DOMINGO QUINTO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Nuestra fe, que es un don de Dios recibido en el Bautismo, nos permite conocer y aceptar la promesa del Señor. La fe se alimenta con la escucha atenta y religiosa de la palabra divina. A la escucha de la Palabra de Dios estamos llamados, especialmente durante el tiempo de Cuaresma.

Al acercarnos al final de los días dedicados a nuestra conversión y a prepararnos para la próxima celebración de los Misterios de nuestra Redención, la promesa del Señor se nos presenta en su palabra mediante figuras verdaderamente estimulantes. El Profeta Isaías alienta nuestra fe en la obra de Dios a favor de su Pueblo con estas palabras: “Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas:…Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, ríos en el yermo” (Is. 43, 16. 19).

Con estas palabras el Señor nos da a entender que, cuando venga el Mesías, cambiará los esquemas y costumbres del Pueblo, que estás muy ceñido a los ritos y las leyes. El pueblo mantiene el corazón muy lejos de lo que el Señor quiere indicarnos con su Decálogo y con las lecciones que fue dando a través de los tiempos, mediante la intervención de los verdaderos profetas.

El Señor había dicho a través del salmista: “Los sacrificios no te satisfacen. Si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias “ (Sal 50, 18-19). Sin embargo, los escribas y fariseos, celadores y maestros de la ley, no habían entendido el mensaje divino. Se habían quedado anclados en la aplicación del rigor literal de la ley. De este modo se situaban frente a los miembros del Pueblo de Dios, en lugar de educarles dándoles a entender lo que Dios quería enseñarles y el camino por el que deseaba conducirles. En verdad, a los Escribas y fariseos no les importaba demasiado la suerte de sus hermanos. Jesucristo, conociéndoles bien, había dicho de ellos que cargaban pesos pesados sobre los hombros ajenos y no eran capaces de poner ni un dedo para ayudar.

Pues bien, hoy el Santo Evangelio nos muestra un claro ejemplo de lo que venimos diciendo. Un grupo de escribas y fariseos llevaron ante Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Dice el Evangelio que se la presentaron “para comprometerlo y poder acusarlo” (Jn. 8, --). La ley de Moisés mandaba apedrear a las adúlteras. Si Jesús aceptaba que la apedrearan, ¿Dónde quedaba el amor y la misericordia que predicaba? Y si rechazaba lo prescrito en la ley de Moisés, se ponía claramente contra la identidad del Pueblo escogido y declaraba abiertamente su infidelidad como Judío que era.

Jesucristo, que había venido a salvar lo que estaba perdido, sintiéndose molesto por la hipocresía de aquellos pretendidos maestros del bien y defensores de la justicia, les pone en evidencia diciéndoles: "el que esté sin pecado que tire la primera piedra". Luego tuvo la paciencia de esperar a que cada uno reaccionara ante los posibles riesgos de quedar avergonzados en público. Todos se fueron dejando las piedras en el desorden que ellos mismos tenían en su alma.

La lección de Jesús no tiene detalle que perder. Dispuesto a perdonar a la mujer, se puso de pie ante ella. ¡Qué lección de respeto a la mujer, tan menospreciada en aquella cultura y en aquel pueblo! Y, al mismo tiempo, qué lección de amor, capaz de pasar por encima de toda ofensa, según dirá luego S. Pablo: “El amor es paciente y bondadoso…todo lo espera… El amor no pasa jamás” (1 Cor. 13, 4.7-8). Por eso, Jesucristo perdona a la mujer y le da una nueva oportunidad; “anda y en adelante no peques más” (Jn. 8, 11).

La enseñanza que se desprende de este pasaje es tan sencilla como comprometedora: Jesucristo no consiente el pecado, sino que lo perdona; no pasa por alto la responsabilidad del pecador, sino que la conduce hacia la justicia y la humildad; y no permite que nadie se erija en juez definitivo del hermano. Y, lo más importante, es que ofrece una nueva oportunidad para que el pecador se convierta y dé muestras de fidelidad. La paciencia de Dios abre a la esperanza el corazón del pecador arrepentido. Por la misericordia infinita de Dios estamos siempre a tiempo si obramos con rectitud de intención.

No cabe duda de que nosotros somos más duros e intransigentes con los demás que con nosotros mismos. Sin embargo pretendemos con frecuencia presentar un rostro solidario y fraternal. Para ello muchos, se defiende una tolerancia que no es comprensión, sino permisividad, sin referencia alguna a la verdad objetiva y al bien por excelencia. Esto ocurre con demasiada frecuencia en nuestra sociedad, y habrá que denunciarlo, para que todos sirvamos a la verdad sin confundir el perdón con la supresión de la conciencia de pecado ; y sin olvidar que el amor a la ley de Dios no puede separarse del amor a las personas. El amor de Dios es infinitamente más grande que nuestros pecados. Por eso murió en la cruz y nos brindó, para siempre, la gracia del perdón y la oportunidad de invocar la misericordia divina gozando de su abundancia.

Aprovechemos los últimos días de la Cuaresma prestando mucha atención a las enseñanzas de Jesucristo, y siguiendo su testimonio de amor universal, defensor de la verdad y la justicia, e indulgente con quienes no la respetan pero se arrepienten de ello.

Demos gracias al Señor por su infinita bondad y misericordia.

QUE ASÍ SEA

DOMINGO CUARTO DE CUARESMA

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Estamos en un tiempo especialmente propicio para la reflexión acerca de la forma cómo conducimos nuestra vida en relación a como nos orienta el Evangelio de Jesucristo. Y, en esta reflexión, una cosa que observamos es que, a pesar de los renovados propósitos de conversión que hacemos, impulsados por la insistente, amorosa y paciente llamada del Señor, nuestros pasos no acaban de orientarse en la dirección debida. Las infidelidades y torpezas, errores y egoísmos siguen salpicando nuestra vida. Seguimos pecando.

A la vista de ello, conviene tener muy en cuenta que el pecado, no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace perder la sensibilidad para percibir la verdad y el bien. Comportándonos así avanzamos por el camino de la confusión; y podemos llegar a pensar que son coherentes con el Evangelio, unas actitudes y conductas que no son, de ninguna forma, buenas. Así, poco a poco, podemos ir evolucionando hacia la pérdida de la conciencia de pecado; y, en ese caso, ya no podemos ejercitar correctamente la auténtica conversión a que nos llama el Señor durante la Cuaresma. Por el contrario, podemos terminar acomodando el bien y el mal a nuestro propio criterio muy condicionado por los apetitos y por las influencias ambientales, discordes con el Evangelio de Jesucristo. Esta es una realidad muy presente entre los cristianos que no se toman en serio el conocimiento y el seguimiento de Jesucristo. Por ello abundan los que, presumiendo de cristianos, critican sin verdadero fundamento al Magisterio de la Iglesia, presumen de pertenecer a una Iglesia concebida a su propia medida, y provocan escándalo o desorientación entre las gentes sencillas.

2.- Esta debió ser la situación del hijo pródigo. En primer lugar, se consideró con derecho a administrar a su propio gusto los bienes que el Padre fue procurando con su esfuerzo y buen criterio para la atención de su familia. El hijo pródigo se sintió propietario de lo que no se había ganado; y lo reclama en vida del Padre, antes de que el Padre decidiera sobre el destino de los bienes familiares. En segundo lugar, el hijo pródigo tergiversó el sentido y función de esos bienes; y, en lugar de utilizarlos para organizar su vida según la verdad, la justicia y el amor que había aprendido en la casa paterna, los dilapida con el derroche al que le aboca el pecado. Y, en tercer lugar, este hijo desalmado, no pensó en una correcta administración de los bienes recibidos. Esto le llevó a experimentar con toda crudeza el hambre y la miseria, hasta el punto de anhelar las algarrobas que comían los cerdos a los que tuvo que cuidar, sin que, a pesar de ello, nadie le diera de comer. Buena lección ésta para nosotros ante el peligro de vivir en la tibieza y en la mediocridad cristianas que nos llevan a la peor de las suertes que consiste en carecer de la atención y el alimento de la casa paterna.

3.- Cuando comenzamos a reducir la atención que debemos al Señor; cuando vamos dejando la dedicación del tiempo que merecen la oración, la preparación y la práctica del sacramento de la Penitencia; cuando descuidamos la debida participación en la Eucaristía, y la santificación del Domingo, que es el Día del Señor, de la Iglesia y del Encuentro festivo con Jesucristo resucitado, entonces nos estamos abandonando a la inercia de una peligrosa pendiente que nos hace perder la altura de miras y de proyectos. La presión de esa pendiente nos aboca a la inmediatez de lo material y de lo sensiblemente agradable. Y el fin de este lamentable descenso es, como en el caso del hijo pródigo, el empobrecimiento espiritual hasta la miseria del sinsentido, de una rutina absolutamente insatisfactoria, y de la sensación de un fracaso insalvable.

4.- No obstante, Jesucristo nos enseña que Dios es Padre, que vive pendiente de sus hijos por los que ha hecho lo indecible, hasta sacrificar a su propio Hijo para salvarnos de la torpeza, de la miseria y de la perdición.

Dice el Evangelio de hoy, que el Padre, pendiente siempre del deseado y posible regreso del hijo pródigo, se asomaba por si podía ver a su hijo de regreso a casa. Y, cuando lo vio acercarse, ”se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo” (Lc. 15, 20).

Este breve pasaje evangélico nos manifiesta, con palabras del mismo Jesucristo, el interés de Dios por nosotros y por nuestra salvación. El gesto del Padre, conmoviéndose y echando a correr al encuentro del hijo, expresa deliciosamente la medida del amor paternal, que no se marchita a pesar de la insensatez, del egoísmo y del comportamiento caprichoso que había llevado al hijo a abandonar desalmadamente al Padre, y a perderse en la más vergonzosa miseria.

Pero sorprende aun más, el hecho de que el Padre no se quedara en la complacencia personal de haber recuperado al hijo perdido, sino que pasara inmediatamente a su renovación interior y exterior, dando órdenes para que le preparan el mejor traje (signo de la limpieza personal), el anillo (que simboliza la pertenencia a la familia), y sandalias para (que no se hiera en el camino de la vida nueva que acaba de recuperar), y el cordero cebado (signo de la mejor mesa en la celebración de los más grandes acontecimientos.

5.- Al contemplar esta escena, vienen a la mente aquellas consoladoras palabras con que Jesucristo nos invita a la confianza en la misericordia de Dios: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15, 7). Esta es la mejor llamada a la conversión. Este debe ser el motivo que nos impulse a unirnos a Dios desde una fe sincera, no buscando tanto la liberación de la propia miseria, cuanto complacer a Dios que nos ama infinitamente. Así lo expresa el poeta diciendo: “no me tienes qué dar porque te quiera,/ porque aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”.

6.- Meditemos, pues, en la inmensidad del amor de Dios hacia cada uno de nosotros. Pesemos, por un momento, en el precioso gesto de la propia conversión cuando es motivada por dar a Dios la gran alegría que expresa hoy en la parábola evangélica.

Aprovechemos la Cuaresma para recuperar la conciencia de nuestra identidad y la medida de nuestra ingratitud cuando pecamos.

Reflexionemos hasta llegar a la conclusión de que es contradictorio, o al menos tremendamente lamentable, conocer el amor de Dios y no corresponderle.

Que éste sea nuestro propósito en los últimos días de Cuaresma, como la mejor preparación para celebrar en el Semana Santa, los Misterios del amor redentor de Dios en favor nuestro.

QUE ASÍ SEA

DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos seglares:

Creo que forma parte de la experiencia de todos la memoria de que nos impresiona más la dureza o dificultad de lo que se nos pide, que la bondad o el valor de lo que se nos regala. Esto es explicable: son tantas las ansias de felicidad y de bienestar, que todo nos parece poco; todo lo bueno llega a parecernos que es lo natural y debido para nosotros. Pensando así, no debe extrañarnos que nos produzca una fuerte impresión lo que nos cuesta, lo que nos exige esfuerzo continuado, lo que solo se alcanza con el sacrificio. Por ello, ante las dificultades, tendemos a sortearlas buscando un camino más fácil para lo que buscamos, o poniendo en duda el que sea necesario realizar o alcanzar lo que requiere nuestro sacrificio en cualquiera de sus formas. Y con facilidad nos preguntamos interiormente, o interpelamos a quienes nos recuerdan la necesidad de luchar sin denuedo por alcanzar la verdad, por conseguir el bien, y por mantenernos en la fidelidad: ¿por qué hay que soportar estas pruebas? ¿Por qué debemos hacer esto que nos cuesta? Y, si nos dicen que tal o cual precepto, cuyo cumplimiento requiere un esfuerzo considerable, es la voluntad de Dios, en algunas ocasiones llega a entrar en crisis la justicia y la existencia misma de Dios.

Ante esta grave tentación, presente en la historia de la humanidad cuando se nos exige un esfuerzo, o cuando se nos pide abandonarnos a la voluntad de Dios, el Señor sale a nuestro encuentro, como hizo con Moisés en la zarza que ardía sin consumirse, y nos manifiesta su grandeza y su autoridad para que aceptemos lo que nos enseña y lo que nos pide, y creamos en la verdad de lo que nos promete. “El Dios de vuestros padres me envía a vosotros”. Y ese Dios no es un ídolo, ni un ser limitado: Si te preguntan qué autoridad tiene ese Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, les dirás: “Yo soy el que soy” Esto es: el que no necesita de nadie para ser, para existir, para obrar. Yo soy por mí mismo. Yo soy infinito, y así es mi sabiduría, mi bondad, mi poder y mi amor por vosotros. Esto, dicho para nosotros hoy, podría traducirse con estas palabras: Yo soy el que te ha creado, el que te ama infinitamente, el que ha entregado a su Hijo a la muerte en la cruz para que tu pudieras vivir eternamente feliz; yo soy el que vuelca su misericordia y su paciencia constantemente sobre ti , y te busco y te oriento constantemente para que no te pierdas; Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas; yo soy el camino, la verdad y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, porque yo soy la resurrección y la vida.

Queridos hermanos: es necesario que nos paremos alguna vez, y pensemos serena y apaciblemente en Dios, en la grandeza de Dios, en la bondad de Dios, en el interés de Dios por nosotros. Solo entonces seremos capaces de creerle firmemente y de obedecerle con plena fidelidad. Solo entonces llegaremos a descubrir la verdad de nuestra vida y el valor del Evangelio para alcanzar la plenitud en la salvación. Solo entonces resonarán en nuestros oídos como un verdadero consuelo y como una llamada a unirnos al Señor, esas palabras que hoy nos brinda el salmo interleccional como un acto de fe: “El Señor perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura” (Sal. 102).

El descubrimiento de la grandeza, de la bondad, del amor y de la justicia de Dios, han de ser los móviles de nuestra conversión y la indicación que oriente nuestra vida hacia la plenitud cumpliendo la voluntad del Señor que se nos manifiesta en los Mandamientos y en la propia vocación.

Es cierto que el Señor es paciente y misericordioso. Pero también es cierto que es justo y juez nuestro. Por eso nos está invitando constantemente a que pongamos de nuestra parte lo que corresponde. Por la fe sabemos que, incluso para que seamos capaces de poner lo que está de nuestra parte, Él mismo nos ayuda.

Aprovechemos, pues, la ocasión, y acudamos humilde y confiadamente al Señor. Pongamos en sus manos nuestros deseos y limitaciones, nuestros buenos propósitos y nuestras infidelidades, nuestras esperanzas y nuestras dudas de fe. Pongamos en manos de Dios lo que somos y lo que desearíamos llegar a ser. Pongamos ante Él nuestras ilusiones y nuestros momentos de oscuridad; nuestras torpezas y nuestros buenos propósitos; y pongamos en sus manos nuestra vida y el deseo de serle fieles aprovechando su inmensa misericordia. Así aprovecharemos debidamente la gracia de haber nacido y el regalo de su divina Providencia que nos llama, nos recoge, nos perdona, y nos ayuda a ordenar nuestra vida en el amor y en la paz.

QUE ASÍ SEA

DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares:

1.- Ya estamos en el segundo Domingo de Cuaresma. Durante este tiempo debe ocuparnos la preparación personal y comunitaria para celebrar los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección redentoras de Jesucristo nuestro Señor.

Los Misterios de nuestra redención constituyen una llamada a tomarse muy en serio esta vida terrena; una insistencia a desarrollar todas las dimensiones o aspectos que configuran nuestra propia condición. Somos personas creadas por Dios a su imagen y semejanza, y elevadas a la condición de hijos adoptivos suyos por el Bautismo. Y esto nos compromete muy seriamente para no desacreditar nuestra identidad, ni transmitir unos perfiles que no corresponden a la realidad de Dios de quien somos imagen.

Tomarse en serio esta vida, como hijos de Dios creados a su imagen y semejanza, supone, primero, pensar en lo que significa nuestra relación filial con Dios, tanto para conocer en profundidad lo que somos, como para descubrir lo que podemos y debemos llegar a ser, porque estamos llamados y capacitados para ello.

Tomarse en serio esta vida que Dios nos ha dado, supone, en segundo lugar, tener clara conciencia de que el ser cristiano entraña un serio compromiso en la renovación del mundo y de la sociedad. Por ser cristianos estamos llamados por Dios, con toda autoridad, a construir la civilización del amor en el respeto a la vida de los hermanos y en el compromiso de ayudarles en sus necesidades materiales y espirituales.

2.- Cuando miramos al Señor y pensamos en nuestra relación con Él, fácilmente descubrimos la contradicción o la incoherencia que existe entre la grandeza de nuestro origen, de nuestra identidad y de nuestra vocación, que son regalo de Dios, por una parte, y nuestra pequeñez y limitación, e incluso nuestra mezquindad y pecado que dependen de nuestra libre conducta. En verdad, no aprovechamos debidamente los dones y oportunidades que Dios nos brinda para servirle y para intimar con Él siguiendo las enseñanzas de Jesucristo. En consecuencia, descubrimos también, que nos quedamos muy cortos en lo que se refiere a nuestros compromisos evangelizadores y transformadores en el campo de la familia, de la profesión, de las actividades cívicas, políticas, culturales, etc.

Es frecuente que, analizando con sinceridad nuestra conducta en relación con nuestros deberes terrenos y sobrenaturales, descubramos no solo la distancia entre lo que hacemos y lo que deberíamos hacer, sino también las enormes dificultades y adversidades que entorpecen el camino de nuestra fidelidad a Dios y de nuestro deber de ser luz del mundo y sal de la tierra.
Este descubrimiento resulta un tanto desconsolador al descubrir nuestros egoísmos ante el amor de Dios, que no acabamos de entender en toda su riqueza; y cuando percibimos nuestras grandes claudicaciones al enfrentamos con las constantes adversidades que acompañan nuestro caminar sobre la tierra; frente a ellas podemos sentirnos un tanto incapaces muchas veces.

3.- El tiempo de Cuaresma cuyo sentido principal está, como he dicho, en prepararnos a cumplir con nuestra relación con Dios y con los compromisos que de ella se derivan, es, a la vez, un tiempo de gracia. En él nuestro Señor nos brinda grandes lecciones y grandes ayudas para que seamos fieles a su santa voluntad y, por tanto, a nuestra vocación; y así podamos llegar a la plenitud y a la felicidad que, de un modo u otro, anhelamos.

Una de las lecciones que nos llega por su palabra fielmente transmitida por la Iglesia, y una de las grandes ayudas que recibimos de Dios en este tiempo es la invitación razonada a la esperanza contra toda esperanza.

En este Domingo, la llamada a la Esperanza nos llega mediante dos relatos. El primero, tomado del primer libro de la Sagrada Escritura, nos enseña que las promesas del Señor y, consiguientemente, sus mensajes y llamadas, por extraños que parezcan, son plenamente fiables. Tienen su fuente en el mismo amor de Dios. Y sabemos que el amor de Dios, muchas veces de un modo inexplicable, se ha volcado sobre nosotros en tantas y tantas circunstancias. De ello todos tenemos experiencias abundantes. Ante ello, la conclusión es muy clara: si el Señor nos ha ayudado cuando le hemos invocado en momentos de especial dificultad, ¿cómo no nos va a ayudar en aquello que Él mismo nos manda? Nuestro deber será, por una parte, pedirle que fortalezca nuestra débil fe para creer que Dios vela siempre por nosotros. Y, por otra parte, tendremos que implorar su ayuda para ser valientes, coherentes y constantes en el cumplimiento de nuestros deberes y compromisos.

4.- El segundo relato bíblico, tomado del Santo Evangelio según Lucas, nos enseña que las dificultades y adversidades, por grandes que sean, pueden vencerse. Jesucristo, que había anunciado a los Apóstoles su Pasión y Muerte en cruz, alienta en ellos, y también en nosotros, la esperanza en que la obra de Jesucristo no será un fracaso. Para ello manifiesta su gloria divina que vence la muerte con la resurrección, también anunciada, transfigurándose ante unos discípulos quizá debilitados por el miedo a quedar abandonados a la mala suerte de la soledad y del abandono de su Maestro y amigo..

La llamada cuaresmal a la conversión, además de implicar un serio compromiso de renovación interior, por la meditación en la palabra de Dios y por la práctica de la penitencia, es una llamada a la esperanza. Una esperanza basada en la palabra de Dios y en la historia real de la protección divina sobre nosotros, tanto en el perdón de nuestros pecados como en su constante promesa de estar siempre con nosotros. De hecho, así lo manifiesta con todo lo que pone a nuestra disposición a través de su Iglesia, que es su Cuerpo Místico y nuestra Madre en la fe, nuestra maestra en la caridad, y nuestro apoyo en la esperanza.

5.- Pidamos al Señor que nos ayude a entender y aceptar la llamada a la conversión personal y al compromiso fiel en el cumplimiento de nuestros deberes en la Iglesia y en el mundo.

Pidámosle también, que no se apague en nosotros el gozo de la esperanza en el final positivo de todo esfuerzo, si es movido por el deseo de ser fieles al Señor.

Pidámosle finalmente en este Domingo segundo de Cuaresma que nos ayude a alcanzar la plenitud y la gloria eterna que deseamos y esperamos.


QUE ASÍ SEA

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA 2010

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, querido diácono, hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Celebramos hoy el primer Domingo del tiempo de Cuaresma que comenzó el Miércoles de Ceniza.

En contraste con el brillo festivo de la Navidad, aún reciente, parece que entramos en un período de dolor, de tristeza, de sacrificio y penitencia, que no son vivencias apetecibles a simple vista.

La liturgia de la Iglesia parece retirar los signos de gozo y alegría. Se suprime el himno del gloria en la misa; el sacerdote se reviste de ornamentos morados; los cantos litúrgicos ponen en nuestros labios expresiones de súplica aparentemente angustiada por el reconocimiento de nuestros pecados; al sentirnos abrumados con su lamentable carga invocamos la misericordia infinita de Dios. Y el final de este período celebrativo nos pondrá de lleno ante la dura Pasión y la horrible muerte de Jesucristo en la que hemos tenido parte por nuestras infidelidades.

Sin embargo, la auténtica celebración de la Cuaresma, lejos de sumirnos y anclarnos en la tristeza, en el pesimismo o en la exclusiva conciencia de nuestra maldad, nos lleva al gozo más profundo e interior; nos lleva a gozar de la esperanza en la promesa de Salvación que el Señor cumplirá en los misterios de la redención. Con este horizonte consolador y estimulante, que dibuja ante nosotros la palabra de Dios proclamada hace unos instantes, todos los esfuerzos por lograr nuestra conversión, todo el dolor que debemos sentir por nuestros pecados, todo el reconocimiento de nuestra propia miseria, de nuestra limitación y de las traiciones e incoherencias que han salpicado nuestra historia, quedan siendo simples recuerdos de un pasado.

La Gracia de Dios, alcanzada por Jesucristo para nosotros va a borrarlos y a transformarlos en salvación.

El amor que Dios nos tiene y la infinita misericordia que brota de ese amor, siempre son más grandes que nuestros pecados. Por eso cuando oímos a través de los labios del profeta el anuncio del perdón de Dios, ese perdón que tanto necesitamos se convierte en una seguridad que hace brotar en el corazón la ilusionada confianza en una vida agradable al Señor, y en un mundo mejor.

La palabra de Dios a través del Salmista, se hace promesa de Salvación. La salvación va más allá de un mero perdón; éste no llegaría a transformarnos interiormente y nos dejaría abandonados a nuestra propia condición débil y pecadora. En cambio, la obra del Señor en nosotros, por la fuerza de su acción redentora, nos introduce en el ámbito de los cuidados amorosos de Dios. Dice el Señor a través del Salmista: “No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos” (Sal 90)

La desgracia es la perdición; y desgracia sería que se truncase nuestra vida sin alcanzar la plenitud en el desarrollo que corresponde a nuestra vocación personal.

Es desgracia, también, dejar de percibir la verdad y el bien y nuestra capacidad de alcanzarlos.

Desgracia es, al fin y al cabo, no penetrarse de la convicción de que, con la ayuda de Dios y con nuestro esfuerzo, podemos crecer en amistad y en cercanía al Señor hasta gozar de su intimidad en esta vida y de su compañía eterna y feliz en el cielo.

Esa desgracia no llegará a nosotros, porque el Señor nos garantiza la tutela de sus ángeles que nos guardan en los caminos. La tutela angélica, que llega a nosotros por acción de la Iglesia y de sus Pastores, nos recuerda constantemente que vale la pena todo esfuerzo por lograr la propia conversión y por llegar a término en la búsqueda de la virtud. De ello nos da una preciosa lección el Santo Evangelio mostrándonos las grandes tentaciones que muchas veces ciegan nuestra conciencia, abandonándonos al fracaso en la espera de una aparente felicidad que no acaba nunca de llegar.

Esa anhelada felicidad no alcanzada siembra en el espíritu la ansiedad insaciable y el pesimismo. Ambas vivencias inclinan el ánimo hacia la evasión, huyendo de la frustrante sensación que puede embargarnos. Y, si el intento de evasión no llega a insensibilizarnos, podemos llegar, también, a la desesperación, dominados por la humillante decepción que aumenta nuestra propia debilidad.

Frente a todo ello, y contemplando nuestra realidad cultural y social, que ha convertido en el fin principal para muchos el simple bienestar material, Jesucristo nos dice, sumido en el hambre después de cuarenta días de ayuno: “No solo de pan vive el hombre”; esto es: no corresponde al hombre, como alimento de vida, la sola oferta del disfrute material o sensible; es necesario, también, el alimento del espíritu que nos ofrece la palabra de Dios y su acción misericordiosa.

Frente a la ambición, que puede llevarnos a doblar la rodilla de modo vergonzoso ante promesas humanas carentes de garantías, el Señor nos recuerda que sólo a Dios nuestro Señor debemos adorar, tributándole el respeto, la veneración y la obediencia que nadie merece sino Dios.

Frente a la tentación de la temeridad que puede hacernos soñar en acciones triunfalistas y beneficiosas, el Señor nos da a entender que esas imaginaciones, esas posibles invitaciones al éxito fácil que marginan la verdad de Dios y el sentido auténtico de nuestra existencia, no son más que tentaciones del demonio mentiroso, que llega a nosotros de formas muy diferentes, y que se hace sentir en los momentos de mayor debilidad.

En consecuencia, a nosotros corresponde meditar en lo que Dios nos ofrece, en la falacia de las tentaciones que pretenden distraernos del verdadero camino; y, recabando la ayuda del Señor, nos corresponde hacer el propósito de caminar por la senda del Evangelio.

Jesucristo es la Verdad suprema y el único camino que nos conduce a la Vida por la senda de la conversión, animados por la esperanza en su promesa de salvación.

Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo favorable al reconocimiento de nuestros errores y pecados. Reconozcamos la Cuaresma como un tiempo de gracia para nuestra conversión, convencidos, como hoy nos dice san Pablo, que “todo el que invoca el nombre del Señor se salvará” (Rom 10, 13).

Con este convencimiento de fe, abramos nuestro corazón a la esperanza y vivamos con decisión los misterios del Señor a cuya preparación nos invita y nos acompaña la Iglesia.


QUE ASÍ SEA