MISA EN LA CLAUSURA DE LA SEMANA DIOCESANA


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- El Señor nos ha bendecido dándonos oportunidad de celebrar los acontecimientos eclesiales entorno a los que hemos reflexionado en los días precedentes: el Concilio, el Catecismo de la Iglesia Católica, el Sínodo diocesano y la institución diocesana de Cáritas.

Es una bendición podernos asomar a la vida de la Iglesia universal conducidos por su magisterio. Esta bendición nos ha llegado de un modo solemne y notorio por medio del Concilio Vaticano II y del Cat3ecismo de La Iglesia Católica. Con sus enseñanzas nos asomamos a los problemas de nuestro tiempo y podemos conocer lo que nos dice el Evangelio para superarlos en la verdad y en la justicia que han de brotar del amor.

2.- La luz de Jesucristo constituye el auxilio imprescindible para que no contravengamos ni desperdiciemos el don precioso de nuestra existencia, y para que no minusvaloremos ni desatendamos la riqueza que para nosotros supone la existencia de los demás y de todo lo demás. Todo lo que somos y tenemos es un don de Dios que no podemos desconocer ni olvidar. Pensemos en la riqueza que supone haber sido creados para vivir en compañía y en sincera solidaridad, en verdadera caridad de unos hacia los otros siendo capaces de amarnos, de ayudarnos a ser mejores y a resolver los problemas que se nos van presentando.

Es un regalo, que nunca alcanzaremos a valorar suficientemente, la sublime identidad del hombre y de la mujer creados a imagen y semejanza de Dios.

Es un don de Dios, sin el que no sería posible nuestra vida, todo lo que forma la creación entera, puesta por Dios a nuestro servicio, con tal que la utilicemos bien.

La palabra de Dios, que la Iglesia nos enseña mediante su  Magisterio, nos manifiesta la más consoladora y esperanzadora verdad de que Dios nos ama infinitamente, de que nos ha dado todo lo que necesitamos para crecer y se felices, y de que ha dado su vida, en Jesucristo, para alcanzarnos el perdón de los pecados y la gloria eterna.

3.- La luz del Evangelio nos lleva a la certeza de que Dios está velando constantemente por nosotros con su providencia y misericordia infinitas.

La luz del Evangelio nos ofrece la posibilidad de enmendar constantemente nuestra vida, seguros de que el Señor nos acoge cada vez.

Por el Evangelio gozamos de la esperanza de alcanzar un día la felicidad eterna prometida por el Señor.

4.- Esta luz que procede de Dios, resulta especialmente necesaria en tiempos tan difíciles como los que vivimos. Sabemos por experiencia,  que los intereses humanos y las influencias de un mundo materializado y lanzado frenéticamente en busca de las satisfacciones inmediatas, oscurecen la auténtica verdad; la encubren con lo que no son más que apariencias engañosas disfrazadas de verdad, y que cierran los caminos para descubrirla.

5.- La santa Madre Iglesia ha recibido el mandato de ser testigo de la Verdad de Dios  manifestada en Jesucristo nuestro Señor. Él ha dicho de sí mismo: “Yo soy la Verdad” (Jn. 14, 6); “quien me sigue no anda en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8, 12). Sólo de la Verdad de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo, podemos recibir la luz que nos permite descubrir la verdad de nosotros mismos y de todo cuanto existe. Sólo la Verdad  de Jesucristo nos puede hacer libres (cf. Jn 8, 32). Y para que la Iglesia nunca falle en su Magisterio, Jesucristo le ha garantizado la asistencia del Espíritu Santo, y nos lo ha manifestado diciendo a los Apóstoles, fundamento de la Iglesia: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc. 10, 16).

El Espíritu Santo asiste siempre a la Iglesia para que sea siempre maestra fiel de la verdad en nombre de Jesucristo; y para enseñar así todo lo que se refiere a la verdad de Dios y del hombre. Lo que ocurre es que al hombre le resulta molesto muchas veces que alguien le enseñe una verdad que no es la que a cada uno le conviene según sus propios intereses.

6.- En el Año de la Fe debemos prepararnos y ponernos en camino para rescatar a los hombres del desierto de una vida sin Dios y de la cárcel del engaño y de la mentira, y para conducirlos al lugar de la verdad y de la vida, a la amistad con Aquel que nos lo da todo y que nos ayuda para que vivamos en plenitud (cf. P F. 2).

No podremos cumplir con nuestra misión de ser apóstoles del Evangelio, si no renovamos y fortalecemos nuestro acercamiento a Jesucristo en los Sacramentos, y si no mantenemos nuestro frecuente contacto con Él mediante la oración.

7.- Tengamos presente que la fidelidad a Dios depende de la experiencia de que estamos siendo amados por Él. Benedicto XVI nos ha dicho que “la Fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe, y se comunica como experiencia de gracia y de gozo” (PF. 7).

La atenta y devota participación en la Eucaristía, Sacrificio y sacramento de nuestra redención, ha de llevarnos a experimentar interiormente, y de modo progresivo, el amor que Dios nos tiene. En consecuencia, debemos  vivir la santa Misa como la mejor forma de corresponder al Señor por todo lo que ha hecho en favor nuestro. Hagamos, pues, el propósito de acercarnos más a Él y de darlo a conocer sin miedo ni retraimiento alguno. A ello nos anima la promesa de Jesucristo precisamente cuando encomendaba a sus Discípulos la misión apostólica: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt. 28, 20).

8.- La Misa dominical constituye el comienzo cristiano de la  semana. El Día del Señor ha de ser vivido como el tiempo especialmente oportuno para  nuestra revisión y conversión, para cercarnos a Dios y disfrutar de su amor. La renovación de la vida cristiana a la que nos convoca el Año de la Fe debe urgirnos a revisar cómo vivimos el Domingo.

9.- La santísima Virgen María, estrella de la evangelización, maestra de la fe y de la fidelidad a Dios, guie nuestros pasos a lo largo de nuestra vida y, de un modo singular, a lo largo de este Año Jubilar de la Fe. Que ella, madre amantísima de Jesucristo, no permita que nos apartemos de él, y que nos ayude a ser apóstoles del amor de Dios y de la promesa de salvación.

 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA APERTURA DEL AÑO DE LA FE


MISA EN EL SANTUARIO DE GUADALUPE
OBISPOS Y SACERDOTES DE LAS TRES DIÓCESIS DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA
DE MÉRIDA-BADAJOZ

Muy queridos hermanos en el episcopado: Don Manuel Ureña, Arzobispo de Zaragoza, Don Amadeo, Obispo de Plasencia, y Don Francisco, Obispo de Coria-Cáceres,

Queridísimos presbíteros de nuestra Provincia eclesiástica, hermanos en el único sacerdocio de Jesucristo. Os saludo, muy especialmente hoy, como necesarios colaboradores en la preciosa misión de expandir el Reino de Dios. A nosotros, unidos por el Espíritu en idéntica misión, corresponde cuidar a la grey que nos ha sido con fiada.

Queridos hermanos y hermanas fieles cristianos que habéis acudido para participar, también, en esta solemne celebración eucarística:

1. Toda Eucaristía es acción de gracias. En ella nos unimos a Jesucristo que ofrece, de una vez para siempre, el sacrificio por el que somos redimidos. La Eucaristía, por la entrega obediente del Hijo al Padre, es el sacrificio de suave olor que complace plenamente a Dios. Por su encarnación, Jesucristo nos une a sí en esta ofrenda propiciatoria y laudatoria; y el Padre, al recibir a su Hijo, recibe también a cuantos participamos debidamente en ella. En consecuencia, la Eucaristía se convierte en el centro y culmen de la vida cristiana. Por ella, nuestra vida puede llegar a ser una verdadera ofrenda de gratitud a Dios por su infinita misericordia y por su incesante providencia.

Os invito, pues, a que, unidos como miembros vivos del cuerpo de Cristo, hagamos nuestra la oración de S. Pablo: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos" (Ef. 1, 3).

2. Hoy tenemos otro motivo de gratitud al Señor: la celebración del Año de la Fe para cuya celebración el Papa ha convocado a toda la Iglesia. Nos da razón de ello, diciéndonos: "Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo" (Porta Fidei, 2).

Nuestra reflexión y nuestra plegaria, siempre eclesial, ha de propiciar en nosotros, y por nuestro medio en los fieles cristianos, la alegría y del entusiasmo que aporta el conocimiento y la cercanía de Cristo. La proclamación del don de la fe, y la constante invitación a recibir y cultivar este sublime regalo divino, será nuestro especial servicio caritativo a los jóvenes y adultos de nuestro tiempo, tan necesitados de sentido en su vida, y de la alegría y la esperanza que siguen a la auténtica libertad del espíritu. Esta oportunidad  de renovación interior y de intensificación evangelización, ha de alentar en nosotros, como cristianos y como pastores, una permanente gratitud a Dios y un impulso nuevo en  el ejercicio del ministerio recibido.

"En esta perspectiva, el Papa nos advierte de que el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo"(id. 6).
La gratitud a Dios, y el espíritu de conversión, inseparables de la fe viva, crecen cuando “como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo" (id. 7).

3. Nuestra Misión tiene una primera urgencia que quizá no siempre atendemos como una verdadera prioridad. Nuestra Misión tiene como objetivo principal, según el mandato d Jesucristo, lanzarnos hacia fuera de nuestros círculos más próximos, y más allá de los ámbitos más propicios a nuestra labor que parecen más cercanos a nuestras creencias y sensibilidades. Hemos sido enviados para "hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mt. 28, 19). Nosotros, como la Iglesia, existimos para evangelizar a los pobres y para proclamar el tiempo de gracia del Señor (cf. Lc. 4, 18-19).

Es cierto que esto resulta hoy especialmente difícil en los diversos ámbitos de la sociedad. Lejos de precipitarnos atribuyendo esta dificultad a una consciente oposición al Evangelio por parte de las personas alejadas o reacias, debemos considerar que las generaciones a las que debemos atender, han recibido en la Escuela y en la sociedad una formación y una presión ambiental muchas veces contraria a la fe cristiana; y, en la mayor parte de los casos, ajena al sentido evangélico de la vida.

4. Estos hechos, unidos a la deficiente formación cristiana de nuestros feligreses en general, ha ocasionado una situación adversa y contagiosa, que se difunde cada día y que no siempre está lejos de nuestra responsabilidad. "Sucede hoy con frecuencia -dice el Papa- que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio en la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado" (Porta Fidei 2). Por tanto, debemos abrir los ojos y reflexionar hasta entender que no podemos justificar ningún repliegue evangelizador ante un mundo hostil abundando en la queja estéril, o aceptando resignadamente una inexcusable pasividad frente a los alejados.

El hombre de hoy, ya desde la tierna juventud, está especialmente necesitado del sentido de la vida, de la esperanza ante el futuro, y de la alegría que sólo Dios puede conceder. Por la fe sabemos que el Evangelio es la Buena Noticia para el mundo de hoy. Y Dios ha tenido la audacia de poner en nuestras manos gran parte de la proclamación de este mensaje de vida en la libertad y en la felicidad interior.

Convencidos, por la fe, de que hemos sido enviados por Dios, precisamente ahora, para este mundo, hemos de hacer un esfuerzo por superar cualquier desánimo y todo cansancio paralizante. A esta superación ha de llevarnos el convencimiento profundo de que "el Señor, que ha comenzado en nosotros la obra buena, él mismo la llevará a término".

5. Ese esfuerzo no puede ser fruto de un mero ejercicio psicológico de recuperación anímica; ni depende de estímulos meramente humanos; ni puede centrarse en el ensayo de técnicas pastorales. Sin negar la validez relativa de todo ello, debemos aceptar que el esfuerzo que se nos exige es un problema de fe también en nosotros. Por eso, la renovación y fortalecimiento de la fe y del propósito evangelizador han de ir unidos en el ejercicio de nuestro ministerio sagrado. La preparación del espíritu para escuchar con fe la proclamación del Evangelio ha de constituir la base que debemos procurar en los fieles y, sobre todo, en los alejados para la tarea de la nueva evangelización.

Ambas realidades —fe y evangelización- van unidas también, providencialmente, en las celebraciones eclesiales del Año de la Fe. Y ambas tienen, como guía fundamental, junto a la palabra de Dios, el magisterio solemne de la Iglesia expresado en el Concilio Vaticano II, y en el Catecismo de la Iglesia Católica. No estaría de más que incluyéramos entre nuestros quehaceres preferentes, a partir de ahora, el estudio de estos documentos básicos de la Iglesia.

6. Activar el esfuerzo que requiere la Evangelización, cultivar la fe que ha de motivar y apoyar ese esfuerzo apostólico y pastoral, y mantener firme la esperanza en que Dios proveerá, como es necesario, son responsabilidades imposibles de asumir por parte de quienm no vive alentado por una fuerte experiencia de Dios.

Por ello, se impone, para nosotros en tanto evangelizadores, y para los alejados que se asoman al misterio de Jesucristo, cultivar el espíritu de oración. Así nos lo predica el Evangelio de hoy con un lenguaje inteligible y convincente.
Debemos agradecer lo recibido, y pedir lo que nos falta. Debemos procurar, con todo empeño, que la oración permanezca siempre como parte imprescindible de nuestro ministerio. Oración que debe ir unida constantemente a la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios.

De Dios necesitamos la luz de la fe para penetrar cada vez más en el misterio de Jesucristo. De Dios necesitamos la gozosa experiencia de sentirnos amados infinitamente por Él a pesar de nuestras infidelidades. De Dios necesitamos la convicción de que tanto los éxitos como los fracasos personales y pastorales son integrantes providenciales de nuestro crecimiento en la vida interior y en el ejercicio del ministerio pastoral.

7. Es en la oración serena y continuada en favor de nuestros feligreses y de los alejados donde podemos llenar el vacío de nuestras deficiencias pastorales, y superar la sospecha de una temida inutilidad pastoral. Es en la oración donde podemos cultivar personalmente nuestra fe diciendo al Señor: Dios mío, creo; pero ayúdame en mi incredulidad.

Es en la oración donde podemos poner en manos de Dios a aquellos que él nos ha confiado, para que libres de temor y arrancados de la mano de los enemigos –como hemos dicho en el salmo interleccional- le sirvan con santidad y justicia en su presencia, todos los días. Es en la oración, donde podemos redescubrir cada día, con el gozo de una verdad estimulante, que Dios se fía de nosotros como pastores,  y que, por tanto, somos capaces de hacer el bien evangelizando limpiamente a pesar de nuestras limitaciones e infidelidades.

Es en la oración, vitalizada por la fe, donde podemos entender que los caminos del Señor no son nuestros caminos. De este modo, no supeditaremos a nuestras ideas, a nuestros planes, y a las técnicas de pretendida eficacia, la obra que sólo Dios puede realizar y para la cual pide nuestra intervención.

8. A los pies de la Santísima Virgen, madre de Jesucristo Sumo Sacerdote y madre de quienes participamos de su santo sacerdocio, iniciamos este Año de la Fe.

Imploremos la protección de nuestra patrona Santa María de Guadalupe. Ella, que procuró para los pueblos lejanos la gracia de la fe y la fortaleza cristiana de los misioneros, nos acompañe en este Año de la Fe y en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral.

QUE ASÍ SEA                                                                       

MISA EN LA FESTIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN DEL PILAR


Patrona del Benemérito cuerpo de la Guardia Civil

Exmos. Srs.
Miembros del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil y familiares que les acompañáis,
Hermanas y hermanos todos:


            1.- Demos gracias a Dios porque nos ha concedido el gozo de celebrar esta fiesta tan entrañable. La Santísima Virgen del Pilar brilla con especial resplandor en vuestros Cuarteles y Escuelas. Es vuestra excelsa Patrona, y su Día es vuestro Día. Por ello os felicito muy cordialmente, y os ruego que hagáis llegar mis parabienes a los compañeros y compañeras que, por diversas circunstancias, no se han podido reunir en esta celebración.
           
            Que la Santísima Virgen María sea vuestra patrona lleva consigo una bendición, una llamada y un compromiso.
           
2.- La bendición está unida, de un modo especial en vuestro caso, al regalo que Dios nos hizo en la persona del Apóstol san Juan cuando, clavado en la cruz por amor a nosotros  pecadores, dijo a la Virgen: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y dirigiéndose a Juan, añadió: “Ahí tienes a tu madre”.

Hemos sido bendecidos con la protección maternal de la Santísima Virgen María que, como esposa del Espíritu Santo, es la medianera de todas las gracias. Su protección llega de un modo permanente y muy singular sobre vosotros que la tenéis como Patrona bajo la advocación del Pilar.

            3.- La llamada es muy lógica y sencilla: Si la Virgen es nuestra Madre y vuestra patrona, deberemos acudir a ella constantemente. Nuestra vida está íntimamente unida a María, como están unidas la vida de la madre y la del hijo. Como Madre es nuestra primera educadora. De ella debemos aprender las virtudes principales que han de forjar nuestra vida: El espíritu religioso; la fe incondicional en Dios nuestro Creador y redentor; la obediencia confiada a Jesucristo nuestro Señor; la solicitud ante las necesidades de nuestros hermanos; la humildad que abre a la cordialidad; el espíritu de sacrificio en el cumplimiento del deber; y la esperanza en la promesa de salvación.
           
            4.- El compromiso nos viene manifestado en el Santo Evangelio que acabamos de escuchar. La felicidad ocupa el primer lugar entre nuestros deseos. Lo que ocurre es que no siempre acertamos el camino para alcanzarla. Incluso llegamos a confundir la felicidad con la satisfacción de otros deseos cuya consistencia es pasajera. Este es el peligro que acecha a toda criatura humana, porque instintivamente nos sentimos atraídos por cantidad de anhelos que se nos presentan como portadores de una felicidad que no pueden ofrecernos. Por eso, la búsqueda de bienes aparentes o incluso de bienes reales que son legítimos, pero meramente terrenos, va acompañada generalmente de la decepción porque no nos dan lo que parecían prometer,  o de la insatisfacción que produce lo transitorio.

La verdadera felicidad está en lo que puede llenar nuestro corazón y permanecer siempre. Esa felicidad solo puede alcanzarse en el cielo como regalo de Dios que debemos pedir por intercesión de la Santísima Virgen María.

El otro aspecto de la felicidad, que ya podemos disfrutar en esta vida es la que va unida a la paz interior que es compañera del deber cumplido y consecuencia de la recta ordenación de nuestra vida según la voluntad del Señor.
           
Para conducirnos a esa felicidad, que todos podemos disfrutar porque Dios no hace acepción de personas y atiende a todos los que acuden a él, la santísima Virgen es el mejor modelo y el apoyo insuperable. El Evangelio nos lo cuenta así: Una mujer quiso enaltecer a la Virgen porque había dado a luz a un Hijo como Jesucristo, y pensaba que  habría alcanzado en ello la mayor felicidad. La sorpresa le llegó de labios de  Jesucristo cuando le respondió: “Más dichosos, más felices son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.

En verdad, esos son los que por encima de las alegrías pasajeras de esta vida y de los disgustos inevitables de nuestra condición humana, pueden alcanzar la paz interior, la tranquilidad de conciencia en esta vida, y la felicidad eterna en el cielo, que nadie puede destruir.

          5.- Demos gracias a Dios por  la protección maternal de la Santísima Virgen María, por las enseñanzas que de ella recibimos a la luz de sus virtudes y de su fidelidad al Señor porque siempre cumplió su palabra, y porque nos permite, con su intercesión, descubrir cada día lo que el Señor quiere de nosotros.

            Al cercarnos a la Eucaristía pidamos al Señor la gracia de mantener siempre la fe en su amor y en su promesa de salvación.


            QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN LA MISA DE LA APERTURA DIOCESANA DEL AÑO DE LA FE


(Textos del domingo XXVII del T.O.)

            Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
            Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares:

1.- Con esta solemne celebración nos unimos al Papa Benedicto XVI y a toda la Iglesia universal, elevando preces al Padre, por medio de Jesucristo Pontífice Supremo, para que nos bendiga el Espíritu Santo. Él nos ha de ayudar a vivir intensamente el Año de la Fe convocado por el Papa e inaugurado por él.

Pensar, orar, ofrecer y saber vivir en esperanza unidos a la Iglesia universal es o debe ser nuestra condición como cristianos, hijos adoptivos de Dios y miembros vivos del Cuerpo Místico de Jesucristo que es la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Esta unión espiritual que enlaza misteriosamente razas, continentes, lenguas y culturas, es la comunión sobrenatural que nos reúne, desde el Bautismo, como hermanos de una misma y grandísima familia, con un solo Señor, una sola fe y un solo Dios y Padre, un solo alimento que nos salva, y una misma esperanza en la salvación por la que gozaremos la herencia gloriosa en los cielos.
           
2.- A esta reunión eucarística nos ha convocado hoy el Señor para iluminarnos con su palabra, para santificarnos con el Sacramento de su cuerpo y de su sangre, y para enviarnos con la misión apostólica de anunciar su Reino.

Al acudir a la llamada del Señor, hemos escuchado su palabra. En ella nos habla hoy de la Sabiduría de Dios, que es la riqueza mayor que podemos alcanzar en esta vida. Es preferible a los cetros y a los tronos y no es equiparable a la piedra más preciosa.

La sabiduría de que nos habla el libro sagrado que lleva el mismo nombre, es el inmenso don al que podemos acceder por la fe. La Sabiduría por antonomasia es el Verbo de Dios, el Unigénito por quien todo ha sido creado. Él es la Verdad, la única Verdad permanente sin sombra de error, la Verdad con cuya referencia se puede verificar el auténtico sentido de todo pensamiento, de todo proyecto, de todo hallazgo, de todo lo que hacemos y de todo lo que nos ocurre.  Para ver su rostro, humano desde la Encarnación, y descubrir en él a Dios mismo hecho en todo semejante al hombre menos en el pecado, es imprescindible la Fe. Así lo afirma Jesucristo al Apóstol Felipe: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn. 14, 9). Pero, pronto entendemos que ver a Dios en la humanidad de Jesucristo ha de ser obra del Espíritu en nosotros, que tiene lugar si vivimos con fe en el único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

3.- La virtud de la Fe nos permite contemplar la realidad con los ojos de Dios;  nos abre a la profundidad del Misterio de salvación y nos conduce por el camino acertado para alcanzar la santidad. En ella está nuestra plenitud según la voluntad de Dios de quien somos imagen y semejanza.

La fe nos acerca, a la verdad de las cosas, a la verdad de la vida misma, a la verdad de los motivos por los que vivir y del modo de orientar nuestra existencia terrena.

La fe nos ayuda a llegar donde ninguna ciencia puede llegar. Nos conduce la palabra de Dios escuchada con oídos de Fe. Por tanto, sin la Fe no alcanzamos a descubrir el auténtico sentido de la vida y de la muerte, de la felicidad y del infortunio,  de la riqueza y de la pobreza, del dolor y del gozo; porque la fe nos permite conocer, valorar y asumir la voluntad de Dios como el perfil de nuestra identidad esencial, como la luz que nos desvela lo que significa ser persona humana, lo que significa vivir en este mundo. Lo que significa haber sido creados para el infinito.

La fe nos abre el acceso al significado de la palabra de Dios en la que aprendemos la sabiduría divina necesaria para valorar en justicia todo lo que tenemos y todo lo que nos llega en el ámbito material y en el espiritual.

La Fe y la Sabiduría de Dios constituyen para nosotros las dos dimensiones del mismo don divino. Por eso ambas deben constituir, especialmente hoy el contenido inseparable de nuestra plegaria.
           
4.- Nuestro quehacer principal en este Año de la Fe ha de ser, pues, cultivarla con verdadero interés y con esfuerzo continuado.

El esfuerzo que requiere el cultivo de la fe ha de centrarse, además de en la oración continua, en el conocimiento de la palabra de Dios que nos transmite el  Magisterio de la santa Madre Iglesia por expresa voluntad de Jesucristo. Refiriéndose a los apóstoles dijo: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (jn.9, 16).               

5.- Por tanto, debemos acoger el Año de la Fe como una oportunidad providencial para revisar el  nivel de nuestra Fe en Jesucristo y de nuestra Fe en la Iglesia. Y, al mismo tiempo, especialmente en este Año, debemos  revisar nuestra formación cristiana, el grado de nuestro conocimiento de la Doctrina de la Iglesia, y nuestra disposición a adquirir la formación que necesitamos para saber aplicar con acierto la palabra de Dios a las circunstancias de nuestro tiempo, a los problemas y a las ofertas de la civilización actual.

Tan importante es la formación cristiana para todos los bautizados, que el Papa nos habla insistentemente de ella, lamentando –según sus propias palabras- el “analfabetismo religioso” cada vez más extendido entre los bautizados.
           
6.- Vivimos tiempos en que todo se replantea desde diversos puntos de vista. Se quiere demostrar todo con argumentos simplemente racionales o experimentales. Y, al mismo tiempo, los argumentos que oímos nos llegan como dispares y contrarios entre sí según la perspectiva, la ideología o la creencia desde la que se construyen los diferentes  razonamientos. Necesitamos una referencia cierta para no andar equivocados ni desquiciados, sin criterio propio o con un criterio insuficiente. Para ello debemos acercarnos  al mensaje del Evangelio tal como nos lo transmite la santa Madre Iglesia. Y ello nos exige el compromiso de asumir un proceso de formación que requiere, también, la acogida de la fe.
           
7.- Si decimos creer en Jesucristo nuestro Señor, y si deseamos y esperamos alcanzar la salvación que nos promete, debemos conocer bien su mensaje; debemos conocer bien la Iglesia que él ha fundado como su Cuerpo Místico en el que permanece entre  nosotros hasta el fin de los tiempos, y que constituirá en la eternidad  el Reino de Dios en plenitud, un reino eterno y universal, el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, del amor y de la paz.

Este Año de la Fe ha de ser un año de especial sinceridad en la valoración de nuestros conocimientos cristianos, y un año de oración para que el Señor  nos ayude a superar las dificultades que puedan oponerse al proceso formativo que necesitamos.

8.- Pero el Año de la Fe, como tiempo de replanteamientos cristianos fundamentales, ha de ser también una ocasión privilegiada para que asumamos, como un compromiso muy especial, el deber apostólico que nos  compete a todos. El Año de la Fe debe ser, también, el año del apostolado, el año en que demos un serio impulso a la Evangelización, a la predicación de la fe en Jesucristo.

Cada uno debemos pensar bien cual es el campo que más compromete nuestro apostolado: la familia, la comunidad parroquial, el grupo de amistad, la propia Cofradía, los ambientes  en que discurre la vida pública, la educación, la justa distribución de la riqueza, la necesaria y auténtica igualdad entre las personas, los grupos sociales y los pueblos, etc.

9.- En este Año de la Fe, debemos dar testimonio de que aceptamos la responsabilidad de cultivar, acrecentar y orar para que se difunda el don de la fe, especialmente entre los alejados.

Pidámoslo con devoción y confianza, por intercesión de la Santísima Virgen María, que fue merecedora de esta preciosa alabanza: “Bendita tú porque has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

            QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN LA APERTURA DE CURSO DE LOS CENTROS EDUCATIVOS DE LA ARCHIDIÓCESIS


Mis queridos sacerdotes concelebrantes, queridos profesores, alumnos y demás fieles participantes:

1.- Demos gracias a  Dios que nos permite iniciar un nuevo curso ordenado a la educación cristiana integral. En este tiempo, la programación del Seminario, del Centro de estudios teológicos, del Instituto superior de Ciencias Religiosas y de las Escuelas de formación básica y de preparación de Agentes de pastoral, irá ofreciendo los elementos correspondientes a la necesaria formación teológica. A la vez, y como  condición imprescindible e inseparable, cada Centro procurará a su estilo poner al alcance de los respectivos alumnos las orientaciones y, en su caso, las acciones y actividades oportunas para que la formación científica y teológica sea complementada con un acercamiento personal de Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo y que se acerca a nosotros en la Iglesia.

2.- Todo este cometido de principalísima importancia es una gracia de Dios. Como tal, ha de suscitar en todos una sincera gratitud que deberá manifestarse en un serio compromiso. Educadores, profesores y alumnos tendrán que plantearse cuáles han de ser las actitudes y las acciones fundamentales a procurar en el desempeño de su misión y, especialmente ahora, durante el curso.

3.- Corren tiempos en que, entre otras deficiencias educativas, constatamos la carencia de una educación integral de las persona desde los niveles iniciales hasta la terminación de los estudios. La separación o desproporción entre los saberes científicos y técnicos respecto de la formación integral de la personalidad va dejando un lamentable vacío de humanismo. Ello, no solo desequilibra peligrosamente a cada persona, sino que vicia con graves errores la misma vida social. Si a esto añadimos la tendencia cada vez más pronunciada a prescindir de la trascendencia, considerándola como un error, o pretendiendo reducirla a la privacidad inoperante, asistimos a la mutilación mental, cultural y ambiental del hombre mismo. Con ello se destruye la esencia misma de la educación; porque deja de servir a la realidad y a las necesidades profundas de la persona, y pone a los individuos y a los grupos, más o menos disimuladamente, al servicio de intereses ideológicos, económicos, o políticos de corto alcance.

4.- Esta mutilación está provocando cada día nuevas y mayores dificultades para el desarrollo de la vida cristiana en nuestros ambientes. Sin embargo, considerando con lógica esta situación, llegamos a concluir que, por ello mismo, se hace más necesaria la evangelización y más urgente una esmerada educación cristiana; sobre todo en quienes ostentan la responsabilidad educativa en la familia, en la catequesis, en la predicación, en la escuela y en los ámbitos de relación social de niños, jóvenes y adultos. Dicha empresa está pidiendo personas de mente clara y de espíritu fuerte que no sucumban a la mediocridad y a la indefinición bajo la excusa de evitar supuestos radicalismos. Dios no se impone; se ofrece, decía el Papa Juan Pablo II. Pero se ofrece con tanta claridad como respeto. No cabe duda de que la presencia en la Iglesia de ciertas actitudes conniventes con miedos y con graves imprecisiones en la predicación y enseñanza de la palabra de Dios y de la doctrina de la Iglesia, ha provocado no pocas desorientaciones e incluso innecesarias y perjudiciales  confrontaciones entre cristianos. En ellas se han apoyado, muchas veces, voluntades contrarias a la expansión del Reino de Dios.

5.- Todo ello ha de ser motivo de reflexión personal, de diálogo profundo, de compromiso valiente y de esfuerzo personal continuado. Este es el ejemplo que nos propone hoy la memoria de S. Francisco de Asís. Él tuvo que enfrentarse a una situación lamentable en el interior de la Iglesia y en sus distintos estamentos. Entendió este estado de cosas no como un motivo para desconfiar de la Iglesia y adocenarse en una hipócrita acomodación social. Por el contrario, entendió que el Señor le llamaba a un mayor y más genuino compromiso con el Evangelio, y a una acción valiente a favor de la verdad de Dios. Verdad que entendió como la única que permite al hombre descubrir la verdad acerca de sí mismo, de los demás y del mundo.

6.- San Francisco de Asís entendió que conocer la verdad de Dios, la verdad acerca de sí mismo y la verdad del mundo en sus distintos ámbitos, es un don de Dios. Un don que permite ver las personas y las cosas desde una perspectiva positiva y esperanzadora. Los seres animados e inanimados se convierten entonces en permanente memoria de la Verdad absoluta, de la verdad de Dios.

El Santo Evangelio nos  invita hoy a penetrar en el misterio de la verdad de Dios, de la sabiduría que la fe nos permite alcanzar, insistiendo en que es un don del Altísimo, un obsequio del amor infinito, un regalo que Dios reserva para la gente sencilla.

7.- Demos gracias al Señor porque, a pesar de nuestras torpezas y pecados, nos ha bendecido con el don de la fe. Por ella tenemos acceso a la verdad de Dios; y, desde Él, podemos acceder a la verdad de nosotros mismos y de cuanto existe, hasta poderlo convertir todo en el único medio salvación propia y de verdadero servicio a Dios y a los hermanos.

8.- Pidamos al Espíritu Santo, bajo cuya luz y fuerza comenzamos el nuevo Curso, que nos conceda la sencillez de espíritu y la firme responsabilidad para cumplir con nuestro deber de buscar y proclamar la verdad con sencillez, con claridad y por encima de las adversidades ambientales y de las dificultades personales debidas a nuestra compleja debilidad.

Pongámonos en los brazos maternales de la Santísima Virgen María, madre y ejemplo de sencillez y tesón en la búsqueda y en la defensa testimonial de la Verdad.

            QUE ASÍ SEA