HOMILÍA EN EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, religiosos y seglares:

Muchas veces impresiona la lectura atenta de la palabra de Dios, porque se nos manifiesta con aparente dureza ante situaciones difíciles de las que quisiéramos librarnos. En esa línea se nos presenta el Evangelio que acabamos de escuchar.

Hoy mismo, el Señor nos habla de la necesidad de morir, como el grano de trigo, para dar fruto. Y añade: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará hasta la vida eterna” (Jn. 12, 25). Esto choca plenamente, al menos en apariencia, con la tan manida autoestima que tanto se procura y se defiende hoy como necesaria para vivir con dignidad. Sin embargo, la fe y la insistencia con que hemos escuchado estas enseñanzas de Jesucristo, nos han llevado a familiarizarnos con ellas y a aceptarlas como una verdad consabida; aunque nos cueste muchísimo aplicarla, cada uno, a nuestra propia vida.

En cambio, y al mismo tiempo, para sorpresa nuestra, Jesucristo se nos manifiesta con unos comportamientos que nos llenan de consuelo y satisfacción. Me refiero a esos que llaman la atención porque nos presentan a Jesucristo, por ejemplo, seriamente enfadado y duro en el trato con algunas personas. Pensemos en la escena que nos describe a Jesucristo tumbando las mesas de los cambistas que se habían instalado en el Templo y expulsándoles con un látigo en sus manos. Recordemos esas expresiones ciertamente duras con que se dirige a los Escribas y Fariseos recriminándoles por su conducta: “ ¡Ay de vosotros,, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados!” (Mt. 23, 27). No escapan a nuestro memoria esas palabras de Jesucristo en la cruz en que se manifiesta como si flaqueara en su fe, diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46). Esas y otras expresiones y actuaciones de Jesucristo nos hacen pensar que ciertas claudicaciones y debilidades están permitidas. Y eso parece consolarnos al reconocernos en ellas.

Pero, si seguimos leyendo con atención y sana curiosidad el Evangelio, veríamos que no es esta interpretación la que nos acercaría más al modelo de Jesucristo, ejemplo y camino de santidad para todos los que creen en él. Fijémonos en ese precioso momento vivido por Jesucristo al pensar en su pasión y muerte. Nos cuenta hoy el santo Evangelio que dijo: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? : Padre, líbrame de esta hora” (Jn. 12, 27). De hecho, en situaciones parecidas se encontraron muchos de los que acudieron a Jesucristo pidiéndole que les librara de la enfermedad, de la ceguera, del dolor, de las limitaciones impuestas por la parálisis física e incluso de los demonios que atormentaban a sus hijos. Y sabemos que Jesucristo les atendió y quedaron sanos.

Podíamos preguntarnos: ¿acaso obraron mal quienes recurrieron al Señor pidiéndole un milagro? Lo que primero se nos ocurre como respuesta es la convicción de que acudieron a Jesucristo con fe; y que él había dicho a sus discípulos: “si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: , y se trasladaría” (Mt. 17, 19). Y, además, nos había dado un consejo totalmente lógico de acuerdo con su amor infinito a todos nosotros. Decía: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt. 7, 7).

En verdad, quienes acudieron a Jesús pìdiéndole la liberación de sus enfermedades y trastornos, obraron bien. De otro modo, Jesucristo no les habría atendido. También nosotros debemos hacerlo y creo que lo hacemos. El tiempo de Cuaresma es especialmente propicio para la oración, para la penitencia invocando el perdón de Dios, y para la conversión de las propias incoherencias. Y podemos estar seguros de que Dios nos escucha.

No obstante, hay algo muy importante que debemos tener en cuenta en esta reflexión sobre la palabra de Dios. Me refiero a lo que Jesucristo mismo nos enseña cuando dice: “Si vosotros, aún siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡ cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden! “ (Mt. 7, 11).

Se trata, pues, de acertar en lo que pedimos a Dios y en la forma con que se lo pedimos. Porque es posible que nuestros deseos no coincidan con lo que nos corresponde según la voluntad de Dios manifestada en la vocación que nos ha dirigido y en el momento y en las circunstancia en que nos encontramos. Por eso Jesucristo, al enseñarnos a orar, decía: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt. 6, 10).

Sin embargo, no debemos dejar todas nuestras peticiones en manos de Dios sin más, esperando que Él decida si ha de concedérnoslas o no. Hoy Jesucristo, en el Evangelio, cuando pedía al Padre que le librara de la hora cruel de su muerte sacrificial, pensaba al mismo tiempo en su vocación como enviado por el Padre para pagar por nuestros pecados de rebeldía ante Dios. Para ello debía ser obediente al Padre hasta el final, aunque éste fuera la cruz. Y entonces, manifestándonos ese proceso de reflexión que debemos seguir nosotros en la oración, y pensando en la misión para la que el Padre le había enviado al mundo, exclama: “Pero si por esto he venido, para esta hora” (Jn. 12, 27). La expresión alude a la hora de su entrega sacrificial. Por eso, termina diciendo: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12, 28). Dice al Padre, en señal de aceptación, lo mismo que nos enseña a decir a Dios al orar: “Santificado sea tu nombre”(Mt. 6, 9).

Tener fe en Cristo Jesús lleva consigo y nos exige, no solo estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, sino a ir descubriendo, en el contacto con el Señor, cuál es su voluntad. Es bueno pensar alguna vez, cuando pedimos que nos libre de algún trance difícil y doloroso: ¿Y si Dios me ha enviado precisamente para que yo sea un ejemplo al atravesar este momento?

De nuevo sale a nuestro encuentro el ejemplo de la Santísima Virgen María cuyo testimonio de disponibilidad le llevó a aceptar el misterio de su inmaculada concepción, a pesar de los riesgos familiares y sociales que ello podía a acarrearle. En este acto de fe, que configuró la vida de la Madre de Dios, estaba también la convicción profunda de que el Señor dirigía sus pasos hacia el cumplimiento de su vocación misteriosamente virginal y maternal nada menos que del Mesías, del Hijo de Dios encarnado. Esto puede parecernos maravilloso. También es maravilloso que Dios nos ame hasta el punto de perdonarnos setenta veces siete. Pero todos sabemos por experiencia que saber esto no libra de las exigencias y consecuencias que lleva consigo.

Pidamos a Dios, con las palabras de la Oración inicial de la Misa, que nos ayude a vivir siempre de aquel mismos amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE CUARESMA 2012

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

queridos fieles miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta Eucaristía:

1.- Es frecuente entre nosotros el recurso a esta expresión popular tan rica en significado: “Amor con amor se paga”. Pues, precisamente cuando la palabra del Señor nos llama a la conversión personal, como nos corresponde hacer especialmente durante la santa Cuaresma, el santo Evangelio nos recuerda el inmenso amor con que Dios nos ha distinguido: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3, 16). Así nos ha enseñado el Santo Evangelio que acabamos de escuchar.

Para entender el amor de Dios, cuya grandeza no podemos valorar suficientemente considerando solo la entrega de su Hijo hasta la muerte en la cruz, es necesario que consideremos cual es el curso del amor divino. El amor de Dios hacia nosotros, sus criaturas, se manifiesta, sobre todo, en el hecho de que es el Señor quien inició, e inicia en todos nosotros después de nuestro pecado, su obra de salvación en favor de la humanidad. Y la inició precisamente cuando nuestros primeros padres acababan de cometer el pecado original. Fue Dios, quien habiendo sido ofendido por la desobediencia de Adán y Eva, en lugar de quedarse esperando un gesto de humilde arrepentimiento, obrando así desde la razón que le asistía, tomó la iniciativa de asumir la responsabilidad humana; y manifestó su decisión de resolver el tremendo desastre causado por el pecado. Desastre que, entre otras cosas llevaba consigo nada menos que haber merecido la muerte eterna y, por consiguiente, la imposibilidad de alcanzar la plenitud. El final de todo ello era la privación total de la felicidad.

2.- Dios manifestó, desde el primer momento, su voluntad de salvar a los hombres. Mientras, Adán y Eva se entretenían buscando excusas a su propio pecado; como si Dios no lo supiera todo; él ve en lo escondido del corazón. Para comprender mejor la magnitud del amor de Dios conviene tener en cuenta que Adán y Eva pecaron por haber querido ocupar el lugar que solo corresponde a Dios. En esencia, eso está presente, de un modo u otro, en todos nuestros pecados.

La magnitud del amor que Dios nos tiene se manifiesta por tomar la iniciativa para que pudiera llegarnos el perdón, y por entregar la vida de su propio Hijo, hecho hombre, hasta la muerte en la cruz. Sorprendentemente, el ofendido es quien paga por el pecado.

3.- Si es cierto que al gesto del amor recibido se debe corresponder, según el refrán popular, amando a quien nos amó primero, nuestro programa cuaresmal queda bien claro. El primer objetivo ha de ser valorar, en su hondo significado, lo que Dios ha hecho por nosotros, y con qué prontitud y delicadeza lo ha hecho. Considerar este misterio de amor y la finura con que Dios nos ha amado y nos ama, debería hacernos caer en la cuenta de que no podemos entretenernos, como Adán y Eva, buscando mezquinas excusas a nuestros egoísmos e infidelidades. Por el contrario, la atenta contemplación del amor que Dios nos tiene, y que continua manifestándonos de tan diversas formas, ha de ser el motivo de un urgente propósito de conversión. Ha de ser el móvil fundamental de cuanto nos corresponde hacer, de momento, en esta Cuaresma; y luego, durante toda nuestra vida.

4.- Dios nos tiene presentes incluso cuando le ofendemos y nos apartamos de él. Tenernos presentes lleva consigo estar pendiente de nuestra recuperación, de nuestra conversión, de la reordenación voluntaria y bien planteada de nuestra vida. Para ello, y como una clara muestra de que sigue actuando en favor nuestro como lo hizo con Adán y Eva, y, en ellos, con todos nosotros, basta con que reconozcamos la constante cercanía y la vigilancia amorosa que mantiene para nuestro bien a través de su Iglesia. La predicación de la palabra de Dios, la invitación a celebrar sus sagrados misterios, el insistente ofrecimiento de los Sacramentos para que podamos participar de su vida que es la gracia, los ejemplos de generosa correspondencia a Dios que nos llegan de los santos y de tantas personas verdaderamente ejemplares que viven cerca de nosotros, son muestras constantes de que el amor infinito de Dios le lleva a tomar la iniciativa para procurar nuestra conversión y, con ella, el progreso en el camino de la santidad, y de la consiguiente salvación definitiva.

5.-. Después de estas consideraciones, tendría que ser nuestro propósito buscar las causas de nuestras debilidades y pecados, y hacer ante el Señor una manifestación de buenos deseos. A ello nos invita la santa Madre Iglesia poniendo hoy en nuestros labios esta preciosa expresión de amor que nos ofrece el salmo interleccional: ”Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti” (Sal. 1369.

6.- La celebración de la Pascua es, cada año, la manifestación de que el amor de Dios sigue obrando en favor nuestro; de que somos los destinatarios del amor divino; de que estamos llamados a amar al estilo de Dios; y de que solo agradeciendo y correspondiendo al amor de Dios, que tanto nos distingue, podremos alcanzar nuestra plenitud y gozar plenamente de la luz que da sentido a nuestra vida.

7.- Siendo sabedores de los beneficios que nos aporta la conciencia de ser amados por Dios muy por encima de nuestros pecados y a pesar de ellos, debemos asumir la responsabilidad de ser verdaderos apóstoles del amor que Dios tiene indefectiblemente a quienes ha creado a su imagen y semejanza. Así contribuiríamos a la felicidad y a la salvación definitiva de muchos de nuestros hermanos. Ojalá sea éste, un propósito firme en la Cuaresma.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA

Ciclo B (2012)


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

queridos jóvenes que casi a recibir hoy el ministerio de Acólitos, como un paso importante hacia el Sacerdocio ministerial,

queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares que participáis en esta celebración eucarística:

1.- La Palabra de Dios nos recuerda hoy que hay un solo Dios verdadero, y que es el Señor de cielo y tierra, de la naturaleza inanimada y de los seres vivos, del hombre y de la mujer, de la vida y de la muerte, del tiempo y de la eternidad.

Pero esta presentación que Dios nos hace de sí mismo, nada tiene que ver con actitud alguna de presunción o de prepotencia. Por parte de Dios es impensable. Y por parte de quienes creemos en él, infinitamente sabio, poderoso y bueno, tampoco tendría sentido porque no hemos elegido a Dios y luego, para justificarnos le atribuimos estas cualidades. Al contrario: hemos creído en él porque, por la fe y por el testimonio de Jesucristo, lo hemos descubierto como es.

La presentación que Dios hace de sí mismo tampoco tiene que ver nada con la sospecha de que ejerza su poder para su propia satisfacción. Toda su grandeza y su poder están orientados al bien de todos y de todo. Por eso, al tiempo en que nos dice en el libro del Éxodo: “Yo soy el Señor, tu Dios” (Ex 20, 1), añade: “que te saqué de Egipto, de la esclavitud” (id.). En el Nuevo testamento Jesucristo nos manifestará con más detalle el amor infinito y universal de Dios, preocupado porque todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf.---).

Dios se nos manifiesta en su realidad más profunda y esencial. Él es amor y misericordia; él es nuestro libertador: yo te saqué de la esclavitud, nos dice hoy en el libro del Éxodo. (cf. Ex 20, 2).

2.- El poder de Dios es fuente de bien para sus criaturas y, especialmente, para el hombre, creado a su imagen y semejanza. El señorío que Dios nos manifiesta sobre todo lo creado es la lección que nos da para que recordemos nuestra identidad: somos imagen de Dios; por tanto debemos contribuir al bien de la humanidad y de la creación. Pensando en esto, habría que sacar conclusiones acerca de nuestro deber de procurar el bien para nuestros semejantes, y el respeto a la naturaleza.

Si hemos sido creados por Dios, y, en consecuencia, somos el objeto de su amor, Dios nos expresa su amor celoso como la más clara y necesaria orientación para que no nos apartemos de la fuente de vida, que es Él. Solo así tendremos vida y la podremos tener en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por eso nos dice hoy: “No tendrás otros dioses frente a mí” (Ex 20, 3).

Esta manifestación de amor celoso hacia nosotros es la expresión de que nuestra vida y salvación, nuestra verdadera libertad y la esperanza que alienta nuestra existencia, están solo en el Dios verdadero, uno y trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Él es la verdad; Él es la fuente de la vida; Él es el camino para que descubramos la verdad y alcancemos a conocer lo que da sentido a nuestra existencia, lo que nos salva integralmente.

3.- El Señor, preocupado por nosotros, como el Padre de familia estaba preocupado por la suerte de su hijo pródigo, nos quiere apercibir de las indicaciones que nos orientan para alcanzar la libertad y la plena salvación. Un Padre bueno jamás puede pretender otra cosa para sus hijos. Por eso nos entrega sus mandamientos.

Esos mandamientos, escuchados desde el convencimiento de que Dios es Padre amoroso y preocupado por nuestros pasos en el camino hacia la santidad, no deben sonarnos a preceptos que nos coaccionan o nos someten; ni a prescripciones que coartan nuestro desarrollo en la libertad. Por el contrario, los mandamientos del Señor han de ser entendidos en su auténtica verdad: son las señales del camino para que, en ningún momento, nos desviemos y nos perdamos.

Los mandamientos constituyen un precioso signo del paternal cuidado de Dios hacia nosotros. El Señor quiere que podamos gozar con Él y que participemos un día de su gloria eterna.

Los mandamientos son las indicaciones para que crezcamos en la semejanza a Dios quienes hemos sido creados a su imagen.

Los mandamientos son el camino hacia nuestra grandeza, que tiene sus raíces en nuestra condición de ser hijos adoptivos de Dios y herederos de la patria definitiva.

4.- Por todo ello, la santa Madre Iglesia nos invita a reconocer en el salmo interleccional que “la ley del Señor es perfecta y es descanso del alma” (Sal 18). El salmista describe la bondad y belleza de los mandamientos invitándonos a reconocer que “son más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila” (Sal 18). “Los mandamientos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal 18).

Consiguientemente, los mandamientos son expresión del amor que Dios Padre nos tiene, y que nos manifestó enviándonos a su Hijo para que rompiera el abismo que nos separaba del Él a causa de nuestros pecados.

Los mandamientos, unidos a la cruz de Jesucristo, son los signos por excelencia de la bondad de Dios para con nosotros.

5.- Desde estas consideraciones podemos entender fácilmente que Jesucristo arremetiera contra quienes habían hecho de la casa de Dios un instrumento al servicio de sus propios intereses materiales. No pudo soportar semejante blasfemia. Los vendedores instalados en el templo eran la imagen elocuente y entristecedora de lo que significa utilizar las cosas de Dios para satisfacer las concupiscencias.

Debemos andar vigilantes porque nos invaden con mucha facilidad las tentaciones de utilizar lo que Dios nos ha regalado, para oponernos a su amor. Esto, que parece una contradicción, es precisamente la esencia del pecado.

6.- Hoy, con un profundo gozo en el Señor, acompañamos a estos jóvenes a los que voy a conceder el ministerio de Acólitos, dentro de su camino hacia el sacerdocio. La misión que les corresponderá en adelante es, precisamente, el servicio en el templo; y, en él, un ser vicio esmerado al Altar del Señor. En él se hace presente para nosotros el sacrificio redentor de Jesucristo. La dedicación de estos nuevos Acólitos tiene que ver, esencialmente, con el interés de Jesucristo por el respeto del templo y por la dedicación de los fieles a lo que en él se celebra. Van a ser jóvenes especialmente dedicados al Culto sagrado, en un grado inicial. Pero su ministerio actual debe orientarles hacia el ministerio propio del Sacerdote. La cercanía del Señor será ceremonialmente más próxima para ellos. Su deber está en procurar que esa cercanía sea un estímulo y un medio para acrecentar la intimidad personal con el Señor. Oraremos por ellos.

7.- En la Santa Cuaresma, estamos llamados a procurar el cambio de nuestros puntos de vista materiales y terrenos, y volver nuestra mirada hacia Dios. La Cuaresma nos invita a entrar en el templo con el respeto y unción que merece como lugar sagrado que es la casa de Dios con los hombres. El templo es el espacio elegido por el Señor para reunirnos con él y crecer en su conocimiento, en su aprecio y en su intimidad.

La Cuaresma nos invita a que entremos en nuestro interior y procuremos que esté libre de todo lo que pueda impedir que seamos digna morada de Dios. Desde el Bautismo estamos llamados y capacitados por el Espíritu Santo para ser templos vivos de Dios en nuestro cuerpo y en nuestra alma.

8.- Demos gracias a Dios porque nos ha manifestados su amor; porque nos ha regalado sus mandamientos como señales del camino hacia la vida; y porque desea habitar en nosotros convirtiéndonos en templos vivos de su divina majestad.

Pidámosle la gracia de la conversión para que correspondamos al Señor por todo el bien que nos ha hecho y nos hace, y por la herencia que nos prepara.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,


Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares:

1.- La Palabra de Dios que acabamos de escuchar parece una provocación a la inteligencia y a los sentimientos humanos. Dios pide a Abraham que sacrifique a su propio hijo, único descendiente capaz de iniciar la multiplicación del pueblo escogido. El Señor había prometido a Abraham que sería padre de un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo y las arenas del mar. Para ello Abraham no contaba más que con su hijo Isaac, concebido milagrosamente en la entrada ancianidad suya y de su esposa.

Pensar que la virtud de este hombre creyente le hacía insensible a la muerte de su hijo, que él mismo tenía que llevar a cabo, es un gran error. La gracia no destruye la naturaleza, sino que, en el mejor de los casos, la va transformando. Por tanto, Abraham, al encaminarse hacia el monte en que tenía que sacrificar a su hijo, debía estar pasando los momentos peores de su vida. Más todavía, cabe la sospecha de que quizá ese mandato divino le estuviera haciendo atravesar momentos de oscuridad. Quizá le provocara incluso la tentación de pensar que el sacrificio de su hijo, que tanto le atormentaba, no fuera, en verdad, un mandato divino. Tampoco es improbable que sufriera en esos terribles momentos la tentación de rebeldía ante semejante encargo de Dios.

Podríamos decir que la escena de Abraham camino del monte donde debía sacrificar a su hijo único, contemplada a simple vista, nos presenta la fe como opuesta a la razón; y que la obediencia a Dios pone en juego el respeto a todo lo creado, incluso a la misma vida humana. Abraham tenía que matar a su hijo como ofrenda a Dios.

2.- Sin embargo no es así. Es cierto que la fe nos hace vivir momentos difíciles de aparente contradicción interior. Pero también es cierto que, creer firmemente en Dios nuestro Creador, Señor y Salvador, no puede llevarnos a traicionar la verdad, la razón y la naturaleza humana en sus más dignos y profundos sentimientos. Si fuera así, tendríamos que concluir que Dios, verdad suma y plena, lucha contra sí mismo, se contradice. Y eso es sencillamente absurdo.

Tampoco podemos identificar la fe auténtica con el hecho de creer que la fe cristiana nos lleva a sentir sin más preocupación, sin más inquietud, y sin más dificultad que, sea cual sea la situación, no pasará nada y todo saldrá bien. Una cosa es creer que Dios todo lo hace y lo permite para nuestro bien, y otra muy distinta es no sentir la dificultad de asumir esta verdad cuando parece oponerse a los más legítimos y explicables sentimientos. Dios no nos pide una fe automática o mágica.

Pensar esto, y sentir la aparente contradicción entre la voluntad de Dios y lo que nos parece legítimo y bueno, no está fuera de lugar, ni manifiesta falta de fe. Por el contrario, supone la certeza de que Dios no se contradice, de que Dios no destruye su propia obra de la creación, de que Dios no maquina en absoluto contra el hombre creado a su imagen y semejanza. Lo que ocurre es que tampoco nos excusa de aceptar el misterio de Dios sabiendo que sus caminos no son nuestros caminos; que Dios escribe recto sobre renglones torcidos.

3.- Considerando correctamente la escena que nos propone hoy la Palabra de Dios, podemos y debemos llegar a la siguiente conclusión: Dios quiere y procura siempre nuestro bien personal y el bien de la humanidad. Él ha salido fiador por nosotros en la Persona de su Hijo Jesucristo para resolver el mal que el pecado original y nuestros propios pecados había causado y causa en nosotros y en la creación. Dios Padre ha ofrecido en la cruz la vida de su Hijo Jesucristo para que nosotros pudiéramos participar de la misma vida divina. Él está constantemente ofreciéndose para ayudarnos, y toma siempre la iniciativa para que nada nos falte. Por eso, al final, después de haber probado la fe de Abraham, le ofreció el cordero para el sacrificio que le había pedido, y salvó la vida de Isaac.

Por tanto, debemos creer que, sea cual sea la apariencia de las pruebas que Dios nos pone, o que permite que nos lleguen; y sea cual sea la oscuridad y el sufrimiento que todo ello pueda causarnos, se cumplirá su promesa, se nos abrirán las puertas de la Verdad y de la Vida, se realizará en nosotros la plenitud a que estamos llamados.

4.- Nuestra misión es asumir el dolor que esto comporta de modo inevitable, poniéndonos en manos de Dios. Esta fue la enseñanza que nos brindó Abraham y que hoy nos vale como lección fundamental y oportunísima. Sobre todo en estos tiempos y en estos ambientes en que el hombre pretende, frecuentemente, ocupar el lugar de Dios; o lo que es más grave todavía: apartar a Dios de la vida humana y de la construcción de una sociedad nueva.

5.- No obstante es correcto pensar que hay situaciones verdaderamente difíciles de afrontar desde la fe. Por eso debemos tener en cuenta que la fe, como es un don de Dios, ha de ser atentamente cultivada y purificada. De lo contrario, se debilita y muere, como ocurre con las plantas selectas abandonadas al olvido y al descuido.

Para el cultivo de la fe, sin la cual no cabe vivir cristianamente, ni llegar a intimar con el Señor, ni mantener siempre viva la esperanza en la promesa de salvación, es necesario hacer nuestro el propósito que hemos manifestado al catar el Salmo interleccional: “Siempre confiaré en el Señor” (Sal 115). Además de ello, y de modo inseparable de lo anterior, es necesario que oremos insistentemente al Señor para que nos ayude a vivir de acuerdo con esta convicción que hoy nos manifiesta san Pablo: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo junto con su Hijo?” (Rm 8, 31).

6.- Como la fe ha de ir creciendo, nuestra plegaria debe ir unida a nuestro arrepentimiento por los momentos en que hayamos podido desconfiar de Dios o querer someter el misterio de sus designios bajo las dimensiones de nuestra propia inteligencia limitada. Por eso Jesucristo al comenzar la cuaresma nos llama al arrepentimiento y a la conversión diciéndonos: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

Para esta conversión, el Señor nos quiere ayudar poniendo ante nuestra consideración el hecho sublime de su Transfiguración: Cristo, hombre como nosotros, que llegó a sentir el abandono de su Padre-Dios exclamando desde la cruz: “Dios mío, ¿porqué me has abandonado?” (Mt 27, 46), se nos ofrece transfigurado y triunfante como el Hijo amado del Padre (cf. Mc 9, 2-10). Con ello nos enseña que, tras la oscuridad y los aparentes contrasentidos, que acompañan muchas veces a las pruebas, llega la victoria. Basta con que nosotros, al final de la prueba, como Cristo al final de su vida, exclamemos desde la cruz de nuestros sufrimientos intelectuales, afectivos, y de cualquier tipo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 45).

7.- Bonita invitación la que nos hace Jesucristo hoy con su Palabra. Nos invita a crecer en la fe, que es el fundamento imprescindible para crecer en la virtud. Y ya sabemos que crecer en la virtud consiste en acercarnos cada vez más a Jesucristo hasta lograr nuestra plena renovación interior. La fe nos ayuda a ser hombres y mujeres de verdad, porque nuestro modelo es Cristo.

Pidamos esta gracia al Señor en humilde y confiada oración comunitaria.

QUE ASÍ SEA