HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Feliz Pascua de Resurrección!

1.- ¡Qué gozosa celebración la del triunfo del Señor, que nos abre las puertas de su infinita Misericordia, y nos invita a vivir en constante conversión. Por el triunfo de Cristo podemos abrir el alma a la esperanza en la felicidad eterna junto a Dios en los cielos!

El Domingo de Pascua es el primer Día del Señor para los cristianos después de la Institución de la Sagrada Eucaristía. La celebración de la Pascua del Señor nos convoca al gozo de poder beneficiarnos directamente de los méritos de Jesucristo, en la medida en que nos vinculemos sinceramente a la celebración de la Santa Misa. En esta admirable acción sagrada, se hace presente para nosotros, a través de los tiempos, toda la fuerza salvadora de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo nuestro Señor.

Esto puede parecer poco real, a simple vista. La grandeza inimaginable que entraña la celebración litúrgica de los sagrados Misterios desborda nuestra inteligencia, y no siempre encuentra eco en nuestros sentimientos. Fácilmente puede invadirnos la duda con estos interrogantes: ¿Cómo puede ocurrir que Dios se haga realmente presente entre nosotros, y obre para nosotros la aplicación de la gracia redentora? ¿Cómo puede ser que, lo que ocurrió hace dos mil años, acontezca ahora entre nosotros sin repetirse y sin que lo veamos ni lo podamos comprender con nuestra inteligencia limitada?

2.- Sin embargo, a poco que meditemos o nos paremos a pensar en lo que nos reporta la Redención de Jesucristo, iremos descubriendo el fuerte realismo y la gran repercusión que estos sagrados Misterios tienen en nuestra vida. ¿No lo hemos descubierto, de alguna forma, al experimentar el gozo de ser perdonados plenamente en el Sacramento de la Penitencia? ¿No es suficiente muestra de la acción del Señor, entre nosotros y para nosotros, la paz interior que nos llena el alma cuando recibimos el Cuerpo de Cristo con verdadera unción y recogimiento? ¿Podemos dudar de que el Señor actúa cerca de nosotros cuando sentimos el profundo consuelo que encontramos en la oración entretenida ante Jesús sacramentado?

Claro está que, para que todo ello sea experiencia nuestra, es necesario vivir coherentemente con el Evangelio, y prepararnos debidamente mediante la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia.

Es necesario, también, que nos preparemos debidamente para la Sagrada Comunión, y que nos acerquemos a recibir el Pan de vida con la admiración que invade el espíritu cuando nos percatamos de lo verdaderamente grande, sobrenatural y divino que contienen y realizan los Sacramentos de la Iglesia.

Es imprescindible, al mismo tiempo, que nos pongamos en actitud de oración y meditemos sobre el Misterio de Cristo. Esta es una muy buena ayuda para no sucumbir a la rutina o a la incorrecta distracción.

Los misterios de Dios no son verdaderos porque nosotros los comprendamos, o porque los descubramos con evidencia como fuente de gracia, sino porque Jesucristo los instituyó como acciones en el tiempo por las cuales Él mismo obra, en la Iglesia, para nosotros las salvación.

Es necesario ser asiduos en la oración, acudiendo a ella no solo como quien recurre a un medio para alcanzar determinados dones del Señor; sino, sobre todo, como quien se acerca a Dios Padre, que tiene derecho a tenernos cerca porque somos sus hijos, porque desea escucharnos y hablarnos. Él nos quiere infinitamente y ha dado su vida para tenernos cerca de él y hacernos partícipes de su gloria.

3.- Todo ello requiere fe. Y, para cultivar la fe recibida en el Bautismo, es necesario que entendamos que la misma fe es ya un obsequio que Dios nos infunde como una semilla cuyo desarrollo nos corresponde.

La fe, que nos permite experimentar vivencialmente cuanto venimos diciendo, es ya un misterio. Consiste en creer lo que no vemos, y en adherirnos de corazón a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a Quien tampoco vemos, y cuya Trinidad de Personas en indestructible unidad fundamenta nuestra vida cristiana y nuestra capacidad de salvación. Creer en la Santísima Trinidad es condición indispensable para salvarnos como cristianos. De hecho, tanto la sagrada Liturgia como la piedad popular nos invitan a iniciar toda acción importante en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia nos propone constantemente, como alabanza a Dios, decir con devoción: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”

4.- Pues bien: todo esto sería imposible en nosotros, si Cristo no nos hubiera redimido. Su misma redención podría parecernos mera promesa incumplida, si después de la muerte redentora, Cristo no hubiera resucitado. Pero como Jesucristo ha resucitado, lo que parece imposible es plenamente cierto para los que creemos, para los que gozamos del inmenso don de la fe. Por tanto, podemos y debemos buscar, como lo más importante de nuestra existencia, aquello que el Señor nos depara como dones divinos. Sólo aprovechándolos debidamente podremos lograr el disfrute eterno de su gloria en los cielos.

Esto es lo que da sentido a nuestra existencia, a la vida y a la muerte, al dolor y a las alegrías, al trabajo y a la relación con las personas, a la salud y a la enfermedad.

Esto es lo que nos permite vivir con entereza los momentos y los trances difíciles; y ofrecer a Dios, unidos a la Cruz de Cristo, todo lo que somos y tenemos, todo lo que hacemos y todo lo que nos acontece.

5.- La resurrección del Señor es un hecho cierto, verdaderamente acontecido en el tiempo. La Secuencia que acabamos de escuchar canta a la resurrección del Señor, diciendo: “Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es la Vida / triunfante se levanta”.

A nosotros corresponde, movidos por la fe, elevar nuestra súplica al Todopoderoso, con las misma palabras de la Secuencia, que termina diciendo: “Rey vencedor, apiádate / de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria santa”.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL (2010)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- El gozo que la Iglesia ha proclamado en el Pregón Pascual, es el gozo interior que invade el alma creyente al contemplar la resurrección de Jesucristo nuestro Señor, vencedor del pecado y de la muerte.

Puede que ese gozo no llegue a conmover nuestros sentimientos. En verdad, el gozo que se percibe por la fe, no es necesariamente emotivo, sino interior, sereno y permanente. Es el gozo que sigue al convencimiento de que hemos sido salvados; y de que, a pesar de nuestros pecados pasados, presentes y posiblemente futuros, el triunfo de Cristo nos asegura la vida eterna siempre que anide en nosotros el propósito firme de una constante conversión. Es más: la Resurrección de Jesucristo potencia en nosotros el ánimo de permanecer en espíritu de conversión.

2.- La Resurrección de Jesucristo es, pues, la razón que da consistencia a nuestra fe, y el hecho que afianza en nosotros la esperanza contra toda esperanza. La resurrección de Jesucristo da sentido a la Iglesia, y la capacita desde ese momento, para transmitir el mensaje evangélico con la certeza de ver cumplida la promesa de Cristo. Con su resurrección, Cristo nuestro salvador garantiza la veracidad de su predicación, y manifiesta el sentido salvífico de su muerte en la Cruz. Por eso, la Santa Madre Iglesia canta: “En verdad es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, al Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo” (Pregón P.).

Es Jesucristo quien ha logrado, con su entrega obediente e incondicional al Padre que le envió para salvarnos, que la muerte se convierta en fuente de vida; que la pasión sea sacrificio que llegue a la presencia del Padre como ofrenda de suave olor; y que el sinsentido de una vida abocada a la muerte definitiva por el pecado, se convierta en escenario donde cumplamos con fidelidad a Dios, el papel que con su vocación, ha señalado para cada uno.

3.- Ante semejante maravilla, obrada por el amor misericordioso de Dios, no podemos menos que exclamar con himnos de acción de gracias, unidos a toda la Iglesia. En esta noche santa, clara como el día, el Nuevo Pueblo de Dios proclama, con grandísima alegría, que la diestra del Señor es poderosa. La diestra del Señor es excelsa, porque ha convertido en piedra angular a la piedra que desecharon los pretenciosos arquitectos desconocedores de los planes escondidos desde los siglos en Dios. La piedra angular, que es Jesucristo resucitado y glorioso, sostiene la vida entera de los que creen en Él; y la orienta hacia la eternidad feliz junto a la Santísima Trinidad.

La Luz de Cristo, significada en el Cirio Pascual, presidirá las acciones litúrgicas a lo largo del tiempo Pascual, y acompañará durante el Bautismo a quienes acceden a recibir las aguas de la purificación y de la incorporación a la Iglesia como hijos adoptivos de Dios. San Pablo nos enseña que “Por el Bautismo fuimos incorporados con Cristo en la muerte, `para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria de su Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom, 6, 3-4). Por eso tiene tanta importancia el rito bautismal en esta solemne vigilia.

4.- Este es el día en que los catecúmenos accedían al sacramento del Bautismo. Este es el día en que todos renovamos, haciéndolas nuestras, las promesas que, responsabilizándose de nuestra educación cristiana, hicieron por nosotros quienes pidieron para nosotros el Bautismo.

Al acercarnos a la Sagrada Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana y de la fuerza salvadora de todos los sacramentos, pidamos al Señor permanecer fieles a las promesas bautismales que hemos renovado.

Supliquemos al Padre de las Misericordias que mantenga vivo en nosotros el ánimo de conversión para ser capaces de morir con Cristo cada día y abrirnos a la vida nueva que él inauguró con su muerte y resurrección.

Demos gracias al Señor porque en la reiteración de los tiempos litúrgicos nos permite meditar los Misterios del Señor, celebrar su muerte y resurrección, y gozar de la alegría de la Pascua que nos anuncia que también nosotros resucitaremos.

Y, al acercarnos a recibir en la sagrada Comunión el Cuerpo glorioso de Cristo, muerto y resucitado, invoquemos de su infinita bondad la gracia de vivir con Él en la tierra, para gozar de su eterna compañía en los cielos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos seminaristas, religiosas y seglares:

La liturgia del Viernes santo nos pone crudamente ante el misterio de nuestra redención. La celebración de ese Misterio de salvación sorprende nuestra inteligencia, porque nos presenta la muerte del justo como la fuente de vida para los pecadores.

En verdad, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muere en la cruz entregándose como ofrenda plena al Padre. Con ello expresa hasta qué punto debe ser obedecido y honrado el Señor de cielos y tierra, principio y fin de toda existencia, y fuente de vida eterna. Obedeciendo y honrando a Dios, fuente de vida porque es la vida misma, hasta el fracaso, el dolor y la muerte se convierten en puerta para la vida plena.

Por el contrario, la desobediencia a Dios, que es el núcleo de todo pecado, reporta la muerte espiritual; y hasta los momentos de felicidad terrena y de satisfacción personal, llevan consigo la muerte interior, y causan la insatisfacción que abruma el fondo de la persona. El ansia de vida, y la confusión de la felicidad y la vida con el goce material lleva a las personas que así viven, a buscar en nuevas y más fuertes experiencias sensibles y terrenas, la felicidad que una y otra vez se les escapa.

Esa desobediencia a Dios que es el pecado, consiste en la torpeza de buscar la vida fuera de la fuente de la vida. Y esa torpeza cierra el acceso a la esperanza contra toda esperanza, y siembra en el espíritu el más duro pesimismo. Las personas necesitamos esa esperanza bien fundada, porque tenemos que enfrentarnos con los inevitables obstáculos y sinsabores de nuestra existencia contingente y limitada; y, si no tenemos un motivo bien fundado que nos permita mantener la esperanza en un triunfo seguro, inmediato o futuro, nos vemos abocados a un implacable fracaso que nos hace sentirnos impotentes para afrontar la vida; y esa es la mayor frustración y la fuente del sinsentido que es la más cercana imagen de la muerte.

Sólo al conocer y aceptar, nuestra realidad esencial, que es la de ser creados por Dios a su imagen y semejanza, brota en el alma la confianza de poder participar de la vida que emana de Dios, y que permanece por encima de toda apariencia de muerte.

Sólo al saberse unido esencialmente a Dios, que es el principio y el fin de nuestra existencia y el amor que nos distingue con su permanente atención y cuidado, puede el hombre entender su existencia como un camino hacia la vida, y no como un período en el que se siente el ansia innata de felicidad y se experimenta la permanente decepción causada por no poder alcanzar la felicidad ansiada

La fuente de nuestra felicidad está en la fuerza divina que nos permite vencer los obstáculos derivados de las adversidades y limitaciones de nuestro mundo y de nuestra misma naturaleza.

La fuerza necesaria para lograr y mantener el equilibrio interior está en la gracia de lo Alto, que rompe la desazón interior, la amargura y la desesperanza.

La falta de horizontes y de esperanza imposibilita vivir en paz, y entender la vida como un camino hacia la felicidad verdadera y definitiva, cuyo adelanto se encuentra en la cercanía de Dios y en la vida evangélica durante los días de nuestra existencia terrena.

La obediencia a Dios y la paz interior que de ella deriva, son dos elementos de una misma realidad. Quien obedece a Dios está pacificando su alma, porque está situando su vida en el equilibrio en que fue creada por Dios. Quien desobedece a Dios está sacando su vida de la órbita en que Dios la puso al crearla. Esa órbita es la cercanía de Dios y el flujo de vida y de paz que mana de Quien es la fuente de todo lo bueno que necesitamos para que nuestra existencia no sea un absurdo.

Con su obediencia al Padre hasta la muerte sacrificial, Cristo nos manifiesta con toda claridad que la vida verdadera es Dios, y que sólo se puede gozar uniéndose a Jesucristo en la plena obediencia al Padre.

La muerte de Jesucristo, que tiene todos los elementos del más tremendo fracaso social, es puerta que abre a la vida, porque se consuma con un canto de obediencia consciente a Dios. Jesucristo entrega su alma al Padre haciendo suyas, antes de espirar, estas palabras del Salmo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal. 30).

Que en este Viernes Santo prestemos atención al testimonio de Jesucristo. Aprendamos del Señor la obediencia incondicional al Padre poniendo nuestra vida en sus manos, puesto que de sus manos salió como fruto del amor divino. Hagamos un acto de fe aceptando que sólo en manos de Dios podemos seguir disfrutando del amor infinito que nos capacita para obrar el bien. Sólo unidos al Señor, que nos ama hasta entregar su vida para que alcancemos la vida eterna nos abrimos al gozo de la felicidad plena y definitiva.

QUE EL SEÑOR NOS CONCEDA ESTA GRACIA.

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO

Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas, religiosas, seminaristas y seglares todos:

1.- El Pueblo de Israel, figura del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia, se libró de la muerte de sus primogénitos, porque la sangre del cordero los identificaba ante el Ángel exterminador. Esa sangre era la del Cordero Pascual que habían de comer, en acto verdaderamente litúrgico y bellamente significativo, antes de salir a caminar por el desierto hacia la Tierra Prometida.

El cordero, cuya sangre marcó las casas de los israelitas, es la imagen de Jesucristo. San Juan Bautista le señala entre la gente diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Y el Sacerdote, al presentar la sagrada Hostia antes de la Comunión, repite estas mismas palabras. Con ello se nos quiere manifestar que Jesús es el cordero cuya sangre derramada en la Cruz, nos libró de la esclavitud del pecado; sangre con la que fue rubricada la Nueva y Eterna Alianza establecida por Dios a favor del hombre; sangre que nos identifica ante el Señor y nos libra del maléfico poder de la muerte que el pecado lleva consigo. La muerte espiritual causada por el pecado nos somete a la más nefasta esclavitud. Esa muerte es la que merecemos por oponernos a Dios, como la merecieron los egipcios por oponerse a la voluntad de Dios que quería liberar a su Pueblo de la esclavitud extranjera.

2.- Hoy celebramos la institución de la Cena Pascual que, realizada de una vez para siempre, se hace plenamente actual para nosotros, de modo que podamos participar del Cordero de Dios en la sagrada Comunión. Su sangre, derramada por nosotros en su Pasión y Muerte voluntariamente aceptada, es verdadera bebida que nos libra de la muerte interior, posibilita y fortalece nuestra vida espiritual, y nos capacita para gozar de la vida bienaventurada, de la tierra prometida que se presenta a los Israelitas como la tierra que mana leche y miel.

Derramar voluntariamente la propia sangre en beneficio del prójimo es un inconfundible signo de amor. San Juan nos dice: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

El amor que Cristo llevó al extremo con su Pasión y muerte redentoras, debe ser imitado y manifestado por nosotros, como auténticos discípulos del Señor.

Ese amor se manifiesta en el servicio humilde y generoso, significado en el lavatorio de los pies que Jesús llevó a cabo antes de sentarse a la mesa en el Cenáculo .

Ese amor tiene su consumación en la entrega plena de sí mismo en beneficio de los más necesitados. Sabemos muy bien que la mayor necesidad, la mayor pobreza consiste en vivir lejos de Dios. Esta desventurada situación viene causada por el pecado. Por tanto, el más necesitado es quien vive en pecado. Por tanto, la primera obra de caridad con el prójimo ha de ser ayudar al pecador a liberarse del pecado. Para ello, en muchas ocasiones habrá que comenzar por darle a conocer el verdadero rostro de Dios manifestado en Jesucristo. De ahí que el deber primordial del cristiano es el apostolado, la evangelización, la manifestación del verdadero rostro de Cristo, expresión culminante del amor de Dios, cordero que se entrega voluntariamente para pagar con su sangre las deudas que nosotros contrajimos por el pecado.

3.- La lección que el Señor nos da en el primer Jueves Santo, invitándonos, a la vez, a que la aprendamos y le practiquemos es tan clara como ésta: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 15).

En este mundo abunda más el egoísmo que la entrega generosa. Por eso destacan más las conductas innobles que las acciones motivadas por el amor limpio y desinteresado. Al menos, eso es lo que nos llega por los medios de comunicación y por la propia experiencia. En este ambiente, la enseñanza y el testimonio de Jesús acerca del amor es verdaderamente revolucionario. Y, cuando, además, se atreve a decir de los “Maestros de la ley mosáica que cargan pesos pesados sobre los hombros ajenos pero ellos no ponen ni un dedo para ayudar, y que, en consecuencia, se debe hacer lo que dicen pero no lo que hacen (cf. Mt. 23, 1-12), su discurso tiene todas las apariencias de subversivo; al menos, ponía en evidencia a quienes se consideraban con autoridad para imponer la verdad de la que se manifiestan poseedores.

De tal modo el Amor es central en el mensaje de Jesucristo, que, al terminar la Cena en que instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, dice a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn. 13, 34). En verdad, “Dios es amor”, nos dice S. Juan (1 Jn, 4, 8). Ese mandamiento constituirá la norma fundamental y primera para el cristiano, y el motivo y raíz de la comunión eclesial que el Señor siembra y establece como la esencia de las relaciones entre los cristianos y entre las instituciones eclesiales.

4.-La vivencia del amor a Dios se refleja en el amor a los hermanos. Amor que es muy distinto de la simple compasión, emotiva y selectiva, motivada por el impacto conmovedor que producen en el alma humana determinadas situaciones ajenas.

El Amor auténtico de que nos habla el Señor, y con el que él mismo nos ama, es capaz de transformar el mundo, porque lleva en sí toda la fuerza de la verdad, de la justicia y de la paz que tanto anhela el hombre, y que tanta falta le hace a nuestra sociedad. Amor que debemos predicar y testimoniar con toda claridad, humildad y constancia.

Al reflexionar sobre el amor del que nos da muestra exhaustiva Jesucristo con su palabra y con su vida hasta su muerte, no podemos menos que postrarnos interiormente ante el Señor suplicando el perdón por nuestros contratestimonios, y decidirnos a una clara conversión de nuestras actitudes y conductas.

La ingente fuerza de la verdad de Cristo, queda seriamente dañada y mermada por los malos ejemplos que damos los cristianos en los diferentes ámbitos en los que estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Y estos malos ejemplos crecen en repercusión destructiva cuando nos manifestamos abiertamente exigentes con los demás sin retirar la viga del ojo propio.

5.- En este Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI, y en el día en que Jesucristo instituyó el Sacerdocio ministerial para hacer presente sacramentalmente al Señor en la historia, unámonos en la plegaria por los sacerdotes. El Papa estableció como lema para los sacerdotes en este año: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del Sacerdote”. Hagamos de este lema el contenido de nuestra oración por los pastores que el Señor ha puesto para conducir su rebaño en el amor y la esperanza, hacia la verdad, la justicia, la paz y la vida feliz junto al Señor por toda la eternidad.

Al mismo tiempo, oremos constantemente para que el Señor envíe operarios a su mies; supliquemos con fe y esperanza que conceda a los jóvenes que Él llama al sacerdocio ministerial la gracia de escuchar y seguir la vocación divina; pidamos que sean capaces de superar todas las dificultades y aparentes impedimentos que puedan encontrar en sí mismos y en el mundo en que viven.

Oremos también por las familias cristianas, para que lleguen a descubrir el inmenso don que es el Sacerdocio, y den gracias a Dios si les distingue llamando a uno de sus hijos al servicio sacerdotal en la Iglesia.

No perdamos la esperanza en la bondad del corazón de los jóvenes. El Papa Benedicto XVI dirigiéndose al Congreso internacional de Pastoral vocacional, dice de los jóvenes que tienen “un corazón a menudo confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia” (4 de Julio de 2009). Estas palabras nos convocan a un trabajo serio, paciente y continuado a favor de la evangelización y ayuda a los jóvenes en la familia y en nuestras comunidades parroquiales. Esta sociedad no facilita el descubrimiento de Cristo y el conocimiento de su verdadero rostro. Quien no conoce al Señor no puede reconocer su voz, ni llegar a quererle hasta el punto de entregarse a él consagrándose plenamente a su servicio.

6.- Al meditar en la riqueza de los dones que el Señor ha concedido a su Iglesia con la Eucaristía y el Sacerdocio, cuya acción está orientada a nuestra salvación, sintámonos deudores de la magnanimidad divina, como nos enseña el salmista hoy diciendo: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” Y respondamos también como el salmista: “Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre” (sal. 115). La mejor forma de agradecer a Dios todo lo que nos concede gratuitamente es, pues, unirnos a Él en la Eucaristía en la que se entrega por nosotros y para nosotros.

Vivamos, pues, intensamente esta celebración eucarística en el día de su institución, que la Iglesia ha considerado como el día del amor fraterno.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS

Domingo, 28 de marzo de 2010

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, querido diácono y seminaristas

Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares:

1. Con frecuencia se oye decir que fue una bendición vivir cerca de Jesucristo cuando recorría los caminos de Galilea y de Judea. Es cierto. Ser compañero, paisano, discípulo directo de Jesús pudo ser, para muchos, un don insuperable. Pero no cabe duda de que, para la mayor parte, fue una experiencia compleja, difícil, sorprendente y hasta desconcertante. El Señor sabía que sorprendía y desconcertaba. La vida de Jesús era una constante provocación.

Por una parte decía: “Yo no he venido a suprimir la Ley y los profetas, sino a darle cumplimiento” (Mt 5, 17) Y, a continuación, decía: “Hasta ahora se ha dicho, amarás a tus y odiarás a tus enemigos; pro yo os digo: amad a vuestros enemigos, a los que os persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). Y quiso salir al paso del desconcierto que podía causar su vida. Por eso, después de anunciar su pasión y muerte, se transfiguró sobre el monte Tabor. La imagen de Jesucristo glorioso, y las palabras del Padre señalándole como el Hijo de su complacencia, a quien debíamos escuchar y seguir, constituyeron un apoyo fundamental para la fe de los apóstoles. Así y todo, algunos dudaron al presenciar su pasión y muerte en la cruz, ajusticiado, como un traidor y blasfemo, por parte del Sanedrín, con el consentimiento de las autoridades romanas. Ahí está el desconcierto y la decepción de los discípulos de Emaús que se iban de Jerusalén porque ya no confiaban en la resurrección anunciada por Jesucristo, al pasar tres días sin tener noticia de ello.

2. En verdad, la historia de Jesucristo sobre la tierra, es del todo coherente. Había venido a salvarnos llevando hasta su último extremo la obediencia al Padre, en contra de la postura de los pecadores que consiste en llevar hasta el extremo la autosuficiencia humana incluso frente a Dios.

Pero no cabe duda de que esa coherencia no era fácilmente perceptible a simple vista. La gente le oía hablar y le escuchaba como quien tenía autoridad; le veía realizar prodigios como la multiplicación de los panes y los peces; presenció su poder expulsando demonios y resucitando muertos; junto a todo esto, los que le seguían no podían entender fácilmente, que fuera condenado a muerte y crucificado entre dos ladrones. Por tanto, la fe de sus discípulos y contemporáneos se vio fuertemente probada.

3. Nosotros, en cambio, hemos recibido el don de la fe en el Bautismo, y hemos constatado la noticia de la resurrección de Cristo, no solo mediante la palabra de la Iglesia, sino también con el testimonio elocuente de quienes, a lo largo de la historia, han gozado de la luz de la fe y han testimoniado heroicamente su adhesión a Jesucristo Salvador. La Iglesia y los Santos, que en ella han brillado con el resplandor de la fidelidad a toda prueba, nos han demostrado que la pasión y muerte de Cristo son los pasos siguientes a su predicación y a sus milagros, y el pórtico de su Resurrección gloriosa.

Todo ello constituye el Evangelio, que es promesa de salvación, camino hacia la verdad, apoyo en la prueba, palabra que orienta y consuela, historia que nos muestra al Hijo de Dios comprometido con el hombre para salvarle, y fiel cumplidor de la voluntad del Padre que le había encomendado esa sublime misión de amor infinito.

4. En el Domingo de Ramos, que hoy estamos celebrando con toda solemnidad interior y con gran cuidado exterior, se nos hacen presentes los acontecimientos que causaron sorpresa y desconcierto a los contemporáneos de Jesucristo; a saber: su prestigio, poder y gloriosa aclamación como el Mesías liberador, en la entrada triunfal en Jerusalén; y su pasión y muerte. Esto hemos proclamado en la lectura del evangelio que precede a la procesión de los Ramos, y en la lectura de la Pasión con que ha culminado hoy la liturgia de la Palabra.

Para nosotros, esta doble faceta del ministerio de Cristo ya no es desconcertante, porque sabemos que Cristo ha resucitado, que ascendió a los cielos, y que está sentado a la derecha del Padre; y que, desde allí, ha de venir, con pleno poder y majestad, para juzgar a vivos y muertos, colmando así la manifestación plena del amor, del poder y de la gloria infinita de Dios.

5. Para nosotros, la contemplación de la Pasión y Muerte del Señor, a la luz de la Resurrección, es una llamada a la reflexión y a la conversión, sin la cual hacemos baldía en nosotros la gran gesta de Cristo Redentor.

Al mismo tiempo, la celebración litúrgica de estos sagrados Misterios, que constituyen la mayor de las manifestaciones de lo que Dios nos quiere, y de la magnitud de su misericordia, ha de llevarnos a procurar unirnos cada vez más al Señor, convencidos de que la fidelidad a Dios nos lo pide todo porque la magnanimidad de Dios nos lo ha dado todo.

6. Desde esta convicción de fe, debemos disponernos a vivir con intensidad la Semana Mayor de los cristianos, que, por la grandeza de los misterios divinos que en ella celebramos, recibe el nombre de “Semana Santa”.

Para vivir correctamente estos días de gracia, acerquémonos al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, y pongamos ante él, con humildad y esperanza, pidiéndole que nos haga cada vez más sensibles a su gracia y más abiertos a su palabra, para aprender su mensaje y seguir sus pasos por el camino de la santidad.

La Sagrada Eucaristía, en la que celebramos la vida, pasión, muerte, resurrección de Cristo, nos transforme interiormente y nos una al Señor para que nuestra vida sea testimonio de su amor.

QUE ASÍ SEA