HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE ADVIENTO


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares:

En este domingo, la palabra de Dios nos ofrece a la consideración un mensaje riquísimo y muy adecuado a nuestra situación personal y a las celebraciones eclesiales que nos ocupan durante este año

1.- La primera enseñanza de la palabra de Dios es la de la auténtica valoración de las personas y de las cosas. Acostumbrados a poner la atención en lo que destaca, en lo que adquiere un significativo relieve en la sociedad, en lo que sobresale por las cualidades que socialmente se cotizan en cada momento, podemos caer en el error de pasar por alto los valores de la virtud callada, de la grandeza de espíritu, de la elección que Dios hace a las personas a las que llama para ministerios sobrenaturales. Ello hace que pase desapercibida la grandeza de la obra de Dios en las personas, la importancia de lo humanamente pequeño y silencioso, y de lo que, a simple vista, parece intrascendente para los planes que constituyen la ilusión o la ambición de los humanos. Así ocurrió con la valoración que los judíos hacían de la aldea de Belén. Sin embargo, como hemos escuchado en la primera lectura, tomada del profeta Miqueas, “Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel… En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios” (Miq. 5, 2-5).
            
Este mismo contraste entre las valoraciones humanas y la valoración que se desprende de la elección divina, también afectó a Jesucristo. Cuando se hablaba de las maravillas que obraba, de las palabras tan sabias que salían de su boca, y del éxito que tenía entre las multitudes que le seguían, algunos manifestaban su sorpresa y su desconfianza preguntándose: ¿Acaso éste no es el hijo de  José? ¿Sus hermanos (familiares) no viven entre nosotros? ¿De dónde le vienen a este su sabiduría y su poder? Siempre se ha criticado a quienes sobresalían y siempre se ha considerado socialmente insignificante a quien no descendía de familias sobresalientes. Estas son las paradojas humanas.

2.- Sin embargo, el hecho de que la elección divina pueda superar a las categorías humanas, llena de esperanza nuestra alma. Aunque nuestra condición sea socialmente insignificante, aunque nuestros valores humanos pasen desapercibidos o sean muy escasos, nuestra auténtica grandeza  radica en la elección divina y en la fidelidad interior a la voluntad de Dios. Esta enseñanza es la que la Iglesia nos ofrece a la consideración en el domingo último de Adviento. Cuando nos preparamos a recibir al Señor, al Salvador, al Dios hecho hombre, nos encontramos a un Niño recién nacido, de padres apenas conocidos fuera de su entorno familiar,  sin más techo que el de un portal, recostado en un pesebre, y sufriendo los fríos del crudo invierno.

Qué preciosa lección para quienes debemos buscar en Dios la razón de ser de nuestra existencia, la referencia de nuestra vida, y la norma con la cual juzgar y orientar nuestros pensamientos, palabras y acciones.

Qué oportuna lección cuando estamos ultimando nuestra preparación para la inminente Navidad: fiesta de nuestro encuentro con el Señor que viene para ayudarnos a ser lo que debemos ser, y a medir la verdadera grandeza de las personas y de las cosas según los planes divinos.

Un gesto de valiosa conversión debe ser el propósito de valorar, en adelante, todo cuanto somos y tenemos y todo lo que el mundo nos ofrece, según las referencias que hoy nos ha recordado la santa Madre Iglesia en la liturgia de la Palabra.

3.- La segunda enseñanza que nos brinda la Iglesia hoy en la Liturgia  de la Palabra, es continuación de la anterior. María, Virgen y Madre, elegida por Dios entre las doncellas de Judá, insignificante por el  brillo social de sus valores humanos, y pobre en lo que podrían considerarse las prevalencias sociales al uso, es elegida para ser Madre de Dios hecho hombre. Sólo quienes viven esa ejemplar interioridad religiosa fraguada en el conocimiento de la palabra de Dios y en la ordenación de su vida acorde con ella, llegan a descubrir el auténtico valor de esa doncella de Judá. Así nos lo muestra el santo Evangelio. Nos presenta a María, que llevaba ya en su seno al Hijo de Dios, dirigiéndose a un  pueblo en la montaña de Judá para ayudar a su prima, ya mayor, que esperaba a un hijo. Cuando santa Isabel, mujer fiel al Señor, se encontró con su  prima la  Virgen María, exclamó con una capacidad de valoración que solo se alcanza desde la perspectiva de Dios: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre, ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el  Señor se cumplirá” (Lc, 1, 4).

4.-  Quiero destacar la alabanza de Sta. Isabel a la Virgen María, porque son un claro estímulo para vivir el Año de la Fe de acuerdo con el objetivo propuesto por Benedicto XVI al convocarlo. El Papa nos invita a revisar y a cultivar nuestra fe. Es la condición imprescindible para conocer a Dio;, para encontrarnos e intimar con Él; para descubrir el verdadero sentido de nuestra vida; para saber valorar cuanto existe,  cuanto nos ocurre y cuanto se  nos ofrece desde la cultura dominante.

La fe, que es don exclusivo de Dios,  que Él nos concede a través de la Iglesia en el Sacramento del Bautismo. La fe es el origen de nuestra mayor bienaventuranza en la tierra. Bienaventuranza que brota de encontrar el auténtico sentido de la vida, la verdadera  paz interior que nos acompaña cuando ordenamos nuestra vida según la voluntad de Dios, y la esperanza en su promesa de salvación que nos ayuda a superar las dificultades, las oscuridades y las contrariedades que la vida nos depara.

Además, la fe es, al mismo tiempo, la garantía de que se cumplirán en nosotros las promesas del Señor. “Dichosa tú, que has creído  -le dice Sata Isabel a María-  porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”

La fe debe acompañar siempre tanto a la escucha de la palabra de Dios  como al cumplimiento de la propia vocación. Nuestra fidelidad vocacional depende, fundamentalmente de la fe con que la acojamos. La acogida sincera y confiada de la vocación nos ayuda a ser fieles a la llamada de Dios. Y ello es ocasión de esa paz interior y de esa felicidad serena y profunda que supera con creces toda otra ansiada felicidad.

5.- En este último domingo de Adviento, pidamos a la Santísima Virgen María, maestra de fe y testigo de que el Señor cumple su promesa, que nos ayude a creer con firmeza y sencillez, para que lleguemos a ser siempre fieles a la vocación de Dios.

               
                QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO IIIº DE ADVIENTO Ciclo “C”, 2012


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

            1.- La sagrada Liturgia nos invita en este Domingo IIIº de Adviento a contemplar la Navidad como una verdadera fiesta. Nos estimula para que la preparemos y la esperemos  con gozo. Y nos hace caer en la cuenta de que, dada su significación y sus efectos salvíficos en nosotros, debemos vivirla con profunda alegría.
            2.- Generalmente, la Navidad, por sus connotaciones emotivas, es vivida por casi todos como una fiesta muy señalada. Las familias, los grupos de amigos, muchos trabajadores de empresas y oficinas y, en general, casi todos los colectivos sociales se reúnen para compartir la alegría propia de estas fechas, aunque buena parte de ellos no sean creyentes. La Navidad, con el tiempo, ha pasado a constituir un acontecimiento social generalizado que cada uno celebra desde sus convicciones y creencias, aunque, en numerosos casos, éstas nada tengan que ver con el verdadero sentido y origen de la Navidad.
            3.- A los cristianos se nos invita a vivir la Navidad con la alegría propia de quien disfruta encontrándose con el Señor; de quien contempla el Misterio y la grandeza de la Encarnación; de quien siente en sí mismo la radical necesidad de ser salvado por Dios nuestro Señor; de quien tiene la experiencia interior de una relación cercana con Jesucristo, testigo y maestro de la verdad.
Con palabras de S. Pablo, la Iglesia nos dice: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres… El Señor está cerca” (Flp. 4, 4, 5b).
            4.- No obstante, aunque la Navidad tenga todo este significado, no es fácil gozarlo en su riqueza sobrenatural si nuestro espíritu no se siente verdaderamente necesitado de la salvación sobrenatural, y si no está suficientemente convencido del carácter capital y definitivo de la salvación que nos trae el Señor.
            Por tanto, para gozar la alegría de la Navidad es necesario que entremos en nosotros mismos con religioso recogimiento; que meditemos en el Misterio de la Encarnación y de la Redención para descubrir hasta donde nos beneficia y nos compromete este Misterio; que ocupemos el espíritu en la contemplación de nuestra realidad para percatarnos de lo que significa e implica el ser imagen y semejanza de Dios. Para gozar de la Navidad es necesario que supliquemos con plena confianza al Espíritu Santo para que  fortalezca nuestra fe y no caigamos en el error de confundir la alegría auténtica de la Navidad con las emociones pasajeras.
            5.- La alegría cristiana no puede cultivarse en el aislamiento individualista, ni en el  despiste o en el orgullo de los grupos cerrados. La alegría sobrenatural, que forma parte inseparable de la vida cristiana, nace en el seno de la comunidad por el Bautismo, y ha de cultivarse necesariamente en la comunidad eclesial. Un cristiano auténtico no puede confundir la comunidad eclesial con el cálido arropamiento de un grupo de amigos que cultivan en sus encuentros la satisfacción de “sentirse” unidos afectivamente y de cultivar sus coincidencias humanas o religiosas. Este defecto es el que S. Pablo intentaba corregir cuando advertía a determinados grupos de cristianos que nadie podía decir, sin deformar su fe bautismal, “yo soy de Pablo, yo soy de Pedro, yo soy de Apolo, porque todos somos de Cristo Jesús que nos ha salvado derramando su sangre para borrar nuestros pecados.
            El nacimiento de nuestro Señor Jesucristo inicia el camino de la reunión de los que creen en Él, hasta formar un solo cuerpo que es la Iglesia una, santa, católica y apostólica. No puede celebrar acertadamente la Navidad quien se aleje de esa comunión de los hijos de Dios como corresponde a los miembros  de un mismo organismo. Por eso, la celebración de la Navidad tiene su punto álgido en la Eucaristía que es  sacramento de unidad y vínculo de caridad.
            6.- La caridad va esencialmente unida a la condición de cristianos, de miembros de la Iglesia. Por eso se abre en doble dirección: el amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos.
            El amor a Dios en primer lugar, porque él es nuestro creador y redentor. Como nos invita a decir el canto interleccional, “El Señor es mi Dios y salvador…mi fuerza y mi poder es el Señor” (Is. 12, 2-3).
            El amor al prójimo, porque, por la redención de Jesucristo, somos hijos del mismo Padre Dios y, por tanto, hermanos. El amor a los hermanos  debe prestar atención preferente a los más necesitados material y espiritualmente. Esta es la enseñanza de Juan Bautista predicando la preparación para recibir al Mesías: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo…No exijáis más de lo establecido…NO hagáis extorsión a nadie” (Lc. 3, 10 ss). Esta es, al mismo tiempo, según S. Juan Bautista, una condición para preparar dignamente la acogida al Señor que viene en la Navidad y en cada Eucaristía.
            7.- Las circunstancias de especial necesidad en que se encuentran muchas personas y familias en estos tiempos, llama a nuestra conciencia día tras día recordándonos el deber de tratar a los hermanos como gustaríamos que nos trataran.
            Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que fue quien mejor le recibió  en la Navidad y durante toda su vida, que ilumine nuestra conciencia para que sepamos distinguir siempre lo que a Dios le agrada, y que tengamos fuerza para cumplirlo. 
            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTA EULALIA DE MÉRIDA


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Autoridades…
Asociación de santa Eulalia,
Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Felicito muy sinceramente a cuantos gozan del patronazgo de la Virgen y Mártir Santa Eulalia, que en su más tierna juventud, fue un testimonio indiscutible de amor a Dios sobre todas las cosas.
Mi felicitación es debida, sobre todo, al hecho de que esta Santa, de alma grande y cuerpo joven, aún viviendo y muriendo en el siglo III, tiene plena actualidad y valor modélico en los tiempos y circunstancias en que vivimos.
Santa Eulalia fue consciente de los dones recibidos de Dios y consideró su misma vida y todas las demás posibilidades que llevaba consigo como un regalo cuyo uso debía ser la gloria, la alabanza y el servicio  a Dios como correspondencia al amor infinito que Él nos tiene.

2.- Los avances técnicos y científicos, y los beneficiosos efectos que tienen en la vida del hombre y de la sociedad, pueden provocar en nosotros dos reacciones. Una, dar gracias a Dios que nos ha hecho capaces de semejantes cualidades y avances. Esta debe ser la actitud del cristiano consciente, según el ejemplo de santa Eulalia. Otra, enorgullecerse, olvidando que la raíz de todo nuestro crecimiento está en Dios. Y, no pudiendo soportar que Dios esté por encima del hombre y que a Él se deba todo lo que las personas somos y tenemos, volver la espalda a Dios olvidando que sigue existiendo como Dios aunque no se le vea y no se crea en Él. Una vez más es oportuno recordar el mensaje de los últimos Papas en el que se nos repite que el hombre que vuelve su espalda a Dios se deshumaniza; y que la sociedad que vive sin Dios es el mejor caldo de cultivo para la infelicidad del hombre y para el cultivo de toda clase de egoísmos, violencias, sinsabores y carencias. No hace falta discurrir mucho para entender esto. Lo estamos comprobando por experiencia propia y por las noticias que nos llegan, cada día, a través de los medios de comunicación social.

3.- No solo por la atención y la gloria que Dios merece de nuestra parte, sino también por el bien del hombre, es urgente que reflexionemos acerca de la fe con que miramos, escuchamos y seguimos a Dios. Él nos ha hablado con toda claridad y de modo asequible por medio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
El Papa Benedicto XVI, en la convocatoria al Año de la Fe, nos dice: “En esta perspectiva, al Año de la Fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo” (PF. 6). Y nos da la razón de ello, añadiendo: “Gracias a la fe esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección” (PF. 6). Esto es: gracias a la fe podemos conocer la verdad de Dios, la verdad del hombre, y la verdad de la relación de Dios con el hombre, que es relación de amor infinito y de salvación plena. Por eso, gracias a la fe, la vida del hombre rompe las murallas de una vida abocada a la oscuridad de nuestra limitada inteligencia, y comienza a vislumbrar la grandeza de una vida que no acaba, de una resurrección final que nos abre a la eternidad feliz.

4.- Por la fuerza de esta verdad el Año de la Fe nos ha de ayudar a reconocer los beneficios espirituales y materiales que constantemente recibimos de Dios, gracias a los cuales, nuestra vida tiene sentido, gozamos de una esperanza que no defrauda, y podemos llenar el vacío de nuestro corazón que tiende al infinito, lo sepamos o no.
Después de este reconocimiento, cuya fuerza puede y debe crecer cada día mediante la purificación y cultivo de la fe, el cristiano ha de sentirse responsable, cada uno a su modo, de que este inmenso regalo de la fe llegue a sus hermanos que no gozan de ella y que viven en la oscuridad que esta carencia comporta. En este sentido nos dice el Papa: “La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto (la vida sin Dios es un desierto) y conducirlos al lugar de la vida, y la vida en plenitud” (PF. 2).

5.- Santa Eulalia, aprovechando la luz de la fe y la gracia de Dios, que por la fe percibía y sabía aprovechar, venció el peligro de hacer de su vida un desierto por la infidelidad a Dios, e hizo de su vida un auténtico vergel; y, con su testimonio de amor a Dios sobre todas las cosas, se convirtió en un auténtico apóstol cuyo testimonio  atraviesa las fronteras de los tiempos sin perder en nada su actualidad y su fuerza. Ella nos enseña a elevar a Dios nuestra plegaria de alabanza y gratitud, con las palabras del libro del Eclesiástico que acabamos de escuchar: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida, porque me has salvado de la muerte, detuviste mi cuerpo ante la fosa, libraste mis pies de las garras del abismo, me salvaste del látigo de la lengua calumniosa, de los labios que se pervierten con la mentira, estuviste conmigo frente a mis rivales” (Eclo. 51, 1).

6.- Es abundante la experiencia de la protección divina en nuestra vida, sobre todo cuando la percibimos en momentos de especial dificultad. Por eso, no solo abunda la súplica a Dios para que nos salve de un peligro, de una enfermedad o de la muerte, sino que también se oyen con frecuencia expresiones como esta: “Nunca daré bastantes gracias a Dios porque me libró de aquel trance, o por aquella gracia que me concedió”. O esta otra expresión popular: “Era de Dios que esto ocurriera así”. Estas expresiones de nuestro lenguaje popular, traducen a nuestro tiempo las palabras del Salmo interleccional: “Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador. Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos…nos habrían arrollado las aguas” (Sal. 123).

7.- La palabra de Dios nos ofrece, también hoy, el programa de vida del que nos dio testimonio santa Eulalia. Nos dice a través de san Pablo: “Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él” (2 Tim. 2 8?).
Santa Eulalia, guiada por la fe, viviendo con plena entrega al Señor, y permaneciendo firme en su fidelidad, consiguió ser una de las vírgenes prudentes de que nos habla hoy el Evangelio. Por eso entró en la gloria con el Esposo del alma que es Jesucristo, y disfruta de las bodas celestiales por toda la eternidad.

8.- Pidamos al Señor, por intercesión de santa Eulalia, patrona de Mérida y de los jóvenes de nuestra Archidiócesis, que nos ayude a mirar a Dios y al mundo con ojos de fe; y a vivir movidos por el amor y la gratitud a Dios, que es el móvil para que amemos debidamente al prójimo.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO II DE ADVIENTO - Ciclo “c” -2012


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1.- En el Domingo segundo de Adviento, la Santa Madre Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, nos invita de nuevo a la conversión personal para recibir al Señor. Nunca somos dignos del todo para encontrarnos con Dios. Por eso es Él quien procura llamarnos y ayudarnos para que hagamos de nuestra vida un digno escenario en el que podamos gozar de la experiencia de Dios. Siempre será nuestra necesidad y, por tanto nuestro deber, avanzar en el conocimiento del Señor y en la fidelidad a la vocación para la que nos ha elegido.
           
2.- Para los contemporáneos de Jesucristo,  prepararse a recibir al Mesías redentor constituía una tarea importantísima de cada uno y del pueblo entero de Israel. Este acontecimiento había sido anunciado constantemente por los profetas como el cumplimiento de la promesa de salvación, hecha directamente por Dios, después del pecado de Adán y Eva. La Navidad anunciada por el Ángel a los Pastores fue la primera y, consiguientemente, el acontecimiento deseado y esperado por el Pueblo de Israel a través de los siglos.

No todos los grupos integrados en el Pueblo de la Promesa tenían el mismo concepto del Mesías que había de venir. Por tanto, no todos lo esperaban ni se preparaban de la misma forma para recibirle. Sin embargo no faltaron quienes entendieron bien los mensajes de los Profetas y centraron su atención en prepararse interiormente para recibir al Mesías en espíritu y en verdad. A ellos se refiere la Sagrada Escritura mostrándolo como el grupo fiel que forma el Pueblo de Israel no según la carne sino según el espíritu. Estos eran los que esperaban al Mesías que redimiría al Israel de todos sus pecados.

3.- Al celebrar cada año la Navidad, es necesario que nos preguntemos si podríamos formar parte de ese resto fiel de Israel, o si esperamos la Navidad como una fiesta religiosa de relieve eclesial y social, pero no relacionada con el cambio de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos para con el Señor y, consiguientemente, para con el prójimo.

La pregunta a que acabo de referirme debe interpelar siempre nuestra conciencia. Es tan grande, tan importante, y de tal trascendencia recibir al Señor que viene a salvarnos, que debemos tomarlo con total responsabilidad y cuidado. A ello nos invita insistentemente la Iglesia porque es muy fácil tomar todos estos acontecimientos preferentemente, o casi solo, como simples costumbres sociales. Sabemos que los acontecimientos religiosos celebrados de este modo se viven superficialmente y casi solo como actos meramente externos; por ello,  van paganizándose hasta quedar, en muchos casos, como un recurso fácil para la práctica de algunos gestos familiares, caritativos y sociales cuya motivación original es cristiana,  aunque para muchos ha quedado olvidada o muy en segundo plano.

Por eso, en este tiempo de Adviento es muy importante que pensemos, ante Dios nuestro Señor, si sentimos o no la necesidad de encontrarnos con Jesucristo, de estar cerca de Él, de escucharle, de hablarle, de seguirle, de ponernos a su disposición, conscientes de que nuestra plenitud está en cumplir su santa voluntad.
           
4.- Hoy, el Santo Evangelio nos transmite las palabras de Juan el Bautista, precursor de Jesucristo, enviado por Dios para preparar el camino al Señor. Por eso es el gran maestro que nos enseña en qué debe consistir nuestra espera del Mesías, la acogida que le demos, y nuestra unión con Él.

San Juan Bautista recorrió toda la comarca del Jordán predicando la conversión del corazón, que es donde está el origen de las buenas y de las malas actitudes e intenciones; y  fue convocando a las gentes para que se arrepintieran de sus pecados. Este debe ser el verdadero espíritu del Aviento. Como ya predicó el profeta Isaías, S. Juan Bautista invitaba a las gentes a que prepararan el camino al Señor. Para que todos lo entendieran bien, y siguiendo el símil del camino transitable para el Mesías que  iba a venir, decía: “Allanad los senderos; elévense los valles, desciendan los motes y colinas; que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale”(Lc. 3, 56).
           
5.- Todos sabemos que los cambios de rasante en las carreteras y en los caminos impiden  la visibilidad a distancia. Todos sabemos que los baches y los badenes  hacen peligrar el tránsito; y todos sabemos que los caminos torcidos hacen más difícil la circulación. Juan Bautista toma estas palabras de Isaías como expresión fácilmente inteligible para expresar la necesidad de quitar de nuestra vida lo que sobra y de poner lo que falta, procurando seguir con rectitud el mandamiento del Señor.

Lo que sobra son los pecados, los malos hábitos, los egoísmos que no dan amplia cabida a otro que no sea uno mismo, el predominio de lo material sobre lo espiritual, de lo terreno sobre lo celestial, de lo experimentable sensiblemente sobre la aceptación humilde y creyente del misterio; lo humano sobre lo divino.

Lo que nos falta son virtudes humanas y cristianas; seguimiento del Señor; generosidad para ponernos a disposición de quien lo ha dado todo para salvarnos; hábito de oración; frecuencia de participación en los sacramentos, especialmente en la Penitencia y en la Eucaristía; ejercicio generoso de la caridad para con el prójimo, especialmente de  los más necesitados material o espiritualmente; espíritu apostólico, sentido eclesial, etc.
           
6.- Todo ello constituye un verdadero programa de vida. No en vano, siendo el Adviento especialmente propicio para la conversión sincera, este tiempo es, también, signo de toda nuestra vida. Hasta el último minuto de nuestra existencia terrena, debemos estar ocupados en procurar mayor fidelidad al Señor y mayor cercanía  e intimidad con Él.

Como el mayor enemigo de nuestra conversión son los instintos, la presiones sociales y la inclinación a lo material, a lo sensiblemente agradable, y a huir de  lo que resulta misterioso y difícil, la santa Madre Iglesia nos ha hecho orar hoy, al comenzar la Misa, diciendo: “Señor todopoderoso,  rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro  de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo”     

7.- Hagamos nuestra la oración de la Iglesia, y presentémosla ante el Señor por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, mujer fuerte, llena de gracia y fiel  en todo al Señor durante su vida entera.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN 2012


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos seminaristas aspirantes al sagrado ministerio del Diaconado,
Familiares y amigos que les acompañáis,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- El Señor nos bendice con nuevas vocaciones al sacerdocio. Demos gracias al Señor de quien procede todo bien. Haciendo nuestras las palabras de S. Pablo, digamos interiormente: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” Ef. 1, 3).

2.- Hemos elegido el día de la Inmaculada Concepción como fecha adecuada para la ordenación de estos dos nuevos Diáconos, porque venimos encomendándonos a la intercesión de la Santísima Virgen María, madre de Jesucristo, Madre de la Iglesia y Madre de los Sacerdotes para que nos alcance del Señor la gracia de saber escuchar y seguir la llamada de aquellos que Él ha elegido para ser sus ministros.

3.- María tuvo al Niño Jesús en sus brazos  y  a su cuidado en los años de la infancia, y luego al ser descendido de la Cruz donde se había entregado hasta la muerte para alcanzarnos la redención. Los nuevos Diáconos tendrán muchas veces al Señor en sus manos para ofrecerlo como pan del cielo y alimento de salvación. Por eso, la Santísima Virgen María será el mejor ejemplo para estos jóvenes, próximos Diáconos, que van a recibir de la Iglesia el ministerio de servir al Altar.

María recibió públicamente las alabanzas de su Hijo Jesucristo porque fue constante en la escucha de la palabra de Dios y en cumplir lo que el Señor nos enseña en ella. Escuchar la palabra de Dios, meditar en su contenido y procurar seguirla como orientación de nuestra vida es fundamental en el cristiano. Tan importante es esto que, a quienes bendecían a su Madre por haberle dado a luz y haberle alimentado a sus pechos, dijo el Señor: “Más bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 27). Vosotros, queridos jóvenes próximos Diáconos, vais a tener, como parte importante de vuestro ministerio, la proclamación de la palabra de  Dios  y la exhortación a los fieles a partir de su mensaje. Esto, que requiere un serio estudio de la Sagrada Escritura, no puede realizarse dignamente si no se la escucha previamente con frecuencia y con espíritu religioso, como hizo la Virgen santísima.  

La Virgen María, llena de Gracia desde su inmaculada Concepción hasta su Asunción a los cielos, es el mejor ejemplo de obediencia y de fidelidad a la voluntad divina, como nos manifestó ya en la Anunciación. Cuando el enviado de Dios le transmitía el encargo de ser Madre de Jesucristo, ella, sorprendida y sintiéndose incapaz, exclamó, como todos sabéis: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 26). Este ejemplo muy aleccionador para todos, ha de ser principalísimo para quienes aspiran a participar del Orden Sacerdotal como  Presbíteros, ministros del Señor y colaboradores del Obispo en el servicio incondicional a la evangelización y santificación del mundo. La obediencia no restringe ni condiciona la libertad, sino que orienta su ejercicio en la línea y en el estilo de  Jesucristo; él firmó su Alianza comprometiéndose para siempre, porque la firmó con su sangre, a una fidelidad eterna en el amor y cuidado del hombre.

4.- Por todo ello, el regalo de Dios que supone para nuestra Iglesia  diocesana poder administrar el sacramento del Orden en la fiesta de la Santísima Virgen María, nos convoca a elevar la mente al Señor dándole gracias y diciéndole, a la vez: “así como a ella la preservaste limpia de toda mancha, guárdanos también a nosotros, por su poderosa intercesión, limpios de todo pecado” (Oración de la Misa). Esto mismo deberéis pedir vosotros, queridos Domingo y Jesús, para que vuestra vida se caracterice por la limpieza de corazón, por la generosa entrega al servicio de la Iglesia, y por un exquisito cuidado en el servicio litúrgico, sobre todo, en la Eucaristía.

5.- La primera lectura de la palabra de Dios que hemos escuchado nos habla de la responsabilidad que tuvo que asumir la santísima Virgen María debido a la promesa hecha por  Dios a nuestros primeros padres después que pecaron y perdieron la posibilidad de recuperar la amistad con Dios. La Virgen María fue anunciada y comprometida por Dios entonces como quien  debía tomar parte activa en la gesta de pisar la cabeza de la serpiente, símbolo del diablo tentador. Esos eran los planes de Dios.

No podemos ignorar que los planes de Dios nos comprometen a todos, no solo en lo que toca directísimamente a cada uno, como es la fidelidad al Señor, sino también en lo que se refiere al bien del prójimo. Para ello hemos sido hechos apóstoles por el Bautismo y la Confirmación.

Apóstol no es solamente quien predica, sino también quien, imbuido de sincera humildad, da  ejemplo de vida cristiana, o quien ejerce un ministerio en el nombre del Señor para bien de los hermanos necesitados, tanto de bienes espirituales como corporales.

6.- Cada uno de nosotros debe estar siempre dispuesto a romper los planes propios si descubre que Dios lo necesita para un servicio concreto que no había pensado. Ese es el secreto de la fidelidad a la vocación divina.

Todos hemos sido llamados por Dios para desempeñar un servicio en este mundo como miembros vivos de la Iglesia. Dicho servicio, en ocasiones, condiciona toda la vida. Es el caso de la vocación al matrimonio, al sacerdocio o a la Vida Consagrada. Y, en cada una de estas situaciones, el Señor puede llamarnos para que asumamos, además, una responsabilidad determinada que tampoco habíamos planificado como sacerdotes, como esposos o como consagrados. Nuestra responsabilidad está en descubrir la llamada concreta del Señor, sacrificar generosamente los planes personales, dar gracias a Dios porque nos ha dado a conocer su voluntad, que es nuestro camino de plenitud, de santificación y de salvación.

7.- Para descubrir la llamada del Señor es necesario tener el corazón despierto y ágil, bien dispuesto y convencido de que lo que el Señor nos pide, o nos manda, es lo mejor para cada uno de  nosotros. Solo Dios  nos ama infinitamente. Por tanto, nada puede pedirnos que  no sea beneficioso para nosotros, de un modo u otro. Lo cual no significa que cada uno lo veamos como agradable, como compatible con legítimos proyectos de vida concebidos honestamente antes de descubrir la llamada del Señor. Lo que debemos tener muy en cuenta es que a Dios no se le puede hacer esperar; es incorrecto. Más todavía, es perjudicial para nosotros y para quienes tienen que beneficiarse de nuestra generosa aceptación.

8.- Estos pensamientos chocan frontalmente con  la cultura dominante. Desde ella cada uno quiere erigirse en dueño absoluto de sí mismo, de su presente y de su futuro. Cuando se actúa con esta mentalidad, el hombre intenta convertirse en referencia y centro de su existencia y del mundo en que vive. Ese egocentrismo lleva inevitablemente al egoísmo. Y el egoísmo aboca al hombre a la soledad. Quien todo lo quiere para sí y olvida a los demás y, sobre todo, a Dios, se queda en la mayor de las pobrezas: se queda solo consigo mismo; y uno mismo a solas no puede ni soñar en la altura de la dignidad humana, de la trascendencia de la vida, y de la felicidad eterna. Esta situación provoca, en cambio, una profunda tristeza y un incontenible sinsabor que el hombre no puede soportar, y busca vencerlo con lo único que tiene a mano; y eso que tiene a mano sin contar con Dios es muy terreno, limitado y, a la larga, decepcionante; no puede saciar el corazón que tiene hambre de infinito.

9.- El acierto que necesitamos para vivir con paz interior, con esperanza y con una sencilla y verdadera felicidad, no cabe si no lo pedimos a Dios. Por eso, el descubrimiento de la propia vocación depende plenamente de la oración, del acercamiento a Dios por la participación en los sacramentos, y por la escucha de su palabra. Todo ello nos lo facilita el Señor en la santa Misa en la que estamos participando.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que nos conceda la gracia de aprovechar debidamente este encuentro con Jesucristo nuestro salvador.

                   QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO Iº DE ADVIENTO ---2012


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- Con el primer Domingo de Adviento que hoy celebramos comienza el Año Litúrgico. Esto es: comienza el ciclo de tiempo en el que celebramos los Misterios del Señor desde su Encarnación en las purísimas entrañas de la santísima Virgen María hasta su Ascensión a los cielos.

2.- Lo primero que debemos considerar en este momento es el amor que Dios nos tiene. Además de hacerse hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado, además de redimirnos con su pasión y muerte en la cruz, y además de dejarnos su palabra y de quedarse entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía, nos da constantes oportunidades para que caigamos en la cuenta de lo que Dios, nuestro creador y redentor, es para nosotros y quiere de nosotros. La absolución de nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia nos abre, cada vez,  una etapa nueva en el camino de fidelidad que Jesucristo nos ha señalado y que nosotros necesitamos. El comienzo del año litúrgico es otra oportunidad para reiniciar, para reemprender o para recorrer con acierto el camino de nuestra salvación.

Este camino queda bien señalado en la sagrada Escritura y, sobre todo, en el santo Evangelio. Por eso, durante el Adviento debemos ocuparnos con interés en la lectura atenta y religiosa de la Palabra de Dios. Escucharle es necesario para conocerle; conocerle es imprescindible para seguirle; y seguirle es condición  básica para gozar de la paz interior, de la esperanza en su promesa de salvación, y de la felicidad eterna cuando Él nos llame definitivamente junto a sí.

Es necesario y urgente que abramos nuestra vida al apostolado para dar a conocer a Dios. Solo quien le conoce le busca con nueva intensidad. Y, a medida que le va conociendo siente mayores ansias de acercarse a Él. Y así va recorriendo el camino hacia la identificación con Cristo que es la meta de nuestro peregrinar humano en la fe.

Además de todo ello, la santa Madre Iglesia, en la que obra constantemente Jesucristo nuestro Señor, que es su fundador y cabeza, se preocupa de orientarnos con su predicación y con el contenido de las celebraciones litúrgicas.

3.- Hoy, brindándonos una oportunidad nueva y exquisitamente cuidada, nos invita a orar en el comienzo de la Santa Misa. Y nos sugiere que pidamos a Dios Padre, junto con  el Sacerdote, que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo.

No nos dice que le busquemos, sino que salgamos a su encuentro. Como estamos preparándonos para la Navidad, en la que Jesucristo viene a nosotros nacido en un portal de Belén, basta con que salgamos a su encuentro. Si Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre no viene a nosotros, nunca llegaríamos a él. Nuestros pecados van separándonos de Dios. Y el diablo procura que no percibamos esta distancia como una auténtica desgracia, sino que, llevados de influencias contrarias al espíritu religioso y cristiano, y debilitados por nuestras limitaciones y pecados, lleguemos a sospechar que el seguimiento de Jesucristo es una carga pesada y requiere un esfuerzo casi imposible. Por eso, aunque no abandonemos plenamente nuestra referencia al Señor y a su evangelio, y aunque no renunciemos a nuestra condición de miembros de la Iglesia, tenemos el peligro de caer en la tibieza y en la rutina, o que terminemos queriendo hacer un cristianismo a nuestra medida.

4.- Sabedora de ello, la Santa Madre Iglesia, al invitarnos hoy a salir al encuentro de Jesucristo que viene, insiste en que debemos ir acompañados de las buenas obras, y no con las manos vacías. Una buena obra es el propósito de conversión al que el Papa nos invita especialmente cuando nos convoca a la celebración del Año de la Fe. A esa conversión somos invitados cada vez que  participamos en la celebración de la santa Misa cuando el sacerdote nos dice: “para celebrar dignamente estos sagrados Misterios, reconozcamos humildemente nuestros pecados”.

La buena obra que es el propósito de conversión abre la puerta al ejercicio de otras obras buenas que no podemos aplazar, como son: la formación cristiana, la escucha y la lectura reposada de la palabra de Dios, la oración, el ejercicio de la caridad con el prójimo, especialmente con el más necesitado, entre otras.

Salir al encuentro de Jesucristo acompañados de las buenas obras no significa hacer un recibimiento digno al Señor y luego quedar libres. Las  buenas obras son la condición imprescindible para permanecer junto a Él en esta vida y poder verle y gozarle en la eternidad feliz.

El Papa Benedicto XVI nos ha dicho repetidas veces que los que se apartan de Dios y le dan la espalda al programar su vida, terminan perdiendo la auténtica idea de sí mismos e ignorando el sentido de la vida; terminan sin conocerse, sin entenderse y sin saber caminar por el mundo. Quien no conoce a Dios no puede conocerse a sí mismo, porque somos imagen y semejanza de Dios.nos

5.- La necesidad de permanecer y caminar unidos a Dios no es una novedad que nos ha enseñado Jesucristo. El profeta Jeremías nos anuncia que la verdadera necesidad de vivir con sentido se sacia solo estando junto al Señor, recibiéndole y siguiéndole. “Suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra”(Jer. 33, 15). Por eso, el salmo interleccional nos ha hecho repetir: “A ti, Señor, levanto mi alma. Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas”(Sal. 24).

Termino mis palabras uniéndome al deseo de San  Pablo: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos. Y que así os fortalezca internamente; para que cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre” (1 Tes 12-13).

6.- Pidamos a la Santísima Virgen, maestra en la escucha de la palabra de Dios y ejemplo en su seguimiento, que nos alcance la gracia de acercarnos al Señor saliéndole al encuentro en las distintas circunstancias y momentos en que se acerca a  nosotros. Ese es el cometido del Adviento que hoy hemos iniciado en el marco del Año de la Fe.

QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN EL DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, miembros de la Vida Consagrada,
Queridos fieles cristianos seglares todos:

1.- Hoy celebramos el día de la Iglesia diocesana. Es, por tanto, el Día de la Iglesia entera y universal. Lo llamamos, en cambio, Día de la Iglesia diocesana o día de la Diócesis, porque en esta comunidad eclesial, circunscrita en los límites territoriales que la distinguen de las Diócesis vecinas, “está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica” (Chr. D. 11). No podemos afirmar que pertenecemos a la Iglesia de Jesucristo si no asumimos conscientemente nuestra pertenencia a una Diócesis concreta.

La relación entre la Iglesia Universal y la Diócesis es tan íntima y necesaria que todo lo que pedimos por la Iglesia universal redunda en beneficio de la Iglesia Diocesana; y todo cuanto hacemos personal y diocesanamente en esta Iglesia particular repercute en beneficio o en perjuicio de la Iglesia universal. Todos somos miembros del mismo Cuerpo de Cristo que es su Iglesia; y cuanto ocurre en uno de sus miembros, tanto cuando actúan  individualmente como  cuando es el conjunto de la Diócesis quien actúa, repercute de un modo u otro en la salud del conjunto, en la salud de toda la Iglesia.

2.- Siendo esto así, al celebrar el Día de la Diócesis debemos dar gracias a Dios porque nos ha llamado a formar parte de su Cuerpo Místico, en el cual recibimos el alimento de la salvación que es su Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Es una verdadera bendición de Dios haber sido llamados a formar parte de su pueblo santo, de su Reino de verdad, de justicia, de amor y de paz, que es la Iglesia Una Santa, Católica y Apostólica.

Conociendo nuestras limitaciones y debilidades, debemos acercarnos, también, al Señor en este día para pedirle perdón por nuestros pecados e infidelidades, confiando en su inmensa misericordia que debemos implorar con esperanza y gratitud.

3.- El día de la Iglesia Diocesana es una llamada a nuestra conversión personal y a la fraternidad propia de la verdadera Comunidad eclesial que tiene a Cristo como su fundador, a los Apóstoles como su fundamento, y a los Pastores como elegidos de Dios para nuestro servicio,  a fin de que andemos en una vida santa y agradable al Señor.

En este año celebramos el Día de la Iglesia diocesana dentro del marco del Año de la Fe, que el Papa Benedicto XVI ha convocado como “invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo” (PF. 6).

4.- Esta invitación a convertirnos, que parece más propia de la Cuaresma, tiene pleno sentido en el Año de la Fe porque “gracias a la fe, esta vida nueva (que parte de nuestra conversión y se desarrolla siguiendo fielmente al Señor), plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección” (PF. 6). Esto es: sabemos por la fe que, acercándonos a Jesucristo resucitado en la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, en los sacramentos, en la oración y en el servicio caritativo al prójimo, recibimos la gracia de la vida nueva, la semilla de la vida eterna y la esperanza de resucitar interiormente. Esta resurrección, que consiste en librarnos de la muerte del pecado, nos prepara para la resurrección final que será el inicio de la felicidad eterna; esto es: será la culminación de la promesa de salvación que nos dio Jesucristo y que Él mismo pidió al Padre para nosotros orando con estas palabras: “Padre, quiero que donde esté yo, estén también ellos conmigo” (Jn. 17, 24). 

5.- La palabra de Dios nos habla hoy, precisamente, del camino hacia la resurrección junto a Dios en los cielos. Y nos da a entender que a esa resurrección podemos llegar por un camino que tiene su dureza y sus dificultades capaces de tambalearnos y hasta de hacernos caer. De ello nos advierten el Profeta Daniel y el Evangelio según S. Marcos que acabamos de escuchar. Palabras que nos previenen con toda claridad, acerca de las dificultades y tribulaciones que debemos superar y asumir con generosa entrega al Señor.

6.- Para que no nos rindamos ante el conocimiento o ante la sospecha de los males y pruebas que nos irán llegando durante nuestro peregrinar sobre la tierra, la Santa Madre Iglesia nos invita, ya desde el comienzo de la Misa que hoy celebramos, a orar así: “Señor, Dios nuestro,  concédenos vivir siempre alegres en tu servicio, porque en servirte a ti, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero”.

Pidiendo al Señor la gracia de vivir alegres en su servicio no pedimos que los sufrimientos no nos afecten de ningún modo, como si estuviéramos inconscientes o insensibles. Pedimos la ayuda para asumir las inevitables pruebas de esta vida, al modo como Jesucristo asumió su Pasión y Muerte en cruz. Así, nuestro corazón se sentirá en paz y lleno de la esperanza que brota en nuestra alma al sabernos unidos a Jesucristo, fuente de vida y de salvación.

7.- El Día de la Iglesia diocesana es, también, una Jornada en que debemos plantearnos cómo nos comportamos con nuestra Madre la Iglesia. Ella necesita de nuestra ayuda en todos los sentidos. Necesita nuestro apoyo personal y moral; esto es: necesita que nos dispongamos a colaborar en la acción pastoral y apostólica, según las posibilidades de cada cual. Unos, orando constantemente para que se extienda el Reino de Dios; otros asumiendo una responsabilidad concreta al interior de la Iglesia mediante el servicio en la Catequesis, en la liturgia, en las estructuras diocesanas o parroquiales de asesoramiento a los pastores, en el ejercicio cristiano de la propia profesión o trabajo, en la iluminación cristiana de la vida social y de las estructuras que la configuran y ordenan, etc.

Como la Iglesia camina por esta tierra, estando sometida a los condicionantes materiales de toda persona e institución, deberemos plantearnos, también, cual es nuestra aportación económica para el oportuno funcionamiento de las diferentes acciones pastorales y caritativas.

Al final de esta reflexión quiero deciros que seáis generosos. Siempre recibimos del Señor a través de la Iglesia mucho más de lo que nosotros podamos ofrecerle.

No olvidemos las palabras con que concluye la oración primera de la Misa. En ellas, la Iglesia nos invita a considerar y creer que en servir al Señor por todos estos medios, consiste el gozo  pleno y verdadero.

8.- Unámonos hoy, como verdadera comunidad eclesial, pidiendo al Señor que nadie viva siendo inconsciente de lo que significa ser miembro de la Iglesia, y que nadie deje de ofrecerle cuanto esté en sus manos espiritual y materialmente.

QUE ASÍ SEA

MISA EN LA CLAUSURA DE LA SEMANA DIOCESANA


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- El Señor nos ha bendecido dándonos oportunidad de celebrar los acontecimientos eclesiales entorno a los que hemos reflexionado en los días precedentes: el Concilio, el Catecismo de la Iglesia Católica, el Sínodo diocesano y la institución diocesana de Cáritas.

Es una bendición podernos asomar a la vida de la Iglesia universal conducidos por su magisterio. Esta bendición nos ha llegado de un modo solemne y notorio por medio del Concilio Vaticano II y del Cat3ecismo de La Iglesia Católica. Con sus enseñanzas nos asomamos a los problemas de nuestro tiempo y podemos conocer lo que nos dice el Evangelio para superarlos en la verdad y en la justicia que han de brotar del amor.

2.- La luz de Jesucristo constituye el auxilio imprescindible para que no contravengamos ni desperdiciemos el don precioso de nuestra existencia, y para que no minusvaloremos ni desatendamos la riqueza que para nosotros supone la existencia de los demás y de todo lo demás. Todo lo que somos y tenemos es un don de Dios que no podemos desconocer ni olvidar. Pensemos en la riqueza que supone haber sido creados para vivir en compañía y en sincera solidaridad, en verdadera caridad de unos hacia los otros siendo capaces de amarnos, de ayudarnos a ser mejores y a resolver los problemas que se nos van presentando.

Es un regalo, que nunca alcanzaremos a valorar suficientemente, la sublime identidad del hombre y de la mujer creados a imagen y semejanza de Dios.

Es un don de Dios, sin el que no sería posible nuestra vida, todo lo que forma la creación entera, puesta por Dios a nuestro servicio, con tal que la utilicemos bien.

La palabra de Dios, que la Iglesia nos enseña mediante su  Magisterio, nos manifiesta la más consoladora y esperanzadora verdad de que Dios nos ama infinitamente, de que nos ha dado todo lo que necesitamos para crecer y se felices, y de que ha dado su vida, en Jesucristo, para alcanzarnos el perdón de los pecados y la gloria eterna.

3.- La luz del Evangelio nos lleva a la certeza de que Dios está velando constantemente por nosotros con su providencia y misericordia infinitas.

La luz del Evangelio nos ofrece la posibilidad de enmendar constantemente nuestra vida, seguros de que el Señor nos acoge cada vez.

Por el Evangelio gozamos de la esperanza de alcanzar un día la felicidad eterna prometida por el Señor.

4.- Esta luz que procede de Dios, resulta especialmente necesaria en tiempos tan difíciles como los que vivimos. Sabemos por experiencia,  que los intereses humanos y las influencias de un mundo materializado y lanzado frenéticamente en busca de las satisfacciones inmediatas, oscurecen la auténtica verdad; la encubren con lo que no son más que apariencias engañosas disfrazadas de verdad, y que cierran los caminos para descubrirla.

5.- La santa Madre Iglesia ha recibido el mandato de ser testigo de la Verdad de Dios  manifestada en Jesucristo nuestro Señor. Él ha dicho de sí mismo: “Yo soy la Verdad” (Jn. 14, 6); “quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8, 12). Sólo de la Verdad de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo, podemos recibir la luz que nos permite descubrir la verdad de nosotros mismos y de todo cuanto existe. Sólo la Verdad  de Jesucristo nos puede hacer libres (cf. Jn 8, 32). Y para que la Iglesia nunca falle en su Magisterio, Jesucristo le ha garantizado la asistencia del Espíritu Santo, y nos lo ha manifestado diciendo a los Apóstoles, fundamento de la Iglesia: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc. 10, 16).

El Espíritu Santo asiste siempre a la Iglesia para que sea siempre maestra fiel de la verdad en nombre de Jesucristo; y para enseñar así todo lo que se refiere a la verdad de Dios y del hombre. Lo que ocurre es que al hombre le resulta molesto muchas veces que alguien le enseñe una verdad que no es la que a cada uno le conviene según sus propios intereses.

6.- En el Año de la Fe debemos prepararnos y ponernos en camino para rescatar a los hombres del desierto de una vida sin Dios y de la cárcel del engaño y de la mentira, y para conducirlos al lugar de la verdad y de la vida, a la amistad con Aquel que nos lo da todo y que nos ayuda para que vivamos en plenitud (cf. P F. 2).

No podremos cumplir con nuestra misión de ser apóstoles del Evangelio, si no renovamos y fortalecemos nuestro acercamiento a Jesucristo en los Sacramentos, y si no mantenemos nuestro frecuente contacto con Él mediante la oración.

7.- Tengamos presente que la fidelidad a Dios depende de la experiencia de que estamos siendo amados por Él. Benedicto XVI nos ha dicho que “la Fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe, y se comunica como experiencia de gracia y de gozo” (PF. 7).

La atenta y devota participación en la Eucaristía, Sacrificio y sacramento de nuestra redención, ha de llevarnos a experimentar interiormente, y de modo progresivo, el amor que Dios nos tiene. En consecuencia, debemos  vivir la santa Misa como la mejor forma de corresponder al Señor por todo lo que ha hecho en favor nuestro. Hagamos, pues, el propósito de acercarnos más a Él y de darlo a conocer sin miedo ni retraimiento alguno. A ello nos anima la promesa de Jesucristo precisamente cuando encomendaba a sus Discípulos la misión apostólica: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt. 28, 20).

8.- La Misa dominical constituye el comienzo cristiano de la  semana. El Día del Señor ha de ser vivido como el tiempo especialmente oportuno para  nuestra revisión y conversión, para cercarnos a Dios y disfrutar de su amor. La renovación de la vida cristiana a la que nos convoca el Año de la Fe debe urgirnos a revisar cómo vivimos el Domingo.

9.- La santísima Virgen María, estrella de la evangelización, maestra de la fe y de la fidelidad a Dios, guie nuestros pasos a lo largo de nuestra vida y, de un modo singular, a lo largo de este Año Jubilar de la Fe. Que ella, madre amantísima de Jesucristo, no permita que nos apartemos de él, y que nos ayude a ser apóstoles del amor de Dios y de la promesa de salvación.

 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE


MISA EN EL SANTUARIO DE GUADALUPE
OBISPOS Y SACERDOTES DE LAS TRES DIÓCESIS DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA
DE MÉRIDA-BADAJOZ

Muy queridos hermanos en el episcopado: Don Manuel Ureña, Arzobispo de Zaragoza, Don Amadeo, Obispo de Plasencia, y Don Francisco, Obispo de Coria-Cáceres,

Queridísimos presbíteros de nuestra Provincia eclesiástica, hermanos en el único sacerdocio de Jesucristo. Os saludo, muy especialmente hoy, como necesarios colaboradores en la preciosa misión de expandir el Reino de Dios. A nosotros, unidos por el Espíritu en idéntica misión, corresponde cuidar a la grey que nos ha sido con fiada.

Queridos hermanos y hermanas fieles cristianos que habéis acudido para participar, también, en esta solemne celebración eucarística:

1. Toda Eucaristía es acción de gracias. En ella nos unimos a Jesucristo que ofrece, de una vez para siempre, el sacrificio por el que somos redimidos. La Eucaristía, por la entrega obediente del Hijo al Padre, es el sacrificio de suave olor que complace plenamente a Dios. Por su encarnación, Jesucristo nos une a sí en esta ofrenda propiciatoria y laudatoria; y el Padre, al recibir a su Hijo, recibe también a cuantos participamos debidamente en ella. En consecuencia, la Eucaristía se convierte en el centro y culmen de la vida cristiana. Por ella, nuestra vida puede llegar a ser una verdadera ofrenda de gratitud a Dios por su infinita misericordia y por su incesante providencia.

Os invito, pues, a que, unidos como miembros vivos del cuerpo de Cristo, hagamos nuestra la oración de S. Pablo: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos" (Ef. 1, 3).

2. Hoy tenemos otro motivo de gratitud al Señor: la celebración del Año de la Fe para cuya celebración el Papa ha convocado a toda la Iglesia. Nos da razón de ello, diciéndonos: "Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo" (Porta Fidei, 2).

Nuestra reflexión y nuestra plegaria, siempre eclesial, ha de propiciar en nosotros, y por nuestro medio en los fieles cristianos, la alegría y del entusiasmo que aporta el conocimiento y la cercanía de Cristo. La proclamación del don de la fe, y la constante invitación a recibir y cultivar este sublime regalo divino, será nuestro especial servicio caritativo a los jóvenes y adultos de nuestro tiempo, tan necesitados de sentido en su vida, y de la alegría y la esperanza que siguen a la auténtica libertad del espíritu. Esta oportunidad  de renovación interior y de intensificación evangelización, ha de alentar en nosotros, como cristianos y como pastores, una permanente gratitud a Dios y un impulso nuevo en  el ejercicio del ministerio recibido.

"En esta perspectiva, el Papa nos advierte de que el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo"(id. 6).
La gratitud a Dios, y el espíritu de conversión, inseparables de la fe viva, crecen cuando “como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo" (id. 7).

3. Nuestra Misión tiene una primera urgencia que quizá no siempre atendemos como una verdadera prioridad. Nuestra Misión tiene como objetivo principal, según el mandato d Jesucristo, lanzarnos hacia fuera de nuestros círculos más próximos, y más allá de los ámbitos más propicios a nuestra labor que parecen más cercanos a nuestras creencias y sensibilidades. Hemos sido enviados para "hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mt. 28, 19). Nosotros, como la Iglesia, existimos para evangelizar a los pobres y para proclamar el tiempo de gracia del Señor (cf. Lc. 4, 18-19).

Es cierto que esto resulta hoy especialmente difícil en los diversos ámbitos de la sociedad. Lejos de precipitarnos atribuyendo esta dificultad a una consciente oposición al Evangelio por parte de las personas alejadas o reacias, debemos considerar que las generaciones a las que debemos atender, han recibido en la Escuela y en la sociedad una formación y una presión ambiental muchas veces contraria a la fe cristiana; y, en la mayor parte de los casos, ajena al sentido evangélico de la vida.

4. Estos hechos, unidos a la deficiente formación cristiana de nuestros feligreses en general, ha ocasionado una situación adversa y contagiosa, que se difunde cada día y que no siempre está lejos de nuestra responsabilidad. "Sucede hoy con frecuencia -dice el Papa- que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio en la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado" (Porta Fidei 2). Por tanto, debemos abrir los ojos y reflexionar hasta entender que no podemos justificar ningún repliegue evangelizador ante un mundo hostil abundando en la queja estéril, o aceptando resignadamente una inexcusable pasividad frente a los alejados.

El hombre de hoy, ya desde la tierna juventud, está especialmente necesitado del sentido de la vida, de la esperanza ante el futuro, y de la alegría que sólo Dios puede conceder. Por la fe sabemos que el Evangelio es la Buena Noticia para el mundo de hoy. Y Dios ha tenido la audacia de poner en nuestras manos gran parte de la proclamación de este mensaje de vida en la libertad y en la felicidad interior.

Convencidos, por la fe, de que hemos sido enviados por Dios, precisamente ahora, para este mundo, hemos de hacer un esfuerzo por superar cualquier desánimo y todo cansancio paralizante. A esta superación ha de llevarnos el convencimiento profundo de que "el Señor, que ha comenzado en nosotros la obra buena, él mismo la llevará a término".

5. Ese esfuerzo no puede ser fruto de un mero ejercicio psicológico de recuperación anímica; ni depende de estímulos meramente humanos; ni puede centrarse en el ensayo de técnicas pastorales. Sin negar la validez relativa de todo ello, debemos aceptar que el esfuerzo que se nos exige es un problema de fe también en nosotros. Por eso, la renovación y fortalecimiento de la fe y del propósito evangelizador han de ir unidos en el ejercicio de nuestro ministerio sagrado. La preparación del espíritu para escuchar con fe la proclamación del Evangelio ha de constituir la base que debemos procurar en los fieles y, sobre todo, en los alejados para la tarea de la nueva evangelización.

Ambas realidades —fe y evangelización- van unidas también, providencialmente, en las celebraciones eclesiales del Año de la Fe. Y ambas tienen, como guía fundamental, junto a la palabra de Dios, el magisterio solemne de la Iglesia expresado en el Concilio Vaticano II, y en el Catecismo de la Iglesia Católica. No estaría de más que incluyéramos entre nuestros quehaceres preferentes, a partir de ahora, el estudio de estos documentos básicos de la Iglesia.

6. Activar el esfuerzo que requiere la Evangelización, cultivar la fe que ha de motivar y apoyar ese esfuerzo apostólico y pastoral, y mantener firme la esperanza en que Dios proveerá, como es necesario, son responsabilidades imposibles de asumir por parte de quienm no vive alentado por una fuerte experiencia de Dios.

Por ello, se impone, para nosotros en tanto evangelizadores, y para los alejados que se asoman al misterio de Jesucristo, cultivar el espíritu de oración. Así nos lo predica el Evangelio de hoy con un lenguaje inteligible y convincente.
Debemos agradecer lo recibido, y pedir lo que nos falta. Debemos procurar, con todo empeño, que la oración permanezca siempre como parte imprescindible de nuestro ministerio. Oración que debe ir unida constantemente a la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios.

De Dios necesitamos la luz de la fe para penetrar cada vez más en el misterio de Jesucristo. De Dios necesitamos la gozosa experiencia de sentirnos amados infinitamente por Él a pesar de nuestras infidelidades. De Dios necesitamos la convicción de que tanto los éxitos como los fracasos personales y pastorales son integrantes providenciales de nuestro crecimiento en la vida interior y en el ejercicio del ministerio pastoral.

7. Es en la oración serena y continuada en favor de nuestros feligreses y de los alejados donde podemos llenar el vacío de nuestras deficiencias pastorales, y superar la sospecha de una temida inutilidad pastoral. Es en la oración donde podemos cultivar personalmente nuestra fe diciendo al Señor: Dios mío, creo; pero ayúdame en mi incredulidad.

Es en la oración donde podemos poner en manos de Dios a aquellos que él nos ha confiado, para que libres de temor y arrancados de la mano de los enemigos –como hemos dicho en el salmo interleccional- le sirvan con santidad y justicia en su presencia, todos los días. Es en la oración, donde podemos redescubrir cada día, con el gozo de una verdad estimulante, que Dios se fía de nosotros como pastores,  y que, por tanto, somos capaces de hacer el bien evangelizando limpiamente a pesar de nuestras limitaciones e infidelidades.

Es en la oración, vitalizada por la fe, donde podemos entender que los caminos del Señor no son nuestros caminos. De este modo, no supeditaremos a nuestras ideas, a nuestros planes, y a las técnicas de pretendida eficacia, la obra que sólo Dios puede realizar y para la cual pide nuestra intervención.

8. A los pies de la Santísima Virgen, madre de Jesucristo Sumo Sacerdote y madre de quienes participamos de su santo sacerdocio, iniciamos este Año de la Fe.

Imploremos la protección de nuestra patrona Santa María de Guadalupe. Ella, que procuró para los pueblos lejanos la gracia de la fe y la fortaleza cristiana de los misioneros, nos acompañe en este Año de la Fe y en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral.

QUE ASÍ SEA