HOMILÍA EN LA MISA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada, seminaristas y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

El mensaje que nos transmite hoy la Palabra de Dios mediante el evangelista san Juan, es una llamada a considerar a Jesucristo en su realidad total, en su unidad esencial.

1.- Al Señor se acercaban las gentes porque hablaba “como quien tiene autoridad” (cfr. Mt 7, 28-29) y porque hacía milagros. Todo ello entraba a las gentes por los sentidos; satisfacía su necesidad de percibir la bondad, la justicia, la dulzura, la promesa de salvación. Pero cuando Jesucristo manifestó claramente su realidad divina como la segunda persona de la Santísima Trinidad y, por tanto, como el Hijo Unigénito del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, entonces las masas le dejaron. Los que le seguían habían gozado del milagro por el que el Señor multiplicó los panes y los peces saciando su hambre corporal. Como eso les convino, lo aceptaron como obra buena y lo admiraban queriendo proclamarlo rey. Pero, cuando les dijo que Él mismo era el pan vivo bajado del cielo para ser comido por los hombres, como condición para gozar de la salvación eterna, se dijeron: “duro este sermón” y le abandonaron.

2.- Queridos hermanos: a Jesucristo no podemos dividirlo según nuestros gustos, ni según nuestras capacidades de entender una u otra de sus obras y manifestaciones. Jesucristo no ha venido para satisfacer nuestros gustos ni para atenerse a nuestras exigencias y capacidades. Jesucristo ha venido “para que tengamos vida y la tengamos en abundancia” (Jn 10, 10). La vida que Cristo nos ofrece es la que corresponde a los hijos adoptivos del Señor. Esa vida es participación de la naturaleza divina que se nos da sin disminuir, y que al llegar a nosotros opera nuestra más profunda y gozosa transformación. Participando de la vida de Dios llegamos a ser criaturas nuevas, capaces de intimar con Jesucristo hasta identificarnos con Él como enseña san Pablo diciendo: “Vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Pero para alcanzar ese inigualable don divino, es necesario que contemplemos el rostro de Cristo con los ojos de la fe y con humilde obediencia a su palabra. Es Él quien nos enseña con su testimonio, que hay ocasiones en que la voluntad de Dios no resulta fácilmente comprensible. Ante ella pueden sublevarse la razón, los sentimientos y la decisión humana. Por este trance pasó también Jesucristo. Él, puesto que era también verdadero hombre, sospechando los inauditos dolores de su pasión que culminarían con su muerte en cruz, sudó sangre y suplicó al Padre que le librara de ese trance, de ese cáliz (cfr. Lc 22, 39ss.). Sin embargo, Jesucristo, aún desde la oscuridad y el miedo, puso la fidelidad para con el Padre Dios sobre todas las reacciones y dificultades humanas.

3.- Hoy, en esta solemnísima festividad, en la que adoramos y proclamamos la verdad de la presencia de Cristo en el Augusto Sacramento de la Eucaristía, el Señor nos pide que fortalezcamos nuestra fe en el Santísimo Sacramento del Altar. Nos dice, como Jesucristo dijo a sus discípulos después de darles de comer milagrosamente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).

No es fácil vivir la profunda convicción creyente de que el Pan Eucarístico es el cuerpo vivo y glorioso de Jesucristo que estamos llamados a comer como condición imprescindible para ser salvados. Esta dificultad, nacida de la limitación de nuestra inteligencia, se hace mayor cuando el ambiente presiona con insistencia y por todos los medios, para apartar a Dios de nuestra vida. Entonces se produce una situación conflictiva. Por una parte se presenta al Señor como obstáculo para el disfrute de la vida según la entiende y quiere disfrutarla el hombre movido por su naturaleza terrena; y, por otra parte, el Señor se nos predica como la única fuente de la vida feliz y gloriosa que no termina. A esta sublime verdad nos abre el inmenso don de la fe que recibimos en el Bautismo.

4.- Cuando Jesucristo predicó a los que le seguían que su cuerpo era verdadera comida para alcanzar la vida por excelencia, la vida eterna, la salvación, dice el texto sagrado, que “disputaban entonces los judíos entre sí: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

La respuesta de Jesucristo no se hizo esperar, y tampoco buscó una forma menos misteriosa para responderles, sino que les dijo: “os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Jesucristo no nos dice solo que comiendo su carne y bebiendo su sangre alcanzaremos la vida eterna. Nos dice, además, que solo tendremos ahora la vida capaz de animar nuestra fe y nuestra esperanza, si comemos su carne y bebemos su sangre ahora. La Eucaristía es nuestra fuente de vida cristiana, que es la vida de Dios obrando en nosotros.

5.- La Sagrada Eucaristía nos sitúa ante el Señor de cielos y tierra que nos regala el inmenso don de la fe, nos transforma en criaturas nuevas, y nos abre el hambre de Dios para que en todo le busquemos, le sirvamos, le glorifiquemos y le gocemos interiormente como adelanto del gozo eterno en los cielos.

6..- Con las últimas palabras del Evangelio de hoy, Jesucristo nos desvela con fuerza convincente que el verdadero alimento está en Dios y, por tanto, en la Eucaristía, que es el Cuerpo de Cristo hecho pan del caminante y alimento de quien desea alcanzar, mantener y disfrutar la única vida capaz de hacernos plenamente libres y felices. Las palabras del Señor son muy claras: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres que lo comieron y murieron; el que coma de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 59).

7.- La Eucaristía es el antídoto contra el pecado mayor de la humanidad, que ya cometieron nuestros primeros padres Adán y Eva, y que consiste en suplantar a Dios hasta apartarle de la propia vida. Gran locura ésta, porque somos criaturas suyas, imagen y semejanza del creador y, por tanto, llamados a vivir por Él, con Él y en Él. Solo Él sostiene nuestra existencia con su mano providente.

La Eucaristía es, consiguientemente, la fuente y la fuerza de nuestro apostolado.

8.- Acerquémonos al Santísimo Sacramento del Altar para alimentarnos del Cuerpo de Cristo y ser testigos de la fuente de vida y salvación. Con ello ayudaremos a las gentes a no cometer el grave error de negar a Dios creador. Cuando esto ocurre, la persona corre el peligro de su autodestrucción hasta la misma muerte espiritual. Con esta autodestrucción desaparece el auténtico sentido de la vida; con él desaparece también toda esperanza, y la existencia se convierte en un ansia insaciable y en un círculo vicioso y decepcionante sobre sí mismo.

Pidamos al Señor firmeza en la fe ante el Misterio de la Sagrada Eucaristía y humildad para obedecer a Jesucristo que nos llama a la vida diciéndonos: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (cfr. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24).

                                                 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI - 2011

Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada, y hermanos seglares todos:

La palabra de Dios nos invita en esta tarde a reflexionar sobre un punto decisivo para la vida de la Iglesia. Veamos,

1.- La Iglesia es una familia, una grey, un pueblo. Cada una de estas imágenes nos habla de la unidad que permite a la Iglesia presentarse ante el mundo como una realidad compacta; como el Cuerpo Místico de Jesucristo. La división y las contraposiciones restan siempre credibilidad. Algunas veces puede incluso producir escándalo.

Sin embargo, sabemos que entre los humanos resulta muy difícil permanecer unidos. Las diferencias, que dan a conocer la riqueza de la variedad convergente en la unidad esencial, se convierten con frecuencia en un motivo de discrepancias no fácilmente conciliables. Esto se debe, sobre todo, a dos motivos. Uno de ellos es la torpeza y la debilidad humana.

2.- En muchas ocasiones no alcanzamos a descubrir el valor y la fuerza de cohesión que lleva consigo lo esencial. No acabamos de distinguir lo esencial, de lo accidental, la verdad fundamental, de lo opinable. Cuando el hombre se halla en esta situación y llega a encontrarse con la verdad que le trasciende; cuando, absorto en su propia visión de las cosas que considera la adecuada, se encuentra con el anuncio de la vida de Dios, que no podemos someter ni demostrar plenamente con la razón, crece el conflicto interior. En ese momento no cabe más que doblar humildemente la cerviz ante lo que trasciende el corto alcance de la razón por sí misma, o menospreciar todo cuanto le desborda. En cambio, existe frecuentemente una postura que podríamos considerar intermedia: la que consiste entonces en n o negar la trascendencia, pero no aceptarla valientemente en toda su radicalidad. Con ello se sitúa la persona en una tibieza de fe acomodaticia a las limitaciones de la propia razón y a las influencias de un ambiente volcado sobre lo tangible y racionalmente demostrable. Entonces se abre un campo de experiencias verdaderamente desconsolador porque no llega a poner su confianza plena en Dios y en la consiguiente trascendencia que debía embargar su vida dándole sentido, y, al mismo tiempo, se choca con la realidad mundana cuya esencial limitación le deja permanentemente insatisfecho.

3.- Esta es la situación de distintas personas y grupos que dicen creer en Jesucristo y no terminan de aceptarle como verdadero Dios, dueño y Señor de cuanto existe, y fuente y maestro de la vida y de la esperanza. No olvidemos que esta situación se da en muchos miembros de la Iglesia. Es debida, entre otros factores, a una gran falta de formación y a un vacío en lo que a la experiencia de Dios se refiere. Con este hecho ha de enfrentarse la nueva evangelización. Mirando bien lo que supone la plena inserción de todas estas personas y grupos en la fe viva y verdadera esencial a la Iglesia y a sus miembros, se entiende que el Beato Juan Pablo II Papa hablara de la necesidad de nuevos bríos, de nuevos métodos y de nuevo lenguaje.

Lo que importa ahora, de lo referente a estas reflexiones, es el hecho de que los miembros de la Iglesia manifiestan cierta discrepancia interna en cosas importantes, y cierta división de posturas a la hora de actuar en el mundo. Los signos de unidad eclesial quedan empobrecidos por ello, y la capacidad de acción apostólica o evangelizadora pierde fuerza y capacidad de convicción.

4.- Tan importante es la Unidad en la Iglesia para salvar su identidad y misión, que Jesucristo, orando con sus Apóstoles después de la última cena pide al Padre “que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Urgidos por la imperiosa necesidad de predicar el Evangelio de Jesucristo, como el mayor y mejor servicio de salvación que podemos ofrecer al prójimo, no tenemos más remedio que procurar la unidad entre todos los que creemos en Jesucristo como el Señor y Salvador de la humanidad. De ahí la importancia de los esfuerzos en favor del ecumenismo y, consiguientemente, el deber de orar por la unión de los cristianos.

5.- Pero, como acabo de apuntar, el problema puede resultar mayor y menos comprensible cuando las discrepancias se manifiestan y operan en el seno de las comunidades cristianas integradas en la Iglesia católica. Esas diferencias pueden darse en lo opinable y en lo que corresponde a la responsabilidad y a la libre iniciativa de cada persona y de cada grupo. La Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica así nos lo enseña. Tenemos claras muestras de ello en la diversidad de ritos que obedecen a distintas tradiciones litúrgicas; en las distintas opciones que nos presenta el Misal Romano para la celebración de la Eucaristía; en las diferentes tradiciones de la piedad popular que obedecen a la idiosincrasia de los pueblos y al momento histórico en que se desarrollan como expresión espontánea de la fe y devoción del pueblo cristiano.

Pero junto a la pluralidad que enriquece, el Magisterio de la Iglesia insiste constantemente en la importancia de la comunión eclesial, sin la cual pierde fuerza el testimonio de los bautizados, que son sus miembros.

6.- Pues bien, para creer y crecer en la unidad fundamental, en la comunión esencial en la que se armonizan los diversos carismas, es necesario que pongamos nuestra atenta mirada y nuestra devota admiración en la Sagrada Eucaristía. San Ignacio de Antioquía nos dice que, así como de muchos granos de trigo se forma un solo pan, que consagrado viene a ser verdaderamente el Cuerpo de Jesucristo sacramentado, así también, de muchos miembros que somos los cristianos, se forma la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Pero esta enseñanza de San Ignacio no termina en lo que acabo de referir, sino que este pastor santo y preclaro de la Iglesia, a partir de este ejemplo, nos llama a entender que la unidad eclesial se logra participando correctamente de la Eucaristía. En esta tarde nos lo recuerda San Pablo diciéndonos: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10, 16). Recibiendo debidamente el Cuerpo de Cristo se realiza en nosotros lo que el Señor nos anunció diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Inhabitación que es unión con el Señor, por la cual llega a nosotros la salvación según enseña el mismo Jesucristo: “si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

La unidad en lo esencial, la comunión eclesial, y el enriquecimiento mutuo gracias a los carismas que propician las diversas singularidades queridas por Dios, se logra participando de la Eucaristía. Así nos lo enseña san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Cor 10, 17).

7.- En esta tarde de oración litúrgica preparatoria a la gran fiesta de la Eucaristía, pidamos al Señor que nos ayude a valorar el sacrificio y sacramento de la Eucaristía, y a participar de él humilde y devotamente, dispuestos a que el Señor nos lleve a la unidad en la comunión eclesial, y a ser apóstoles de esa unidad absolutamente necesaria en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DE ORDENACIÓN DE PRESBÍTEROS

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos diáconos, que vais a recibir el sacramento del Orden en el grado de Presbíteros,
Queridos familiares, amigos y miembros de las comunidades cristianas con las que estos jóvenes Diáconos están relacionados por su origen o por el ejercicio de su ministerio como Diáconos,

Queridos hermanos y hermanas todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

            1.- Esta solemne celebración es, por sí misma, una Acción de Gracias como corresponde a toda Eucaristía. Pero hoy tiene un sentido especial de gratitud al Señor porque, oyendo nuestra súplica, envía nuevos Obreros a la Mies que nos ha confiado como Archidiócesis de Mérida-Badajoz.

            Unidos como una sola Iglesia diocesana, elevemos interiormente un cántico de alabanza al Señorporque escucha nuestras súplicas. Ha derramado la gracia de la vocación sagrada sobre estos jóvenes que hoy culminan su preparación para la respuesta que el Señor esperaba de ellos y que ellos se deciden a darle con generosidad. Dios no deja de colmar con su gracia a quienes le invocan y a los que procuran ser fieles a su plan de salvación sobre los hombres.

            Como Pastor diocesano elevo personalmente un himno de gratitud a Jesucristo, cabeza de la Iglesia, porque, según consta en la oración propia de la Ordenación presbiteral, me concede nuevos colaboradores para el ejercicio del ministerio episcopal.

            Cada Comunidad parroquial, en la que han surgido estas vocaciones sacerdotales, debe unirse en una plegaria de bendición al Señor. En verdad, esas Parroquias han sido distinguidas como seno y cuna de un sacerdote. Han sido un medio, bendecido por el Señor, como espacio donde ha crecido la semilla de la vocación sacerdotal. Desde ellas Dios ha llamado a estos jóvenes a celebrar el Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía y los demás sacramentos, convocando y orientando a los fieles con la predicación de la palabra de Dios.

            2.- Queridos Diáconos, que vais a recibir el don del presbiterado: tomando las palabras de S. Pablo a los Efesios, que acabamos de escuchar, quiero deciros con amor de hermano y con plena disposición para ayudaros en vuestro deber y ministerio,“que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef. 4, 1).

            Vuestra exquisita fidelidad a Jesucristo es y debe seguir siendo la mayor colaboración con que debéis corresponder a la generosidad divina, puesto que el Señor os ha distinguido eligiéndoos para ser ministros suyos. Por el ministerio sacerdotal, que ejerceréis en el Nombre de Jesucristo, llegará la redención a los hombres y mujeres que el Señor os vaya encomendando, por mediación de la Iglesia, en el transcurso de los años.

            3.- La Ordenación Sacerdotal es la más destacada convocatoria de Dios a vuestra santificación.Por lo mismo, el don de vuestra pertenencia al Orden de los Presbíteros os compromete muy seriamente a cuidar vuestra espiritualidad cristiana.

Vais a ser enviados para anunciar la obra de salvación de Jesucristo, en un mundo que, como decía el Papa Pablo VI, necesita más testigos que maestros. La mayor y mejor lección, que podáis ofrecer a los hombres y mujeres que se os encomienden, ha de utilizar el lenguaje de los hechos, del testimonio de vida, del ejemplo de vuestra íntima vinculación a Jesucristo.

            Vais a encontrar serias dificultades en el ejercicio de la evangelización porque,incluso entre los cristianos, abunda una fe acomodaticia a las circunstancias e interesespersonales de diverso orden. Con frecuencia se cede a las circunstancias que van condicionando los criterios y los comportamientos individuales y sociales, no precisamente por el camino del Evangelio. El diablo se hará presente en el curso de vuestro ministerio invitándoos engañosamente a confundir el miedo a las dificultades y al posible fracaso, con la mal entendida y llamada prudencia ministerial. Ante este peligro tan sutil, traicionero y paralizante, Jesucristo manifestó que es necesario recurrir a la oración y el ayuno (cf. Mc. 9, 28). En la intimidad con el Señor encontraréis el ardor y los bríos que impulsarán vuestro celo sacerdotal hacia el ejercicio incansable de la caridad pastoral.

            4.- El primer principio de vuestra acción ministerial debe ser, como nos enseña el Señor, dar la vida por la ovejas (cf. 10, 11). Dar la vida es un gesto permanente que debemos interpretar y realizar como lo hizo Jesucristo. Él entregó su vida por las ovejas entregándola al Padre como el sacrificio personal propio del Hijo obediente por amor al Padre. La obediencia a la voluntad de Dios, que no puedecumplirse sin cultivar el amor a Dios que nos llama ynos envía, se ha de fraguar en el mismo ejercicio del ministerio. En él tenemos el ámbito y el recurso principal de nuestra santificación.

Escuchar y leer la palabra de Dios, como lectio divina, con espíritu religioso, con esforzada atención, meditando su contenido, y dispuestos a seguir sus divinas indicaciones, ha de ser la base de la oración del sacerdote; y ésta debe preceder y seguir a la celebración de los sagrados Misterios. No se puede ser auténtico ministro de Jesucristo sin imitar su forma de proceder. La Santa Madre Iglesia nos brinda un precioso apoyo para que cultivemos y mantengamos la meditación de la palabra de Dios, ofreciéndonos la práctica de la Liturgia de las Horas. En ella deben trabarse las múltiples ocupaciones de cada día, convirtiéndose, por fuerza de la oración, en ofrenda generosa y cuidada al Padre.

            5.- Vais a ser Ordenados como Presbíteros en vísperas de la jornada que el Papa Benedicto XVI ha establecido para orar por la santificación de los sacerdotes. Uniendo nuestro deber de procurar nuestra santificación, con el ministerio pastoral que nos urge a procurar la santificación del prójimo, el Santo Padre nos llama a la plegaria por los Sacerdotesmirando el precioso signo del amor infinito de Dios que nos ofrece la fiesta del Corazón de Jesús. Esa Jornada tendrá lugar este año en el día primero de Julio. Desde esta celebración eminentemente sacerdotal, os invito encarecidamente, junto a vuestros hermanos mayores en el presbiterado de esta Archidiócesis, a orar y celebrar la sagrada Eucaristía en ese día como acción de gracias al Señor y como jornada de intensa oración. Debemos unirnos todos los sacerdotes y los respectivos feligreses, pidiendo a Dios para los sacerdotes un auténtico espíritu de obediencia al Padre, una cuidada intimidad con Jesucristo en cuyo Nombre debemos ejercer el ministerio, y un decidido aprovechamiento de los dones del Espíritu Santo que ha de guiar todos nuestros pasos. La medida de nuestra espiritualidad nos dará la medida de nuestro celo pastoral cuyo fundamento y estímulo ha de ser la caridad pastoral; esto es: el verdadero amor a las ovejas del Señor que él pone a nuestro cuidado.

            En esa jornada de oración por los sacerdotes, deberemos unir nuestra acción de gracias por los sesenta años de sacerdocio ministerial que cumple el Papa Benedicto XVI. Por ese motivo se ha invitado a toda la Iglesia a que ofrezca sesenta horas de oración ante el Santísimo Sacramento teniendo como intención la gratitud por la efemérides del Papa, por la santificación de los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales que tanto necesita la Iglesia en nuestro tiempo.

            6.- Solo cuando se vive el amor a Dios, brota en el propio corazón el amor pastoral a quienes Dios ama. Solo entonces, el amor que les debemos como sacerdotes nos hace volver la mirada hacia esas ovejas que todavía no son del redil del Señor. Solo entonces podemos sentir el impulso quenos lleve a buscarles para que entren por la puerta del redil que es Jesucristo. Solo entonces seremos ministros auténticos de la Iglesia misionera. Solo entonces dejaremos de refugiarnos en lo que nos viene dado, y de poner condiciones a nuestra entrega. Solo entonces seremos auténticos ministros de Jesucristo, capaces de dar la vida por las ovejas.

            No somos pastores asalariados sino pastores segúnel corazón de Dios. Por tanto, imitando a Jesucristo hasta dar la vida por la causa de la evangelización, debemosasumir nuestra responsabilidad con el mismo empeño que nos recuerda S. Pablo diciendo: “No descansaré hasta que vea impresa en vosotros la imagende Cristo y Cristo crucificado.

            7.- Elevemos la mirada del espíritu creyente a María Santísima, que Jesucristo nos entregó como Madre en la persona de S. JuanApóstol, y pongámonos una vez más en sus manos invocando su protección y su intercesión para ser, como ella, fieles cumplidores de la palabra de Dios.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN BAUTISTA -2011-

            Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diáconos asistentes,

Dignísimas autoridades civiles y militares,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Hermanas y hermanos seglares presentes en esta celebración litúrgica:

            1,- La palabra de Dios nos plantea hoy un problema muy importante si lo miramos desde la fe cristiana. Se trata, nada más y nada menos que de discernir quien debe ocupar el centro y la referencia de la vida del hombre y de la sociedad.

2.- Vivimos un tiempo en que el sentir bastante generalizado, las manifestaciones de muchos medios de comunicación, y la que se viene en llamar cultura dominante, insisten sobremanera en el bienestar material y en el mayor disfrute posible; y todo ello teniendo como criterio único de discernimiento el parecer de cada persona y de cada grupo en cada momento. Ese criterio ha llegado a ser, en muchos, el punto de referencia para juzgar acerca del bien y del mal; y, en consecuencia, para proponerlo, a pesar de sus graves y frecuentes errores, como signo de progreso.

Este proceder, que se ha extendido notablemente, es un motivo de preocupación porque está influyendo como factor determinante de leyes y de formas de comportamiento de las que depende la educación y la vida misma de muchas personas.

3.- Está claro que, en lo que se refiere a la libertad de decisión, que constituye un derecho fundamental y un deber de las personas, el hombre se ha erigido en la única referencia. Hay gentes que obedecen a una ideología con tal fidelidad que enajena, a veces, la propia conciencia. Hay quienes toman como referencia el consenso social, de cuya manipulación mediática tenemos pruebas suficientes. Otros quedan al albur del ambiente o de la corriente de pensamiento al uso en cada momento.

Aunque hay mucha gente que piensa y que vive con fe, parece que, en el ambiente y en las voces de los que más gritan, todo se va reduciendo a lo estrictamente humano y terreno, sensible y emocional, material e inmediato. Ámbito éste que, en cuanto se cierra en sí mismo, queda tan reducido que llega a oponerse incluso a la satisfacción material y a la felicidad que tanto anhelaba.

5.- Todo ello nos manifiesta la existencia de una voluntad colectiva y bien manifiesta de apartar a Dios de la vida real, de los centros de interés de las personas, de los criterios que han de trazar las líneas del desarrollo y del crecimiento personal y social. Cuando ocurre esto, el progreso se convierte en un círculo vicioso alrededor el hombre, que no le permite llegar más allá de sí mismo. La persona no encuentra ni puede encontrar sólo en sí misma la satisfacción que busca. Es criatura de Dios y su corazón está abierto al infinito. Por ello. Quien así vive y actúa se ve abocado con frecuencia a la decepción, o al desenfreno en el intento de encontrar dicha satisfacción en el ensayo permanente de “un poco más de lo mismo”. Cuando la gente se orienta por ese camino, que no alcanza más allá de la propia limitación humana, corre el peligro de verse involucrado en una carrera sin freno por la vía del apetito, de lo últimamente descubierto aunque engañosamente prometedor, de lo útil a simple vista, o de lo sensiblemente rentable. Pero da la casualidad de que, lo que tiene visos de una rentabilidad digna de consideración, queda generalmente solo en manos de quienes cuentan con recursos para alcanzarlo; de modo que son ellos los únicos que llegan a disfrutarlo. En ese caso, el prometido y esperado disfrute, corre el peligro de quedar como privilegio de unas oligarquías apoyadas en la fuerza del poder, en la capacidad de egoísmo y de menosprecio de los más débiles, del bien común, de la justicia y de la misma sociedad. Para los demás ya no queda más que instalarse en la resignación, en el resentimiento, en la permanente insatisfacción que no alcanzan a superar, o en un peligroso y explicable inconformismo capaz de provocar situaciones de violencia y desorden.

6.- A este sistema desordenado, inmoral y perjudicial para las personas y para la sociedad, con posibles repercusiones para la humanidad entera, como estamos comprobando en los aconteceres diarios, pretende apuntarse, en principio, mucha gente que no sospecha siquiera las consecuencias de la carrera que esta conducta ha emprendido. No hace falta ir muy lejos ni cavilar en exceso para encontrarnos con elocuentes muestras de lo que acabo de decir. Ahí tenemos la polifacética expresión y las graves y abundantes consecuencias de la llamada crisis económica. Esta crisis, de nefastas consecuencias, que también repercuten en perjuicio de quienes no la promovieron ni la alimentaron, obedece a una larga historia de egocentrismos, de materialismos desenfrenados, de ansias de un bienestar no calculado en sus necesarios límites, de la falta de ética individual y colectiva en muchos casos, y de una deficiente previsión de las consecuencias que podía sufrir una sociedad lanzada hacia delante, sin más criterio que el subjetivo o el ideológico.

7.- En la raíz de los males que sufre la humanidad está siempre una falta de referencia ética y moral bien fundada, capaz de mirar al fondo de las cuestiones y a largo plazo. En la raíz de esos males de grave trascendencia esta el vacío de un verdadero sentido de la solidaridad social y de la justicia global que debe tener en cuenta a todos y no sólo a unos pocos. En el origen de los males que estamos refiriendo falta la consideración integral de la personas y de la sociedad. No se hace justicia cuando se atiende solo a una dimensión del hombre y de la mujer, y a una sola parte de la ordenación social; sobre todo cuando esta dimensión queda centrada en lo material, en lo sentimental, o en el instinto de más poder, de más placer, de más prestigio, o de mayor potencia en la lucha competitiva en la que es tan fácil caer, llegando a justificar lo medios empleados según el valor que cada uno da a sus fines.

8.- Sería injusto e incluso mendaz presentar solamente así la realidad social y humana en general. En medio de los males que acechan y castigan a muchas personas, a muchos grupos sociales y a muchos pueblos, hay muchísimas realidades verdaderamente positivas, ejemplares y esperanzadoras. De ellas van surgiendo iniciativas y obras de probado valor, así como acciones subsidiarias que apuntan caminos de renovación y de recuperación humana y social. Pero la influencia de lo que venimos considerando nos llama a la reflexión acerca de sus causas.

La causa fundamental, por más que muchos pretendan ridiculizarla y menospreciarla, como si fuera una referencia idealista, infantil y anacrónica, es la pretendida marginación de Dios, intentando excluirle de la escena humana y social, educativa, cultural, política, económica, familiar, etc. Esto lleva a confundir la verdad con el retorcimiento de la inteligencia al servicio de los propios intereses personales o de grupo; y a enarbolar la bandera de los derechos en favor de los propios gustos; o a olvidar la medida de los propios derechos, en relación con los deberes y con el respeto a la vida, a la persona, al bien común, y a tantos otros puntos que han de darnos la medida de lo justo y de lo oportuno.

9.- Al afirmar todo lo dicho precisamente en el Templo catedralicio, en un acto sagrado como es la celebración de la Santa Misa, y en ejercicio del ministerio episcopal que me concierne, puede parecer, si no me expreso correctamente, que es doctrina de la Iglesia rechazar el bienestar, coartar la libertad de las personas, recortar los derechos humanos, y limitar el ansia de felicidad; como si los cristianos tuviéramos un modelo de vida basado en una falsa y masoquista interpretación de la Cruz de Jesucristo y de la ascesis que requiere nuestra necesaria y constante conversión. Si esto fuera así, yo estaría traicionando el Evangelio. El Señor nos dice: “yo quiero que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (cfr. 1Tim 2, 4). Y, para evitar posibles interpretaciones de escapismo o desprecio de este mundo, y de negación de un legítimo bienestar de las personas, añade en otro momento: “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Por tanto, todo lo demás es legítimamente deseable por el hombre que busca el Reino de Dios. Lo que ocurre es que el criterio evangélico, que favorece la vida en plenitud, que propicia el crecimiento integral de la persona y de la sociedad, y que impulsa el verdadero progreso de los pueblos, ha de tener una referencia objetiva con garantías de verdad y de justicia, y con independencia de intereses particulares de cualquier orden. Y esa referencia solo puede ser Dios, manifestado en Jesucristo. Él ha compartido con nosotros la historia, ha tenido que afrontar los avatares sociales, y ha sufrido y corregido valientemente las ideologías, los excesos de poder, y la capacidad humana de tergiversar la verdad cuando las personas son arrastradas por la fuerza de una influencia social sometida a los intereses de unos pocos.

El mismo Jesucristo ha enseñado a sus Apóstoles que el camino de la virtud es el que lleva a Dios y, por tanto, a la plenitud del hombre creado a su imagen y semejanza. Y nos ha manifestado con palabras y con su testimonio de vida que ese camino debe incluir la atención, el cultivo, el uso y el disfrute ordenado de todo lo terreno. Dios mismo puso en manos del hombre la creación entera encargándole que dominara la tierra. Pero todo ello, está orientado para bien del hombre mismo si el hombre es capaz de disponer de la naturaleza, sin impedir su desarrollo y sin provocar su destrucción. Lo cual no es posible sin una escala de valores, y sin un orden sabio y una referencia permanente que establezcan las prioridades en caso de colisión de intereses. Así nos lo enseña S. Pablo diciéndonos: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor, 3, 23). He aquí el principio de la verdadera ecología humana y cósmica. He aquí el principio del crecimiento, coherente con la identidad del hombre y de la creación.

10.- En el curso de esta exposición homilética, es posible que alguno se haya preguntado: Y todo esto ¿qué tiene que ver con San Juan Bautista? La respuesta es muy sencilla; nos la da la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

En primer lugar, S. Juan Bautista, como precursor del Mesías que había de venir, deja bien claro que es necesaria una conversión interior capaz de orientar y regir en la verdad de Dios toda la vida humana. Él predicaba un Bautismo de penitencia, de cambio de vida, de reordenación sobrenatural ofrecida por Dios a través de los profetas, como ahora la hemos recibido nosotros del mismo Jesucristo en el Evangelio.

Juan Bautista, recibe la alabanza del Señor por su servicio a la verdad de Dios como referencia fundamental y como criterio ordenador de su vida. Eso mismo es lo que predicaba a los que le seguían, admirados de sus palabras y de su conducta. Juan Bautista nunca se puso en lugar de Jesucristo, sino que rompió los equívocos nacidos de la admiración que le tenían sus discípulos. Les decía: “Yo no soy quien pensáis, viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias” (Hch. 13, 25).

Quien asume la prioridad de Dios como principio y referencia de la vida humana, de la ordenación de la sociedad y de la utilización de la naturaleza, no queda sometido a la versatilidad provocada por intereses momentáneos, por impresiones pasajeras, o por la fuerza de determinados poderes. Por eso Jesucristo dijo de Juan Bautista: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?...¿A qué salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti… En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan Bautista” (Mt. 11, 7-11).

11.- En el día de nuestro patrono, pidamos a Juan Bautista que nos ayude a tomar ejemplo de su palabra y de su vida, tan recta y coherente, que no pudo escapar del martirio provocado por quienes buscaban el éxito fácil y el encubrimiento de sus propias concupiscencias bajo el banderín de los propios derechos.

Que la santísima Virgen María, a la que invocamos también como Patrona bajo el ejemplar título de la soledad, nos ayude a mantener firme el temple cristiano frente a las dificultades sociales. Y ello, aunque ello nos pida salir de nuestras propias comodidades y plantearnos muy seriamente cual es nuestro lugar en la sociedad como testigos de la verdad, del amor, de la justicia y de la paz de Dios nuestro Señor.

            QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE SAN JUAN BAUTISTA - 2011

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y hermanos seglares todos:

            El Señor está empeñado en nuestra salvación. Y, como nos creó libres, a su imagen y semejanza, hace de su empeño salvador un ofrecimiento constante y respetuoso. El recordado Papa Juan Pablo II decía que Dios no se impone, sino que se ofrece.

            El ofrecimiento que Dios nos hace de la salvación que necesitamos no se reduce a mostrarnos una realidad incomprensible, dada su condición de Misterio divino. El Señor se vale de muy diversos medios para demostrarnos la radical necesidad que tenemos de ser salvados. Para ello, mediante la palabra de quienes hablaban en su nombre como Patriarcas, profetas y apóstoles, nos ha ido presentando la triste suerte de quienes han sido marcados por el pecado quedando bajo el peligro de la tentación del maligno.

            Pero, como el amor de Dios no abandona a sus criaturas en los difíciles trances de su existencia, al tiempo que n os muestra las graves consecuencias del pecado, nos llama y nos ayuda para que decidamos asumir nuestra responsabilidad y emprendamos libremente el camino de la conversión hacia la vida. La Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición de la Santa Madre Iglesia nos dan abundantes muestras de todo ello; y nos muestra con especial fuerza ese mensaje de invitación a la vida y de esperanza en la salvación, aprovechando momentos muy destacados en el curso del Año Litúrgico. De ello son muestra notable los tiempos de Adviento y Navidad, los días de Cuaresma y Semana Santa, y las fiestas de los santos que mantienen una relación singular con nosotros como individuos y como Comunidad.

            La fiesta de S. Juan Bautista, Titular de nuestra Catedral y Patrono de la Ciudad, nos hace oír la llamada del Señor a la conversión y a la vida, precisamente a través de las palabras y del testimonio del más grande entre los nacidos de mujer, como afirma Jesucristo de su primo y precursor.

            La palabra de Dios que hemos escuchado, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos enseña que, en el camino que estamos llamados a recorrer para alcanzar la salvación, Dios toma la iniciativa caminando delante de nosotros. El Señor inicia el camino sacando ”de la descendencia de David un salvador para Israel: Jesús” (Hch. 13, 23). Y, para que estuviéramos advertidos de la venida del Mesías salvador, además del anuncio realizado por los Profetas, envió delante a Juan Bautista como precursor. Él tenía la misión de preparar los caminos del Señor, preparando, a su vez, a quienes tenían que recibir al Mesías.

Juan predicó un bautismo de conversión, invitándonos a llenar los vacíos de nuestra vida cuando carece de Dios, y a que allanemos los obstáculos que puedan entorpecer el avance de Dios hacia nosotros y de nosotros hacia Dios. Ese es el sentido de la predicación del Bautista. Predicación que mantiene su plena actualidad para nosotros, dado que se refiere al punto central de nuestra vida, a la tarea principal de cuantas nos conciernen.

El anuncio de la salvación hacía crecer el número de los discípulos que seguían a Juan Bautista; así llamado por el Bautismo que predicaba y del que hizo partícipe misteriosamente a Jesucristo mismo, autor de la vida y de la redención. Pero Juan Bautista, tenía muy clara conciencia de que era la voz que grita en el desierto invitando a preparar el camino al Señor, al salvador. No obstante, muchos, al escuchar sus palabras y al contemplar su ejemplar testimonio de vida, le confundían con el salvador. Por ello, Juan tomó con máximo interés advertir que quienes se quedaban en él no pasaban ni la mitad del camino de salvación. Juan insistía ante sus discípulos, que él tenía que menguar y que el Mesías tenía que crecer. Preciosa lección ésta, precisamente en estos tiempos en que tantos esperan ingenua y equivocadamente la salvación, la felicidad, la paz y la libertad como venidos de quienes no pueden ofrecernos nada de ello, porque no gozan del poder, de la sabiduría y de la santidad de Dios. Es más, si no recibimos la gracia que solo Dios puede darnos, difícilmente podremos utilizar acertada y positivamente todo cuanto pueda llegarnos a través de las personas de las que Dios puede valerse como mediaciones legítimas.

La gran lección de Juan Bautista queda bien manifiesta en las palabras que acabamos de escuchar : “Yo no soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien n o merezco desatarle las sandalias” (Hch. 13, 25).

Pidamos a Juan Bautista, fiel precursor del Señor, que nos ayude a entender la llamada de Dios a la salvación; que n os ayude a conocer el camino interior que debemos preparar para recibir al salvador; que nos ayude a no interponernos entre Dios y quienes le buscan sinceramente; y que nos alcance la gracia de la conversión y de la fidelidad.
                QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR EL NACIMIENTO DE D. RAFAELITO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

            Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

            Celebramos hoy la Sagrada Eucaristía con la mirada y la fe puestas en el Misterio de nuestra redención. Este Misterio se actualiza en el espacio y en el tiempo en que se celebra cada Eucaristía, siendo el mismo acontecimiento que, de una vez para siempre, consumó Nuestro Señor Jesucristo muriendo en la Cruz y resucitando al tercer día. Este Misterio, que es el de nuestra redención, tiene, pues, como protagonista siempre a Jesucristo. Él obra a través de la Iglesia que es su Cuerpo místico del que Cristo mismo es el fundador y la cabeza.

 En la Cruz, el Señor se hizo propiciación por nuestros pecados; asumió ante el Padre Dios nuestra representación, puesto que era verdadero Dios y verdadero hombre; y, en ese misterioso gesto de amor infinito, reconstruyó nuestra relación con Dios rota por el pecado de Adán y Eva. Por el pecado de nuestros primeros padres, que llamamos pecado original, habíamos quedado separados de la fuente de la Vida, que es Dios, y, por tanto, abandonados a la muerte espiritual que es la consecuencia inevitable de todo pecado grave.

Toda vez que participamos en la Eucaristía, nuestra mente ha de orientarse hacia Dios dándole gracias por la obra de la redención universal consumada por Jesucristo. Y, al mismo tiempo, unidos al Señor en su amor por nosotros y movidos por su ejemplo, debemos asumir la parte que nos corresponda a cada uno en el deber de procurar la salvación de nuestro prójimo.

Esta reflexión sobre nuestra responsabilidad apostólica, es la que nos anima a dar gracias a Dios por contar entre nosotros con hermanos en la fe sacerdotes, religiosos y seglares que han sido en su vida un verdadero testimonio de entrega en favor de la salvación de los hermanos. Entre ellos, muy cercano en el tiempo y conocido por muchos que todavía viven, recordamos la figura y la memoria de la entrega apostólica del Sacerdote, popular y cariñosamente, llamado D. Rafaelito. Por eso, al celebrar el centenario de su nacimiento, queremos dar gracias a Dios que lo llamó, lo ungió y lo envió como pastor de las almas en nuestra Iglesia particular.

Es muy importante que sepamos valorar y agradecer como un don de Dios todo cuanto hemos recibido, bien sea enriqueciéndonos con cualidades y oportunidades personales, bien sea ofreciéndonos el ejemplo, el estímulo y la ayuda de las personas que ha puesto a nuestro lado y de cuyo ejemplo de virtudes hemos podido aprender. Por eso, lejos de cualquier intento de tributar culto a D. Rafaelito, sobre cuya santidad no se ha manifestado la santa Madre Iglesia, es correcto, y en cierto modo un deber, elevar al Señor un himno de gratitud por el bien que este presbítero ha hecho a tantas personas mediante el ejercicio de su ministerio sacerdotal. Y, como agradecimiento a quien fue un regalo del Señor para los fieles de nuestra Iglesia particular, no debemos olvidarnos de pedir al Señor que derrame su infinita misericordia sobre el alma de este sacerdote ejemplar para que disfrute de la bienaventuranza eterna.

El amor al que Jesucristo nos invita hoy en el santo Evangelio, ha de motivarnos a tomar ejemplo de Jesucristo, de quien aprendió tanto D. Rafaelito. Movidos por el deseo de vivir en ese amor debemos renovar ante el Señor nuestra decisión de serle fieles y de cumplir con nuestra misión apostólica. Para ello es importante que pidamos al Señor firmeza en la fe, fortaleza en el ánimo, espíritu de superación, y generosidad en la entrega.

Pongamos a la Santísima Virgen María como intercesora para que presente nuestra gratitud y nuestra súplica ante el trono de Dios nuestro Señor. Y pidámosle que, como madre solícita, nos acompañe siempre con su tutela amorosa.

 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS (Año 2011)

INSTITUCIÓN DE MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA SAGRADA COMUNIÓN

Mis queridos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Queridos hermanos y hermanas  que  vais a ser enviados como Ministros Extraordinarios de la Comunión,

Queridos fieles cristianos, consagrados y seglares que participáis en esta solemne celebración:

                1.- Demos gracias a Dios que nos ha permitido celebrar  los sagrados misterios  de la Encarnación y de la Redención, llevados a término por Jesucristo nuestro Señor. Ellos constituyen la más elocuente expresión del amor infinito de Dios a la humanidad. Por eso, constituyen un inconmensurable regalo de Dios, y son  la fuente de nuestra esperanza,  y la referencia más certera  para nuestra vida cristiana y para nuestra salvación.

                2.- La celebración  de los misterios de nuestra redención, que comenzaron con la Encarnación,  llegan a su culmen precisamente en la fiesta de Pentecostés. Podemos decir, también, que el camino a seguir por los Apóstoles para llegar a entender y aceptar por la fe la obra de Jesucristo, tiene un momento imprescindible y una condición necesaria, que es la venida del Espíritu santo. Nos lo enseña  el Apóstol Pablo diciendo: “El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad” (Rom. 8, 26).

Es el Espíritu Santo quien nos ayuda a entender el mensaje que el Señor nos ha predicado (cf. Jn. 14, 26). 

Es el Espíritu Santo quien “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom. 8, 26) porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene (cf. Rom. 8, 26).

                El Espíritu Santo es el compañero inseparable y necesario de nuestro caminar cristiano hacia el encuentro, progresivamente más íntimo, con el Señor, hasta que podamos compartir definitivamente la herencia de los santos en la luz (cf. Col 1, 12).

El Espíritu Santo, acudiendo en nuestra ayuda, nos capacita para conservar y cultivar nuestra esperanza cristiana.

El Espíritu Santo es el que nos ayuda a entender que es deber nuestro y condición para nuestra plenitud, crecer en santidad.

Es el Espíritu Santo quien nos anima a procurar la salvación de  los hermanos. Él es el principio de nuestra santificación y el que nos lanza y nos mantiene decididos a ejercer el apostolado con generosidad y constancia.  

3.- En este Día, en el que celebramos la irrupción del Espíritu Santo  sobre el miedo y la indecisión de los Apóstoles, lanzándoles a ser testigos valientes de Jesucristo y ministros de la Iglesia, el Señor quiere enriquecer a su Iglesia llamando y enviando a unos fieles suyos para que ayuden a los sacerdotes en la misión de acercar la Sagrada Eucaristía a los hermanos en la fe.

Hoy, pues, bajo la acción del Espíritu Santo, y enriquecidos con sus dones, celebramos el amor y la magnanimidad del Señor para con nosotros, siervos inútiles, porque nos manifiesta que vela solícitamente para que a todos pueda llegar el don sacratísimo de la Eucaristía. Y, para ello, elige como ministros extraordinarios de la Sagrada Comunión, a unas personas que puedan ayudar a los  ministros ordinarios que son siempre los Sacerdotes y los Diáconos.

4.- Para vosotros, queridos hermanos y hermanas, miembros de la Vida Consagrada y seglares, la bendición de la Iglesia y el ministerio que de ella vais a recibir, ha de estimularos a una permanente gratitud al Señor y a un amor cada vez más intenso y filial a la santa Madre Iglesia.

Lejos de sucumbir a toda tentación de sobrada autoestima, y a toda conciencia de superioridad sobre cualquiera de los hermanos y hermanas que gustarían haber sido llamados para prestar este servicio tan vinculado a la acción litúrgica de la Iglesia, debéis sentir la responsabilidad de vincularos más fuertemente al Señor mediante una seria formación doctrinal y cristiana, mediante la práctica asidua de la oración, mediante la devota y frecuente  participación en los sacramentos, y  mediante el esmerado  ejercicio del ministerio que hoy se os encomienda.

5.- El ministerio extraordinario de la sagrada Comunión, oportuna y discretamente ejercido, enriquece a la Iglesia en los recursos necesarios para el maternal cuidado de los fieles; especialmente de los enfermos y ancianos que no disponen de la movilidad necesaria para a cercarse al Templo. Pero os vincula a una seria responsabilidad y a un esfuerzo no siempre fácil. Me refiero al servicio ministerial de la Sagrada Comunión especialísimamente en el Día del Señor, como un acercamiento de los fieles impedidos a la acción litúrgica de la Santa Misa  que ha reunido a los hermanos en torno al Altar del Señor.

La administración de la Sagrada Comunión  a los impedidos no debe someterse a la propia comodidad eligiendo el momento que menos carga supone para cada ministro extraordinario. Eso podría consentirse, de algún modo y no por sistema, cuando el ministro fuera sólo el sacerdote, obligado a atender otras urgencias litúrgicas y pastorales en el mismo día del Señor.

 Tampoco es correcto llevar la Sagrada Comunión “de paso” hacia otros menesteres, o al regresar de ellos. El ministro extraordinario de la sagrada Comunión ha de entender su servicio como una gracia que el Señor le concede para colaborar en la acción santificadora de los  que no se valen por sí mismos. Por tanto, ha de mirar el servicio que se le encomienda, como un derecho, en cierto sentido, de aquellos a quienes debe servir con su ministerio.

6.- El ejercicio del ministerio que hoy recibís, ha de ser vivido como una oportunidad de santificación propia. Llevar al Señor por la calle debe serviros para andar sumergidos en un clima de reflexión, de contemplación y de oración por tantas intenciones como tiene la Iglesia cada día. De ellas debemos hacernos eco, sin menoscabo de las intenciones particulares que nos preocupan, o que otros nos encomiendan.

Del mismo modo, el encuentro con el enfermo o con el anciano, de acuerdo con el Ritual que se os ha entregado, debe propiciar en ellos la disposición adecuada para vivir un momento sagrado en el rincón de la casa o en el lecho del dolor. Ayudar al enfermo en su  preparación personal e inmediata para recibir al Señor Sacramentado,  y a  iniciar la acción de gracias posterior por haber venido a él, son  parte del ministerio; por tanto, merecen todo el cuidado que esté en las manos del ministro.

7.-En lo que se refiere al ejercicio del ministerio extraordinario dentro del templo, es muy oportuna la austeridad, evitando los excesos innecesarios. No es correcto que el Sacerdote esté sentado mientras los ministros extraordinarios reparten la Sagrada Comunión. Este comportamiento del seglar o del religioso o religiosa no sería un testimonio de servicial generosidad, sino una muestra de un aparente juego de ilusiones y comodidades no precisamente ejemplares. La exquisitez, basada en la visión sobrenatural del ministerio, ha de presidir las actitudes y las acciones de los ministros.

8.- Llegados a este momento de la reflexión homilética quiero invitaros a dar gracias al Señor porque os ha llamado y enviado para ser ministros extraordinarios del Sacramento por excelencia de la Redención, del Sacramento por excelencia de la intimidad con Dios; del Sacramento por excelencia que abre a la esperanza la vida de quienes lo reciben;  y que da sentido sobrenatural  a las alegrías y a las penas, a la salud y a la enfermedad, a los éxitos y a los fracasos, a las ilusiones y a los momentos oscuros.

Ante el don que vais a recibir,  os invito a uniros con todos los presentes en la oración que nos brinda el Salmo interleccional: “Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!... Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría” (Sal. 103).
                  QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE PENTECOSTÉS - 2011

Queridos hermanos Sacerdotes y Diáconos,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares:

            1.- Esta plegaria litúrgica de la tarde, que conocemos como el canto de Vísperas, inicia la celebración litúrgica de Pentecostés. Toda la fiesta que dedicamos al Espíritu Santo constituye una invitación a hacer un acto de fe en la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Acto de fe por el que también reafirmamos en nosotros la aceptación de cuanto nuestro Señor Jesucristo nos ha enseñado acerca del Espíritu Santo.

Aceptar la existencia del Espíritu Santo y las enseñanzas de Jesucristo acerca de su obra, lleva consigo creer firmemente en que su acción es imprescindible en la Iglesia y en notros. Dios, que es indivisible, obra en la creación, en nosotros, en la Iglesia y en el mundo, de tal forma que las tres divinas Personas quedan implicadas en su singularidad personal tanto como en su común naturaleza divina. Por eso, cuando los cristianos alabamos a Dios por lo que ha hecho en favor nuestro como Padre creador, como Hijo redentor y como Espíritu Santo santificador, entonamos la oración del Gloria en que alabamos a las tres divinas personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es necesario, por tanto, que, al recitar o entonar esta oración de alabanza, tomemos conciencia de lo que decimos;  y, haciendo un acto de fe en el Misterio de la Santísima Trinidad, alabemos y demos gracias a Dios que lo obra todo en todos, y que todo lo ha dispuesto para nuestro bien.

            2.- En la fiesta de Pentecostés se impone una reflexión contemplativa, a partir de la palabra de Dios que nos transmite la Santa Madre Iglesia, fijando nuestra atención, al menos, en algunas de las obras o dones con que el Espíritu Santo nos ayuda y enriquece.

            El Espíritu Santo “da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo;  de modo que si sufrimos con él, seremos también glorificados con él” (Rom. 8, 16-17).

Es la acción del Espíritu Santo la que nos permite entender y valorar la obra de Jesucristo en favor nuestro. Por eso, Jesucristo nos dice que es necesario que él se vaya para enviarnos al Espíritu, “porque cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena” (Jn. 16, 13). Él será “quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn. 14, 26).

 3.- Es el Espíritu Santo quien habita en nosotros convirtiéndonos en templos vivos, según nos enseña S. Pablo diciéndonos: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios ha bita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el tempo de Dios es santo; y ese templo sois vosotros” (1 Cor.  3, 16-17).

4.- Es el Espíritu Santo quien obra en nuestro interior la conversión, de la misma forma que lo hizo en los Apóstoles cuando estaban reunidos en el cenáculo por miedo a los judíos. Al llegar el Espíritu Santo y actuar en ellos, cambiaron el miedo en valentía y dieron testimonio de Jesucristo con toda claridad (cf. Hch. 2, 15-17).

Es el Espíritu Santo quien nos capacita para dar testimonio de Jesucristo en los momentos difíciles, porque, según nos enseña Jesucristo, “no seréis vosotros los que habléis sino el Espíritu Santo” (Mc. 3, 11). Es, por tanto, el Espíritu Santo quien nos capacita para el apostolado al que Dios nos llama desde el Bautismo: “Recibiréis el Espíritu Santo  que va a venir sobre vosotros -dice el Señor a sus apóstoles- y seréis mis  testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta el confín de la tierra” (Hch. 1, 8).

5.- Es el Espíritu Santo quien santifica los dones del pan y del vino, que presentamos en el ofertorio de la Misa, “de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor”(Ordin. De la Misa), como pide el Sacerdote celebrante al preparar la Consagración.

6.- Es el Espíritu Santo quien hace la unidad de la Iglesia, según pide también el celebrante en la Plegaria Eucarística, diciendo: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo”

7.- Por todo ello, nuestra oración litúrgica hoy ha de elevarse al cielo dirigida al Espíritu Santo, como nos invita a hacer la antífona del Magníficat,  pidiéndole que venga a nosotros, que llene nuestros corazones y encienda en nosotros la llama del amor de Dios. Que fortalezca nuestra fe y no ayude a recibir el mensaje de Jesucristo y a serle fieles hasta el fin de nuestros días.
                              QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN DEL SEÑOR A LOS CIELOS, 2011

Mis queridos hermanos sacerdotes con celebrantes y diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta celebración:

            1.- La palabra de Dios, proclamada hoy en la fiesta de la Ascensión del Señor a los Cielos, nos sitúa simultáneamente ante el Misterio de Jesucristo y ante nosotros mismos.

2..- El Señor se nos muestra con toda su majestad ascendiendo victorioso a los cielos con su propio poder. La Resurrección de entre los muertos, venciendo a la muerte y al pecado, que la causaba y la convertía en la mala suerte definitiva de la humanidad, fue el acto que culminó la redención.

Si Jesucristo hubiera permanecido en el sepulcro, no hubiera manifestado su divinidad y, consiguientemente, hubiera quedado bajo interrogante la fuerza redentora de su muerte sacrificial. S. Pablo nos lo recuerda diciéndonos: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe” (1 Cor. 15, 14). La misma Encarnación como entrada del Hijo de Dios en la historia humana, podría ser entendida como un mito de difícil interpretación. En consecuencia, el misterio del Niño Dios quedaría, en la lejanía del tiempo, muy poco relacionado con la promesa divina de salvación que nos narra el libro del Génesis.

La irresponsabilidad de Adán y Eva ante Dios, cuando les pide cuentas por haberle desobedecido comiendo del fruto prohibido, se había envuelto en la cobarde excusa que consiste en acusar al otro del propio pecado. Adán acusó a Eva, y Eva acusó a la serpiente. Tuvo que ser Dios mismo, llevado de su infinito amor a la humanidad, creatura suya predilecta, quien pronunciara estas palabras en las que comprometía su Verdad: “Pongo hostilidad entre ti (la serpiente, que encarna al diablo) y la mujer (la Virgen María madre de Jesucristo), entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gn. 3, 15).

3.- Pero el triunfo de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, no eximía al hombre de su propia responsabilidad en adelante. Al contrario: el Señor une la salvación de cada uno, en aplicación de los frutos de la redención universal, a su propia fidelidad personal, a su incorporación al Pueblo de Dios, a su integración como miembro vivo en su Cuerpo místico que es la Iglesia. Por eso, antes de subir al Cielo, y confiando a sus Apóstoles el ministerio de la Evangelización, dice Jesús: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea será condenado” (Mc. 16, 16). Así como el Señor cargó sobre sí mismo la responsabilidad de nuestro pecado, y nos redimió capacitándonos para participar de su vida divina, así también nos advierte de nuestra propia responsabilidad llamándonos a escuchar su palabra y a cumplir cuanto en ella nos enseña para nuestro bien.

4.- Pero no termina en ello nuestra responsabilidad si seguimos el ejemplo del Señor. El amor de Dios llevó a Jesucristo a acercarse a los hombres mediante su Encarnación, a compartir con ellos los avatares de la historia, y a salir fiador por todos los pecadores. El testimonio de su vida nos clarificaba y transmitía una enseñanza fundamental que se convertía en mandato: “Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn. 15,17). Por eso, al manifestarnos que es imprescindible la fidelidad personal para ser salvados, también nos enseña que debemos tener en cuenta lo que nos ha mandado. Estas son las palabras de Jesucristo antes de subir a los cielos. Después de advertir que se le ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt. 28, 18), añade: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt. 28, 19-20).

5.- La obediencia de Jesucristo al Padre en la gran gesta de la redención, no se queda siendo un acto con el que logra para nosotros el inmenso don de la redención, sino que se convierte, además, en el ejemplo vinculante de lo que debemos hacer en adelante.

Jesucristo nos manda, pues, que seamos apóstoles; nos urge a romper la vergonzosa actitud de Adán y Eva que pretendían excusar el propio pecado culpando al otro; y nos pide que seamos caritativos asumiendo las necesidades de los otros. Deja claro, además, que la primera y la más importante de todas las necesidades de la persona es conocer a Jesucristo y participar de su redención. Por eso, la Iglesia nos recuerda hoy, en la primera lectura, las palabras que los ángeles dirigieron a los Apóstoles, todavía admirados al ver cómo el Señor subía a los cielos: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch. 1, 11).

Estas palabras son una llamada a trabajar para recibir y procurar que otros reciban también dignamente al Señor cuando venga sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria (cf. Mt. 24, 30).

6.- El Misterio de la Ascensión del Señor a los cielos nos ha puesto ante Jesucristo, y nos ha invitado a contemplar la culminación del su acción redentora; acción en que nos manifiesta plenamente el amor infinito con que Dios nos distingue.

Pero la Ascensión del Señor nos ha puesto, a la vez, ante nosotros mismos, ante la suerte que nos guarda el Señor por su infinito amor y misericordia. El misterio que hoy celebramos nos recuerda aquellas palabras con las que Jesucristo anunciaba que partía hacia el Padre para prepararnos un lugar junto a él en la gloria. Así lo había pedido en su oración con los discípulos al terminar la última Cena: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo” (Jn. 17, 24).

Por tanto, en esta solemne celebración de la Ascensión del Señor a los cielos, hagamos nuestra la oración inicial de la Misa pidiendo a Dios que nos conceda exultar de gozo y darle gracias…porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo.
                        QUE ASÍ SEA