Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos hermanos todos, miembros de la
Vida Consagrada y seglares:
1.- El Señor nos ha
bendecido dándonos oportunidad de celebrar los acontecimientos eclesiales
entorno a los que hemos reflexionado en los días precedentes: el Concilio, el
Catecismo de la Iglesia Católica, el Sínodo diocesano y la institución
diocesana de Cáritas.
Es una bendición podernos
asomar a la vida de la Iglesia universal conducidos por su magisterio. Esta
bendición nos ha llegado de un modo solemne y notorio por medio del Concilio
Vaticano II y del Cat3ecismo de La Iglesia Católica. Con sus enseñanzas nos
asomamos a los problemas de nuestro tiempo y podemos conocer lo que nos dice el
Evangelio para superarlos en la verdad y en la justicia que han de brotar del
amor.
2.- La luz de Jesucristo constituye
el auxilio imprescindible para que no contravengamos ni desperdiciemos el don
precioso de nuestra existencia, y para que no minusvaloremos ni desatendamos la
riqueza que para nosotros supone la existencia de los demás y de todo lo demás.
Todo lo que somos y tenemos es un don de Dios que no podemos desconocer ni
olvidar. Pensemos en la riqueza que supone haber sido creados para vivir en
compañía y en sincera solidaridad, en verdadera caridad de unos hacia los otros
siendo capaces de amarnos, de ayudarnos a ser mejores y a resolver los
problemas que se nos van presentando.
Es un regalo, que nunca alcanzaremos a valorar
suficientemente, la sublime identidad del hombre y de la mujer creados a imagen
y semejanza de Dios.
Es un don de Dios, sin el
que no sería posible nuestra vida, todo lo que forma la creación entera, puesta
por Dios a nuestro servicio, con tal que la utilicemos bien.
La palabra de Dios, que la
Iglesia nos enseña mediante su Magisterio, nos manifiesta la más consoladora
y esperanzadora verdad de que Dios nos ama infinitamente, de que nos ha dado
todo lo que necesitamos para crecer y se felices, y de que ha dado su vida, en
Jesucristo, para alcanzarnos el perdón de los pecados y la gloria eterna.
3.- La luz del Evangelio
nos lleva a la certeza de que Dios está velando constantemente por nosotros con
su providencia y misericordia infinitas.
La luz del Evangelio nos
ofrece la posibilidad de enmendar constantemente nuestra vida, seguros de que
el Señor nos acoge cada vez.
Por el Evangelio gozamos
de la esperanza de alcanzar un día la felicidad eterna prometida por el Señor.
4.- Esta luz que procede
de Dios, resulta especialmente necesaria en tiempos tan difíciles como los que
vivimos. Sabemos por experiencia, que
los intereses humanos y las influencias de un mundo materializado y lanzado
frenéticamente en busca de las satisfacciones inmediatas, oscurecen la auténtica verdad; la encubren
con lo que no son más que apariencias engañosas disfrazadas de verdad, y que
cierran los caminos para descubrirla.
5.- La santa Madre
Iglesia ha recibido el mandato de ser testigo de la Verdad de Dios manifestada en Jesucristo nuestro Señor. Él ha
dicho de sí mismo: “Yo soy la Verdad” (Jn. 14, 6); “quien me sigue no
anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8, 12). Sólo de
la Verdad de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo, podemos recibir la luz
que nos permite descubrir la verdad de nosotros mismos y de todo cuanto existe.
Sólo la Verdad de Jesucristo nos puede
hacer libres (cf. Jn 8, 32). Y para que la Iglesia nunca falle en su Magisterio,
Jesucristo le ha garantizado la asistencia del Espíritu Santo, y nos lo ha
manifestado diciendo a los Apóstoles, fundamento de la Iglesia: “Quien a vosotros
escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me
rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc. 10, 16).
El Espíritu Santo asiste
siempre a la Iglesia para que sea siempre maestra fiel de la verdad en nombre
de Jesucristo; y para enseñar así todo lo que se refiere a la verdad de Dios y
del hombre. Lo que ocurre es que al hombre le resulta molesto muchas veces que
alguien le enseñe una verdad que no es la que a cada uno le conviene según sus
propios intereses.
6.- En el Año de la Fe
debemos prepararnos y ponernos en camino para rescatar a los hombres del
desierto de una vida sin Dios y de la cárcel del engaño y de la mentira, y para
conducirlos al lugar de la verdad y de la vida, a la amistad con Aquel que nos lo
da todo y que nos ayuda para que vivamos en plenitud (cf. P F. 2).
No podremos cumplir con
nuestra misión de ser apóstoles del Evangelio, si no renovamos y fortalecemos
nuestro acercamiento a Jesucristo en los Sacramentos, y si no mantenemos nuestro
frecuente contacto con Él mediante la oración.
7.- Tengamos presente que
la fidelidad a Dios depende de la experiencia de que estamos siendo amados por
Él. Benedicto XVI nos ha dicho que “la Fe, en efecto, crece cuando se vive
como experiencia de un amor que se recibe, y se comunica como experiencia de
gracia y de gozo” (PF. 7).
La atenta y devota
participación en la Eucaristía, Sacrificio y sacramento de nuestra redención,
ha de llevarnos a experimentar interiormente, y de modo progresivo, el amor que
Dios nos tiene. En consecuencia, debemos
vivir la santa Misa como la mejor forma de corresponder al Señor por
todo lo que ha hecho en favor nuestro. Hagamos, pues, el propósito de
acercarnos más a Él y de darlo a conocer sin miedo ni retraimiento alguno. A
ello nos anima la promesa de Jesucristo precisamente cuando encomendaba a sus
Discípulos la misión apostólica: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el final de los tiempos” (Mt. 28, 20).
8.- La Misa dominical
constituye el comienzo cristiano de la semana.
El Día del Señor ha de ser vivido como el tiempo especialmente oportuno
para nuestra revisión y conversión, para
cercarnos a Dios y disfrutar de su amor. La renovación de la vida cristiana a
la que nos convoca el Año de la Fe debe urgirnos a revisar cómo vivimos el
Domingo.
9.- La santísima Virgen
María, estrella de la evangelización, maestra de la fe y de la fidelidad a
Dios, guie nuestros pasos a lo largo de nuestra vida y, de un modo singular, a
lo largo de este Año Jubilar de la Fe. Que ella, madre amantísima de
Jesucristo, no permita que nos apartemos de él, y que nos ayude a ser apóstoles
del amor de Dios y de la promesa de salvación.
QUE ASÍ SEA