HOMILÍA EN EL ENCUENTRO NAVIDEÑO DEL PRESBITERIO


Archidiócesis de Mérida-Badajoz
Lunes, día 7 de Enero de 2013

            Mis queridos hermanos sacerdotes:

Me complace que el Encuentro navideño del presbiterio diocesano se celebre en nuestro Seminario. Este hecho, pedido por el Consejo del Presbiterio, nos invita a recordar un conjunto de relaciones entre el tiempo del Seminario y el tiempo de la Navidad. Hoy esta coincidencia tiene especial significación al celebrar las bodas de plata y de oro de varios hermanos sacerdotes.

1.- En el seminario fuimos dilucidando las dudas acerca de la vocación que creíamos haber recibido. En la Navidad se clarificó para el mundo la identidad del Mesías esperado, y la vocación recibida del Padre . “Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal. 4, 4). Y Jesucristo dirá luego: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo…” (Jn. 20, 21).

En el Seminario se iba fraguando nuestra decisión de consagrarnos al Señor, de poner la vida entera en manos de Dios. La Navidad nos muestra la actitud humilde y plenamente dispuesta del Hijo de Dios para cumplir la voluntad del Padre anunciada inmediatamente después que pecaron nuestros primeros padres.

En el Seminario se fue preparando el espíritu de cada uno para seguir con ilusión y gratitud el camino que el Señor nos iba a señalar en cada momento de nuestra vida. La santísima Virgen María se nos muestra en la Navidad culminando el curso de su preparación para llevar a cabo el encargo divino de ser Madre de Dios. Por eso lo cumplió superando las graves dificultades con que se iba encontrando.

En el Seminario aprendimos a aceptar la presencia y la acción del Misterio en nuestra vida; de tal modo que allí comenzamos a descubrir que nuestra mayor afirmación cristiana, y nuestra mayor fuente de paz y felicidad está en el vaciamiento de nosotros mismos (negarse a sí mismo) para unirnos al Señor. En el seminario nos fuimos preparando para gozar y sufrir, a la vez, la grandeza y la oscuridad del Misterio de Jesucristo que actúa a través nuestro. En la Navidad, el “Hágase en mí según tu palabra” de María, la convierte en compañera permanente del Misterio del Hijo de Dios hecho hombre, y en testimonio ejemplar de lo que debemos hacer. Cuando no entendía, guardaba muy respetuosamente todas esas cosas en su corazón.

En el Seminario llegamos a ensayar interiormente el “sí” que nos abría la puerta a la íntima unión con Jesucristo y nos disponía a decir un día, como S. Pablo: “Vivo; mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). En la Natividad sobresale primordialmente el “Sí” del Hijo de Dios al Padre, y el “Sí” de María a la voluntad divina.

En el Seminario, mediante la escucha de la palabra de Dios y la oración fuimos aprendiendo la sabiduría profunda que supera y trasciende toda sabiduría estrictamente humana. Así podemos ir entendiendo y aceptando la íntima relación que el sacerdocio ministerial establece entre nosotros y la acción redentora de Jesucristo. En la Navidad, nuestra naturaleza humana, asumida por Jesucristo en la Encarnación, se convierte en signo y palabra viva del misterio de Dios, y en mediación de su obra redentora. Por ello, toda nuestra realidad humana, fiel al Señor, debe ser instrumento fiel de la acción de Dios en favor de los hombres.

En el Seminario fuimos capacitados para ser sacerdotes del Altísimo, pontífices entre Dios y su pueblo, y ministros de su gracia. En la Navidad, el Hijo de Dios inicia su camino como Sumo Pontífice que se dispone a restablecer las relaciones del hombre con Dios, de tal modo que la gracia de Dios obrara abundantemente en el hombre, y que éste pudiera ofrecer al Padre, en Jesucristo, la ofrenda agradable y de suave olor.

En el Seminario fuimos descubriendo que, en el ejercicio del sacerdocio ministerial, al tiempo que íbamos a gozar de la misteriosa elección divina para misión tan sublime, participaríamos, también, de las pruebas y de las cruces que corresponden a los que siguen incondicionalmente al Señor. A los pocos días de la Navidad, el anciano Simeón profetizó la contradicción que provocaría y sufriría el recién Nacido. Y a la Virgen, se le anunció que, por este motivo, una espada de dolor atravesaría su corazón. Bella lección de María para curtir nuestro espíritu en tiempos de tanta autocontemplación.

En el Seminario aprendimos a consagrarnos íntegramente al Señor prometiendo llevar una vida enriquecida con la austeridad, la castidad y la obediencia. Esas actitudes y comportamientos son novedades que aporta Jesucristo al compartir con nosotros la historia terrena. Con ellas podemos unirnos a Él anunciando al mundo el estilo de la vida eterna coherente con la realidad esencial de nuestra condición fundamental como imagen y semejanza de Dios.

2.- Es cierto que esta convergencia o paralelismo entre la vida del Seminario y la Navidad podríamos encontrarla también, con los matices propios, en la Cuaresma y en la Semana Santa, por ejemplo. Cada tiempo litúrgico es imagen de nuestra vida en la tierra. Jesucristo nos enseña en estas etapas del Año litúrgico lo que necesitamos para vivir fielmente nuestra vocación y misión; y nos ayuda a ello con su testimonio y con su gracia.

Lo que yo he querido recodar con estas reflexiones es que la Navidad, aunque no sólo ella, está motivando y orientando el sentido y la finalidad del Seminario. Por eso, encontrarnos hoy en él es una buena forma de celebrar la Navidad. Es una ocasión para afianzar nuestro amor y gratitud a esta institución que nos preparó para recibir el sacramento del Orden sagrado. Y es, también, una ocasión para reafirmar el propósito de fidelidad que aquí fuimos reafirmando.

3.- La Navidad nos abre, además, a la comunión eclesial, que es don de Dios y que solo podemos recibir y cultivar en el seno de la Comunidad eclesial. Esta Comunión es la que nos une, junto al Obispo, en especial fraternidad sacerdotal con los hermanos presbíteros. Esta comunión es la que nos hace sentirnos sobrenaturalmente vinculados a la porción del Pueblo de Dios que el Señor nos ha encomendado a través de su Iglesia.

La Comunión eclesial, imprescindible para ser coherentes con el don del Sacerdocio ministerial, es, a la vez y de modo inseparable, condición básica para ejercer el ministerio pastoral en nombre de Jesucristo. No hay modo posible de ejercer el ministerio de Pastores en nombre del “Buen Pastor” si no estamos unidos a Él y a los hermanos con amor sobrenatural; si no confesamos la misma fe, y si no obedecemos a la misma Iglesia en la Liturgia, en la legislación canónica y en las legítimas orientaciones diocesanas.

Si la Comunión eclesial es trasunto de la Comunión Trinitaria, ha de configurar nuestra vida entera. De otro modo podemos esterilizar nuestro ministerio.

4.- Acojamos la Navidad como una amorosa invitación del Señor para revisar nuestras motivaciones, actitudes y comportamientos sacerdotales y pastorales, tal como nos recuerda hoy el Apóstol Juan diciéndonos: “Queridos: no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo” (1 Jn. 4, 1).

Esta invitación del Señor en la Navidad tiene especial fuerza en esta Año de la Fe: tiempo en el que hemos sido llamados a la revisión y a la conversión y, por ello, a la purificación de nuestra misma fe y de las actitudes y comportamientos que han de inspirarse en ella.

La purificación de la fe nos exige la búsqueda incansable de la verdad de Dios; de la verdad del hombre concreto que vive cerca de nosotros en cada tiempo, y de la verdad del cosmos como realidad global en que nos movemos.

5.- Nuestra misión, al purificar nuestra fe y al ayudar a que la purifiquen los fieles, y la conozcan y acepten los alejados y los que no conocen a Jesucristo, es procurar que sea una realidad la profecía de Isaías que inicialmente se cumplió en la Navidad: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y en sombra de muerte, una luz les brilló” (Mt. 4, 16).

 6.- La santísima Virgen María, centro del Adviento y ejemplo de acogida de Jesucristo en la Navidad, nos guíe por el camino recto para que vivamos intensamente los Misterios del Señor. De este modo, seremos fieles transmisores del mensaje de salvación y ayudaremos a que brote y se afiance en el corazón de las gentes la esperanza que tanto necesitan.
QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA EPIFANÍA Domingo, 6 de Enero de 2013


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

Bendito sea el Señor que ha querido tomar la iniciativa para manifestarse a todos los pueblos. Él sabe que para encontrar sentido a la vida, y esperanza ante la adversidad, el hombre necesita de la presencia y de la ayuda de Dios. Y, como el hombre, para percibir y acoger la manifestación divina, requiere, al menos, una fe inicial o una cierta y sana curiosidad ante el misterio que se revela, el Señor, celoso de nuestra salvación, ofrece a lo largo de la historia signos que invitan a fijar la atención ante el Misterio.

Hoy celebramos ese gesto amoroso de Dios, que es el ofrecimiento de la estrella, para manifestarse a la humanidad representada en los magos de oriente.

Esto nos enseña tres cosas muy importantes:

La primera, que la naturaleza, creada por Dios, es también signo adecuado para conocer la existencia de Dios y su presencia cerca de los hombres.

La segunda es que, para llegar a lo invisible a través de las cosas visibles, es necesario un básico interés personal. Dios, hay que decirlo una vez más y muy claro, no se impone sino que se ofrece. Así lo predicó el Beato Juan Pablo II Papa a los jóvenes en España. Y esto deberíamos repetirlo y razonarlo con respetuosa insistencia. No faltan quienes, ante la gente sencilla e insuficientemente formada, ocultan el amor infinito que Dios nos tiene. Para ello repiten, en campañas bien orquestadas, que el Evangelio es una sarta de mandatos y de prohibiciones cuyo objetivo es dominar y someter la inteligencia del hombre apartándole de su identidad racional. En esto, llevados por la ignorancia del Evangelio, al que muchos ni se asoman, e impulsados por prejuicios no debidamente contrastados, no faltan quienes se entretienen en comentarios irrespetuosos hacia la verdad que no les interesa y con la fe cristiana que les molesta. Para ello esgrimen como justificación la democrática libertad de pensamiento y de expresión. Las libertades auténticas nunca son propicias a la falta de respeto hacia los otros. Por el contrario, son auténticas creadoras de diálogo, como exige la cultura que entre todos debemos potenciar y no destruir.

Somos los cristianos quienes, como dice S. Juan Evangelista, debemos transmitir la verdad de lo que hemos visto y oído, tanto en el mensaje de Jesucristo, como en el bimilenario testimonio de la Iglesia, y como en la propia experiencia de la solicitud amorosa de Dios que se nos demuestra en su paciencia con nosotros, en su misericordia infinita y en su acercamiento constante a través de su palabra y de su acción mediante los sacramentos de la salvación.

La tercera enseñanza que nos brinda la Iglesia recogiendo el gesto de la adoración de los magos, es que Dios quiere manifestarse a todos los hombres de todos los tiempos y culturas. Dios es creador, salvador y Padre celoso de sus hijos los hombres. También esto lleva consigo una enseñanza que se convierte para nosotros, a la vez, en una llamada verdaderamente comprometedora al mismo tiempo que expresión de la confianza que Dios ha puesto en nosotros. El Señor nos da a entender la urgencia de la evangelización. Más todavía, nos urge a transmitir el mensaje del Evangelio como una obra de justicia para con el prójimo. A aquellos a quienes estamos llamados a amar como nos amamos a nosotros mismos, les debemos, por amor, el ofrecimiento de lo mejor que tenemos: esto es, el interés de Dios por salvar a todos, y la entrega inigualable que nos ha demostrado en la pobreza de su nacimiento y en la desnudez de la Cruz.

Es necesario que los cristianos demos testimonio de que la manifestación, la cercanía, la palabra y la ayuda de Dios constituyen una fuente de gozo y de esperanza para los que creemos en Jesucristo. Así nos invita a considerarlo el profeta Isaías hoy en la primera lectura, diciéndonos: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is. 60, 1). El salmo interleccional no da razón de nuestra alegría, añadiendo: “Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal. 72, 13).

San Pablo, partiendo de su rica experiencia de la obra de Dios, y aludiendo a la predicación del Evangelio que han recibido los primeros cristianos, les dice: Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro.

En este Año de la Fe ha de constituir nuestro objetivo tomar conciencia de que, como nos dice S. Pablo en la segunda lectura, “también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef. 3, 6). Esos gentiles, miembros del cuerpo de Jesucristo, que es la Iglesia, a quienes debemos prestar especial atención pastoral y apostólica son los bautizados que han ido abandonando o relegando a un segundo o tercer lugar la atención a Jesucristo y el seguimiento de la enseñanza evangélica. Para ellos pedía el Papa Juan Pablo II, y también Benedicto XVI, la “nueva evangelización”; nueva en bríos, en métodos y en lenguaje. Ello exige de nosotros verdadera competencia cristiana en el conocimiento del Señor y de su Evangelio, una conversión interior que nos ayude a tomaren serio el Evangelio, y un esfuerzo por presentar adecuadamente a Jesucristo y su mensaje en el seno de la familia, en la escuela y en el púlpito.

Esta es la gracia que debemos pedir hoy como una misma plegaria que brote del seno de la Comunidad cristiana ahora reunida en Asamblea litúrgica.

Que la Santísima Virgen María interceda por nosotros alcanzándonos la buena disposición y la constancia necesarias para ser profetas, testigos incansables del Evangelio de Jesucristo.

QUE ASÍ SEA