Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos hermanos
miembros de la vida consagrada,
Muy queridos matrimonios
y familias que participáis en esta celebración:
Celebramos hoy con verdadera
alegría y preocupación, a la vez, la fiesta de la vida.
1.- La alegría nace de la
conciencia de que la vida es el don más preciado de Dios. No puede estar, por
tanto, a expensas de leyes humanas ni de acuerdos mayoritarios. Ambos, si se
oponen al derecho de la vida desde el primer instante de su concepción hasta su
muerte natural, son igualmente injustas. Y no valen razones de oportunidad
política, ni de un supuesto beneficio a otras personas, para disminuir la
gravedad del sometimiento a la muerte de ninguna criatura humana, sea útil o
gravosa a la familia o a las instituciones sociales.
La ecología humana es
anterior a la ecología que intenta proteger y ordenar el resto de la creación.
Y supone una contradicción mental, defender las plantas y matar a las personas,
sobre todo, cuando todavía crecen en el seno materno.
La vida humana es un don
de Dios que nadie tiene derecho a despreciar. Su defensa pertenece a la ley
natural que está inscrita por Dios en el corazón del hombre y de la mujer, y
que constituye la base de la propia defensa cuando el que sufre el avasallamiento
tiene voz en la sociedad. La grave injusticia está en que se conculca esa ley
universal cuando el que sufre las consecuencias de semejante abuso no significa
nada utilitariamente en la sociedad y no es capaz de defenderse. Por eso, la
responsabilidad de los poderes públicos es gravísima cuando no solamente no
defienden al indefenso, sobre todo cuando, además, es inocente, sino que se
permiten disponer o mantener leyes que pretenden justificar tan crueles
asesinatos.
2.- Gracias a que vivimos
podemos conocer a Dios e intimar con él, que es nuestro creador y redentor.
Porque vivimos, podemos disfrutar del inmenso espectáculo de la creación, que
es fuente de riqueza para nuestra subsistencia, para la capacidad creativa del
espíritu y para nuestro legítimo descanso.
Gracias a la vida podemos
gozar de la relación con los demás; podemos aprender, compartir y amar. La vida
nos permite crecer en la virtud, avanzar en el progreso material y espiritual,
y esperar la salvación eterna. La vida humana merece un canto, no una traición.
3.- La fiesta de la vida
ha de ser, pues, para todo cristiano, una ocasión para cantar la magnanimidad
de Dios, para alabarle y para darle gracias de todo corazón por el don de la
vida. En esta fiesta se nos ofrece una oportunidad para renovar ante el Señor
el propósito de emplear nuestra vida en su servicio, de procurar el crecimiento
integral de la persona, de pensar en una mayor dedicación al apostolado, y de
vivir la caridad cristiana ayudando a los demás en sus necesidades materiales y
espirituales.
4.- Al tener presente
cuanto hemos dicho en torno al don divino de la vida, vienen a nuestra memoria
los abundantes atentados contra ella que se realizan cada día en formas
diversas, todas ellas verdaderamente reprobables. Las guerras, los actos de
terrorismo, el crimen del aborto desgraciadamente perpetrado sin freno y con el
apoyo de una la ley injusta, la eutanasia solapadamente practicada, los
asesinatos perpetrados en el ámbito familiar, y tantas otras formas criminales
de recortar la vida ajena, van creciendo en este mundo en que políticamente se
proclama el crecimiento del bienestar. Gran paradoja. Ese es el motivo de
nuestra seria preocupación.
4.- En este ambiente de
contradicción entre el merecido canto a la vida, y el dolor por los
comportamientos que producen injustamente la muerte injustamente procurada,
puede sorprendernos que estemos recordando tantos crímenes precisamente cuando
la Iglesia nos invita a dar gracias a Dios por su infinita misericordia. Ese es
el espíritu evangélico, y esta debe ser la mente del cristiano.
Todos necesitamos
vitalmente la misericordia de Dios. Nadie tenemos derecho a negarla a los
demás, cualquiera que sea su situación provisional o permanente. Y, al mismo
tiempo, todos debemos sentirnos llamados a combatir el pecado procurando salvar
al pecador. Los cristianos debemos tener bien claro que estamos llamados a ser
testigos del amor de Dios, con nuestras palabras y con nuestras obras. Por el
amor de Dios Jesucristo dio su vida para la salvación de todos los que le
ofendemos. Por tanto, nadie podemos descansar tranquilos sin emplear todas
nuestras fuerzas en la lucha contra el pecado y en el esfuerzo constante por la
salvación de los pecadores. Eso es lo que hace Dios con nosotros. Ello requiere
que nos esforcemos en conocer y propagar la verdad que nos enseña a discernir
entre el bien el mal, a descubrir los caminos de la justicia que se realiza en
el amor, y a sembrar la paz y la esperanza de la salvación eterna.
5.- La misericordia
divina es la expresión del amor de Dios que se vuelca en beneficio nuestro con
verdadera ternura, como dice el Papa Francisco. La misericordia es, al mismo
tiempo, una muestra sobrecogedora de la paciencia de Dios que es tan grande
como su amor infinito a cada una de sus criaturas. Por eso, a pesar de todas
nuestras repetidas infidelidades, Dios está pendiente de nuestro
arrepentimiento y dispuesto a perdonar nuestras faltas cualesquiera que fueren.
Como el padre del hijo pródigo, está esperando nuestra vuelta para acogernos
amorosa y gozosamente. Jesucristo nos dijo que “hay más alegría en el cielo por
un pecador que se convierte que por noventa y nueva justos que no necesitan
penitencia” (Lc.15, 7).
6.- Por eso, si
meditáramos frecuentemente sobre la misericordia de Dios, sentiríamos en el
corazón la necesidad de corresponderle con una entrega generosa, y con la
valentía suficiente para no perdernos en excusas ante nuestros pecados, ni ante
la llamada a ser apóstoles de la verdad y del amor misericordioso de Dios.
Si meditáramos
frecuentemente en la misericordia de Dios, descubriríamos el respaldo
indulgente que da a nuestra vida, tantas veces torpe y equivocada; y
sentiríamos la fuerza interior necesaria para corresponderle llevando con
valentía el nombre de Dios allá donde no es conocido, donde no es bien
entendido, y donde es vituperado.
7.- Debemos entender que
quienes viven lejos o de espaldas a Dios, viven en la oscuridad. Y es, ante
ellos y para ellos, por lo que el Señor nos ha hecho luz del mundo y nos ha
enviado a predicar la Buena Nueva de la salvación para todos los que creen en
Jesucristo.
La misericordia de Dios,
como el don mismo de la vida, son estímulos con los que Dios nos orienta a
recibir con gratitud el amor providente de Dios, y a ser nosotros misericordiosos
con el prójimo. Por eso, Jesucristo nos enseñó a orar diciendo al Padre:
“perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden” (Mateo 6:12).
8.- A la luz de estas
reflexiones podemos pensar en la forma como nos desenvolvemos al interior del
matrimonio, de la familia, del ámbito de trabajo, del círculo de las amistades,
y, sobre todo, en nuestras relaciones con Dios.
Debemos tener en cuenta
que para ser misericordiosos es absolutamente imprescindible ser humildes. Desde
el orgullo es imposible ser indulgente con quien nos ha molestado, o con
quienes obran en contra de nuestras más profundas convicciones. La misericordia
no pone más condiciones que el arrepentimiento. Y como la misericordia es fruto
del amor, el ejercicio de la misericordia requiere que tomemos la iniciativa
perdonando, como el padre del Hijo pródigo, como el Señor la toma en favor
nuestro ofreciéndonos el perdón aún antes de nuestro arrepentimiento. El
auténtico amor no se vuelca sólo sobre quienes esperamos que nos beneficien. El
Señor nos llama a amar incluso a los que nos odian. Por eso, la reflexión sobre
la misericordia nos induce a revisar cuál es el estilo y la consistencia de
nuestro amor, y el estilo de nuestra misericordia.
Sólo desde el amor
cristiano, que nos ha de llevar a que amemos a Dios y al prójimo por Dios y
como Dios nos ama, se puede construir una familia unida, una comunidad
cristiana en auténtica comunión eclesial, un compañerismo sincero, y el mismo
respeto a la vida ajena, tantas veces mirada con orgullo y entendida como un
obstáculo para las propias conveniencias y egoísmos.
9.- Ante la inmensa
traición a la vida que se practica en nuestro mundo y en nuestros ambientes, no
podemos ser selectivos en su defensa. Toda la vida es don de Dios. Toda vida es
de Dios. Toda vida es para Dios. Nosotros somos simples destinatarios y
administradores, y debemos ser sus acérrimos defensores. Estamos llamados a
orientarla por los caminos de Jesucristo.
Son frecuentes las manifestaciones
particulares y colectivas en favor de la libertad, de la justicia y de la paz.
Pero muchas veces parecen simples respaldos al disfrute personal de la propia
vida. Por ello no pasan de ser exigencias que tienen buen cartel, pero que
nacen de actitudes nada acordes con el amor y con la auténtica defensa de los
dones de Dios. Terminan produciendo una lamentable contradicción, como es por
ejemplo, luchar contra la guerra y defender el aborto.
10.- Pidamos al Señor luz
para descubrir la verdad, fuerza para proclamarla y fidelidad para vivirla.
QUE ASÍ SEA.