HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONO Y PRESBÍTERO

 - Textos bíblicos: Primera lectura: Hch. 20, 17-18. 28-32. 36. (Pontifical pg. 272, nº 4)
Salmo 83. (Pontifical pg. 281).
Evangelio:  Mt. 9, 35-38. (Pontifical pg. 292, nº 2) -

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos José María, Tony, y familiares y amigos que les acompañáis,
Queridos jóvenes amigos de estos jóvenes, también, que van a recibir el sacramento del Orden sagrado,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- Cada vez que el Señor me da la oportunidad de imponer las manos a jóvenes aspirantes al Sacerdocio ministerial, no puedo menos que sentir una inmensa alegría. No penséis que es debido a que la escasez de ministros sagrados me hace desear con mayor anhelo que aumente el Presbiterio diocesano. Esto, como podréis comprender, no deja de agradarme. Sobre todo por vosotros, los fieles y los alejados a quienes me ha enviado el Señor para dar a conocer a Jesucristo y su Evangelio; tarea para la que necesito colaboradores generosos y elegidos por el Señor.

El gozo que me embarga es causado por el hecho de experimentar la mano de Dios actuando en el corazón de estos jóvenes, llamándoles a su servicio para la expansión del Reino de Dios. A este gozo contribuye, también, el hecho de que, quienes van a recibir el Sacramento del Orden, en el grado de Diácono y de Presbítero, han percibido la mirada que Dios ha puesto en ellos;  han oído en el alma la llamada a seguir a Jesucristo; han dejado las otras redes en la orilla del mundo, y le han seguido.

2.- Pero lo que más me llena de satisfacción es considerar que en el fondo de esa llamada divina, está obrando el amor de Dios. Ese amor que no cesa nunca, aún a pesar de nuestras infidelidades y errores. Es un amor incondicional e infinito. Es un amor que toma siempre la iniciativa y se vuelca en beneficio nuestro para gloria de Dios y salvación del mundo. Es un amor personalizado: no masificado ni repetido. El amor de Dios tiene su modo concreto y propio de actuar en cada uno. ¡Qué grandeza la de Dios que, a pesar de nuestra pequeñez y de nuestras frecuentes ingratitudes, nos ama a cada uno como si fuéramos únicos en el mundo!

Esto es muy serio, y hay que pensarlo con frecuencia. Cambiaría nuestra vida. Sobre todo, porque entenderíamos que cuando el Señor nos llama a seguirle y a ser fieles a sus mandatos, no nos está convocando a ser víctimas de determinadas privaciones, sino a que nos dediquemos en cuerpo y alma a lo único que es capaz de hacernos enteramente felices a cada uno. La felicidad solo se alcanza cuando cada uno seguimos el camino para el que Dios nos ha creado. Fuera de ello, la vida se reduce a ser un ansia siempre insatisfecha, y una felicidad inalcanzable o simplemente superficial o ficticia.

¿Entendéis ahora por qué he dicho que siento una inmensa alegría al presidir esta celebración sagrada, sobre todo sabiendo que muchos jóvenes toman parte en e ella?

3.- Ahora, pues, me dirijo a vosotros, queridos jóvenes. Y os digo: ¿Habéis pensado esto seriamente alguna vez? En cualquier caso quiero insistir diciéndoos: pensadlo bien, al menos  ahora. Y repito: no me mueve a dirigirme a vosotros la voluntad de que aumente el número de sacerdotes, presionando para ello vuestra alma. Se trata de advertiros que, a pesar de las promesas y alicientes que os ofrece el mundo, envuelto en la cultura de la satisfacción fácil e inmediata, solo alcanzaréis la plenitud que deseáis, aún sin conocerla, si sois capaces de dirigiros a Dios diciéndole, como el pequeño Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (---). Y como dijo la santísima Virgen  María cuando fue llamada a ser Madre de Dios, misteriosamente y con muchos riesgos sociales: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38). No olvidéis que la joven María había recibido una propuesta incomprensible e inimaginable: ser Madre de Dios, sin dejar de ser una criatura simplemente humana. Y tened en cuenta, a la vez, que aun aceptando lo que sólo Dios podía realizar en ella, sintió lo extraño y difamante de esta aventura. Iba a aparecer como una jovencita gestante, sin haber contraído matrimonio y sin saberlo siquiera aquel a quien estaba prometida. No creáis, queridos jóvenes, que la Virgen María no era consciente de las dificultades y pruebas que tendría que soportar. Pero, a pesar de todo, llevada de un clarísimo amor a Dios, aceptó con valentía.

4.- Queridas jóvenes: también os dirijo esta reflexión. Quiero decir a todos y a todas que no se trata de comparar una vocación con otra, situando la dedicación al Señor como algo superior o contrario al matrimonio. Se trata de entender y orientar nuestra vida de acuerdo con la voluntad de Dios que, a cada uno, llama de un modo; y siempre llama por amor. En esa llamada, manifiesta a cada uno lo que constituye la única fuente y el único camino de su plenitud y felicidad. Para pensar esto con acierto es imprescindible situarse cerca del Señor, establecer con Él una sencilla intimidad, abrir el corazón y saber escuchar. ¡Hay de aquellos que cierren sus oídos por miedo a oír lo que no les interesa a causa de los propios egoísmos!

5.- Queridos José María y Tony: no os he olvidado, aunque no os he nombrado en esta homilía. A vosotros quiero dedicar las últimas palabras de esta exhortación. Pensad que la felicidad que el Señor os ofrece no estará en el prestigio personal, ni en  el aplauso de vuestras feligresías. Estará solamente en el riguroso cumplimiento de la misión que el Señor os encomienda, misión que consiste en dedicarse enteramente al servicio evangélico de la grey que os encomiende en cada momento . Os lo enseña con su ejemplo. Dice el Evangelio que, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tiene pastor”(Mt. 9, 36).

Sabed, que vuestra misión, como dice S. Pablo, es no descansar hasta ver impresa, en las gente que se os encomiende la imagen de Cristo, y Cristo crucificado. Esto es: hasta que se sientan amadas por Jesucristo que entregó su vida por la salvación de todos y cada uno. Esta misión no tiene nada que ver con las valoraciones personales que provocan la comparación espontánea con las misiones encomendadas a otros. Tiene que ver, sobre todo, con el hecho maravilloso de haber sido elegidos para que vuestros feligreses, cualesquiera que sean, encuentren sentido a su vida, la vivan con acierto, y la ofrezcan con generosidad a Dios nuestro Señor y al servicio de los hermanos.

El ministerio sacerdotal convierte a cada presbítero en un profeta verdadero. Un profeta  que no pretende agradar al pueblo ocultando lo difícil que tiene el ser cristiano, ni disfrazando la verdad con el traje de las satisfacciones terrenas que no siempre coinciden con ellas. El sacerdote es un profeta del amor. Y, al que ama, no le interesa tanto la propia satisfacción, cuanto complacer al ser amado y construir su propia vida en la intimidad con quien ama.

6.- Concluyo estas reflexiones con las palabras que S. Pablo dirige a sus feligreses y a sus colaboradores: “Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra de gracia, que tiene poder para construiros y daros parte en la herencia de los santos” (Hch. 20, 32).

Que el Señor os bendiga a todos.

HOMILÍA EN LA FIESTA DE S. JUAN BAUTISTA (Año 2012)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Sr. Alcalde y corporación municipal de nuestra ciudad,
Dignísimas autoridades civiles y militares,
Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

S. Juan Bautista es el patrono de nuestra Ciudad y de quienes la habitamos. El patronazgo ante Dios tiene un doble significado en la relación entre el patrono y sus protegidos:

1.- En primer lugar, el patrono es ejemplo de vida cristiana, especialmente adecuado a la realidad de sus beneficiarios. En segundo lugar, es un intercesor ante Dios, un valedor en favor de sus patrocinados.

Un testimonio de S. Juan Bautista que debemos considerar e imitar en estos tiempos es muy sencillo y de gran actualidad. Quien saltó de gozo en las entrañas maternas cuando su madre Sta. Isabel se encontró con María la Madre de Jesucristo, que aún no había nacido, se constituye, por ese gesto que narran el Santo Evangelio(cf. Lc. 1, 41), en lección de nuestras relaciones con Jesucristo nuestro Señor. Lección que viene resaltada, ya en su vida pública, al afirmar que él, presentado por Jesucristo como el mayor entre los nacidos de mujer, no es ante Jesucristo ni siquiera digno de desatarle la correa de la sandalia (cf. Lc. 3, 16).

Jesucristo es, ante todo, el Hijo de Dios. Su amor a los hombres, que él mismo como Dios verdadero había creado, le llevó a compartir su misma naturaleza, su historia, y la suerte de los más débiles, de los más desfavorecidos y de los más humillados. Por su sacrificio en la cruz, Jesucristo es el Redentor del género humano. En consecuencia, merece la mayor admiración y gratitud y, consiguientemente, el mayor respeto y atención de quienes le conocen. “Por eso –dice S. Pablo -- Dios lo exaltó sobre todo, y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” ( Filp. 2, 9-11).

2.- Esta lección nos lanza una clara pregunta: ¿Cuál es nuestra relación personal con el Señor Jesús? Vivimos en un pueblo de larga y profunda tradición cristiana. Pero corremos el peligro de acostumbrarnos a la grandeza del misterio, y convertir en rutina nuestra postura ante Dios, e incluso hacer compatible la fe cristiana con la tibieza personal.

Cuando ocurre esto, nuestra presencia en la sociedad pierde la fuerza del testimonio; y corremos el peligro de reducir nuestra vinculación esencial con Dios nuestro Señor, a la participación externa en las fiestas religiosas, pobre estela del alma profundamente cristiana de nuestros antepasados.

3.- Para el cristiano, igual que para el auténtico educador, el respeto a Dios, y al prójimo en su variada pluralidad de pensamientos, ideales y formas de vida, no puede entenderse como la aceptación y la propuesta de los mínimos. Por ese camino conseguiríamos el descrédito de la fe que profesamos como cristianos, y la degradación de la persona y de la sociedad valoradas incluso sin referencia a la fe.

En muchos aspectos, por no resolver adecuadamente el problema del respeto a la pluralidad, o por una reacción pendular a situaciones contrarias, estamos llegando a situaciones insostenibles que afectan a la misma dignidad de la persona humana, a las bases de una convivencia respetuosa, a la atención que merecen los más débiles, y al cuidado que todos debemos al bien común. Esta inercia lleva consigo consecuencias paradógicas. Cuando más las libertades de todo género reclamamos, más se conculcan los principios y las normas que regulan la libertad. Tienen que surgir, entonces, más leyes, más acciones y estructuras coercitivas, más control y vigilancia y mayor número y variedad de sanciones. Este camino empuja hacia una estatalización de la sociedad, que es el peor enemigo de las libertades esenciales y de la imprescindible creatividad humana.

4.- No tener en cuenta el ejemplo de S. Juan Bautista en lo concerniente al respeto a Dios y a cuanto Él ha establecido, al menos como ley natural, lleva a muy serios problemas, por ejemplo, en el respeto a la dignidad de la persona humana y a sus derechos inalterables, y en la garantía de las libertades fundamentales.
Debo aclarar aquí y ahora, mi convencimiento de que la fe en Dios, limpiamente vivida, es la solución de cuanto está dificultando el desarrollo integral de la persona y el auténtico progreso de la sociedad. Sin embargo, no propugno una sociedad monolítica ni en lo religioso ni en lo ideológico. Negando la pluralidad, se niegan las libertades; y donde faltan éstas, no se puede construir un mundo verdaderamente libre.

Pero, dada la complejidad y la dificultad de este objetivo, quiero manifiesto mi preocupación por un diálogo y por una sincera colaboración de todos y de cada uno, en su propio ámbito más cercano y en los ámbitos compartidos. Al mismo tiempo, y como consecuencia de ello, manifiesto que esta colaboración debe guiarse por una referencia objetiva respecto de la cual se valore el bien y el mal en las conductas personales y en las normas o directrices sociales.

5.- Esta referencia objetiva y común debe cifrarse, por lo menos, en la ley natural y no en la visión subjetiva, tantas veces condicionada por intereses inconfesados que suele ir unida a la ley del más fuerte. De otro modo no cabrá el verdadero respeto a la vida desde su concepción hasta su muerte natural; no se resolverá debidamente la distinción entre el derecho a la libertad de expresión y tantas formas de calumnia y de difamación pública que nunca encuentran la justa clarificación y compensación; nunca se acabará la medida de los males por su volumen, olvidando su entidad ética o moral; y no dejará de constituirse casi en ley aquello que es difundido por una cultura dominante, fruto muchas veces de intereses no confesados o de instintos no dominados.

6.- Desde estas consideraciones, no resulta difícil entender que la llamada crisis actual que estamos atravesando, y cuyas consecuencias tanto condicionan la atención a las distintas dimensiones de la personas y de la sociedad, no nacen simplemente de problemas técnicos, éticos o políticos de incidencia en el orden económico. La crisis tiene sus raíces en la inteligencia y en el corazón de las personas. Por tanto, la solución de cuanto nos ocurre debemos buscarla en la purificación y en la recta promoción de la identidad humana, del concepto de sociedad, de lo que debe entenderse como derechos humanos, y de cómo debe entenderse lo que cada uno de ellos significa y comporta.

7.- En el fondo de todo ello hay un serio problema de educación humana y social en todos los ámbitos y dimensiones de la persona y de la sociedad. Y el problema así entendido, ha de considerarse, por encima de todo, como primer objetivo en los caminos de solución radical y global. Bien entendido que el problema de la educación tiene en su raíz el problema de la concepción del hombre y de la sociedad; y no puede reducirse a un simple asunto económico o de estrategia escolar.

El problema está en lo más profundo. Si no llegamos a ello, lo que pueda resolverse ahora, será una solución simplemente parcial, aunque llegue a dar otra impresión. Y los problemas profundos seguirán latentes hasta causar, pronto o tarde, otra manifestación de alto alcance cuyas consecuencias son imprevisibles.

8.- La imitación de S. Juan Bautista nos debe llevar a un respeto profundo e incondicional a Dios, a la ley natural que él mismo grabó en el corazón de toda persona desde su origen, y al respeto a la libertad de cada uno, sin olvidar la misión apostólica que hemos recibido de Dios por el Bautismo y la Confirmación.

9.- El asegundo significado del patronazgo de S. Juan Bautista en favor nuestro es la intercesión de este hombre tan grande y de este creyente tan riguroso y fiel. Pidámosle hoy que interceda ante el Señor para que nos conceda la gracia de ver con claridad, de proponernos con firmeza, y de cumplir con honestidad los principios que han de orientar nuestra vida personal y social hacia la verdad, hacia la justicia y hacia la paz.

           QUE ASÍ SEA


HOMILÍA EN LA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA INSTITUCIÓN DE LA ACCIÓN CATÓLICA EN LA ARCHIDIÓCESIS DE MÉRIDA-BADAJOZ


-Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
-Queridos responsables y miembros de Acción Católica general,
-Queridos dirigentes y miembros de los movimientos apostólicos que os habéis unido a
esta celebración como signo de fraternidad y de Comunidad diocesana,
-Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y  demás seglares que
nos acompañáis:

Nos hemos reunido en torno al Altar del Señor para darle gracias. Eso es lo que significa la palabra griega “Eucaristía”, tan familiar ya para nosotros.

Queremos dar gracias al Señor por muchos motivos:

-Porque ha querido potenciar y modernizar el movimiento de Acción Católica General, y nos ha dado la oportunidad de promoverlo es nuestra Archidiócesis.

Cuando el Señor nos concede ese don, es por dos razones fundamentalmente:

1.-  Porque lo considera un enriquecimiento para nuestra Iglesia diocesana. Ello nos compromete con  el deber de promocionarlo y expandirlo. Los que hemos sido llamados a hacer presente en  nuestra sociedad un carisma en orden a la Evangelización, no podemos ser remisos, sino ágiles y eficientes.

Somos enviados por Dios para una tarea concreta. No nos entretengamos contemplando las dificultades. Por el contrario, tomemos conciencia de que Dios no pide nada a nadie por encima de sus fuerzas, de las fuerzas que Él mismo le da para ello. Pidamos, pues, a Dios que derrame sobre nosotros el Espíritu de sabiduría y de fortaleza para que seamos capaces de hacer lo que Dios nos ha encomendado.

Ser miembro de A.C. no es un  gesto de generosidad por nuestra parte, sino un  acto de obediencia y agradecimiento al Señor que nos ha elegido y nos hqa enviado fiándose de nosotros.
        
2.-  Porque nos considera capaces de aprovechar la pertenencia a este Movimiento apostólico para nuestra propia santificación; y porque nos considera capaces de potenciar y enriquecer el movimiento para el que nos ha elegido.

Esto nada tiene que ver con orgullos personales: nadie estamos llamados a ser los más significados en la Iglesia. Somos cada uno un miembro del complejo y rico organismo vivo que es la Iglesia.

Como miembros de la Iglesia, Cuerpo místico de Jesucristo, nuestro primer convencimiento ha de ser la preocupación por ser como Dios quiere, y hacer lo que Dios de nosotros como movimiento apostólico.

3.- Otro motivo por el que debemos dar gracias a Dios, precisamente hoy, es
Porque al iniciar la andadura apostólica en este Movimiento, nos ha dicho en el Evangelio que somos sal de la tierra.

No nos ha dicho que debemos ser sal, sino que ya lo somos. Llevamos en nosotros, desde el Bautismo y la Confirmación, el sabor de Cristo. Se trata de que lo empleemos.

Emplear bien este sabor implica y nos exige tomar conciencia de que estamos en manos de Dios y de que debemos tomar conciencia, a la vez, de que en Dios somos, nos movemos y existimos, como dice S. Pablo (cf, Hech. 17, 28). Y por tanto, que estamos llamados a estar cada vez más unidos a Cristo para n o perder su sabor y seguir siendo sal del mundo. Estor requiere todo un programa de espiritualidad que yo deseo ver en el Movimiento de A.C.  Este es un encargo que  se refiere, de un modo muy especial a los Consiliarios y a los educadores.

4.- Finalmente debemos dar gracias a Dios porque nos ha dado dos preciosas lecciones en la primera lectura.
Primera lección: Cuando uno cree que no tiene recursos suficientes para  ayudar a nadie, porque ni siquiera tiene energías para sostenerse a sí mismo  --como dijo a Elías la viuda de Sarepta— entonces para recuperar las energía, la ilusión, el optimismo, el ánimo apostólico y la esperanza, ha de entregar lo poco que le queda. Es entonces cuando la orza no se vacía y la alcuza de aceite no se agota.
Segunda lección: cuando uno percibe que le faltan energías para seguir su camino, como le ocurrió al Profeta, entonces debe ser humilde y pedir en el nombre del Señor. Esto quiere decir que no ha de pedir solo aquello que uno piensa que necesita, sino que ha de pedir lo que Dios quiere que tenga. Esto es lo que debemos hacer en la oración y en la ayuda fraterna que todos necesitamos.

AL DAR GRACIAS A DIOS,  hagamos un acto de fe  confiando plenamente en que el Señor, que ha comenzado en nosotros esta obra buena, él mismo la llevará a término.

Pidamos a la santísima Virgen María que nos ayude en los omentos difíciles, ella que supo escuchar tan bien la palabra de Dios y ponerla en práctica.

Y pidamos, también, a la joven santa Eulalia de Mérida, que desde los primeros días de Junio es la patrona de la Juventud de nuestra Archidiócesis que interceda por nosotros ante el Señor para que seamos capaces de soportar las pruebas que nos lleguen, y que nos entreguemos con valentía y con alegría a cumplir la voluntad de Dios
 QUE ASÍ SEA.  

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DEL CORPUS CHRISTI


 QUE ASÍ SE
Catedral Metropolitana, 10 de junio, 2012

Queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

¡Qué satisfacción para el pueblo cristiano celebrar esta fiesta eminentemente eucarística y popular. Pedida por los fieles, e iniciada en muchos lugares con las prácticas devocionales de piedad eucarística, fue asumida por la Iglesia ya en el siglo XIII, con el carácter de Solemnidad litúrgica y fiesta de precepto.

¿Qué encontró el Pueblo cristiano en la Eucaristía para promover esta memoria  eucarística extraordinaria?

Algunas veces, llevados de prejuicios o de consideraciones un tanto parciales referidas al pueblo en general, se puede llegar a pensar que el pueblo, como conjunto indefinido y como realidad masificada, no puede ser sensible ante lo grande y lo selecto, ni autor de grandes descubrimientos. Al mismo tiempo, nadie puede negar que los pueblos, aún con sus inevitables y conocidos errores, han protagonizado grandes gestas a lo largo de la historia, tanto en el orden religioso, como en el orden cívico y patriótico. La sensibilidad de la gente sencilla es grande y reconocida para percibir la verdad, la grandeza y lo que es valioso y  razonable.

Sin embargo, la presión mediática actual, y la fuerza que tiene el ambiente propiciado por la cultura dominante, es capaz de orientar y desorientar  a la gente sencilla. Por ello, es muy posible que descubramos reacciones  populares nada plausibles.

Pero cuando se aprovecha la gracia de Dios, atendiendo a la predicación cristiana; y cuando se cultiva la fe mediante la oración y la participación en los sacramentos,  las gentes sencillas de corazón, - que nada tienen que ver con la ignorancia y la masificación, sino con  la bondad y la apertura expectante a la verdad-  entonces el Espíritu Santo obra en el alma del pueblo. Por esta acción sobrenatural  Dios le ayuda a vivir con intensidad la admiración ante la grandeza y magnanimidad divinas. Del alma, admirada por el Misterio y por el amor infinito que Dios nos tiene, brota el espíritu de adoración. Adorando al Señor, se va fortaleciendo la fe en el Misterio divino manifestado en Jesucristo. Y pronto, esta fe se manifiesta con la aclamación popular al Señor. ¿No nacen así las manifestaciones públicas de la piedad popular que contemplamos en las procesiones de Semana Santa y en los santuarios y en las fiestas dedicadas a la Santísima Virgen María?

Esa aclamación, constante y creciente, referida al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, se fue imponiendo en el pueblo cristiano, hasta lograr que el día dedicado a su veneración litúrgica y popular con  la Santa Misa y la procesión, fuera declarado fiesta solemne en toda la Iglesia. Este es el motivo que nos reúne hoy, y que reúne en la Iglesia a cristianos de todas partes.

Por este motivo, la fiesta del Corpus Christi se ha convertido no solo en un acto de fe, de adoración, de alabanza y de súplica al Señor, sino que es, necesariamente, una fiesta eminentemente apostólica y evangelizadora. Los cristianos, que sacamos a la calle a Jesucristo sacramentado, no podemos olvidar que es deber nuestro cumplir en el seno de la familia, en los círculos de amigos y allá donde sea posible, la misión recibida del Señor antes de ascender a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado” (Mt 28, 19-20).

La fe del pueblo sencillo suele manifestarse, de modo frecuente y llamativo, en la riqueza material de los lugares y de los objetos destinados al Señor o a la Virgen Santísima. Esta es una forma espontánea y muy propia del pueblo religiosamente admirado. Pero esto quedaría  vacío de sentido, si no fuera acompañado por la dedicación al Señor de lo más rico que tenemos, que es nuestra alma puesto que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios; forma parte de esa riqueza, la capacidad para acercarnos a Dios, para hablarle desde el corazón, y para recibirle en la Eucaristía comulgando su Cuerpo sacramentado. Todo esto constituye el fundamento de nuestro apostolado. Sin  ello, se nos podrán ocurrir fiestas religiosas, pero no tendrán especial incidencia en nuestro cambio de vida, ni serán apostólicas en lo más mínimo.

El Sacramento de la Eucaristía hace realmente presente  a nosotros, en todo tiempo y hasta el fin del mundo, el Sacrificio redentor. Y como una muestra insuperable del amor que Dios nos tiene, quiso Jesucristo que fuera, al mismo tiempo, Banquete pascual. En él podemos recibir cada uno, el pan que alimenta nuestra fe, que afianza nuestra fidelidad, que da fuerza ante la adversidad, y que nos une a Jesucristo. Unidos todos al Señor, nos unimos también entre nosotros. Por eso se afirma con razón que el Sacramento de la Eucaristía construye la Iglesia que es comunión entre hermanos, hijos adoptivos del mismo Padre Dios.

Acercándonos a la Sagrada Eucaristía, y permaneciendo ante el Señor en actitud contemplativa, con espíritu de adoración y orando con humildad a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, intimamos cada vez más con Jesucristo nuestro  Maestro y Señor; con este contacto íntimo podemos conocerle cada vez más. Este conocimiento que supera el meramente intelectual, es el que que nos lleva a sentirnos bien con Él y a gozar de la experiencia de Dios tan necesaria para buscar en él la razón y el criterio de bondad en todo lo que hacemos y vivimos.

Pero quien se acerca frecuentemente al Señor en la Eucaristía, aunque no lo parezca, va conociéndose cada vez más a sí mismo. La razón es muy sencilla: Dios es quien más nos conoce; y, en esos momentos de silencio y de intimidad, nos va ayudando a caer en la cuenta de lo que habitualmente nos pasa desapercibido por la prisa con que vivimos y porque escasea, por ello, en nuestra vida, el hábito de pensar, de revisar nuestro interior y de buscar serenamente a la luz del Señor, el camino y el modo más idóneo para recorrerlo.

Todo esto, y muchas más cosas, es lo que hoy nos enseña el Evangelio proclamando estas palabras de Jesucristo que, ciertamente, van dirigidas a todos los cristianos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 55-56). Por tanto, sigue diciéndonos el Señor: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, n o tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Que es lo mismo que decir: si no participáis en la Eucaristía y no  comulgáis debidamente preparados, no sois verdaderamente cristianos, no os comportáis como verdaderos discípulos de Jesucristo.

Que cada uno saque las consecuencias de estas palabras del Señor. Y, para aprender de la palabra de Dios, como es necesario, pidámosle, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre suya y Madre nuestra, que nos aumente la fe y nos ayude para tomarnos cada día en serio el deber y la suerte de ser verdaderamente cristianos aprovechando la cercanía del Señor en la Eucaristía.

Que así sea.

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI


Queridos hermanos sacerdotes y diácono,
Queridos miembros de la vida consagrada y seglares todos:

            La fe sencilla del pueblo, cuando es sincera y profunda, nacida de la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios y alimentada con la participación asidua de los sacramentos, tiene una fuerza tal que arrastra a la Iglesia a contemplar y celebrar, de un modo singular los misterios del Señor. Muestra de ello, en cierto modo, la tenemos en la celebración piadosa de la Semana Santa mediante las procesiones del Señor y de la Virgen que recorren nuestras calles.
Cuando la fe del pueblo se deteriora o languidece por el abandono de las fuentes que han de alimentarla, entonces se producen las desviaciones que provocan la insatisfacción de la Iglesia y la tergiversación del sentido de lo que se realiza.
Cuando las manifestaciones religiosas populares se realizan con verdadera unción y buen sentido, se convierten en testimonio cristiano público y verdaderamente evangelizador. Cuando, por el contrario, no nacen del convencimiento creyente y del humilde sentido de adoración, pasan a ser un motivo de alejamiento de la Iglesia por parte de quienes las contemplan.
La festividad del Corpus Christi nació de la fe del pueblo, penetrado del la admiración religiosa ante el milagro de la redención que se hace presente en la Eucaristía. Por eso, desde el siglo XIII, en que se inició esta celebración con las bendiciones de la santa Madre Iglesia hasta el día de hoy persiste como una expresión de adoración y gratitud a Cristo Jesús, Dios y hombre, hermano nuestro y redentor del género humano. La contemplación de la sagrada Eucaristía, presencia real de Jesucristo nuestro maestro y salvador, ayuda a la conversión interior, acrecienta nuestra fe, y, como dice el texto sagrado que acabamos de escuchar, nos une a Dios y a los hermanos, al prójimo.
Esta unión acontece porque el Señor obra libre y beneficiosamente en quienes se acercan a Él con espíritu de fe, con sencillez y con ánimo de conversión. Esta obra de Cristo en quienes le adoran y le reciben en la sagrada Comunión consiste, fundamentalmente, en unirnos a Él y a los hermanos con ese vínculo tan importante que él mismo estableció como mandato: el amor- la caridad.
El amor de Dios, nada confundible con los afectos instintivos y pasajeros, consiste, esencialmente, en tomar conciencia de que, al participar de la Eucaristía, nos unimos a Cristo. Y al unirnos a él, nos unimos también a quienes se acercan a recibirle. Todos unidos a Cristo, y, en él, unidos entre nosotros. Esta es la razón por la que el santo Concilio Vaticano II dice de la Eucaristía que es “sacramento de piedad, signo de unidad, y vínculo de caridad” (SC.47).
 No cabe duda de que el progreso de la vida humana depende del lugar que demos en ella a Dios nuestro Señor. El Papa Benedicto XVI nos recuerda que cuando el hombre se aparta de Dios, se deshumaniza. Y cuando las relaciones humanas no tienen a Dios como origen y como ejemplo, se hacen cada vez más inhumanas. Muestra de ello tenemos en los constantes conflictos, enfrentamientos, crímenes y guerras que tanto abundan en nuestra sociedad secularizada.
Al considerar esta afirmación de Benedicto XVI, debemos hacer un esfuerzo para entenderla bien; porque nada tiene que ver con tener presente a Dios como la solución mágica de nuestros males: algo así como si fuera nuestro criadillo permanente. Tampoco tiene que ver con la superstición que lleca a tantos a pensar que una vela encendida al Señor, a la Virgen o a un santo, llega automáticamente a Dios recabando de su bondad aquello que le pedimos. La oración y la ofrenda al Señor directamente o a través de nuestros intercesores, ha de ir precedida, necesariamente, del propósito de enmienda, de la voluntad de conversión, del compromiso de fidelidad con el Señor. Compromiso que comporta, a la vez, la reconciliación con los hermanos.
Queridos hermanos: Este es el momento de hacer un acto de fe en la vedad de la Eucaristía, y en la explicación que de ella nos da hoy S. Pablo. El cáliz que bendecimos es realmente la sangre de Jesucristo, que nos ha redimido en el sacrificio de la Cruz, y que él nos dejó como sacramento central de nuestra vida y de la vida de la Iglesia.
La enseñanza del Magisterio solemne de la Iglesia en el Concilio, nos enseña que “en la Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO: 5).
En la festividad litúrgica de la Eucaristía se va construyendo la Iglesia, se purifica y se fortalece la comunidad cristiana, y se llena de esperanza nuestra débil condición.
En esta oración de la tarde, iniciemos nuestro acercamiento al Señor, con ese especial recogimiento que propicia la adoración y que nos mueve a la conversión.
Que la Santísima Virgen María, primer sagrario del Hijo de Dios hecho hombre, y testigo sin mancha de la aceptación y unión con Cristo, y de mate4rnal amor a los discípulos de su Hijo, nos alcance la gracia de fortalecer nuestra fe, de frecuentar con espíritu cristiano la oración y de participar devotamente de la sagrada Eucaristía.

            QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CONCATEDRAL


Concatedral, viernes 8 de junio

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos fieles cristianos, miembros de la Vida consagrada y seglares:

2. La celebración anual de la Consagración de la Concatedral, constituye una verdadera gracia del Señor. Al escuchar la palabra de Dios, renovamos la conciencia de que el Señor ha querido permanecer entre nosotros, y ha procurado los signos de su presencia para facilitar nuestra fe:
·         El templo es la casa de Dios con los hombres.
·         El altar que preside el templo, es signo de Cristo, piedra angular del edificio que es la Iglesia.
·         El mismo altar significa el Calvario donde Jesucristo fue crucificado y ofreció su vida al Padre como propiciación por nuestros pecados. Podemos decir que el Altar, como el Calvario es la cuna de la nueva humanidad.
·         El Altar es, también, la mesa de la Cena Pascual que el Señor quiere compartir con nosotros, como lo hizo con los apóstoles en el primer Jueves Santo.
3. La celebración anual de la Consagración de este Templo catedralicio, es también un regalo del Señor, porque, nos recuerda la dignidad sagrada de la morad de Dios con los hombres.
Ello nos invita a pensar en nuestros cuerpos, que, según S. Pablo, son templos del Espíritu Santo que habita en nosotros.
Por eso, esta celebración, lejos de quedarse en una simple referencia a la edificación material de este bello lugar que nos acoge, nos llama a renovar ante Dios, unas actitudes que deben caracterizar nuestra vida:
a)      Recordar que nuestro cuerpo y nuestra alma fueron purificados por el sacramento del Bautismo, y consagrados especialmente por el sacramento de la Confirmación. Ello nos ha de recordar el deber de agradecer al Señor todo el bien que nos ha hecho:
-        nos ha perdonado el pecado original,
-        nos ha hecho hijos adoptivos suyos,
-        nos ha constituido en piedras vivas del edificio o templo espiritual que es la Iglesia. Por ello somos miembros suyos, con un lugar y un ministerio propio en ella. La iglesia, de la que formamos parte es, a la vez, madre nuestra,
-        nos ha encomendado la misión de ser su voz en los ambientes del mundo en que nos movemos habitualmente.
b)      Esta celebración litúrgica de acción de gracias por el templo material que nos cobija, y por haber sido hechos templos vivos del Espíritu Santo, nos recuerda, también,
-        que, así como desde el interior del templo material, se elevan a Dios constantemente alabanzas, acción de gracias y súplicas confiadas en su bondad y misericordia, así también, desde nuestro corazón han de elevarse nuestras oracional al Padre por Jesucristo nuestro maestro y pontífice, y alentados por el Espíritu Santo que nos da vida.
c)      Esta celebración nos hace pensar que, así como nos enorgullece ir aumentando la belleza del templo mediante la limpieza y restauración de sus muros y sus enseres, y mediante la incorporación de nuevos y bellos elementos, así también debemos procurar ennoblecer y embellecer nuestra alma con la limpieza que nos ofrece el sacramento de la penitencia, y con la incorporación de las virtudes cristianas.
4. San Pablo nos dice en la segunda lectura: “Sois edificio de Dios”. Por tanto, somos propiedad suya. Y así como el templo consagrado no debe utilizarse para otras actividades distintas de las pertinentes al culto sagrado, así también, nosotros debemos ocuparnos solamente y siempre en la alabanza a Dios y en el ofrecimiento de lo que de Él hemos recibido: nuestra vida, nuestro trabajo, nuestros sacrificios, el dolor de las pruebas que estamos llamados a sufrir como las sufrió Jesucristo durante su vida terrena.
5. La palabra de Dios nos enseña hoy que Dios vela con celo paternal por nosotros, por nuestra integridad espiritual, por el respeto ajeno que merecemos por ser imagen y semejanza suya. Y san Pablo, a este respecto, nos dice: “si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo” (1Cor 3, 17). Y añade: “ese templo sois vosotros”.
Buen aviso éste para que entendamos que nadie tenemos la autoridad última sobre nosotros. Venimos de Dios que nos ha creado. Somos de Dios que nos ha redimido. Y caminamos hacia Dios que nos ha preparado un lugar junto a Él en los cielos.
Somos de Dios, estamos vinculados a Dios por el amor que nos tiene, y hemos sido llamados a proclamar, como la Virgen María, la grandeza del Señor.
6. Es importante considerar la seriedad y la fuerza que Jesucristo puso en la defensa del templo de Jerusalén que no era más que una figura del templo cristiano y de nuestras almas. Lo hemos escuchado en el santo evangelio.
Esto nos debe hacer pensar en la protección que el Señor ejerce sobre nosotros; y ha de movernos a darle gracias incesantes por ello. Mucho más ha hecho por nosotros.
Pero nos debe hacer pensar, también, en la responsabilidad que tenemos de no malgastar ni malutilizar nuestro cuerpo y nuestra alma, porque son morad de Dios en el Espíritu Santo.
7. Unámonos en la acción de gracias a Dios por los dones que de Él recibimos constantemente y pidámosle su gracia para ser fieles al inmenso regalo que nos ha hecho convirtiéndonos en templos vivos suyos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


Vigésimo aniversario de la clausura del Sínodo pacense de 1992


Mi querido D. Antonio, Arzobispo emérito de esta Archidiócesis de Mérida-Badajoz,
Queridos D. Amadeo, Obispo de Plasencia, y D. Francisco Cerro, obispo de Coria-Cáceres,
Queridos Vicarios general y episcopales, y hermanos sacerdotes todos;
Hermanas y hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares.
Mi saludo especial para quienes habéis tenido que viajar desde otros pueblos y ciudades para participar en esta significativa celebración:

1.- Doy gracias a Dios porque él cuida de nosotros más allá de nuestras previsiones, y por encima de nuestras debilidades y torpezas. En estos momentos nos hace sentir, con singular claridad, a pesar de nuestra tibieza, la condición de hijos adoptivos de Dios y miembros de su Cuerpo que es la Iglesia universal, presente en la Iglesia particular o Diócesis, de la que formamos parte.
Los motivos de nuestro encuentro son, fundamentalmente, dos: la fiesta de la santísima Trinidad, y el vigésimo aniversario de la clausura del Sínodo que tuvo lugar en esta Iglesia diocesana hace ya veinte años.
2.- La razón de ser de nuestra existencia es el amor de Dios. Es, por tanto, el Dios personal, en quien “somos, nos movemos y existimos” (Hch. 17, 28), quien nos convoca para que reafirmemos nuestra fe en la Santísima Trinidad, y para que gocemos del Misterio que nos atrae y nos desborda al mismo tiempo; que nos ayuda a reconocer ante él nuestra pequeñez, y a sentir el abrazo de la omnipotencia divina que nos creó, que nos redimió, y que está pendiente de nosotros como el padre amoroso que espera al hijo díscolo, abriendo sus brazos para acogerlo con todo cariño.
La experiencia del amor de Dios, nos muestra el verdadero sentido de la vida, nos alienta en las tribulaciones, nos fortalece en la lucha cotidiana, y nos ayuda a entonar la acción de gracias por los bienes recibidos. Con esa riqueza de dones que lleva consigo, la experiencia de Dios abre nuestra mente y nuestro corazón a la necesidad ajena, a la penuria de quienes no pueden saborear el amor incondicional y la promesa divina por la que hemos sido constituidos herederos de su gloria.
3.- El conocimiento de la pobreza espiritual en que viven tantos hombres y mujeres de todas las edades y condiciones, nos hace volver la mirada desde la contemplación de la santísima Trinidad, hacia quienes no han tenido la oportunidad de cultivar la fe; hacia quienes han torcido su existencia dando la espalda a Dios; y hacia quienes se sienten ajenos a él y viven con clara indiferencia religiosa y evangélica; hacia quienes no han recibido todavía el don de la fe.
La Santísima Trinidad es vida y salvación, alegría y esperanza para cuantos creen en el Dios vivo y verdadero manifestado en Jesucristo.
La santísima Trinidad es fuente de la ilusión y de la confianza que necesitamos para el servicio a Dios y a los hermanos.
Somos testigos en nuestros ambientes de que, como decía el Beato Juan Pablo II, “aunque la fe cristiana vive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales, tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes enigmas que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas” (Ch. L. 34). Y, refiriéndose a la necesidad de acercarnos cada vez más al Señor, el Papa Magno añadía al prepararnos para la entrada en el tercer milenio,: “No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no solo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe” (TMA. 36).
4.- Reflexionando sobre esta situación, descubrimos que nuestra razón de ser es dar gloria a Dios confesando su nombre; vivir en el amor divino, que nos transforma en hermanos de todos nuestros semejantes; y emplear nuestros días procurando mostrar el verdadero rostro de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, manifestación plena del amor infinito e incondicional de Dios Uno y Trino, infinito y cercano a la vez, admirable majestad y humilde huésped de nuestras almas.
Nuestra misión, siempre unida a la misión de la Iglesia, es, por tanto, evangelizar. “El mejor servicio que podemos hacer a nuestra sociedad es recordarle constantemente la palabra y las promesas de Dios, ofrecerles sus caminos de salvación”. Así hablaba el Papa Juan Pablo II a la Conferencia episcopal Española, apenas concluidos los trabajos del Sinodo, en 1993.
Este descubrimiento, que debía embargar la vida entera de todos los cristianos, es lo que constituye la razón de ser de la Iglesia; es el mandato que le dio Jesucristo antes de subir a los cielos: “Id y haced discípulos de entre todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28, 19-20).
5.- Para ello es absolutamente necesario que “esa fuerza inagotable, vivificadora y divina del Evangelio la inyecte en las venas del mundo moderno” (Humanae Salutis. Juan XXIII). Así lo expresaba el Papa Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II). Y añadía: “creímos que era una grave obligación de nuestro oficio apostólico, consagrar nuestro pensamiento a que, con la ayuda de todos nuestros hijos, la Iglesia se haga cada día más idónea para resolver los problemas de los hombres de nuestro tiempo” (Id).
Esta fue la motivación del Concilio. Y, de acuerdo con su objetivo y sus orientaciones, fue muy oportuno procurar que la Iglesia diocesana, cuya razón de ser está en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, se hiciera, también, cada día más idónea para proyectar la luz del Evangelio sobre quienes integran nuestra sociedad, cuya evangelización nos ha encomendado el Señor. De aquí nació el proyecto del Sínodo diocesano, del que hoy celebramos el vigésimo aniversario con verdadero gozo. Es una providencial coincidencia que esta efemérides coincida con el quincuagésimo aniversarios del Concilio Vaticano II a cuya doctrina obedecía ujedstro Sínodo.
Demos gracias a Dios, que quiso bendecir a esta Iglesia particular, de la que formamos parte, y que movió la iniciativa pastoral del entonces obispo de Badajoz, nuestro querido D. Antonio Montero para iniciar y orientar los trabajos sinodales.
6.- Pero esta celebración, que ha de llevarnos del recuerdo gozoso y agradecido, a la responsabilidad propia de los miembros de la Iglesia diocesana, supone para nosotros unas muy serias llamadas del Señor.
En primer lugar, el Señor nos llama a que procuremos la propia capacitación personal para ser testigos fidedignos de Jesucristo.
En segundo lugar nos llama a la colaboración parroquial y diocesana. Es preciso que la Iglesia cuente con los medios necesarios para convocar, para acoger y para atender a los fieles cristianos y a los hijos de Dios que andan dispersos. A ello nos urge la convocatoria a la Nueva Evangelización.
En tercer lugar, y de modo simultáneo, esta celebración nos llama a fortalecer la propia fe, de modo que el conocimiento de los misterios del Señor transforme nuestra vida con la gracia del Espíritu Santo.
7.- Todo ello constituye las bases de un proyecto personal ordenado a la propia renovación interior. Dicha transformación no puede ir separada de la formación doctrinal necesaria para ser capaces de dar razón de nuestra esperanza con obras y palabras. Y, contando con la formación doctrinal y con la transformación interior, el compromiso a que nos lanza esta celebración se extiende al deber de procurar nuevas formas de acción pastoral y apostólica. Para ellas nos ofrece las oportunas orientaciones el Sínodo cuyo aniversarios estamos celebrando.
8.- Pido al Señor que tanto la celebración del Sínodo en su momento, como la memoria de este acontecimiento y del Concilio Vaticano II que lo motivó, estimulen la renovación de la vida diocesana en sus pastores, en sus fieles y en las estructuras y servicios que han de apoyar la acción evangelizadora imprescindible en nuestra sociedad.
QUE ASÍ SEA