Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles
seglares:
En este domingo, la
palabra de Dios nos ofrece a la consideración un mensaje riquísimo y muy
adecuado a nuestra situación personal y a las celebraciones eclesiales que nos
ocupan durante este año
1.-
La primera enseñanza de la palabra de Dios es la de la auténtica valoración de
las personas y de las cosas. Acostumbrados a poner la atención en lo que
destaca, en lo que adquiere un significativo relieve en la sociedad, en lo que
sobresale por las cualidades que socialmente se cotizan en cada momento,
podemos caer en el error de pasar por alto los valores de la virtud callada, de
la grandeza de espíritu, de la elección que Dios hace a las personas a las que
llama para ministerios sobrenaturales. Ello hace que pase desapercibida la
grandeza de la obra de Dios en las personas, la importancia de lo humanamente
pequeño y silencioso, y de lo que, a simple vista, parece intrascendente para
los planes que constituyen la ilusión o la ambición de los humanos. Así ocurrió
con la valoración que los judíos hacían de la aldea de Belén. Sin embargo, como
hemos escuchado en la primera lectura, tomada del profeta Miqueas, “Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de
Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel… En
pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su
Dios” (Miq. 5, 2-5).
Este
mismo contraste entre las valoraciones humanas y la valoración que se desprende
de la elección divina, también afectó a Jesucristo. Cuando se hablaba de las
maravillas que obraba, de las palabras tan sabias que salían de su boca, y del
éxito que tenía entre las multitudes que le seguían, algunos manifestaban su
sorpresa y su desconfianza preguntándose: ¿Acaso éste no es el hijo de José? ¿Sus hermanos (familiares) no viven
entre nosotros? ¿De dónde le vienen a este su sabiduría y su poder? Siempre se
ha criticado a quienes sobresalían y siempre se ha considerado socialmente
insignificante a quien no descendía de familias sobresalientes. Estas son las
paradojas humanas.
2.-
Sin embargo, el hecho de que la elección divina pueda superar a las categorías
humanas, llena de esperanza nuestra alma. Aunque nuestra condición sea
socialmente insignificante, aunque nuestros valores humanos pasen
desapercibidos o sean muy escasos, nuestra auténtica grandeza radica en la elección divina y en la
fidelidad interior a la voluntad de Dios. Esta enseñanza es la que la Iglesia
nos ofrece a la consideración en el domingo último de Adviento. Cuando nos
preparamos a recibir al Señor, al Salvador, al Dios hecho hombre, nos
encontramos a un Niño recién nacido, de padres apenas conocidos fuera de su
entorno familiar, sin más techo que el
de un portal, recostado en un pesebre, y sufriendo los fríos del crudo
invierno.
Qué preciosa lección para
quienes debemos buscar en Dios la razón de ser de nuestra existencia, la
referencia de nuestra vida, y la norma con la cual juzgar y orientar nuestros
pensamientos, palabras y acciones.
Qué oportuna lección
cuando estamos ultimando nuestra preparación para la inminente Navidad: fiesta
de nuestro encuentro con el Señor que viene para ayudarnos a ser lo que debemos
ser, y a medir la verdadera grandeza de las personas y de las cosas según los
planes divinos.
Un gesto de valiosa
conversión debe ser el propósito de valorar, en adelante, todo cuanto somos y
tenemos y todo lo que el mundo nos ofrece, según las referencias que hoy nos ha
recordado la santa Madre Iglesia en la liturgia de la Palabra.
3.-
La segunda enseñanza que nos brinda la Iglesia hoy en la Liturgia de la Palabra, es continuación de la
anterior. María, Virgen y Madre, elegida por Dios entre las doncellas de Judá,
insignificante por el brillo social de
sus valores humanos, y pobre en lo que podrían considerarse las prevalencias
sociales al uso, es elegida para ser Madre de Dios hecho hombre. Sólo quienes
viven esa ejemplar interioridad religiosa fraguada en el conocimiento de la palabra
de Dios y en la ordenación de su vida acorde con ella, llegan a descubrir el
auténtico valor de esa doncella de Judá. Así nos lo muestra el santo Evangelio.
Nos presenta a María, que llevaba ya en su seno al Hijo de Dios, dirigiéndose a
un pueblo en la montaña de Judá para
ayudar a su prima, ya mayor, que esperaba a un hijo. Cuando santa Isabel, mujer
fiel al Señor, se encontró con su prima
la Virgen María, exclamó con una
capacidad de valoración que solo se alcanza desde la perspectiva de Dios: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de tu vientre! En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó
de alegría en mi vientre, ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá” (Lc, 1,
4).
4.-
Quiero destacar la alabanza de Sta. Isabel a la Virgen María, porque son
un claro estímulo para vivir el Año de la Fe de acuerdo con el objetivo
propuesto por Benedicto XVI al convocarlo. El Papa nos invita a revisar y a
cultivar nuestra fe. Es la condición imprescindible para conocer a Dio;, para
encontrarnos e intimar con Él; para descubrir el verdadero sentido de nuestra
vida; para saber valorar cuanto existe,
cuanto nos ocurre y cuanto se nos
ofrece desde la cultura dominante.
La fe, que es don exclusivo de Dios,
que Él nos concede a través de la
Iglesia en el Sacramento del Bautismo. La fe es el origen de nuestra mayor
bienaventuranza en la tierra. Bienaventuranza que brota de encontrar el
auténtico sentido de la vida, la verdadera
paz interior que nos acompaña cuando ordenamos nuestra vida según la
voluntad de Dios, y la esperanza en su promesa de salvación que nos ayuda a
superar las dificultades, las oscuridades y las contrariedades que la vida nos
depara.
Además, la fe es, al mismo
tiempo, la garantía de que se cumplirán en nosotros las promesas del Señor.
“Dichosa tú, que has creído -le dice
Sata Isabel a María- porque lo que te ha
dicho el Señor se cumplirá”
La fe debe acompañar siempre
tanto a la escucha de la palabra de Dios
como al cumplimiento de la propia vocación. Nuestra fidelidad vocacional
depende, fundamentalmente de la fe con que la acojamos. La acogida sincera y
confiada de la vocación nos ayuda a ser fieles a la llamada de Dios. Y ello es
ocasión de esa paz interior y de esa felicidad serena y profunda que supera con
creces toda otra ansiada felicidad.
5.- En este último domingo de
Adviento, pidamos a la Santísima Virgen María, maestra de fe y testigo de que
el Señor cumple su promesa, que nos ayude a creer con firmeza y sencillez, para
que lleguemos a ser siempre fieles a la vocación de Dios.
QUE ASÍ SEA