HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA DE 2012

Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- Hemos llegado a la cumbre del Año Litúrgico. Durante este tiempo la santa Madre Iglesia nos ha ido manifestando los Misterios de Jesucristo nuestro Señor, ordenados a la mayor gloria de Dios y a la redención de la humanidad.

Fuimos creados amorosamente por Dios y caímos en el pecado por la tentación diabólica y por nuestra débil autosuficiencia. Por tanto, al celebrar la victoria de Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho en todo semejante al hombre menos en el pecado, nuestro corazón rebosa de alegría y de gratitud. Verdaderamente, Dios ha estado grande con nosotros, y necesitamos dar testimonio de nuestro gozo interior allá donde nos encontremos.

La experiencia de que Dios mismo se interesa permanentemente por nosotros nos hace exclamar con las palabras del Salmo interleccional: “La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa… viviré para contar las hazañas del Señor” (Sal. 117).

2.- Es necesario que descubramos el sublime significado de la Pascua y profundicemos en él mediante la meditación y la oración. Es la fuente en donde brota para nosotros el agua de la fe en Dios nuestro Padre y Redentor.

La Pascua es el estímulo veraz que nos lanza a vivir con ilusión, y nos consuela en los momentos difíciles cuando la prueba nos llena de inseguridad.

La Pascua es la luz que nos ayuda a encontrar el sentido de nuestra existencia, y a fortalecer la confianza en Dios que necesitamos para vivir cristianamente en la tierra y para esperar la plena liberación y la felicidad eterna en el cielo.

La Pascua es la respuesta misteriosa, pero plenamente realista y verdadera, a todos los interrogantes que inquietan, de una forma u otra, a toda criatura humana.

3.- La vida sin Dios es inhumana; y la vida no puede tejerse de la mano de Dios sin el don de la fe. Sintiéndonos privilegiados por haber recibido este precioso regalo en el Bautismo, y por haber encontrado en la Iglesia las ayudas necesarias para cultivarlo, debemos cumplir la inexcusable responsabilidad apostólica de proclamar el amor y la misericordia de Dios ante quienes no le conocen. Son muchos los que, por ello, se manifiestan contrarios a la existencia de Dios, a la divinidad de Jesucristo, a su presencia activa en la Iglesia, y a su real intervención en la vida de quienes le reciben por la fe y le siguen en uso de su libertad interior. A ellos se refiere Jesucristo cuando nos dice: “Tengo otras ovejas que nos son de este redil. A ellas las tengo que llamar, y oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn. 10, 16). Y nosotros debemos considerar, con un profundo sentido de la responsabilidad apostólica que, para integrar esas ovejas en el único redil salvador de Jesusito Buen Pastor, el Señor pide nuestra decidida colaboración. Así lo ha manifestado con estas palabras: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,16-20).

Al gozar del inmenso regalo de la redención y del don de la fe, no podemos sentirnos ajenos al esfuerzo por la salvación de los hermanos.

4.- La salvación, nos dicen los Apóstoles, está en la confesión de que Jesucristo es el Señor. Esta confesión de fe supone la aceptación del poder y del amor de Dios manifestados en Jesucristo. Y de nada de ello podríamos beneficiarnos si Jesucristo no hubiese muerto y resucitado. San Pablo, habiendo recibido la revelación directamente del Señor, nos dice: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. Si Cristo no ha resucitado, somos los más desgraciados de la tierra, porque hemos puesto nuestra esperanza en quien no podía más que nosotros; y porque hemos comprometido nuestra vida siguiendo su camino.

Pero no es así. Cristo ha resucitado verdaderamente, y ha vencido al maligno rompiendo los lazos que nos unían a la muerte espiritual, que nos tenían alejados de Dios y sometidos a la privación de la libertad interior aquí en la tierra, y que nos mantenían privados de la felicidad eterna en los cielos.

5.- Hoy nos unimos a Jesucristo presente en la Eucaristía. Por este admirable sacramento, por el que el Señor obra permanentemente a través de todos los tiempos el mismo y único sacrificio redentor, nos llega el consuelo de la victoria definitiva que ha logrado para nosotros con su resurrección gloriosa. En la Eucaristía se fundamenta nuestra fe, que es, al miso tiempo, el fundamento de nuestra esperanza.

6.- Demos gracias a Dios de todo corazón en la asamblea de los santos, que es toda reunión litúrgica; y, puesto que estamos participando en la liturgia pascual, hagamos un acto de fe en nuestra unión con toda la Iglesia, unida, a la vez, a su fundador y cabeza que es Jesucristo.

Que el testimonio de los Apóstoles y de los santos mártires y confesores, nos aliente y nos acompañe siempre. Así confiaremos en la gracia de Dios y permaneceremos firmes en la fe, y gozosos en la esperanza de la salvación eterna.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA NOCHE DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Ciclo “B”, 2012)

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
queridos fieles cristianos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1. La intensidad con que brilla el resplandor sobrenatural de esta noche bendita, no puede prescindir de las correspondientes manifestaciones humanas que ocupan hoy a la Iglesia en todas partes del mundo. Cristo, sacrificado en el patíbulo de la Cruz por nuestros pecados, ha vencido las tinieblas de la muerte espiritual que envolvían a la humanidad entera. En verdad, el niño nacido de la Virgen María en Belén de Judá, es el Hijo unigénito de Dios, el único salvador del mundo. Él, que pasó por la historia haciendo el bien y curando a los oprimidos por el pecado, es la luz sin ocaso; el resplandor de eternidad que ilumina el camino que debemos recorrer; la verdad que da sentido a toda la vida en sus momentos gozosos, en sus densas oscuridades, y en sus inquietantes incógnitas. Jesucristo resucitado nos trae la vida que anhelamos aunque no alcancemos a imaginar los perfiles de su verdadera entidad.

Esta es la noche, en la que el amor infinito de Dios se vuelca en inagotable misericordia sobre la humanidad menesterosa de perdón y de ayuda.

Esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confesamos nuestra fe en Cristo, somos arrancados de los vicios del mundo, somos restituidos a la gracia y agregados a los santos.

Esta es la noche de la que estaba escrito: .

2.- El fulgor de la verdad acerca de lo que somos, y de nuestra vocación y destino alcanza a cuantos contemplan con los ojos de la fe a Jesucristo muerto y resucitado. Él nos manifiesta la verdadera realidad del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Jesucristo ha dicho: “Yo soy la luz del mundo”(Jn. 8, 12). Su resplandor, significado en el cirio pascual que arde y brilla en el templo esta noche nos hace partícipes de su luz; de esa luz que ha destruido toda posible sospecha de ser envueltos en un ocaso capaz de oscurecer la esperanza que no defrauda. La victoria de Jesucristo nos ha hecho capaces de alcanzar la plena libertad interior y el gozo de sabernos verdadera y eternamente queridos por Dios omnipotente. El Hijo, muerto por nosotros y resucitado por la fuerza del Espíritu Santo, nos ha manifestado a Dios como Padre; nos ha dado a conocer su gloria como la herencia que nos tiene preparada si escuchamos su palabra, si nos disponemos a cumplir su santa voluntad, y si participamos del alimento de salvación que es su Cuerpo sacramentado.

3.- Al considerar este Misterio de salvación integral, que el Señor nos ofrece para toda la eternidad, no podemos menos que exultar de gozo unidos a los coros de los ángeles y a las jerarquías del cielo. En verdad es justo y necesario aclamar con nuestras voces y con todo el afecto del corazón a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, henchido nuestro corazón de profunda alegría y de reverente gratitud.

4.- La historia de la salvación, que hemos recordado en las lecturas de la palabra de Dios proclamada en la Vigilia, nos muestra bien claramente que existimos gracias a Dios Creador; que vivimos gracias a Dios por cuyo cuidado providente no dejamos de existir ni en la tierra, ni dejaremos de existir en la vida eterna que nos ha sido prometida y nos espera. La historia de la salvación narrada en la Sagrada Escritura nos descubre la vida en su magnitud y en sus posibilidades humanas y sobrenaturales manifestadas en Jesucristo. Por todo ello sabemos que, cuando flaquea nuestra fe o nuestra esperanza, resuenan en los oídos del alma aquellas consoladoras palabras de Jesucristo: “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia”(Jn 10, 10). “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt 11, 28-30).

5.- En verdad, la celebración de la Pascua del Señor es un auténtico regalo de Dios, porque nos abre caminos de vida; nos da fuerzas para la lucha cotidiana; nos ilumina para conocer el sentido de lo agradable y de lo desagradable, de lo que nos hace vivir con alegría y de lo que pone a prueba nuestra esperanza.
La Pascua del Señor no es una celebración que pertenece al ámbito escondido de la propia interioridad, sino que ilumina y da asentido a nuestra existencia personal en todas sus dimensiones públicas y privadas, individuales, familiares, profesionales y sociales.

La Pascua, entendida y vivida tal como la Iglesia nos enseña, lejos de separarnos de la vida real, nos ayuda a entenderla y a vivirla superando toda inseguridad, toda oscuridad y toda angustia.
Podemos decir con toda propiedad que la Pascua del Señor es fuente de vida que nos ayuda a valorar y a vivir con toda intensidad la existencia terrena unidos a Jesucristo en medio del mundo, con la ilusión y la esperanza puestas en la vida eterna y celestial.

6.- Al renovar las promesas del Bautismo, convencidos del inmenso regalo de Dios que es la Pascua, hagamos el propósito de reiniciar cada día nuestro recorrido por la vida, recordando que es un regalo de Dios. Y no olvidemos que, por el Bautismo, Dios nos ha llamado y nos ha capacitado para crecer en nuestra condición de imagen y semejanza de Dios, y para ser, como El, luz del mundo y sal de la tierra.
Dios ha puesto su confianza en nosotros y nos ha hecho testigos de su salvación. Conscientes de ello debemos anunciar el tiempo de gracia para todos los que sufren cualquier esclavitud, cualquier necesidad espiritual o cualquier debilidad.

La renovación de las promesas del Bautismo ha de recordarnos que estamos llamados a ser profetas de la vida y mensajeros del amor infinito y misericordioso de Dios.

Que el Espíritu Santo, por cuya gracia hemos sido constituidos hijos adoptivos de Dios y miembros de la Iglesia, nos ayude a ser coherentes con los dones recibidos, y responsables de la misión que el Señor nos ha encomendado en medio del mundo.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

Mis queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Nos hemos reunido para celebrar el acontecimiento que, con mayor crudeza, nos enfrenta al misterio de Dios hecho hombre: su pasión y muerte, después de ser condenado por blasfemo, y por traidor a la ley de Dios. Una pura contradicción a ojos humanos. ¿Cómo Dios puede blasfemar contra Dios? Verdaderamente es incomprensible. ¿Cómo el autor de la vida puede ser condenado a muerte?

Pero, al considerar este misterio, debemos tener presente que, por la fe y por la enseñanza de la Iglesia, hemos conocido y celebrado el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de una madre virgen. Misterio éste con el que Jesucristo inició sobre la tierra todas las acciones ordenadas a la redención de la humanidad.

Dios Padre había enviado a su Hijo al mundo para que el mundo fuera salvado por Él. En consecuencia, Jesucristo estaba llamado a ofrecer a Dios su entrega de fidelidad, contraria al radical egoísmo humano. Este había protagonizado la desobediencia de Adán y Eva a Dios nuestro Creador y Señor. Y esta es la realidad de todo pecado.

Sólo vencido radicalmente podíamos recuperar la posibilidad de relacionarnos con Dios. Esta es la gran gesta de Jesucristo que celebramos de un modo especial en Semana Santa y que se hace presente en cada celebración de la Santa Misa.

2.- Para nuestra limitada inteligencia resulta imposible que la realidad infinita de Dios pudiera encerrarse en la comprobada limitación de la naturaleza humana; y que el Creador se sometiera a los condicionantes propios de la pequeñez de su criatura. De la misma forma resulta incomprensible que Jesucristo, verdadero Dios, se haga hombre para suplir al hombre en la solución del inmenso problema ocasionado por el pecado de Adán y Eva y por los nuestros.

El Misterio de Dios, que es su acción redentora, se nos manifiesta siempre de forma incomprensible para la capacidad de nuestra razón limitada. Por tanto, en este momento, resulta incomprensible que el Dios ofendido entregue su vida en Jesucristo su Hijo asumiendo el castigo que merecemos los ofensores. Esta forma divina de proceder no tiene más explicación que la que nos ofrece otro misterio: el misterio del amor infinito de Dios al hombre; ese misterio de amor que, con tanta sencillez, nos transmite la palabra revelada: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo, para que quien crea en Él no muera; sino que tenga vida eterna”(Jn. 3, 14-16). Este es el misterio que conmemoramos hoy celebrando la liturgia propia del Viernes santo.

3.- Como no podemos celebrar el misterio de la redención sin tener en cuenta la admirable verdad del amor infinito de Dios al hombre, manifestado en Jesucristo, la sagrada Liturgia nos invita hoy a que adoremos la santa Cruz. Ella será, para siempre y misteriosamente, el signo del amor y de la misericordia in finita de Dios. En consecuencia, la Cruz será el árbol de la vida para cuantos creemos en Jesucristo nuestro Señor y salvador. La cruz será siempre, para el cristiano, el mayor signo de la más profunda libertad interior. Por eso, ante la santa Cruz doblaremos nuestra rodilla hoy en señal de adoración a Quien ofreció sobre ella el único sacrificio que podía agradar a Dios y librar al hombre de la mayor esclavitud y de merecido castigo eterno.

4.- El sacrificio de Jesucristo no se limita a alcanzarnos el perdón y a devolvernos la capacidad de relacionarnos con Dios desde nuestra pequeñez. El sacrificio de Jesucristo es, además, una lección que no podemos olvidar. Es una llamada que no podemos dejar de atender: esa llamada, tantas veces oída de labios de la santa Madre Iglesia, que nos insta a comportarnos con los hermanos movidos por el amor con que Dios se ha comportado y se comporta con nosotros; amor y que hoy se nos manifiesta de modo muy especial en la celebración de su pasión y muerte redentoras.

5.- La llamada a amar a nuestros hermanos sigue al mandamiento que nos convoca a amar a Dios sobre todas las cosas; esto es: amar al prójimo como a nosotros mismo (Mc. 12, 31). Por eso hoy, formando parte de esta celebración litúrgica, vamos a orar por todos los cristianos: por los miembros de la Iglesia católica y por los hermanos separados; por los creyentes y por los no creyentes; por los vivos y por los difuntos; por todos los que sufren cualquier necesidad y están próximos a la desesperanza; y por quienes pretenden apartar a Dios e la escena de la vida social. Esa es la razón de las oraciones que elevaremos al Señor dentro de unos instantes.

En la santa Misa celebramos verdaderamente el mismo gesto redentor de Cristo y la misma llamada a vivir el amor que Él vivió hacia sus hermanos los hombres. Esa es la razón por la que cada Domingo toda la asamblea de fieles cristianos eleva la mente y el corazón a Dios en la llamada “oración de los fieles”.

6.- Toda celebración de los Misterios del Señor, además de situarnos ante la obra prodigiosa del amor de Dios en favor nuestro, destaca suficientemente las consecuencias positivas que, para nosotros, comporta esa acción divina. La principal de todas ellas es la esperanza de salvación. Por eso, hoy, día en que parece sobresalir la dolorosa consideración de la muerte sacrificial de Jesucristo, la palabra de Dios nos dice por medio del profeta Isaías: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho… así asombrará a muchos pueblos” (Is. 52, 13). No cabe duda de que estas palabras estimulan nuestra fe y reafirman nuestra esperanza en la promesa de salvación. Esas palabras nos ayudan a entender el sentido verdaderamente salvífico del sacrificio, no sólo en la vida de Jesucristo nuestro redentor, sino en cada uno de nosotros, si sabemos unirnos a Jesucristo en su ofrenda al Padre.

7.- No podemos terminar esta celebración sagrada sin hacer nuestra la oración con que hemos comenzado. En ella hemos pedido al Señor que su gracia nos ayude a entender y vivir la obra salvadora de Jesucristo, con verdadera esperanza en el Misterio pascual.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DEL JUEVES SANTO (2012)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y  diácono asistente,
Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y demás fieles laicos:

1.- Las palabras de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura proclaman con gran fuerza el Misterio central de la Semana Santa. Misterio que es, por ello, la fuente y la cumbre de toda celebración litúrgica y, consiguientemente, de toda la vida cristiana. Es el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. En él Jesucristo quiso permanecer siempre entre nosotros ofreciéndonos eficazmente la gracia de la redención que necesitamos y que esperamos. “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido (dice S. Pablo): que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ” (1 Cor. 11, 23).

La Eucaristía es el Misterio que nos beneficia (“será entregado por nosotros”) y, a la vez, nos compromete profundamente (“Haced esto en memoria mía”).

Hemos recibido el encargo del Señor de celebrar la sagrada Eucaristía creyendo firmemente en sus esperanzadoras palabras: “cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Cor. 11, 26).

2.- Proclamar la muerte del Señor cuando participamos en la Eucaristía significa que, en ese acto,  hacemos una sincera profesión de fe ante el Señor, ante la Iglesia y ante el mundo aceptando que nuestra salvación definitiva es fruto de este admirable Misterio; y que dicha participación salvadora depende, también, del modo como vivamos la Eucaristía.  Así lo afirmó Jesucristo diciendo: “Si no comiereis de la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6,53), “el que come mi carne y bebe mi sangre habíta en mí y yo en él y yo le resucitaré en el último día” (Jn. 6, 54).

Proclamar la muerte del Señor participando en la  Eucaristía  significa, también, que manifestar ante el mundo que creemos verdaderamente en las palabras de Jesucristo consiste en valorar de tal modo la dignidad y la fuerza de este admirable Misterio  que estamos dispuestos a hacer todo lo posible por participar en la Eucaristía. En la Eucaristía Jesucristo se nos da  no sólo como el verdadero pan del cielo, sino también como el alimento de quienes peregrinamos hacia Dios manifestado en Jesucristo.

3.- Participar de la Eucaristía es nuestro mejor acto de amor a Dios en Jesucristo, y la más importante y digna obra de apostolado.  Por eso, los cristianos convencidos por la fe de que es así, han celebrado siempre la Eucaristía  unida a la memoria de la resurrección del Señor. En la resurrección culmina la obra de nuestra redención. “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. Pero Cristo ha resucitado…”(1 Corintios 15, 14).

Esta es la más importante llamada testimonial a la esperanza.

Esta es la razón por la que los cristianos consideraron el Domingo, que significa “Día del Señor, y que rememora la Pascua de resurrección, como el día en que no podían dejar de participar en el Misterio de la Eucaristía.

5.- El Domingo es el día en que los cristianos, desde el principio, hacían  profesión viva de fe en las palabras que pronunció Jesucristo ante sus discípulos en la última Cena al instituir la Eucaristía:  “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía” (1 Cor. 11, 24).

En la meditación de lo que estamos diciendo sobre la Eucaristía y sobre el Domingo, podemos entender la respuesta de los cristianos del norte de África, ante las autoridades cuando les prohibían celebrar la Eucaristía en el Día del Señor. Aún arriesgando su vida por ello, dijeron: “sin el Domingo no podemos vivir”. Qué lección tan clara y tan valiente para que hagamos un buen examen de conciencia sobre nuestra atención a la Eucaristía y a la celebración cristiana del Domingo. Aquellos arriesgaban su vida por celebrar la Eucaristía en el Día del Señor; y hoy son cada vez más los cristianos que no arriesgan ni siquiera un simple entretenimiento para ir a Misa cada Domingo. Otros, en lugar de poner en primer término la participación en la Eucaristía dominical prescinden de ella y se excusan quejándose de que no se celebra la santa Misa a la hora y en el lugar que les vendría mejor.

(Valga decir, de paso, que la multiplicación de las celebraciones eucarísticas en el Domingo para la cómoda participación de los fieles, puede hacer que la Eucaristía, fuente de unidad  de los cristianos y que construye la Comunidad eclesial, se convierta en un signo de dispersión. Esto es lo que ocurre cuando se multiplican las celebraciones para la comodidad de los pequeños grupos que asisten a cada ocasión. La asistencia a la santa Misa, sin un claro esfuerzo personal y sin respetar el lugar preferente que le corresponde en el Domingo, se queda más en un simple cumplimiento del precepto de la Iglesia, que en una adecuada participación en el Misterio de Jesucristo muerto y resucitado para nuestra salvación.

El Domingo es el día del Señor, porque en él Jesucristo resucitó de entre los muertos como había prometido. Es el día del triunfo de la redención. Es, por tanto, el día en que los cristianos debemos participar del Sacramento de la Eucaristía, en el cual Jesucristo perpetúa, a través de la historia, su sacrificio redentor y su resurrección gloriosa.

El apostolado en favor de la celebración cristiana del Domingo es imprescindible en nuestras familias y en nuestros ambientes. No podemos quedarnos tranquilos contemplando la ignorancia, o la indiferencia con que muchos prescinden habitualmente de la celebración cristiana del Día del Señor, y pierden su inmensa riqueza que da sentido a la vida y alienta la esperanza de salvación.

El Jueves Santo es un precioso regalo de Dios para gozar de su amor, para agradecerle su entrega redentora,  y para renovar el propósito de corresponderle generosamente uniéndonos a Jesucristo en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. Nada mejor podemos hacer si somos conscientes de lo que Dios ha hecho y hace por nosotros en cada momento de  nuestra existencia. El salmo interleccional nos invita a ello formulando esa pregunta que bien podría ser nuestra: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”(Sal. 115). La respuesta que sigue en el salmo es la que corresponde a cada cristiano consciente: “Alzaré la copa de la salvación (que es el signo de la Eucaristía), invocando su nombre” (id.).

Elevemos hoy nuestra plegaria ante el Señor ofreciéndole nuestro propósito de procurar amarle sobre todas las cosas, de amar al prójimo como a nosotros mismos, y de buscar el necesario apoyo para ello en la Sagrada Eucaristía.  A ello nos anima el Señor con su ejemplo,  entregándose plenamente al Padre, y lavando los pies a sus discípulos, y diciéndonos: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?...Si yo, el  Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 14).

Esta es la más clara llamada a vivir hoy y siempre el espíritu de servicio a Dios y a los hermanos. Tengámoslo en cuenta, especialmente en este Jueves santo en que celebramos el día del amor fraterno. Que el Señor nos ayude a ser generosos con sinceridad de corazón.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS DE 2012

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- Hemos entrado ya en la Semana Santa. En ella celebramos de un modo especial los Misterios de nuestra salvación. Es, por tanto, un tiempo en el que la sagrada Liturgia abre nuestro corazón a una profunda esperanza. El motivo es muy claro si lo consideramos desde la fe: “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz (Flp. 2, 8). Así lo hemos reconocido en el canto preparatorio para escuchar el evangelio.

Sin embargo, las noticias con que los medios de comunicación nos introducen cada mañana en la jornada que comienza, nos hablan abundantemente de catástrofes, de crisis económicas, de dificultades para el trabajo, de guerras, de inseguridades ciudadanas, y de tantas otras realidades que ensombrecen el ánimo ante el reto que supone cada nuevo día. Este contraste podría hacernos pensar que la fe y las acciones religiosas van por una parte, y la vida real va por otra. Porque el Evangelio nos habla de esperanza en un futuro mejor, pero la experiencia lo contradice en abundantes ocasiones. Y como la seguridad personal y la felicidad son deseos que necesitamos vitalmente ver cumplidos, son muchos los que se encuentran ante un fuerte dilema. Cada vez abundan más quienes, flaqueando en la fe o careciendo de ella, van en busca de adivinos, de videntes y de juegos de azar que pronostican lo que ha de venir, o que alivian engañosamente la inquietud o la angustia de quienes recurren a ellos.

2.- Es necesario que entendamos en qué sentido nos ofrece verdadera esperanza la consideración de los Misterios del Señor. A ello nos ayudan las palabras del profeta, que habla de parte de Dios; esto es: que dice lo que Dios mismo le ha encargado que nos transmita. Hoy, nos habla pronunciando lo que Dios mismo, lo que el Mesías, lo que Jesucristo quiere decirnos. Estas son sus palabras:”El Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is. 50, 4).

Surge enseguida la pregunta: ¿Cuál es esa palabra que pueda alentarnos en medio de tanta prueba y tristeza?. La respuesta es plenamente razonable. Después de describir los sufrimientos que Jesucristo había de sufrir en su pasión y muerte, añade: “Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado” (Is. 4, 7).

3.- Queridos hermanos: La verdadera esperanza no puede surgir del bienestar pasajero que ofrecen los acontecimientos agradables o las circunstancias favorables que nos encontramos en esta vida; ni de lo que, explicablemente, piden siempre nuestros deseos humanos tan vinculados a la naturaleza terrena y a lo inmediato. Si fuera así, la enfermedad, el dolor o el infortunio llevarían consigo la desesperación, o quitarían el sentido a la vida que, por ello, carecería de sentido y de esperanza. Y si, además, creemos que Dios interviene en todo ello, llegaríamos a pensar que Dios no se preocupa de nosotros, o que es causante, inexplicablemente, de nuestros males. ¿Dónde quedaría entonces el tan predicado amor infinito de Dios a todos los hombres? Quien pensara así tendría que concluir creyendo que Dios Padre fue cruel con su Hijo Jesucristo a quien, aparentemente abandonó a la traición de unos desalmados que le llevaron a la cruz sin que Él hubiera hecho nada malo y sin poder defenderse. No es así.

Dios quiso darnos a entender que el pecado es la causa del mayor mal, que consiste en la privación de la amistad con Dios nuestro Padre y creador y, por tanto, en la imposibilidad de gozar de su herencia gloriosa y feliz por toda la eternidad. Y, como el pecado causaba todo esto porque el hombre quiso suplantar a Dios, Jesucristo, representándonos a nosotros, tuvo que obedecerle hasta el máximo, hasta el sacrificio de su misma pasión y muerte. Pero él sabía que todo no terminaba ahí. Sabía, y nosotros debemos saber, que en los planes de Dios no está la aniquilación de sus criaturas, ni el dolor sin remedio de los hombres que Él mismo ha creado. Jesucristo sabía, y nosotros debemos saber, que después de la muerte llega la resurrección; que después del dolor llega el gozo de la felicidad; y que, por ello, tiene pleno sentido nuestra vida. Eso es lo que da lugar a la verdadera esperanza que tanto necesitamos, y que persiste firme a pesar de toda prueba, por dura y frecuente que sea.

4.- Ya vemos, queridos hermanos, cómo son la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo los únicos argumentos fiables para encontrar la esperanza en este valle de lágrimas. Más aún: ya vemos cómo la fe en Jesucristo convierte este mundo en un camino hacia la felicidad. Desde esta consideración creyente, esta vida no es ya un recorrido sin sentido sino un camino hacia la plenitud feliz que deseamos, y que, con la gracia de Dios, también esperamos.

Una vez más, es la palabra de Dios la que nos confirma la enseñanza que nos ofrece la celebración de los Misterios que celebramos en la Semana Santa. Nos lo explica S. Pablo en la segunda lectura que hemos escuchado. Dice: “Por eso Dios lo levantó, y le concedió el Nombre-sobre-todo- nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble –en el cielo, en la tierra, en el abismo-, y toda lengua proclame: «¡Jesucristo es Señor!», para gloria de Dios Padre” (Flp. 2, 11).

5.- Al entrar de lleno en la celebración de los sagrados Misterios de nuestra redención, y al encontrarnos con la dura realidad de esta vida, sepamos que hemos sido llamados a descubrir nuestra existencia como un regalo de Dios ordenado a nuestra salvación. Hagamos un acto de fe en su infinita sabiduría y en su amor infinito, para interpretar acertadamente lo que Dios nos envía, y lo que Dios permite que pasemos a causa de nuestras limitaciones, torpezas y pecados. Y contemplando todo ello, hagamos un acto de fe en los planes de Dios que siempre busca nuestro mayor bien que es la salvación. Creyéndolo así, demos gracias a Dios por, lo que nos enseña con su palabra y con su vida; y pidámosle la gracia que necesitamos para saberlo entender y aceptar correctamente. Esa será la raíz de la esperanza que no defrauda.

QUE ASÍ SEA