HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Jornada por la santificación de los sacerdotes y día de acción de gracias por
los 60 años de presbítero del Santo Padre


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

¡Qué acierto ha tenido el Papa Benedicto XVI, poniendo la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús como la Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes!

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es la celebración gozosa de que Dios nos ama en Jesucristo su Hijo y redentor nuestro, volcando su corazón en el amor incondicional hacia nosotros, hasta derramar su última gota de sangre, símbolo de la vida.

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es una muestra de que Jesucristo ha entregado totalmente su vida por nosotros en ofrenda obediente al Padre.

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es buen punto de referencia para renovar en nosotros, los sacerdotes, el compromiso asumido el día de nuestra ordenación sacerdotal. Entonces prometimos a Dios, ante su Iglesia significada en el Obispo y la Comunidad presidida por él, que nos entregaríamos plenamente al ministerio sacerdotal procurando nuestra santificación y la salvación de las alamas que nos fueran encomendadas.

Nuestra santificación es el cumplimiento de un programa de amor a Dios. Amor que no puede ser parcial. Ha de ser pleno. Pero como nuestra torpeza y nuestra limitación obstaculizan muchas veces la realización de nuestros buenos propósitos, el empeño en llevar a cabo constantemente nuestra conversión ha de renovarse día a día; de modo que, donde no llegan nuestras obras, alcancen nuestros deseos sinceros de amor a Dios sobre todas las cosas. Sabemos muy bien que “quien ama, ha cumplido la ley entera” (Rm 13, 8). San Agustín nos lo dice también con un lenguaje verdaderamente sorprendente: “Ama y haz lo que quieras”. En verdad, quien ama a Dios no puede hacer el mal; y quien ama al prójimo, no puede menos que ofrecerle lo mejor; y lo mejor es el camino de la salvación, cuyo punto de partida es el descubrimiento del rostro de Cristo; cuyo camino es el mismo Cristo; y cuya fuerza para afirmar los pasos es, también, el mismo Jesucristo que se nos da como pan del caminante y alimento de salvación en la Eucaristía.

Nuestro programa de amor a Dios no comienza y termina en cada uno de nosotros como si fuera una obra estrictamente individual. Nuestro programa de amor a Dios ha de originarse en el seno de la Iglesia, y ha de iniciarse con el calor hogareño de la Iglesia como una obra verdaderamente familiar. No podemos olvidar que somos miembros vivos de un cuerpo orgánicamente estructurado, del que Cristo es la cabeza. Por ello, nuestro avance sacerdotal por camino hacia la santidad ha de recorrerse en la plena conciencia de que, sin una plena vinculación de amor y obediencia a la Iglesia, quedaríamos paralizados. Ningún miembro del cuerpo vivo, permanece con vida si se separa de la cabeza y del resto del cuerpo. En consecuencia, nuestro empeño por la propia santificación debe ser coincidente con una clara voluntad de vivir fuertemente enraizados en la Iglesia y radicalmente vinculados a Cristo cabeza y a los demás miembros que son los hermanos en la fe.

Esta condición fundamental y básica para que los sacerdotes alcancemos la santidad, nos lleva a entender que no podemos llegar a ella sin una fuerte vinculación con Cristo, ciertamente; pero tampoco sin una fuerte vinculación con el prójimo que el Señor nos ha confiado, para que, como El, demos la vida por las ovejas.

La santificación del sacerdote tiene sus pasos marcados en la línea de la entrega plena a Dios y al prójimo. Pero esa entrega plena, constante y gozosa no puede lograrse sino como consecuencia de un amor muy grande. Bien podemos concluir, pues, que la Jornada por la santificación de los sacerdotes ha de ser un día de oración al Señor para que todos los que Él ha elegido para ser sus ministros, lleguemos a ser ganados por el amor que Dios nos tiene, y nos pongamos a la obra de la evangelización sin reservas, llevados del amor a las ovejas que nos han sido encomendadas.

La conclusión de estas reflexiones, a alas que nos lleva la palabra de Dios es muy sencilla. La santificación de los sacerdotes es cuestión de amor a Dios y a los hermanos, dándolo todo, como Cristo, en obediencia al Padre en la iglesia, y en la entrega al servicio evangelizador de los hermanos. Por tanto, como hemos destacado al comenzar estas palabras, el Papa Benedicto XVI nos ha regalado esta Jornada con verdadero acierto, poniéndola en el día en que Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Por otra parte, la imagen del Corazón ardiente y sangrante de Jesús conecta plenamente con el sentimiento del pueblo fiel, moviéndole a la admiración y a la correspondencia con el deseo de la propia entrega. Día, pues, muy apropiado para que los sacerdotes renovemos el propósito de acercarnos al Señor, como Jesucristo, entregándonos plenamente al servicio de la santificación del prójimo. En esta entrega, debemos tener especialmente presente la preocupación que Jesucristo nos comunicó diciéndonos: “Tengo otras ovejas que no son de este redil. También a ellas las tengo que llamar…” (Jn 10, 16). De este modo, nuestra entrega al servicio ministerial que se nos ha encomendado, se realizaría en un verdadero estilo misionero procurando hacer discípulos de todos los pueblos.

Queridos hermanos religiosos y seglares que participáis en esta gozosa y sencilla celebración: orad por nosotros los sacerdotes a quienes el señor, pasando por encima de nuestras limitaciones y debilidades, ha constituido ministros de su palabra y de su gracia para la salvación del mundo. Pedidle para los sacerdotes espíritu de oración, devoción profunda y sincera, constancia y humildad en el ejercicio de la propia conversión y esperanza en que el Señor obrará a través nuestro, y a pesar nuestro, lo que corresponde a su plan de salvación universal. Nosotros pediremos para vosotros la gracia de encontrarnos con el Señor, de experimentar su amor infinito, y de gozar de su consuelo en la experiencia de su misericordiosa providencia.

Que la Santísima Virgen, madre del amor hermoso (cfr. Ecclo 24, 24) nos ayude a descubrir las profundidades del amor a Dios y a saborear las delicias del amor que Dios nos tiene.

 QUE ASÍ SEA