HOMILÍA EN EL ENCUENTRO NAVIDEÑO DE SACERDOTES

Día 7 de enero de 2011


Queridos hermanos Sacerdotes diocesanos, PP. Jesuitas y Diáconos:

1.- Si tuviera que dar un nombre a este encuentro que nos congrega cada año en estas fechas, lo llamaría: “la fiesta navideña del Presbiterio diocesano”.

Aquí nos hacemos presentes hoy los sacerdotes del clero secular y regular, de distintas edades y dedicaciones, comprometidos y generosamente entregados al ministerio eclesial.

Podemos decir que hoy se reúne la familia sacerdotal de nuestra Archidiócesis para celebrar familiarmente la fiesta más hogareña de cuantas considera el Año Litúrgico: la Navidad.

En verdad constituimos una familia cuyos lazos son, por una parte, la fraternidad sacerdotal; y, por otra, el afecto humano. Es evidente que este segundo vínculo, que debemos cultivar y saborear con toda naturalidad, brota de la constante relación pastoral participando en los mismo proyectos básicos, en la ayuda mutua y en la oración de cada uno por todos..

Me alegra profundamente poder compartir con vosotros este encuentro, y sentirme familia espiritual de todos vosotros como hermano mayor y como Padre en el sentido teológico. Me gustaría acertar en el ministerio de la Paternidad, simultánea a la fraternidad. Nunca olvido que la familia más permanente de cada sacerdote es el Presbiterio. En él gozamos del clima hogareño cuando nuestra familia carnal va pasando por la edad o por la lógica dispersión de los más jóvenes. Esto me satisface comprobarlo cuando asisto al entierro de un hermano sacerdote. Allí se ve la familia presbiteral. Dejadme que, aprovechando esta ocasión, os felicite por ello.

Vivamos estos encuentros, especialmente el que hoy celebramos y el que nos reúne en la Misa crismal, como una afirmación gozosa de nuestra común condición sacerdotal y fraternal. Ambas condiciones han sido establecidas por el Señor y queridas, y ojalá siempre defendidas por nosotros con el testimonio de nuestro agrado y con la dedicación recíproca de nuestros mejores sentimientos.

2.- Al acercarnos hoy simbólicamente al Pesebre, dignificado por la Sagrada Familia, y al encontrarnos allí con María y José, con los pastorcillos y con los Reyes Magos, todos en torno al Niño Jesús, hagamos un acto de fe en el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Adorémosle interiormente con el alma llena de esa alegría que es más profunda y firme que las emociones más nobles. El Niño Dios es el fundamento de nuestra vida cristiana y de nuestro ministerio sacerdotal. Y el Pesebre resume gráficamente la primacía de lo divino que se manifiesta en la relativización de lo humano.

El portal de Belén es el signo de la constante paradoja en torno al Misterio de Dios encarnado. Por una parte menosprecia la manifestación del Mesías esperado; y, por otra parte, suplica constantemente su venida. Podríamos decir que en ese fracaso social, por el que se le negaba la acogida para su nacimiento, estaba ya dibujado el fracaso humano y social de la Cruz por el que iba a triunfar sobre el pecado y la muerte. Cristo fragua su victoria más allá y por encima de todas las aparentes victorias humanas. Y así redime a quienes le negaban cobijo para su nacimiento, y justicia y respeto para su muerte.

3.- Este menosprecio tiene su origen fundamentalmente, en la ignorancia de las gentes. Y esta ignorancia se convierte en un clamor que nos convoca a la evangelización como el mayor servicio de caridad. La adversidad que se pronuncia cada vez más ante la acción eclesial, ha de ser, por lógica de la caridad, el mayor reclamo y la exigencia más clara para que nos entreguemos con denuedo y esperanza a la evangelización.

Nosotros, en las circunstancias actuales podemos sufrir, de algún modo, fracasos o menosprecios muy semejantes. Ellos son, con frecuencia, causa de disgusto y desánimo. Esto es explicable psicológicamente. No aceptarlo sería sencillamente desconocer la condición humana. Pero en nosotros opera, junto a la dimensión humana, la gracia del sacramento recibido. Por eso, teniendo en cuenta, además, que muchos momentos adversos obedecen a defectos y limitaciones nuestras, el Señor nos llama a sacar fuerzas de flaqueza. De este modo, con la ayuda de Dios, podemos convertir nuestro pecado en fuente de penitencia y conversión. Y la ignorancia, el desprecio y el olvido del Señor, por parte de las gentes imbuidas por un laicismo inconsciente de sus limitaciones, puede convertirse en una llamada a que nos volquemos en la tan urgente nueva evangelización.

4.- El Evangelio de hoy nos llama a la propia conversión, y a predicar el Evangelio, convocando a que las gentes descubran su error y se conviertan. Como ayuda a este difícil proceso, puede valer mucho la aceptación penitente de nuestros fracasos no aceptados, y de las faltas personales que distancian a nuestros feligreses de la verdad de Dios que esperaban y tenían derecho a encontrar en nosotros.

Pero nuestra reflexión debe dar siempre un paso más. Junto a nuestra miseria está la grandeza del sacerdocio que no podemos disminuir y que debe ser en nosotros un estímulo y un apoyo frente a experiencias negativas. De ello nos habla el Papa. Benedicto XVI hace notar que, en la valoración del don que supone el sacerdocio para la Iglesia y, por tanto, para el mundo, se unen los laicos y especialmente los jóvenes. Estas son sus palabras aludiendo a los frutos del Año Sacerdotal: “En nosotros, sacerdotes, y en los laicos, precisamente en los jóvenes, se ha renovado la convicción del don que representa el sacerdocio a la Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado” (Discurso a la Curia Roma, Navidad 2010). Y, como razón de ello, añade: “Nos hemos dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso es que seres humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida: qué bello tener, como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios y sea vivido a partir de Dios” (Ibid).

5.- Para experimentar simultáneamente por una parte el dolor de nuestras faltas y de las adversidades sociales ante Dios, y por otra parte el gozo de haber sido llamados y consagrados por el Señor, la Navidad nos ayuda singularmente.

Toda nuestra misión sacerdotal ante nosotros y ante las gentes, tiene una clave: la obediencia a Dios.

En la Navidad tenemos el testimonio vivo de la obediencia plena del Hijo de Dios al Padre: “Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que vivían bajo la ley” (Gal 4, 5).

Junto al testimonio principal de la obediencia de Cristo al Padre, se nos ofrece el ejemplo arriesgado y valiente de María. En su limpia adolescencia, manifestó su plena disponibilidad ante el Señor, para ser parte de un misterio que no entendía, pero cuyo origen creía que estaba en Dios mismo.

San José se nos muestra del todo obediente a la advertencia que Dios le hace en sueños, y acepta a María como esposa casta y virgen.

Ante todo ello, nosotros no podemos hacer excepción de nuestra obediencia incondicional a Dios que se manifiesta en ocasiones de modo, si no misterioso, al menos no fácilmente comprensible. Pero de esa obediencia navideña brotó la salvación y ha de brotar el mejor estilo de nuestro ministerio al servicio de la salvación inaugurada por el Niño Dios junto a María y a José.

6.- Comenzar un Año nuevo con espíritu de conversión, abre nuevas posibilidades a la etapa de acción pastoral que comienza también ahora en nuestras comunidades.

Comenzar esta nueva etapa con el ánimo de conversión, teniendo a la vista la necesidad de nuevas exigencias pastorales, de nuevas formas de atenderlas, y de nuevos bríos, que brotan del apoyo confiado en Jesucristo, es una gracia de Dios que se une a la de nuestro sacerdocio. Gracia divina que nos mantiene en la ilusión, en el convencimiento humilde y sereno de nuestras capacidades, y en la confianza de que es posible el apoyo en nuestros colaboradores.

Pidamos al Señor que nos permita incorporar permanentemente a nuestra vida ordinaria estas enseñanzas que nos brinda la Navidad. Invoquemos, todos para todos, la ayuda sobrenatural que viene de Dios, y la capacidad de todos para ayudarnos mutuamente como hermanos. ¡Qué buena celebración de la Navidad puede ser ésta! Demos por ello gracias a Dios, como siempre, cada uno por todos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE EPIFANÍA

Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,


Queridos miembros de la Vida Consagrada y laicos que voluntariamente servís al Altar,

Hermanas y hermanos todos:

1. La Santa Madre Iglesia, desde la predicación de los Apóstoles, ha ido desentrañando el contenido de las obras y palabras de Jesucristo nuestro Señor. Cumple con ello la misión de ser la continuadora, en la historia, de la obra de Jesucristo. Hoy nos habla del profundo sentido salvífico de la escena protagonizada por los Reyes Magos; y lo hace apoyándose en el evangelista san Mateo y en el Apóstol san Pablo.

El Señor Jesús recibió en Belén a los Magos de Oriente. Así había sido anunciado por Isaías. El Profeta lo expresó diciendo: “Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor” (Is 60, 4). Con ello Isaías estaba manifestando el hecho de que la noticia de la divinidad del Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación, llegaría a las gentes de toda raza, edad y condición social. El mismo Jesucristo nos dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn, 10, 10). Por eso manda a sus discípulos: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28, 18-19). Y san Pablo nos lo recuerda diciendo: “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4).

En el día de la Epifanía, o de los Reyes, la adoración de los Magos ante el Niño Dios en el Portal de Belén, es un signo de que Jesucristo se ha manifestado y quiere seguir manifestándose a todos los pueblos y razas como el Hijo de Dios hecho hombre. Y, como la Sagrada Escritura nos dice a través de San Pablo, “cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial.” (Gal 4, 4); esto es, para que fuéramos redimidos.

La manifestación universal de Jesucristo es, también pues, la expresión de su voluntad de salvación universal. Así lo expresará Él mismo a lo largo de su vida: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (Mt 20, 28). Por ello, en un momento tan crucial como fue la institución de la Eucaristía en la última Cena, Jesucristo, ofreciendo el Cáliz a sus discípulos, dijo: “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre. Sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. (cf. Lc. 22, 20).

2.- Esa es la razón por la que la Santa Madre Iglesia ha asumido como un deber primordial el anuncio del Evangelio en el mundo entero. Y ha considerado el Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía “como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica”(PO. 5). Por ello, todos los cristianos conscientes sentimos, ya desde la infancia, un amor especial hacia las misiones; y todos entendemos que la Eucaristía es crucial en la vida del cristiano. Jesucristo nos lo ha enseñado con sorprendente claridad: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, n o tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 53-54)

3.- Que el Evangelio llegue a todo el mundo significa algo que nos compromete a todos los que hemos conocido al Señor. Sobre todo si hemos encontrado en Jesucristo el sentido de nuestra vida y la fuerza para recorrerla con optimismo y con esperanza.

Que el Evangelio llegue a todos, significa que debemos estar preocupados porque llegue a cuantos no lo conocen; e incluso, a quienes por ese motivo, lo combaten abiertamente.

Esas personas que necesitan vitalmente el Evangelio constituyen hoy entre nosotros, un buen núcleo de familiares, de amigos, de compañeros de trabajo y de ocio, etc. Muchos de ellos, nunca oyeron hablar debidamente de Jesús. Otros llegaron a conocerle superficialmente, y los vientos del ambiente adverso a la trascendencia y a la presencia de Dios en el mundo, lo fueron cubriendo con la tibieza, la frialdad y la distancia. Todos ellos manifiestan claramente la urgente necesidad de que atendamos a la convocatoria que lanzó el Papa Juan Pablo II, y que asumió Benedicto XVI desde el comienzo de su Pontificado. Me refiero a la llamada “Nueva evangelización”.

No podemos ignorar que la tarea de anunciar a Jesucristo, de darlo a conocer, y de comunicar a los más posibles la promesa de salvación que Él nos trae, es deber de todos. Cada uno debe evangelizar a su modo y según sus circunstancias y posibilidades. Esta misión corresponde a la familia que es la cuna de la vida y de la educación de los hijos. Corresponde a los Catequistas, a los Sacerdotes, y a los Obispos. Pero corresponde también a cada cristiano. Todos estamos llamados a ser apóstoles con la palabra y con el testimonio allí donde nos encontremos. El Concilio Vaticano II nos enseña que “la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado” (AA. 2).

4.- Sin embargo, esta responsabilidad queda un tanto oscura en muchos miembros de la Iglesia. Por eso es tan importante que tengamos en cuenta el significado profundo de la fiesta de Epifanía, y asumamos la responsabilidad que nos manifiesta. Si, como Iglesia, somos continuadores de la obra de Jesucristo; y si, como discípulos suyos, debemos escuchar y cumplir su mandato, todos deberemos preguntarnos: ¿qué debo hacer en concreto para que Jesucristo sea conocido como corresponde por todos los que le ignoran? ¿De entre los que ignoran a Jesucristo, quienes están más cerca de mí y más vinculados a mi vida familiar, profesional o de amistad? ¿Qué ocasiones son más propicias para que vaya presentándoles, con delicadeza y claridad, el mensaje evangélico?

5.- Así vivida la fiesta de la Epifanía, no cabe duda de que será para nosotros un día de gracia, una ocasión de crecimiento cristiano en la fidelidad al Señor. Será, para nosotros, un día de salvación, una verdadera fiesta que prolongará nuestro gozo a lo largo de cada jornada apostólica.

La Iglesia necesita hoy verdaderos testigos de Jesucristo, y se encuentra muchas veces con miembros débiles que, en lugar de mirar al Maestro, se miran a sí mismos, reclamando para ellos la atención que solo merece el Salvador, el Mesías, el Señor.

Debemos esforzarnos por ser la estrella que conduce junto al Señor de cielos y tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad. Debemos aprender a ser como Juan Bautista. Nuestra misión es ayudar a preparar los caminos del Señor para que pueda encontrarse y manifestarse a todos.

6.- Que la fiesta de la Epifanía sea, también para nosotros, una ocasión para descubrir mejor al Señor, para contemplar su rostro con mayor claridad, para descubrir con mayor nitidez los signos que nos conducen hasta Él, como hiciera la estrella de Belén. Esto es lo que debemos pedir hoy especialmente a Jesús al encontrarnos con él en la Eucaristía y al acercarnos a recibirle como alimento para nuestro caminar hacia la plenitud.

QUE ASÍ SEA.