios: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”. “Yo soy la luz; quien me sigue no anda en tinieblas”. La verdad plena no es compatible con defecto ni error alguno. Por eso, la Verdad en la que todas las supuestas verdades encuentran su verificación, no pertenece a este mundo. Fue Jesucristo quien nos la dio a conocer al encarnarse y compartir la historia con nosotros presentándose como hijo de Dios, como hizo al decir: “Quien me ve a mí ve al Padre”.

La Verdad absoluta no es de esta tierra, pero es absolutamente necesaria para regir esta tierra. De hecho, a medida que se prescinde de ella en este veloz proceso de secularización antropocentrista, en esa misma medida va desdibujándose la identidad de la persona humana, la sociedad se va deshumanizando, se contradice toda afirmación sobre la dignidad de la persona, y crece el ataque frontal y desconsiderado a la vida de la persona, especialmente de las más débiles e indefensas, aunque vivan su situación más inocente.

Pero ese conocimiento de la Verdad sobrenatural, que es Dios, Jesucristo la dejó velada todavía al hombre a causa de nuestras limitaciones. El Señor la proclamó de modo que todos tuviéramos noticia de ella. Pero no quedará patente a los ojos humanos, hasta que gocemos de la vida eterna, enriquecidos con el don de la visión beatífica. De ahí las dudas, la necesidad de vivir desde la fe, de acercarse a la divina revelación en que se encierra la noticia cerca de Dios, de nuestra vida terrena y de nuestro futuro después de la muerte.

PRIMERAS VÍSPERAS DE CORPUS CHRISTI

Domingo, 6 de Junio de 2010

Nos preparamos a celebrar con todo esplendor la festividad litúrgica del Cuerpo de Cristo. Fiesta de profundo arraigo popular, de cuya sensibilidad religiosa y profunda fe en el Santísimo Sacramento del Altar, nació y fue instituida por la Iglesia.

Todos los misterios del Señor son igualmente sorprendentes para nosotros. Todos exceden con creces la capacidad humana de comprensión. Todos ellos nos ponen ante la infinita grandeza de Dios, que aceptamos con humilde fe y con profunda gratitud, porque sabemos que son expresiones del inexplicable amor de Dios hacia nosotros, pecadores. Pero la consideración de que Dios mismo se haga presente en la tierra bajo las especies de pan y de vino, para acompañarnos en el peregrinar terreno hacia el encuentro definitivo con
Él en la gloria, parece que concita en nosotros la mayor sorpresa y, al mismo tiempo, nuestra mayor devoción. De hecho, fue la piedad popular la que alcanzó el reconocimiento de esta devoción como certera, hasta establecerla como fiesta litúrgica de toda la Iglesia.

Por la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, se afianza y crece la comunión entre los miembros del cuerpo místico de Cristo; y, con ello, se fortalece la vida de la Iglesia que es el cuerpo de Cristo presente y operante en la historia para extender la salvación a todas las gentes.

Según la enseñanza de Cristo, el que come la carne del Hijo del Hombre y bebe su sangre, habita en Él y da lugar, en su propia alma, a la íntima cercanía del Señor; porque llegando a nuestra alma, Cristo la convierte en templo de su grandeza. Grandeza que es, sobre todo, magnanimidad de amor universal. Por tanto, estando unidos a Él, quedamos unidos también a cuantos se unen a Él por la comunión de su Cuerpo sacramentado. Misterio éste que parece increíble desde que Cristo lo proclamase ante quienes le seguían. Pero, cuando el Señor toma posesión de nuestro espíritu al recibirle con fe en la Eucaristía, lo embarga de tal modo que lo configura consigo en adelante. Y, como fruto de esta configuración, ya no nos consideramos individuos aislados. Sino miembros de un mismo cuerpo, y hermanos de quienes comulgan como nosotros el cuerpo de Cristo hecho eucaristía. De hecho, un cristiano auténtico es necesariamente una persona eucarística, o no permanece ni vive como cristiano. Su fe se reduciría, en este caso, a una simple participación de un estilo superficial de vida, no personalizada ni realmente dispuesta a configurarse con Cristo, que es el principio y la razón de ser de la vida cristiana desde el bautismo.

Si comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es Cristo mismo quien alienta nuestro espíritu hermanándolo con quienes participan del mismo Pan y del mismo Cáliz. Podemos decir, con toda seguridad, que la obra del Espíritu Santo en el Bautismo, por la que, siendo muchos miembros entramos a formar todos un mismo cuerpo, tiene como condición de permanencia, que todos participemos del mismo Pan. Por eso nos dice hoy S. Pablo, interpelando nuestra fe: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo?...”El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor. 10, 16-17).

Para que valoremos debidamente la obra de la Eucaristía en nosotros, es necesario que meditemos con frecuencia en este admirable misterio; y que volvamos una y otra vez a la lectura y contemplación de la palabra de Dios, que nos habla de la entrega de Cristo bajo las especies de pan y de vino. En ellas se encierra la maravillosa presencia de Cristo, y actúa la fuerza santificadora del Señor a través de los tiempos. Por eso podemos decir que la Eucaristía hace a la Iglesia, ya que ésta es el Cuerpo de Cristo que permanece íntimamente vinculado a nosotros, y activo salvíficamente a través de la historia. Vinculación íntima y personal con cada uno de nosotros que sólo la Eucaristía hace posible después que hemos sido constituidos miembros vivos de Cristo por el Bautismo.

Esta vinculación de Cristo con nosotros, convirtíéndose en pan del caminante como alimento de los hijos de Dios, manifiesta una vez más, y ahora de un modo que conmueve el alma, el amor de Dios a los hombres. Ante ello, el espíritu consciente y meditativo no puede menos que exclamar, con fe y emoción, haciendo propias las palabras que nos brinda hoy la antífona del Magníficat: “¡Qué bueno es, Señor, tu espíritu! Para demostrar a tus hijos tu ternura, les has dado un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos, y deja vacíos a los ricos hastiados”

Demos gracias a Dios que nos ha regalado el beneficio de su presencia sacramental entre nosotros; y que, al recibirle consciente y devotamente, reafirma nuestra fe, fortalece nuestra vida interior, alienta nuestra esperanza y anima nuestro esfuerzo, para que logremos crecer en nuestra identidad como hijos de Dios y miembros de la Iglesia.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Feliz Pascua de Resurrección!

1.- ¡Qué gozosa celebración la del triunfo del Señor, que nos abre las puertas de su infinita Misericordia, y nos invita a vivir en constante conversión. Por el triunfo de Cristo podemos abrir el alma a la esperanza en la felicidad eterna junto a Dios en los cielos!

El Domingo de Pascua es el primer Día del Señor para los cristianos después de la Institución de la Sagrada Eucaristía. La celebración de la Pascua del Señor nos convoca al gozo de poder beneficiarnos directamente de los méritos de Jesucristo, en la medida en que nos vinculemos sinceramente a la celebración de la Santa Misa. En esta admirable acción sagrada, se hace presente para nosotros, a través de los tiempos, toda la fuerza salvadora de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo nuestro Señor.

Esto puede parecer poco real, a simple vista. La grandeza inimaginable que entraña la celebración litúrgica de los sagrados Misterios desborda nuestra inteligencia, y no siempre encuentra eco en nuestros sentimientos. Fácilmente puede invadirnos la duda con estos interrogantes: ¿Cómo puede ocurrir que Dios se haga realmente presente entre nosotros, y obre para nosotros la aplicación de la gracia redentora? ¿Cómo puede ser que, lo que ocurrió hace dos mil años, acontezca ahora entre nosotros sin repetirse y sin que lo veamos ni lo podamos comprender con nuestra inteligencia limitada?

2.- Sin embargo, a poco que meditemos o nos paremos a pensar en lo que nos reporta la Redención de Jesucristo, iremos descubriendo el fuerte realismo y la gran repercusión que estos sagrados Misterios tienen en nuestra vida. ¿No lo hemos descubierto, de alguna forma, al experimentar el gozo de ser perdonados plenamente en el Sacramento de la Penitencia? ¿No es suficiente muestra de la acción del Señor, entre nosotros y para nosotros, la paz interior que nos llena el alma cuando recibimos el Cuerpo de Cristo con verdadera unción y recogimiento? ¿Podemos dudar de que el Señor actúa cerca de nosotros cuando sentimos el profundo consuelo que encontramos en la oración entretenida ante Jesús sacramentado?

Claro está que, para que todo ello sea experiencia nuestra, es necesario vivir coherentemente con el Evangelio, y prepararnos debidamente mediante la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia.

Es necesario, también, que nos preparemos debidamente para la Sagrada Comunión, y que nos acerquemos a recibir el Pan de vida con la admiración que invade el espíritu cuando nos percatamos de lo verdaderamente grande, sobrenatural y divino que contienen y realizan los Sacramentos de la Iglesia.

Es imprescindible, al mismo tiempo, que nos pongamos en actitud de oración y meditemos sobre el Misterio de Cristo. Esta es una muy buena ayuda para no sucumbir a la rutina o a la incorrecta distracción.

Los misterios de Dios no son verdaderos porque nosotros los comprendamos, o porque los descubramos con evidencia como fuente de gracia, sino porque Jesucristo los instituyó como acciones en el tiempo por las cuales Él mismo obra, en la Iglesia, para nosotros las salvación.

Es necesario ser asiduos en la oración, acudiendo a ella no solo como quien recurre a un medio para alcanzar determinados dones del Señor; sino, sobre todo, como quien se acerca a Dios Padre, que tiene derecho a tenernos cerca porque somos sus hijos, porque desea escucharnos y hablarnos. Él nos quiere infinitamente y ha dado su vida para tenernos cerca de él y hacernos partícipes de su gloria.

3.- Todo ello requiere fe. Y, para cultivar la fe recibida en el Bautismo, es necesario que entendamos que la misma fe es ya un obsequio que Dios nos infunde como una semilla cuyo desarrollo nos corresponde.

La fe, que nos permite experimentar vivencialmente cuanto venimos diciendo, es ya un misterio. Consiste en creer lo que no vemos, y en adherirnos de corazón a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a Quien tampoco vemos, y cuya Trinidad de Personas en indestructible unidad fundamenta nuestra vida cristiana y nuestra capacidad de salvación. Creer en la Santísima Trinidad es condición indispensable para salvarnos como cristianos. De hecho, tanto la sagrada Liturgia como la piedad popular nos invitan a iniciar toda acción importante en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia nos propone constantemente, como alabanza a Dios, decir con devoción: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”

4.- Pues bien: todo esto sería imposible en nosotros, si Cristo no nos hubiera redimido. Su misma redención podría parecernos mera promesa incumplida, si después de la muerte redentora, Cristo no hubiera resucitado. Pero como Jesucristo ha resucitado, lo que parece imposible es plenamente cierto para los que creemos, para los que gozamos del inmenso don de la fe. Por tanto, podemos y debemos buscar, como lo más importante de nuestra existencia, aquello que el Señor nos depara como dones divinos. Sólo aprovechándolos debidamente podremos lograr el disfrute eterno de su gloria en los cielos.

Esto es lo que da sentido a nuestra existencia, a la vida y a la muerte, al dolor y a las alegrías, al trabajo y a la relación con las personas, a la salud y a la enfermedad.

Esto es lo que nos permite vivir con entereza los momentos y los trances difíciles; y ofrecer a Dios, unidos a la Cruz de Cristo, todo lo que somos y tenemos, todo lo que hacemos y todo lo que nos acontece.

5.- La resurrección del Señor es un hecho cierto, verdaderamente acontecido en el tiempo. La Secuencia que acabamos de escuchar canta a la resurrección del Señor, diciendo: “Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es la Vida / triunfante se levanta”.

A nosotros corresponde, movidos por la fe, elevar nuestra súplica al Todopoderoso, con las misma palabras de la Secuencia, que termina diciendo: “Rey vencedor, apiádate / de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria santa”.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL (2010)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- El gozo que la Iglesia ha proclamado en el Pregón Pascual, es el gozo interior que invade el alma creyente al contemplar la resurrección de Jesucristo nuestro Señor, vencedor del pecado y de la muerte.

Puede que ese gozo no llegue a conmover nuestros sentimientos. En verdad, el gozo que se percibe por la fe, no es necesariamente emotivo, sino interior, sereno y permanente. Es el gozo que sigue al convencimiento de que hemos sido salvados; y de que, a pesar de nuestros pecados pasados, presentes y posiblemente futuros, el triunfo de Cristo nos asegura la vida eterna siempre que anide en nosotros el propósito firme de una constante conversión. Es más: la Resurrección de Jesucristo potencia en nosotros el ánimo de permanecer en espíritu de conversión.

2.- La Resurrección de Jesucristo es, pues, la razón que da consistencia a nuestra fe, y el hecho que afianza en nosotros la esperanza contra toda esperanza. La resurrección de Jesucristo da sentido a la Iglesia, y la capacita desde ese momento, para transmitir el mensaje evangélico con la certeza de ver cumplida la promesa de Cristo. Con su resurrección, Cristo nuestro salvador garantiza la veracidad de su predicación, y manifiesta el sentido salvífico de su muerte en la Cruz. Por eso, la Santa Madre Iglesia canta: “En verdad es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, al Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo” (Pregón P.).

Es Jesucristo quien ha logrado, con su entrega obediente e incondicional al Padre que le envió para salvarnos, que la muerte se convierta en fuente de vida; que la pasión sea sacrificio que llegue a la presencia del Padre como ofrenda de suave olor; y que el sinsentido de una vida abocada a la muerte definitiva por el pecado, se convierta en escenario donde cumplamos con fidelidad a Dios, el papel que con su vocación, ha señalado para cada uno.

3.- Ante semejante maravilla, obrada por el amor misericordioso de Dios, no podemos menos que exclamar con himnos de acción de gracias, unidos a toda la Iglesia. En esta noche santa, clara como el día, el Nuevo Pueblo de Dios proclama, con grandísima alegría, que la diestra del Señor es poderosa. La diestra del Señor es excelsa, porque ha convertido en piedra angular a la piedra que desecharon los pretenciosos arquitectos desconocedores de los planes escondidos desde los siglos en Dios. La piedra angular, que es Jesucristo resucitado y glorioso, sostiene la vida entera de los que creen en Él; y la orienta hacia la eternidad feliz junto a la Santísima Trinidad.

La Luz de Cristo, significada en el Cirio Pascual, presidirá las acciones litúrgicas a lo largo del tiempo Pascual, y acompañará durante el Bautismo a quienes acceden a recibir las aguas de la purificación y de la incorporación a la Iglesia como hijos adoptivos de Dios. San Pablo nos enseña que “Por el Bautismo fuimos incorporados con Cristo en la muerte, `para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria de su Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom, 6, 3-4). Por eso tiene tanta importancia el rito bautismal en esta solemne vigilia.

4.- Este es el día en que los catecúmenos accedían al sacramento del Bautismo. Este es el día en que todos renovamos, haciéndolas nuestras, las promesas que, responsabilizándose de nuestra educación cristiana, hicieron por nosotros quienes pidieron para nosotros el Bautismo.

Al acercarnos a la Sagrada Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana y de la fuerza salvadora de todos los sacramentos, pidamos al Señor permanecer fieles a las promesas bautismales que hemos renovado.

Supliquemos al Padre de las Misericordias que mantenga vivo en nosotros el ánimo de conversión para ser capaces de morir con Cristo cada día y abrirnos a la vida nueva que él inauguró con su muerte y resurrección.

Demos gracias al Señor porque en la reiteración de los tiempos litúrgicos nos permite meditar los Misterios del Señor, celebrar su muerte y resurrección, y gozar de la alegría de la Pascua que nos anuncia que también nosotros resucitaremos.

Y, al acercarnos a recibir en la sagrada Comunión el Cuerpo glorioso de Cristo, muerto y resucitado, invoquemos de su infinita bondad la gracia de vivir con Él en la tierra, para gozar de su eterna compañía en los cielos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos seminaristas, religiosas y seglares:

La liturgia del Viernes santo nos pone crudamente ante el misterio de nuestra redención. La celebración de ese Misterio de salvación sorprende nuestra inteligencia, porque nos presenta la muerte del justo como la fuente de vida para los pecadores.

En verdad, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muere en la cruz entregándose como ofrenda plena al Padre. Con ello expresa hasta qué punto debe ser obedecido y honrado el Señor de cielos y tierra, principio y fin de toda existencia, y fuente de vida eterna. Obedeciendo y honrando a Dios, fuente de vida porque es la vida misma, hasta el fracaso, el dolor y la muerte se convierten en puerta para la vida plena.

Por el contrario, la desobediencia a Dios, que es el núcleo de todo pecado, reporta la muerte espiritual; y hasta los momentos de felicidad terrena y de satisfacción personal, llevan consigo la muerte interior, y causan la insatisfacción que abruma el fondo de la persona. El ansia de vida, y la confusión de la felicidad y la vida con el goce material lleva a las personas que así viven, a buscar en nuevas y más fuertes experiencias sensibles y terrenas, la felicidad que una y otra vez se les escapa.

Esa desobediencia a Dios que es el pecado, consiste en la torpeza de buscar la vida fuera de la fuente de la vida. Y esa torpeza cierra el acceso a la esperanza contra toda esperanza, y siembra en el espíritu el más duro pesimismo. Las personas necesitamos esa esperanza bien fundada, porque tenemos que enfrentarnos con los inevitables obstáculos y sinsabores de nuestra existencia contingente y limitada; y, si no tenemos un motivo bien fundado que nos permita mantener la esperanza en un triunfo seguro, inmediato o futuro, nos vemos abocados a un implacable fracaso que nos hace sentirnos impotentes para afrontar la vida; y esa es la mayor frustración y la fuente del sinsentido que es la más cercana imagen de la muerte.

Sólo al conocer y aceptar, nuestra realidad esencial, que es la de ser creados por Dios a su imagen y semejanza, brota en el alma la confianza de poder participar de la vida que emana de Dios, y que permanece por encima de toda apariencia de muerte.

Sólo al saberse unido esencialmente a Dios, que es el principio y el fin de nuestra existencia y el amor que nos distingue con su permanente atención y cuidado, puede el hombre entender su existencia como un camino hacia la vida, y no como un período en el que se siente el ansia innata de felicidad y se experimenta la permanente decepción causada por no poder alcanzar la felicidad ansiada

La fuente de nuestra felicidad está en la fuerza divina que nos permite vencer los obstáculos derivados de las adversidades y limitaciones de nuestro mundo y de nuestra misma naturaleza.

La fuerza necesaria para lograr y mantener el equilibrio interior está en la gracia de lo Alto, que rompe la desazón interior, la amargura y la desesperanza.

La falta de horizontes y de esperanza imposibilita vivir en paz, y entender la vida como un camino hacia la felicidad verdadera y definitiva, cuyo adelanto se encuentra en la cercanía de Dios y en la vida evangélica durante los días de nuestra existencia terrena.

La obediencia a Dios y la paz interior que de ella deriva, son dos elementos de una misma realidad. Quien obedece a Dios está pacificando su alma, porque está situando su vida en el equilibrio en que fue creada por Dios. Quien desobedece a Dios está sacando su vida de la órbita en que Dios la puso al crearla. Esa órbita es la cercanía de Dios y el flujo de vida y de paz que mana de Quien es la fuente de todo lo bueno que necesitamos para que nuestra existencia no sea un absurdo.

Con su obediencia al Padre hasta la muerte sacrificial, Cristo nos manifiesta con toda claridad que la vida verdadera es Dios, y que sólo se puede gozar uniéndose a Jesucristo en la plena obediencia al Padre.

La muerte de Jesucristo, que tiene todos los elementos del más tremendo fracaso social, es puerta que abre a la vida, porque se consuma con un canto de obediencia consciente a Dios. Jesucristo entrega su alma al Padre haciendo suyas, antes de espirar, estas palabras del Salmo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal. 30).

Que en este Viernes Santo prestemos atención al testimonio de Jesucristo. Aprendamos del Señor la obediencia incondicional al Padre poniendo nuestra vida en sus manos, puesto que de sus manos salió como fruto del amor divino. Hagamos un acto de fe aceptando que sólo en manos de Dios podemos seguir disfrutando del amor infinito que nos capacita para obrar el bien. Sólo unidos al Señor, que nos ama hasta entregar su vida para que alcancemos la vida eterna nos abrimos al gozo de la felicidad plena y definitiva.

QUE EL SEÑOR NOS CONCEDA ESTA GRACIA.

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO

Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas, religiosas, seminaristas y seglares todos:

1.- El Pueblo de Israel, figura del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia, se libró de la muerte de sus primogénitos, porque la sangre del cordero los identificaba ante el Ángel exterminador. Esa sangre era la del Cordero Pascual que habían de comer, en acto verdaderamente litúrgico y bellamente significativo, antes de salir a caminar por el desierto hacia la Tierra Prometida.

El cordero, cuya sangre marcó las casas de los israelitas, es la imagen de Jesucristo. San Juan Bautista le señala entre la gente diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Y el Sacerdote, al presentar la sagrada Hostia antes de la Comunión, repite estas mismas palabras. Con ello se nos quiere manifestar que Jesús es el cordero cuya sangre derramada en la Cruz, nos libró de la esclavitud del pecado; sangre con la que fue rubricada la Nueva y Eterna Alianza establecida por Dios a favor del hombre; sangre que nos identifica ante el Señor y nos libra del maléfico poder de la muerte que el pecado lleva consigo. La muerte espiritual causada por el pecado nos somete a la más nefasta esclavitud. Esa muerte es la que merecemos por oponernos a Dios, como la merecieron los egipcios por oponerse a la voluntad de Dios que quería liberar a su Pueblo de la esclavitud extranjera.

2.- Hoy celebramos la institución de la Cena Pascual que, realizada de una vez para siempre, se hace plenamente actual para nosotros, de modo que podamos participar del Cordero de Dios en la sagrada Comunión. Su sangre, derramada por nosotros en su Pasión y Muerte voluntariamente aceptada, es verdadera bebida que nos libra de la muerte interior, posibilita y fortalece nuestra vida espiritual, y nos capacita para gozar de la vida bienaventurada, de la tierra prometida que se presenta a los Israelitas como la tierra que mana leche y miel.

Derramar voluntariamente la propia sangre en beneficio del prójimo es un inconfundible signo de amor. San Juan nos dice: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

El amor que Cristo llevó al extremo con su Pasión y muerte redentoras, debe ser imitado y manifestado por nosotros, como auténticos discípulos del Señor.

Ese amor se manifiesta en el servicio humilde y generoso, significado en el lavatorio de los pies que Jesús llevó a cabo antes de sentarse a la mesa en el Cenáculo .

Ese amor tiene su consumación en la entrega plena de sí mismo en beneficio de los más necesitados. Sabemos muy bien que la mayor necesidad, la mayor pobreza consiste en vivir lejos de Dios. Esta desventurada situación viene causada por el pecado. Por tanto, el más necesitado es quien vive en pecado. Por tanto, la primera obra de caridad con el prójimo ha de ser ayudar al pecador a liberarse del pecado. Para ello, en muchas ocasiones habrá que comenzar por darle a conocer el verdadero rostro de Dios manifestado en Jesucristo. De ahí que el deber primordial del cristiano es el apostolado, la evangelización, la manifestación del verdadero rostro de Cristo, expresión culminante del amor de Dios, cordero que se entrega voluntariamente para pagar con su sangre las deudas que nosotros contrajimos por el pecado.

3.- La lección que el Señor nos da en el primer Jueves Santo, invitándonos, a la vez, a que la aprendamos y le practiquemos es tan clara como ésta: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 15).

En este mundo abunda más el egoísmo que la entrega generosa. Por eso destacan más las conductas innobles que las acciones motivadas por el amor limpio y desinteresado. Al menos, eso es lo que nos llega por los medios de comunicación y por la propia experiencia. En este ambiente, la enseñanza y el testimonio de Jesús acerca del amor es verdaderamente revolucionario. Y, cuando, además, se atreve a decir de los “Maestros de la ley mosáica que cargan pesos pesados sobre los hombros ajenos pero ellos no ponen ni un dedo para ayudar, y que, en consecuencia, se debe hacer lo que dicen pero no lo que hacen (cf. Mt. 23, 1-12), su discurso tiene todas las apariencias de subversivo; al menos, ponía en evidencia a quienes se consideraban con autoridad para imponer la verdad de la que se manifiestan poseedores.

De tal modo el Amor es central en el mensaje de Jesucristo, que, al terminar la Cena en que instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, dice a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn. 13, 34). En verdad, “Dios es amor”, nos dice S. Juan (1 Jn, 4, 8). Ese mandamiento constituirá la norma fundamental y primera para el cristiano, y el motivo y raíz de la comunión eclesial que el Señor siembra y establece como la esencia de las relaciones entre los cristianos y entre las instituciones eclesiales.

4.-La vivencia del amor a Dios se refleja en el amor a los hermanos. Amor que es muy distinto de la simple compasión, emotiva y selectiva, motivada por el impacto conmovedor que producen en el alma humana determinadas situaciones ajenas.

El Amor auténtico de que nos habla el Señor, y con el que él mismo nos ama, es capaz de transformar el mundo, porque lleva en sí toda la fuerza de la verdad, de la justicia y de la paz que tanto anhela el hombre, y que tanta falta le hace a nuestra sociedad. Amor que debemos predicar y testimoniar con toda claridad, humildad y constancia.

Al reflexionar sobre el amor del que nos da muestra exhaustiva Jesucristo con su palabra y con su vida hasta su muerte, no podemos menos que postrarnos interiormente ante el Señor suplicando el perdón por nuestros contratestimonios, y decidirnos a una clara conversión de nuestras actitudes y conductas.

La ingente fuerza de la verdad de Cristo, queda seriamente dañada y mermada por los malos ejemplos que damos los cristianos en los diferentes ámbitos en los que estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Y estos malos ejemplos crecen en repercusión destructiva cuando nos manifestamos abiertamente exigentes con los demás sin retirar la viga del ojo propio.

5.- En este Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI, y en el día en que Jesucristo instituyó el Sacerdocio ministerial para hacer presente sacramentalmente al Señor en la historia, unámonos en la plegaria por los sacerdotes. El Papa estableció como lema para los sacerdotes en este año: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del Sacerdote”. Hagamos de este lema el contenido de nuestra oración por los pastores que el Señor ha puesto para conducir su rebaño en el amor y la esperanza, hacia la verdad, la justicia, la paz y la vida feliz junto al Señor por toda la eternidad.

Al mismo tiempo, oremos constantemente para que el Señor envíe operarios a su mies; supliquemos con fe y esperanza que conceda a los jóvenes que Él llama al sacerdocio ministerial la gracia de escuchar y seguir la vocación divina; pidamos que sean capaces de superar todas las dificultades y aparentes impedimentos que puedan encontrar en sí mismos y en el mundo en que viven.

Oremos también por las familias cristianas, para que lleguen a descubrir el inmenso don que es el Sacerdocio, y den gracias a Dios si les distingue llamando a uno de sus hijos al servicio sacerdotal en la Iglesia.

No perdamos la esperanza en la bondad del corazón de los jóvenes. El Papa Benedicto XVI dirigiéndose al Congreso internacional de Pastoral vocacional, dice de los jóvenes que tienen “un corazón a menudo confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia” (4 de Julio de 2009). Estas palabras nos convocan a un trabajo serio, paciente y continuado a favor de la evangelización y ayuda a los jóvenes en la familia y en nuestras comunidades parroquiales. Esta sociedad no facilita el descubrimiento de Cristo y el conocimiento de su verdadero rostro. Quien no conoce al Señor no puede reconocer su voz, ni llegar a quererle hasta el punto de entregarse a él consagrándose plenamente a su servicio.

6.- Al meditar en la riqueza de los dones que el Señor ha concedido a su Iglesia con la Eucaristía y el Sacerdocio, cuya acción está orientada a nuestra salvación, sintámonos deudores de la magnanimidad divina, como nos enseña el salmista hoy diciendo: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” Y respondamos también como el salmista: “Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre” (sal. 115). La mejor forma de agradecer a Dios todo lo que nos concede gratuitamente es, pues, unirnos a Él en la Eucaristía en la que se entrega por nosotros y para nosotros.

Vivamos, pues, intensamente esta celebración eucarística en el día de su institución, que la Iglesia ha considerado como el día del amor fraterno.

QUE ASÍ SEA