HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

“Cristo ha resucitado. Resucitemos con Él” (Liturgia de las Horas). ”Muerte y vida lucharon, y la muerte fue vencida” (Liturgia de las Horas). Esta es nuestra esperanza, tantas veces dormida por la influencia pesimista del ambiente adverso a la fe en Cristo Jesús, y por la repetida constatación de nuestras propias debilidades y pecados.

Pero la experiencia personal nos dice que la torpeza de nuestro espíritu, empujado por nuestras debilidades y concupiscencias, es capaz de confesar la divinidad de Jesucristo y la verdad de su obra redentora y, sin embargo, vivir en la tibieza y en la rutina interior, lejos de la conciencia profunda de que hemos sido salvados por Jesucristo. Por estas desafortunadas circunstancias nos perdemos lo mejor. Porque lo mejor es el gozo continuado de sentirnos amados, salvador y acompañador por Dios a lo largo de este peregrinaje terreno hacia la patria celestial.

Tan importante es mantener viva nuestra fe en el misterio de amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesucristo hasta la muerte para salir fiador por nosotros; tan importante es profundizar en la riqueza de la presencia continuada de Jesucristo glorioso entre nosotros hasta el fin del mundo como compañero de camino; tan importante es mantener viva la fe y la esperanza en que la celebración de la Eucaristía nos permite participar cada día del encuentro de amor y de gratitud hacia Dios vencedor de la muerte y misericordioso e indulgente ante nuestro pecado; tan importante es recordar que Jesucristo ha subido al cielo para prepararnos un lugar feliz junto a Él por toda la eternidad; tan importante es todo esto, que nos debemos sentir obligados a comprometernos con dos cosas.

La primera, nos la recuerda la oración inicial de la Misa: tenemos que orar constantemente al Señor pidiéndole que nos conceda la renovación de nuestra realidad personal, para que logremos resucitar a la luz de la vida.

Resucitar a la luz de la vida significa, entre otras cosas, ser capaces de avivar la fe que nos permite descubrir nuestra realidad verdadera, tantas veces contradictoria a causa de nuestras vacilaciones ante el bien que debemos descubrir y hacer.

Resucitar a la luz de la vida es mantener viva la fe en que nuestro apoyo imprescindible para vivir en la verdad, en la rectitud y en la esperanza es permanecer unidos a Jesucristo. Y esta unión se logra, se acrecienta y se mantiene con la escucha atenta y religiosa de la Palabra de Dios, con la oración devota y frecuente, y con la participación consciente y agradecida en los Sacramentos, especialmente en los de la Penitencia y de la Eucaristía.

La segunda cosa a la que nos compromete haber creído en la resurrección de Jesucristo y haber gozado de ella con el perdón de nuestros pecados, es cumplir con el mandato de Jesucristo antes de ascender a los cielos. Ese mandato es el de predicar el Evangelio a todos los pueblos. Mandato que, en nosotros se concreta muy especialmente en ser apóstoles del mensaje de salvación a quienes viven cerca de nosotros.

La resurrección de Jesucristo, verdad que da un giro total a nuestra vida, es un hecho real que podemos percibir y gozar gracias a la fe. Pero debemos saber que, como nos dice hoy la Palabra de Dios, esa fe, esa novedad, la ha concedido el Señor a quienes él había designado. A nuestra responsabilidad no corresponde saber quienes han sido designados por Dios, sino predicar el Evangelio a los que no conocen a Jesucristo¸ “dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos” (Hch. 10, 43).

Los que sabemos que hemos sido designados por Dios para conocer y disfrutar de las verdades que nos enseña el santo Evangelio, debemos sentirnos inexcusablemente elegidos y enviados para ser testigos de la verdad y de la salvación de Jesucristo con nuestras obras y palabras, como nos enseña la Iglesia. Así nos lo invita a prometer el salmo responsorial que hemos recitado: “No he de morir (no me he de rendir, ni he de olvidarme), viviré para contar las hazañas del Señor” (Sal. 117, 17).

Esta manifestación de fe y de ánimo apostólico, ganados por el impacto esperanzador de la resurrección de Jesucristo, ha de estar presente, al menos en la memoria, durante toda nuestra vida; especialmente en los momentos de mayor dificultad, cuando percibamos que los arquitectos de esta sociedad desechan en sus decisiones la palabra y la obra de Jesucristo creador y salvador nuestro. La razón de ello está en el hecho incuestionable que nos transmite la palabra de Dios diciendo: “La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente” (Sal 117, 23).

Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y seglares todos: asumo como llamada para mí, y os encarezco a vosotros, que “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col. 3, 1).

Conscientes de la grandeza de cuanto nos ha regalado el Señor con la obra de su redención, y confiados en que Jesucristo quiere hacernos beneficiarios de ella, si la pedimos y nos disponemos a acogerla con el corazón abierto, unámonos en la oración que nos propone la Secuencia que hemos recitado antes del Evangelio: “Rey vencedor, apiádate de la miseria humana y da a tus fieles parte en tu victoria santa.”


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA VIGILIA PASCUAL - 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos que participáis en esta solemne y gozosa celebración litúrgica:

1.- El mensaje que nos transmite el Señor en los misterios que hemos contemplado y celebrado en la Semana Santa, es el que constituye el núcleo fundamental del Evangelio. Por tanto, debe ser, también, el núcleo de toda acción evangelizadora a la que estamos llamados.
A lo largo de los días santos, en los que recorrimos los pasos finales de la acción redentora de Jesucristo, hemos podido comprobar la esperanzadora verdad que nos ofrece la Palabra de Dios: “Tanto amó Dios al mundo, (Jn 3, 16) que le entregó a su propio Hijo Jesucristo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4, 10).

2.- En el Jueves Santo contemplamos y celebramos que Jesucristo es el enviado del Padre para la salvación del mundo; y que vive el mismo amor infinito del Padre hacia sus criaturas los hombres y mujeres de todos los tiempos, de todos los lugares y de todas las razas, representados en la última Cena por los Apóstoles. Así nos lo enseña San Juan: “Jesucristo, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
En el Viernes Santo, Jesucristo nos manifestó su entrega total por los pecadores, haciendo de su Pasión y muerte el sacrificio agradable al Padre. Con él cumplía la voluntad del Padre, consumaba nuestra redención, e inauguraba el tiempo de nuestra esperanza de salvación.
En el Sábado Santo celebramos la triunfante resurrección de Jesucristo que avala su divinidad y da plena garantía, por ello, a la obra de nuestra redención. El hombre, participando de la muerte de Cristo por el bautismo, nace a la una vida nueva, a la Vida de Dios, que es la Gracia; y, a partir de entonces, encuentra abiertas las puertas del cielo.

            3.- Si este es el núcleo del Evangelio podemos entender que es el único mensaje esperanzador que nos abre a la verdadera alegría, y que nos ayuda a encontrar la paz interior que tanto necesitamos. Por ello, podemos entender que el mensaje del Evangelio es el mensaje de la alegría por excelencia; el mensaje que suscita el gozo en el alma. Este es el motivo por el que el Papa Francisco ha titulado su primera exhortación apostólica con estas palabras: “El gozo del Evangelio”.
Si estamos convencidos de ello, entenderemos que es urgente llevar a cabo la obra de la evangelización. Es más: comprenderemos que evangelizar, dar a conocer a Jesucristo, su amor infinito y su gesta redentora es la obra de caridad más importante que podemos hacer al servicio de nuestros hermanos. Son muchos los que no conocen a Jesucristo y, en consecuencia, ignoran del sentido positivo que Jesucristo da a nuestra existencia y a sus gozos y sus avatares. Son muchos los hermanos que no participan de la esperanza en la vida eterna y feliz. Dios, como nos enseña S. Pablo, es Aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos, y lejos del cual nuestra vida se limita lamentable y empobrecedoramente al ámbito de lo terreno, de lo estrictamente humano; y pierde los horizontes de eternidad en felicidad plena.

4.- La santa Madre Iglesia nos enseña que todo lo que somos y tenemos, todo lo que nos rodea y acontece carecería de sentido si Cristo no hubiera muerto y resucitado por nosotros. “¿De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?”, dice el Pregón pascual.
Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe y todo lo que la vivencia de la fe lleva consigo. Pero Cristo ha resucitado gloriosamente. Por tanto, como canta la Iglesia en esta Noche santa, “Exulten por fin los coros de los Ángeles, exulten las Jerarquías del cielo, y por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación … Alégrese también nuestra Madre la Iglesia revestida de luz tan brillante” (Pregón Pascual).

5.- Como Cristo ha resucitado, tienen sentido la predicación, los sacramentos, la oración, la piedad popular y, consiguientemente, se hace necesaria la evangelización.
La Palabra de Dios ilumina el camino de nuestra existencia y nos conduce hacia la Vida en la verdad y en la paz.
El Bautismo constituye el gesto de amor de Dios por el que manifiesta su voluntad de hacernos partícipes de la Gracia de la redención. Por eso, San Pablo nos dice que “Los que hemos sido sepultados con Cristo en el Bautismo (se refiere al hecho de sumergirse en las agras bautismales) hemos resucitado también con él a una vida nueva” (Rm 6, 3-4).
Este es el motivo por el que la Vigilia Pascual es el momento adecuado para recibir el Bautismo. Y, por esa misma razón, todos los bautizados, al celebrar la resurrección de Jesucristo, renovamos las promesas bautismales por las que desechamos la relación con el diablo y manifestamos nuestra fe y adhesión a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por la renovación de las promesas bautismales renovamos el compromiso de vivir unidos a Jesucristo nuestro salvador formando parte de la Iglesia de la que somos miembros vivos.
Y toda la riqueza del amor misericordioso de Dios, manifestado en Jesucristo, y que llega a nosotros como indulgencia en la Confesión penitencias, se manifiesta en su plenitud al celebrar la sagrada Eucaristía.

6.- Desde esta noche lucirá en el templo el Cirio Pascual signo de Jesucristo resucitado. Pidamos al Señor, con las palabras del Pregón Pascual que este cirio consagrado en su nombre arda sin apagarse para que su luz venza las oscuridades de nuestra vida.

                        QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO 2014

Queridos hermanos Sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos todos:

1.- Acabamos de escuchar el relato la Pasión de nuestro Señor Jesucristo. Parece increíble. Si la escuchamos con atención y vamos pensando lo que supuso cada uno de los momentos que atravesó realmente el Hijo de Dios hecho hombre, podremos entender la gravedad del pecado cuyo perdón requirió tanto sufrimiento corporal y espiritual del Justo. Él es el único inocente ante Dios.
Su prendimiento a traición, vendido por uno de sus íntimos; el juicio al que fue sometido, despiadada e injustamente, por los torcidos intereses de los que le juzgaban; el trato despiadado que le dieron los esbirros castigándole con azotes e insultos, y burlándose de su auténtica realeza con una corona de espinas; el espeluznante espectáculo del camino hacia el Calvario, llevando su propio instrumento de suplicio; el dolor insuperable al ser clavado sanguinariamente en la cruz; el golpe tan dolorosamente emocional que supuso el encuentro con su Madre cuando cargaba, casi exhausto, con el peso de su propio patíbulo; la tremenda soledad que experimentó hasta sentirse abandonado por su Padre, y tantos otros momentos y situaciones que conocemos, son muestras de la gravedad y del sinsentido de nuestros pecados.

2.- Por todo eso, el Viernes Santo debe ser un tiempo de silencio en que cada uno meditemos sobre la historia de nuestras relaciones con Dios y sobre nuestro comportamiento en el mundo según la responsabilidad que a cada uno corresponde.
A la vista de nuestra mezquindad, de la tibieza espiritual que nos invade tan frecuentemente, de las reincidentes caídas, y de nuestra falta de una adecuada penitencia, debemos elevar nuestra súplica, especialmente hoy, pidiendo al Señor la gracia de ser capaces de un verdadero arrepentimiento.

3.- Al comenzar esta Celebración litúrgica, de pie ante el altar desnudo (que simboliza a Jesús desnudo en la cruz y sepultado); y estando oscuro el templo (como símbolo de la gravedad de las tinieblas que llenan un día tan doloroso y lleno de misterio por la muerte de Jesucristo), he pedido al Señor por todos nosotros; y he suplicado que no mire nuestros pecados sino que tenga en cuenta su amor divino, propio de un auténtico Padre. Y que considere que su ternura y su misericordia son infinitas. Creyendo firmemente que así es el amor que Dios nos tiene a pesar de todo, y considerando su infinita misericordia, he pedido que nos santifique y nos proteja siempre. De lo contrario no tendríamos salvación ninguna.
 Sin embargo, esta oración carecería de sentido a no ser que entendiéramos muy bien, que Jesucristo no es el suplente de nuestras impotencias y el remedio de nuestras incoherencias. Jesucristo no es el criado incondicional que acude, obediente, a suplir las torpezas conscientes que son nuestros pecados. Jesucristo es el Hijo de Dios que se ha convertido en el hermano que ha dado la cara por nosotros, que voluntariamente ha asumido el castigo que merecíamos por nuestros pecados, y que se ha convertido en la puerta de nuestra salvación. Por eso, Jesucristo, en su pasión, muerte y resurrección se nos ofrece como la fuente de una esperanza gracias a la cual podemos superar todos nuestros fracasos. Él ha hecho posible, que podamos renovar siempre, con toda sinceridad, nuestra confianza filial y recurrir, humilde y confiadamente, a quien es “Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2Cor 1, 3).

4.- Jesucristo Nos alienta a ello la profecía en la que Isaías nos dice hoy: “Mi siervo justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos (… ); Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53, 12).
En el refranero español se dice: “Nobleza obliga”. Esto quiere decir que, si somos conscientes del amor con que hemos sido tratados por Dios hasta recibir el ofrecimiento gratuito del perdón que no merecíamos, debemos ser agradecidos. Y Jesucristo nos ha enseñado que la mayor gratitud hacia Él consiste en que tratemos a nuestros hermanos como él nos ha tratado. Ellos, y especialmente los más necesitados, son imagen de Jesucristo. Por eso, el Señor nos enseñó a orar constantemente diciendo: “Padre nuestro … perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 9ss).

5.- Dada la dificultad que supone para nuestra debilidad el cumplimiento de todo cuanto hemos pedido, y temiendo caer en nuevas incoherencias o tibiezas, debemos hacer nuestras las palabras del salmo responsorial con las que Jesucristo culminó su camino sobre la tierra: “A tus manos encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás” (Sal 31, 6).
Acudamos al amparo maternal de la santísima Virgen María, mujer fuerte que acompañó a Jesucristo y soportó con dignidad la espada de dolor que supuso la pasión y muerte de su Hijo, y, confiando en su intercesión, “Acerquémonos confiadamente al trono de Gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en tiempo oportuno” (Hebr 4, 16).



QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DEL JUEVES SANTO - 2014

Jueves 17 de Abril de 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos que participáis en esta solemne celebración eucarística:

            1.- Al considerar el riquísimo y trascendental significado del memorial del Señor, que hoy realiza la Iglesia como parte de la celebración pascual, el alma se postra ante el Dios de cielos y tierra en profunda y emocionada acción de gracias; y exclama con las palabras del Salmo: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.
            Nunca podremos pagar al Señor el bien que nos viene haciendo desde que nos creó y nos eligió para ser hijos suyos, cuando murió sacrificado en la cruz para redimirnos del pecado, cuando nos regaló el inmenso don de la fe y nos hizo capaces de llamarle ”Padre”, cuando se hizo, en Jesucristo, compañero nuestro de camino hacia la patria de la que nos habíamos alejado, y cuando puso su confianza en nuestra débil condición para que le ayudemos en la evangelización del mundo.

2.- La pregunta, que el Salmo pone en nuestros labios, y que manifiesta la gran sorpresa que nos causa el amor de Dios y su comportamiento infinitamente generoso con nosotros, absolutamente inmerecido por nuestra parte; esa pregunta, nos hace comprender la insignificancia de nuestras limitadísimas posibilidades ante la inmensidad de los dones que hemos recibido de de Dios. Sin embargo, la conciencia de nuestra insuficiencia ante Dios, no borra en nosotros la conciencia de nuestra deuda con el Señor; por el contrario, sume nuestro espíritu en profunda reflexión y en ansiosa búsqueda de los recursos disponibles para poner lo que está de nuestra parte.
En este día rememoramos que el mismo Señor salió como fiador nuestro en Jesucristo, para saldar la deuda causada por nuestro pecado. Por la desobediencia a Dios causamos la ruptura de nuestros vínculos con Él. Pero, como los vínculos de Dios con nosotros no se habían roto, porque el amor de Dios es infinito e inquebrantable, Dios mismo nos brinda la respuesta a nuestra pregunta acerca de lo que podemos hacer para pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho. Con ello, serena nuestro ánimo ante los temores de irreparable ingratitud para con Él. La respuesta nos la brinda el salmo con estas palabras: “Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre” (Salmo 116, 13).
Esa copa es el cáliz de la Nueva y Eterna Alianza, sellada con la sangre del Cordero inmaculado, con la sangre del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, con la sangre que derramó Jesucristo en el sacrificio de la Cruz.
La gratitud al Señor por todo el bien que nos ha hecho tiene su única expresión adecuada en la Eucaristía, en la celebración del sacrificio redentor de Jesucristo, Hijo unigénito del Padre, participando, como corresponde a cada uno, en la celebración de la única ofrenda agradable y satisfactoria para el Padre.

3.-. Hoy, queridos hermanos, rememoramos la institución de este signo de unidad con Dios y entre nosotros mismos, que es la Eucaristía, porque no hay redención posible sino viviendo en el amor a Dios y al prójimo.
Hoy participamos en la celebración gloriosa del sacrificio redentor que nos reúne en la Iglesia como vínculo de caridad. Hoy la Iglesia celebra, mediante la acción sagrada del sacerdocio ministerial, el mismo y único sacrificio de Cristo muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación.
San Pablo nos garantiza que la Eucaristía es la acción por excelencia con la que podemos agradar a Dios haciendo memoria, a la vez, memoria del primer Jueves santo. El Apóstol nos dice hoy en la segunda lectura: “Yo he recibido una tradición que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la (1 Cor 11, 1-2).

4.- Dios aprecia el Sacrificio de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como el único acto satisfactorio y, al mismo tiempo, como la fuente y culmen de nuestra vida cristiana. Por él hemos sido salvados. Por él recibimos la fuerza para vencer la tentación. Por él nos incorporamos a Jesucristo en gozosa intimidad sobrenatural, como Él mismo nos enseñó diciendo: “El que come mi carene y bebe mi sangre habita en mí y yo en él y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 57).
Además de todo ello, cada vez que la Iglesia celebra el Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía, y cada vez que participamos en ella y de ella, proclamamos la muerte redentora del Señor hasta que vuelva. En ella está el núcleo esencial del Evangelio que estamos llamados a difundir. Por tanto, la condición básica para ser verdaderos evangelizadores está en nuestra vinculación con Cristo en la Eucaristía.
Viviendo la Eucaristía entenderemos bien que la evangelización es un servicio de caridad para con nuestros hermanos alejados o carentes de fe en el Señor Jesús. Y evangelizando, procuramos para ellos la gracia de que un día puedan participar en el sacrificio y sacramento redentor que es fuente de vida eterna y pan del caminante que peregrina tras las huellas del Señor Jesús.

5.- Queridos hermanos: participemos con fe en esta solemne celebración, pidiendo a Dios, por intercesión de su Madre santísima la Virgen María, que nos conceda la gracia de ser fieles a su amor y de mantenernos como entusiastas colaboradores de la Iglesia en la Evangelización.


QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL – 2014

Martes Santo, 15 de Abril de 2014

Saludo
Queridos hermanos sacerdotes: el Señor me ha elegido para ser, con vosotros, signo y ejemplo de comunión eclesial. Por eso puedo saludaros compartiendo con vosotros esta celebración sagrada como partícipe de la unción sacerdotal que nos une especialísimamente.
Con las palabras del Apocalipsis, os deseo también a todos los presentes miembros de la vida consagrada y laicos, la gracia y la paz de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra (cf. Ap 1, 5).
1. Bendecidos con la gracia de la profecía y de la santificación
Desde nuestra ordenación sacerdotal, queridos presbíteros, somos mensajeros del Señor y ministros de nuestro Dios. Nuestra identidad se realiza, sobre todo, en la proclamación de la Palabra y en la acción sacramental. Hemos sido bendecidos con la gracia de la profecía y de la santificación para ser instrumentos conscientes y libres del Espíritu Santo. Él actúa en nosotros y a través nuestro vivificando a la Iglesia. En ella el Espíritu nos pone al servicio de la redención universal para gloria de Dios y salvación de los corazones desgarrados, de los cautivos del pecado, de los prisioneros de sus propios errores, de los afligidos por ignorar que existe un amor incondicional y liberador, y para ayudar a los más desposeídos a causa de los egoísmos ajenos o por cualquier otra causa.
 Quienes hemos recibido el Sacramento del Orden Sagrado fuimos elegidos, ungidos y enviados a proclamar al mundo la alegría interior y la esperanza que nos ofrece el santo Evangelio. Por ello, predicar a Jesucristo con obras y palabras en un mundo hostil, ofreciendo la luz de la fe que descubre el sentido pleno de lo que somos y tenemos es, al mismo tiempo, la dura prueba con que nos purificamos, y la acción con la que podemos crecer en santidad. Nuestra santificación tiene su ámbito propio de realización y de crecimiento en el ejercicio del sagrado Ministerio que se nos ha encomendado. Tomando conciencia de ello, hemos orado al comenzar la Misa diciendo por nosotros especialmente, y por todos los bautizados: “a nosotros, miembros del cuerpo (de Cristo) nos haces partícipes de su misma unción; ayúdanos a ser, en el mundo, testigos fieles de la redención” (Orac. Col.).
2. Testigos y ministros de la misericordia de Dios
Siendo ministros de la palabra y de los sacramentos del Señor en la Iglesia, somos testigos privilegiados de la misericordia divina que nace del amor incondicional e infinito de Dios. Y el amor de Dios, experimentado y vivido por nosotros, es el motivo por el que deseamos el mayor bien para los que nos rodean. Ese bien tiene su condición primera en la limpieza de corazón, en la rectitud de intención, en el amor y respeto a Dios, procurando servirle siempre antes que a los hombres y por ello, antes que a uno mismo. Ser testigos y ministros de la misericordia del Señor nos exige, pues, ser plenamente fieles a la verdad, manifestando siempre con, caritativa claridad, el bien y el mal de acuerdo con la voluntad de Dios tal como nos la enseña el Magisterio de la Iglesia.
3. Pregoneros del año de gracia del Señor
Es necesario, pues, que, empeñados en la evangelización, que es la acción más liberadora, nos entremos muy seriamente a “proclamar el año de gracia del Señor, el día del desquite de nuestro Dios” (Is 61, 2). Esto es: por la bondad de nuestro Dios, que nos ha redimido con su pasión, muerte y resurrección, ha llegado el momento en que los hombres debemos ayudar a que se cumpla “el desquite de nuestro Dios” (Is 61, 2). Debemos propiciar la victoria de Cristo en cada uno de los que hemos sucumbido a la esclavitud del pecado por nuestra debilidad ante la tentación del maligno. Esta es la hora en que somos llamados, de un modo especial, a predicar y procurar, paciente y amorosamente, la conversión interior; el arrepentimiento sincero por haber pecado; la confesión sacramental, humilde, sincera y esperanzada; y el propósito de unirnos más a Dios para no dejar ningún resquicio al diablo.
La proclamación del Año de Gracia del Señor, a que nos invita hoy la Iglesia a través del profeta Isaías, nos compromete, queridos hermanos sacerdotes, como era práctica frecuente del santo Cura de Ars, a hacer penitencia por nuestros pecados y los de nuestros feligreses, antes que a disimular, con nuestra supuesta comprensión y con una equivocada imagen de la magnánima misericordia divina, la gravedad de las torpezas cometidas. Mientras causemos o permitamos el error en la mente y en la conciencia de los hermanos, aún con la mejor intención, estamos impidiendo la limpieza de corazón, que es condición para ver a Dios, para gozar de su rostro y de su constante gesto de ternura y de misericordia.
4. Ministros de la misericordia de Dios
¡Qué error tan grande pensar que, reduciendo la responsabilidad del pecador, o disimulando ante su conciencia el rostro del mal, ayudamos más al fiel a buscar la paz interior, y a confiar más en la misericordia de Jesucristo. Nos equivocamos si ponemos la misericordia de Dios al nivel de nuestros sentimientos y de los explicables deseos o conveniencias humanas.
La búsqueda del desquite de nuestro Dios ha de ser también la búsqueda del desquite del pecador ante la esclavitud del pecado no solo en su forma, sino también en su raíz. Sólo entonces descansa verdaderamente el espíritu de quien busca la rectitud, sintiéndose llamado por la voz de Dios que obra en su conciencia.
Jesucristo nos convoca a purificar nuestra conciencia y a orientar la de los penitentes. Para ello nos ha constituido ministros del perdón, maestros de la verdad evangélica, y consejeros espirituales de quienes buscan la verdad. Sólo la verdad nos hace verdaderamente libres (cf. Jn 8, 32). No consintamos esclavitudes ajenas por ofrecer una libertad equivocada, aun con buena voluntad de nuestra parte.
5. Renovamos las promesas sacerdotales
Queridos hermanos sacerdotes: vamos a renovar las Promesas que hicimos el día de nuestra Ordenación Sacerdotal. Renovar significa activar el propósito de volver al amor primero con la alegría, con entusiasmo y con la confianza de quien se sabe elegido y ungido por Dios mismo. Él nos ha enviado a realizar lo único que, según los designios divinos, puede llenar santamente nuestra vida.
Para ser capaces de esta renovación sabemos que es imprescindible “unirnos más fuertemente a Cristo” (Renov. Prom. sacerd). Entonces, su voluntad será nuestro deseo, nuestro estilo sacerdotal será espejo del suyo, y nuestra confianza en su gracia será plena. Asumimos entonces como norma de vida lo que Jesucristo dijo al apóstol Pablo en momentos de dura prueba: “Te basta mi gracia” (2Cor 12, 9).
Sólo unidos a Jesucristo es posible que renunciemos a nosotros mismos. Y sólo desde esa renuncia sincera podremos cumplir, con recta intención, los deberes que, por amor a nuestro Señor, aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación sacerdotal.
Sabemos por experiencia que lo más costoso de nuestra fidelidad sacerdotal, como ocurre con la misma fidelidad cristiana de todo bautizado, es la renuncia a nosotros mismos. La razón es muy sencilla: esta renuncia exige nuestra firme decisión de romper con los propios intereses humanos, por legítimos y explicables que sean, siempre que dificulten el servicio incondicional y pleno al Señor en la Iglesia. Y ello requiere, a la vez, el ejercicio sincero y sacrificado de la comunión eclesial, de la colaboración pastoral con el Obispo y con los hermanos sacerdotes, y el fiel ejercicio de nuestro ministerio sagrado aún en las circunstancias adversas. Para ello somos bendecidos con la gracia del Espíritu Santo.
 Las exigencias que implica esta renovación de las promesas sacerdotales se hacen más duras y más difíciles en momentos en que se va reduciendo la sensibilidad cristiana y la aceptación de Dios en la cultura dominante. La vida de las personas y de las estructuras sociales se desarrolla frecuentemente de espaldas a Dios. Las leyes desbordan sus límites, pretendiendo llegar a definir y conceder los derechos fundamentales de las personas y de las instituciones. La ley inscrita por Dios en el corazón de los hombres y mujeres es deformada o rechazada como un error que se opone a la libertad humana. La conciencia de muchos jóvenes y adultos va deformándose por la presión de campañas bien arbitradas y muy lejanas del Evangelio.
El cumplimiento de la misión pastoral y apostólica en estas circunstancias hace sentir más al pastor el inevitable cansancio de su acción siempre trascendente, y que ha de realizarse contracorriente. Se explica que entonces el pastor sienta la necesidad de refugiarse en abrigos humanos que ayuden a mantener el buen ánimo en el desarrollo del ministerio. En estas circunstancias se entiende también que se piense en ámbitos más favorables al propio ejercicio del ministerio sacerdotal. Sin embargo, la situación generalizada del mundo al que hemos sido enviados, unida a la escasez de sacerdotes, impide el juego de posibilidades a favor de los explicables deseos humanos de los Presbíteros; y, en ocasiones, parece imponer inevitablemente mayores cargas para atender a tantas personas que andan desorientadas como ovejas sin pastor.
6. Oremos unos por los otros
Por todo ello, queridos hermanos sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y laicos participantes en esta celebración, oremos para que el Señor derrame abundantes bendiciones sobre nosotros y sobre cuantos se sienten vinculados a la difícil y urgente acción evangelizadora.
Rezad también por mí, para que sea fiel al ministerio apostólico, y oriente y acompañe a la porción del pueblo que me ha sido confiada; y para que sea estímulo y apoyo de quienes, desde un ministerio u otro, colaboran en la acción permanente de la Iglesia.
7. Con la protección del Santísima Virgen María

Que la santísima Virgen María, auxilio de los cristianos, y estrella de la evangelización guíe nuestros pasos y nos ayude a entender las realidades que nos corresponde asumir y evangelizar.

HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS – 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1.- La liturgia del Domingo de Ramos es como una síntesis de cuanto vamos a celebrar durante la Semana santa. Contemplamos hoy a Jesucristo entrando en Jerusalén sobre una cabalgadura que había mandado traerle. Iba acompañado por quienes le conocían como hombre bueno, como un profeta, o incluso como el Mesías que había de venir, como el Hijo de David que merecía ser aclamado en las alturas. No podía ser de otro modo. Era necesario que sus discípulos y seguidores le tributaran sentidas alabanzas porque pasó haciendo el bien. Tenían que clamar en su favor los que le reconocían como enviado de Dios.
Pero no todos los que le veían pasar pensaban lo mismo, ni experimentaban esa alegría ante Jesús. Por el contrario, consideraban injustas esas alabanzas, y se sentían molestos ante ellas. Sin embargo, Jesucristo, ante quienes le increpaban para que hiciera callar a la multitud que le vitoreaba, dijo bien claro: “si estos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).

2.- ¡Qué mensaje tan claro y tan comprometedor! La Verdad y la luz no pueden quedar ocultas. De algún modo y en algún momento han de brillar porque la humanidad las necesita y Dios así lo quiere. El Señor nos ha dicho que “no se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” (Mt. 5, 15). Es una verdadera injusticia privar de ella a nuestros semejantes porque, sin la luz de la verdad, no se puede llegar a descubrir el sentido de la propia existencia, el misterio que nos acoge después de la muerte, y el camino que debemos recorrer para acertar en el peregrinaje por este mundo. Y todo esto es lo que más inquieta a las personas cuando son capaces de reflexionar superando las olas de superficialidad y las avasalladoras prisas por gozar lo que piden los instintos o imponen los arrastres sociales.
           
3.- La realidad de Dios hecho hombre para salvarnos; la bondad del hijo del carpintero, que pasaba por doquier haciendo el bien; ese hombre que, misteriosamente, era Dios al mismo tiempo; ese judío que había proclamado el perdón y había invitado al sincero arrepentimiento; ese nazareno justo que había sido anunciado por Juan Bautista como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29), no podía pasar desapercibido. Tenía que ser proclamado con gritos de alabanza por quienes habían experimentado su bondad y la fuerza de Dios que actuaba en sus palabras y en sus obras. Por eso nosotros, al procesionar con los ramos en memoria de aquel acontecimiento, hemos cantado también: “¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel” (Jn. 12, 13 ).
En el domingo de Ramos se constata claramente la verdad y el sentido de aquellas palabras con que Jesucristo oró al Padre diciendo: “Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Lc 10, 21). Sabemos que los sabios, conocedores de la ley y los profetas, no habían sido capaces de ver en Jesucristo al Hijo de Dios.
           
4.- Este hecho y estas palabras encierran para nosotros un importante mensaje, especialmente oportuno en estos momentos. La santa Madre Iglesia, a través de los últimos Papas, y ahora especialmente con la llamada del Papa Francisco, nos urge a realizar la preciosa tarea de la Evangelización. Para ella confía en nosotros, que no somos personas de relevancia social, que no somos los sabios de este mundo, que no tenemos especiales dotes para comunicar nuestra fe y nuestra experiencia de Dios y convencer a quienes nos ven o nos escuchan. Por ello, sorprende constatar que el Señor y la Iglesia confíen en nosotros sabiendo que, a causa de nuestras debilidades y pecados, no somos testigos convincentes de la verdad que predicamos. Sin embargo no debe extrañarnos el haber sido elegidos para llevar al mundo el Evangelio.
Jesucristo no quiere brillantes discursos para dar a conocer la verdad y el amor de Dios. Jesucristo quiere que comuniquemos, con nuestras obras y palabras, la experiencia gozosa de que Dios nos ama a pesar de nuestros pecados. Precisamente porque somos pecadores, se ha hecho hombre y ha entregado su vida como ofrenda agradable al Padre. Su gesto de obediencia fue pleno e incondicional. Por eso, cumpliendo plenamente lo que el Padre le había mandado, acaba con el desastre causado por la desobediencia continua de la humanidad desde Adán y Eva hasta el fin de los tiempos. ¡Qué grande y generosa fue la obediencia de Jesucristo!. Asumió voluntariamente el descrédito, los insultos, las blasfemias y cuanto cayó sobre Él hasta morir clavado en la cruz para pagar por nuestros pecados.

4.- ¿Es posible un comportamiento semejante al que tuvo y tiene Jesucristo con nosotros si no fuera movido por un amor infinito? Ciertamente no. Pero Jesucristo, puesto que er y es Dios verdadero, nos amó y nos ama hasta el extremo (cf. Jn, 13,1).
Tendríamos que preguntarnos: ¿Por qué recurrimos al Señor para que nos favorezca en los proyectos personales, y no acudimos a darle gracias porque es el único que nos ama a pesar de todo? ¿Por qué no le pedimos que nos enseñe y nos ayude a quererle como corresponde? Y, si el hecho de encontrarnos con el maravilloso regalo de ese amor de Dios -que Jesucristo nos manifiesta con su Pasión y con su muerte- nos ayuda a orientar nuestra vida y a recorrer nuestro camino con esperanza, ¿por qué no nos decidimos a darlo a conocer a quienes viven lejos o de espaldas a Dios? Quien vive sin Dios pierde la mayor parte de su vida, no saborea lo más importante de su existencia y de la relación con las personas que les rodean.

5.- El profeta Isaías nos recuerda en la primera lectura de esta Misa algo que deberíamos tener muy presente. Poniendo en labios de Jesús esta oración dice: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is. 50, 4). Para que nosotros podamos cumplir con el deber cristiano de manifestar a Jesucristo a quienes no le conocen y, en consecuencia, no pueden sentirse amados como nosotros nos sentimos, tenemos que pedir constantemente al Señor que nos ayude a saber ser apóstoles. Todos necesitamos que Dios nos perdone y nos ayude. Pidamos esta gracia para nuestros semejantes.

6.- Que la contemplación de la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, que vamos a celebrar en estos días de la Semana Grande para los cristianos, nos estimule para que sigamos a Jesucristo correspondiendo a su amor. Y que la vivencia de los Misterios de Cristo sea un punto de partida para que nos lancemos a evangelizar a quienes no conocen, o no conocen bien a Jesucristo. De algún modo somos responsables de que alcancen la libertad interior, la paz del alma, la esperanza en un futuro radicalmente mejor, y la auténtica libertad.
Que la santísima Virgen María, profunda conocedora de Jesucristo, y apóstol de su amor y de su misericordia, nos ayude a vivir estos días como un verdadero regalo de Dios.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO V DE CUARESMA

6 de abril de 2014

1.- Mis queridos hermanos sacerdotes: Vicarios general y episcopales, miembros del Cabildo Catedral y demás presbíteros concelebrantes.
Mi saludo especial y muy cordial a quienes habéis venido al frente de vuestras Comunidades parroquiales de la Vicaría Vegas Bajas-Sierra de S. Pedro, a las que servís en el Nombre del Señor presidiéndolas en la caridad.
Mi saludo paternal, como corresponde al Obispo, a todos los fieles que habéis peregrinado a esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Con esta peregrinación iniciáis vuestros trabajos para llevar a cabo la urgente obra de la Evangelización. A ella nos han llamado con insistencia los últimos Papas. Con vuestra presencia hoy aquí constituís un bello signo de la unidad de la Iglesia que se hace presente para todos vosotros en la Diócesis. Ella es la que da sentido a cada una de vuestras Parroquias; y de ella emanan para todos los fieles cristianos de nuestra Iglesia Particular las orientaciones que deben presidir todas las acciones pastorales de las diferentes comunidades cristianas.

2.- Nos hemos reunido aquí, hoy, para poner ante Dios nuestro propósito de cumplir el mandato de Jesucristo lanzándonos a predicar el Evangelio allá donde nos encontremos. Difícil tarea esta que solo podemos llevar a cabo conducidos, sostenidos y animados por Jesucristo. Él nos ha dicho: “quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Nos reunimos en torno al altar para rememorar el banquete de la última cena del Señor y comulgar su Cuerpo y Sangre que se entrega por nosotros.
Escuchando la Palabra del Señor y comiendo el Pan de vida que es su cuerpo sacrificado y glorioso, todos nos vamos uniendo como los diferentes miembros de un mismo organismo. Esta es la condición fundamental para ser evangelizadores.
No podemos predicar la unión con el Señor si no estamos unidos o, al menos, dispuestos a unirnos unos a otros como una verdadera familia: la familia de los hijos de Dios. Nuestro Señor Jesucristo. Él, momentos antes de ser entregado a quienes le iban a crucificar, oró al Padre diciendo: “Padre que todos sean uno como tú en mí y yo en ti… para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). La condición para que el mundo crea que hemos sido enviados por Dios, hecho hombre en Jesucristo, y para que acepten el mensaje de salvación que deseamos transmitirles mediante la acción evangelizadora, es que estemos unidos como hermanos. Es muy necesario, que no vayamos cada uno a su aire, que seamos capaces de compartir lo que tenemos, tanto si son bienes materiales como si son recursos espirituales o medios para la acción pastoral.
Es necesario que las Parroquias colaboren y se ayuden unas a otras para que, entre todos, seamos capaces ofrecer al prójimo el Evangelio de Jesucristo que nos descubre el sentido auténtico de la vida y de cuanto en ella n os acontece. Para ello nadie somos suficientes; nos necesitamos unos a otros: los sacerdotes necesitamos de los religiosos y de los seglares; los jóvenes necesitan de los mayores; las familias necesitan de otras familias que viven los mismos problemas y tienen las mismas necesidades. Nadie podemos afrontar en solitario nuestro propio deber en la Iglesia y en el mundo.

3.- Los Papas nos han recordado que quien evangeliza es Jesucristo, a través de la Iglesia que es su Cuerpo místico. Los cristianos, desde que recibimos el Bautismo, somos miembros vivos de ese cuerpo espiritual de Jesucristo que llamamos Iglesia. Por la acción de la Iglesia formamos parte de la gran familia de los hijos de Dios. Jesucristo nos obsequia con el don de la fe y nos admite como discípulos suyos mediante el Bautismo que recibimos en la Iglesia. Nos perdona los pecados mediante la absolución sacramental que recibimos en la Iglesia. Se hace realmente presente en la Eucaristía por la celebración de la santa Misa que preside el Sacerdote como ministro de Jesucristo en la Iglesia. Y así ocurre en los demás Sacramentos. No nos extrañe, pues, que el Señor haya querido necesitarnos para llevar a cabo la obra de la Evangelización.
Esta obra, tan urgente en nuestra sociedad, porque va perdiendo el sentido religioso, la fe en Jesucristo y la esperanza en la vida eterna, consiste en procurar, con los medios al alcance de cada uno de nosotros los cristianos de cada lugar, que todos lleguen a conocer a Jesucristo, a comprobar que Dios nos ama infinitamente, a gozar de su gracia y a cumplir con esperanza nuestro deber en el mundo, poniendo la mirada en la promesa de salvación eterna que Jesucristo consiguió para todos con su muerte y resurrección
 Ahora Jesucristo quiere valerse de las comunidades cristianas, de los feligreses de las Parroquias para hacer llegar el mensaje del amor, de la libertad y de la vida a los que se sienten solos, esclavos de tantas fuerzas que dominan su vida, y que necesitan una palabra de aliento y de esperanza capaz de iluminar la oscuridad de su existencia y de abrirles al horizonte una vida feliz y bendita.

4.- Para cumplir el propósito de evangelizar, que debemos emprender los cristianos unidos entre nosotros, necesitamos llenarnos de Dios y llenar de vida y de ilusión nuestro espíritu tantas veces cansado, desorientado y, a veces, incluso dormido. Ese cambio nuestro solo puede ser obra de Dios. Así nos lo ha manifestado hoy la palabra del Señor diciendo: “os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ez 37, 14).
Por eso, debemos unirnos hoy pidiendo ayuda al Señor con las palabras del Salmo que antes hemos recitado: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica” (Sal 129, 1-2).
Jesucristo responde siempre, de una forma u otra, cuando nos dirigimos a él unidos en la oración. Hoy nos ha dicho, a través de S. Pablo, en la segunda lectura: “El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros” (Rm 8, 11). Por tanto, lo que depende del Señor para que podamos estar unidos a Él, y para ser capaces de evangelizar en medio de las inevitables dificultades, ya lo tenemos. El Señor se pone de nuestra parte y está con nosotros.
Buen momento éste para recordar que, en verdad, somos templos vivos del Espíritu Santo; que el Espíritu de Dios habita en nosotros; que, por eso podemos confiar plenamente en que, a pesar de nuestras debilidades, cobardías, perezas, miedos y tibiezas, el Espíritu Santo vivificará también nuestro espíritu haciéndonos dóciles a la voluntad de Dios, a la vocación a la que nos ha llamado, y, por tanto, fuertes para llevar a cabo la acción evangelizadora en nuestros ambientes. Nuestro primer objetivo evangelizador ha de ser la propia familia, los amigos y los compañeros de trabajo y de ocio.

5.- Queridos hermanos, fieles cristianos de esta Diócesis: vuestro propósito ha de ser, y calculo que estará siendo, despertar del sueño de la incredulidad a quienes más se relacionan con nosotros. Estamos llamados a romper la oscuridad de muchos espíritus acostumbrados a una vida sin Dios o casi sin Dios. Para ello tenemos que comenzar orando por aquellos a quienes hemos de transmitir el evangelio. Y esta oración ha de realizarse en la confianza que nos da creer firmemente que Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1Tim 2, 1-8). Cuando oremos así al Señor, escucharemos en nuestro interior la respuesta alentadora y estimulante que dio a quienes le comunicaban que su amigo Lázaro estaba enfermo: “Esta enfermedad (nosotros podríamos decir hoy: esta situación de oscuridad lejos de Dios) no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11, 4). Podemos decir también nosotros: para que Dios sea glorificado por quienes lleguen a conocerle y amarle a través nuestro. ¿No creéis que esto valle verdaderamente la pena?
Es posible incluso que alguna vez, al mirar a quienes vemos muchos años alejados de Dios, pensemos, como quienes sabían que Lázaro llevaba demasiado tiempo muerto: “Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días” (Jn 11, 39). ¿Sabéis cual fue entonces, y cual será para nosotros hoy la respuesta de Jesucristo? “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26). Con el Señor lo podemos todo.

Pidamos a la Santísima Virgen María, la primera evangelizadora, que siempre dirige nuestra mirada y nuestra atención al Señor, que nos enseñe a evangelizar con amor, con fidelidad y con esperanza. El que confía en el Señor no será defraudado.


QUE ASÍ SEA.    

HOMILÍA EN LA JORNADA DIOCESANA DE JUVENTUD

(Sábado, 5 de Abril de 2014)
(Misa del Domingo Vº de Cuaresma)

            Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos jóvenes y queridos monitores, catequistas y educadores que les acompañáis:
           
1.- En este momento estamos donde debíamos estar. Todo lo que hemos hecho durante la mañana y todo lo que hay que hacer en la tarde no tendría razón de ser en la Iglesia y en una Jornada Diocesana de Juventud si no fuera inspirado por el Evangelio de Jesucristo, y si no fuera un medio para a cercarnos a Él. Por eso, para el cristiano, la santa Misa, la participación en la Eucaristía, es absolutamente necesaria. Un grupo de cristianos, que habitaban en el norte de África en tiempos de persecución de la Iglesia, al  prohibírseles sus prácticas piadosas, dijeron: “Sin la Eucaristía no podemos vivir”.
            Queridos Jóvenes: yo sé que muchos de vosotros entenderéis estas palabras. Y también sé que otros muchos pensaréis que la Misa resulta un tanto pesada. No os preocupéis por ello de momento. Si no os cerráis al conocimiento del Evangelio, llegaréis un día a decir lo mismo que aquellos cristianos de la Iglesia primitiva: sentiréis un vacío cuando no participéis debidamente en la sagrada Eucaristía.

2.- Ser cristiano es proponerse vivir como Jesucristo nos enseña, porque necesitamos, deseamos y esperamos una felicidad, una paz, un estilo de vida, una sociedad y un mundo totalmente nuevo. Y yo os digo que ese mundo nuevo, que esa felicidad que buscáis, que esa paz que deseáis para todos los pueblos, no es posible mientras se viva lejos de Jesucristo o de espaldas a él.
Estoy convencido de que este mundo os ofrece, os invita y os propone con insistencia cantidad de cosas que os apetecen a primera vista. Pero estoy igualmente convencido de que, cuando habéis experimentado algunas de esas cosas, o cuando habéis experimentado eso que tanto os atraía, no siempre os habéis sentido más felices, no habéis estado más alegres, no os habéis encontrado más libres. Y, si habéis llegado  a sentir de alguna forma algo de esa felicidad o de esa libertad que buscabais, pronto habéis comenzado a sufrir. Unas veces por el miedo a perder lo que habéis encontrado. Otras veces porque vuestra conciencia no se ha quedado tranquila.

3.- En cambio, lo que Jesucristo nos invita a experimentar nos hace felices con esa felicidad que no se sabe describir pero que nos ayuda a vivir con ilusión, con alegría interior, con paz en el alma y con esperanza. Y, además, sabéis muy bien que Jesucristo nunca nos deja solos; y, además, siempre nos promete más felicidad, más paz, más ilusión, más esperanza, y nos ayuda a alcanzarlo. Sabemos que sin Él no podemos alcanzar lo que nos hace felices. Pero también sabemos que Jesucristo ha prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos. Esa promesa se está cumpliendo. A Jesucristo lo tenemos en la Eucaristía; lo encontramos en ese abrazo de misericordia que es el sacramento de la Penitencia; se acerca a nosotros en  la persona de quienes nos quieren sin interés ninguno y que están a disposición cuando les necesitamos para comunicarles nuestros problemas o para pedirles luz en momentos de oscuridad, muy frecuentes en esta vida, y todavía más en vuestra edad.
           
4.- Queridos jóvenes: os invito a hacer vuestra, con vuestras palabras y a vuestro modo, la oración de la Iglesia con la que hemos comenzado esta celebración: “ Te rogamos, Señor, que tu gracia nos ayude, para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo” (Orac. Colecta). 
Si hacemos simplemente lo que nos apetece y cuando nos apetece, lo más que puede ocurrir es que logremos una satisfacción pasajera y que, además, se vuelva contra nosotros cuando descubramos que era equivocada o incorrecta. En cambio, si hacemos lo que Dios quiere,  crecemos como personas y nos capacitamos para ayudar a que otros alcancen la felicidad que nosotros ya hemos comenzado a experimentar. Pensadlo bien y veréis que es cierto lo que os estoy diciendo.
           
5.- ¿Qué ofrece Jesucristo para hacernos tanto bien?. Nos ama infinitamente con un amor que no se rinde ni nos abandona nunca. No olvidemos que a Jesucristo le hemos costado la vida; la entregó por nosotros en la cruz. Con ello manifiesta que es tan grande su interés de que aprovechemos y gocemos de verdad nuestra vida, y  de que disfrutemos de la paz de conciencia que, a pesar de nuestras pequeñas o grandes infidelidades, nos espera siempre con  los brazos abiertos; así los tenía en la cruz. ¿Habéis pensado alguna vez en la paciencia que tiene con nosotros? Nos pasamos la vida haciéndole promesas, pidiéndole ayuda para cumplir los propósitos de enmienda, y volvemos a caer en lo mismo. En el mejor de los casos, avanzamos tan lentamente que, si Jesucristo no nos quisiera más que nadie, nos habría dejado por imposibles. En verdad, pensar en la paciencia que Dios tiene con nosotros es el más grande motivo de consuelo y la mejor ayuda para reemprender el camino con ilusión cada vez que hemos errado el paso.  Gracias a su paciencia, siempre llegamos a tiempo para orientar nuestra vida por el camino de la verdad, de la justicia, del amor, de la paz, de la verdadera libertad y de la alegría que perdura en el corazón aunque pasemos malos momentos. Hoy mismo puede ser ese buen momento. ¿Por qué no?
Por eso debemos repetirnos interiormente las palabras del salmo que hoy hemos recitado: “Del Señor viene la misericordia,  la redención copiosa”. “(Sal. 129).
           
6.- Pero los cristianos no podemos pensar solamente en ordenar nuestra vida y en alcanzar la paz y la felicidad que nos promete el Señor. Tenemos que pensar en quienes no tienen las oportunidades que nosotros hemos tenido para encontrarnos con Jesucristo y poder vivir en paz. Esos no son peores que nosotros. Son sencillamente personas, jóvenes o adultos, que no han tenido las oportunidades que hemos tenido nosotros. Por tanto, al conocerles debemos avivar nuestros buenos sentimientos y nuestra responsabilidad de apóstoles cristianos y decidirnos a darles a conocer a Jesucristo como otros han hecho con nosotros. Si el corazón se os conmovería y correríais a ayudarles al verles malheridos en su cuerpo,  ¿por qué no se os conmueve el corazón al ver su alma herida y su vida en manos de quienes no les pueden beneficiar? No podemos vivir en paz mientras a nuestro lado haya jóvenes que caminan  sin saber a dónde van o  en dónde pueden caer.
           
7.- Queridos jóvenes: la Iglesia espera mucho de vosotros. Quizá los pastores y los educadores no sepamos daros lo que necesitáis en cada momento. No perdáis la esperanza de recibirlo. Rezad por nosotros para que acertemos al acercarnos a vosotros.
             Que la santísima Virgen María, Madre de Jesucristo y Madre nuestra nos ayude a acercarnos a Él y a vivir como Él nos ha enseñado.


            QUE ASÍ SEA.