HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN BAUTISTA (2014)

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Seminaristas y miembros de la Vida Consagrada,

Sr. Alcalde, miembros de la Corporación municipal y demás autoridades civiles y militares,
Queridos fieles laicos:

1. La fiesta que nos reúne hoy invita a tener presente en nuestra celebración sagrada a todo el pueblo de Badajoz. Es la fiesta de nuestra ciudad, y así la entienden y la disfrutan todos, aunque de forma distinta. Muchos gozarán considerando las raíces cristianas de la fiesta mayor de la Ciudad. Otros vivirán la fiesta al margen del sentido que la animó desde su origen. Y otros se comportarán como contrarios a la dimensión religiosa y cristiana de esta fiesta popular. La fiesta de la ciudad nos brinda una preciosa ocasión para que todos demos muestras de respeto y buenos modos en medio de la pluralidad de ideas y con educados comportamientos.

2. desde la fraternidad cristiana que nos une a todos por encima de todas las posibles diferencias sentimos, especialmente hoy, la responsabilidad de tener presentes, ante el Señor, a todos los conciudadanos. Debemos pedir para cada uno, por intercesión de nuestro santo patrono san Juan, la gracia de tomas conciencia de los que somos como personas y como ciudadanos; de los que son, como personas y ciudadanos, quienes viven solamente la parte profana de la celebración festiva, y pedir que Dios ayude a asumir su inexcusable responsabilidad a quienes necesitan una gracia especial para no terminar la fiesta siendo víctimas de la falta de conciencia, del instinto, o de la superficialidad, que suelen convertir la fiesta en lamento y la alegría en disgusto. Nuestros errores y torpezas repercuten lamentablemente en la vida de los demás, especialmente de los más cercanos y de los más débiles. Pero no olvidemos que nuestra buena compostura y buen sentido también repercuten positivamente elevando el nivel de convivencia y de manifestaciones sociales propias de la cultura que nos honra. Mirar preferentemente lo malo es una forma de desfigurar y menospreciar cualquiera de las realidades existentes.

3. Pedir para unos y otros la gracia de saber que lo que somos y dónde estamos, es un deber de fraternidad que nada tiene que ver con voluntad alguna de proselitismo religioso. Sencillamente es la consecuencia de nuestra responsabilidad ante el Señor y ante los hermanos, siguiendo el consejo de san Pablo “Dad gratis los que gratis habéis recibido” (Mt 10, 8).

Nadie tiene derecho a imponer nada a nadie. Ni siquiera lo que considera la mayor de las riquezas, como es el caso de la fe para los cristianos. Pero todos tenemos la obligación moral de ofrecer a los demás, con toda atención y respeto, de palabra y con los hechos, aquello de lo que gozamos como un bien fundamental. Todos tenemos la obligación moral de brindar a los demás, con tanta ilusión como delicado respeto, aquello que sabemos que nos permite descubrir y cultivar nuestra dignidad original e irrenunciable; aquello que nos ayuda a vivir creciendo en la verdad, la libertad, y la paz interior y social. Esa es la razón por la que, en este día festivo, acudimos a san Juan Bautista, nuestro principal valedor en el cielo. Él, que dio la vida por manifestar la verdad como un servicio crucial en un ambiente externamente adverso, intercederá ante el Señor para que seamos capaces de amar la verdad más que a nosotros mismos y a los intereses del propio grupo.

4. Los textos bíblicos de esta celebración litúrgica nos han invitado a repetir, como respuesta a la Palabra de Dios, esta plegaria: “Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente” (Sal 138, 14). Esta es una oración de gratitud que eleva el alma creyente al dirigirse a Dios considerándolo como su creador y Señor. La fe cristiana nos enseña que Dios nos ha creado y que, desde el primer momento, nos ha dotado con las potencialidades necesarias para el desarrollo pleno de nuestra condición humana, por la que somos imagen y semejanza de Dios.

Al mismo tiempo, esta plegaria es un reconocimiento humilde y gozoso de que el Señor nos ha elegido a cada uno para algo concreto que cada uno debe esforzarse en descubrir. Vocación que, por la fe, reconoce orientada a la gloria de Dios y al bien de la humanidad en nuestro propio ámbito social. Esa es la misión que cada uno debemos realizar con esmero y desvelo. En su cumplimiento está nuestra plena realización como personas, tanto en la dimensión individual como en la social, que integran inseparablemente nuestra identidad.

5. El cumplimiento cristiano de la misión recibida no es compatible con protagonismos excluyentes y exclusivistas; no admite individualismos, puesto que, en última instancia, nadie trabajamos solos. Nadie somos autosuficientes. La condición relacional, participativa y solidaria está en la raíz y en la esencia de nuestra condición humana; por tanto, es una exigencia lógica tenerla en cuenta en nuestro trabajo y en nuestro desarrollo personal, eclesial y social. Debe llevarnos, pues, a pensar en “quien” y en “quienes” están en la raíz y en el curso de nuestras actuaciones, para ser agradecidos y coherentes con la identidad de quien nos capacita y nos respalda. De ello nos da buena lección san Juan Bautista advirtiendo: “Yo no soy el Mesías” (Jn 1, 20). “Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarla las sandalias” (Hch 13, 25).

La edificación de la sociedad, como la de la Iglesia, son por naturaleza, y han de ser por convicción, fruto de la participación corresponsable que permita integrar la riqueza de cada persona y de cada grupo o institución, siempre que cada uno actúe con buena disposición y con rectitud de intención. Actuar así no es tarea fácil, aunque se pueda formular con sencillez, y aunque este principio sea utilizado por casi todos, incluyendo los que no lo tienen en cuenta a la hora de la verdad. Por eso, los cristianos sentimos la necesidad de recurrir a Quien es la fuente de toda luz, a quien es la expresión y el origen de la verdad. Necesitamos alcanzar de Dios la entereza necesaria para amar a la verdad más que a sí mismos, y para sacrificar lo propio que no es esencial en beneficio de lo bueno que aportan los demás. Nunca debemos permitirnos confundir la rectitud de los comportamientos con la falaz envoltura de las bellas palabras y de las falsas promesas.

6. En este día, en que la honra de san Juan Bautista nos ha llevado a tener en cuenta su grandeza, forjada en la austeridad y en la humildad, elevemos la mente al cielo. Pidamos a nuestro santo Patrono luz para descubrir la línea del bien obrar; fe para saber aceptar la ejemplaridad de Jesucristo y de los santos; y entereza para servir siempre a la verdad como la mejor ofrenda al Señor, como nuestra mayor contribución al bien social, y como el testimonio de lo que es fundamental en medio de tanta hojarasca de la palabras vanas.


            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DEL CORPUS CHRISTI – 2014

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos fieles cristianos, miembros de la V ida Consagrada y laicos:

1.- La fe nos capacita para creer en los Misterios del Señor y para ordenar nuestra vida según lo que Dios nos manifiesta en ellos. Esta capacitación para conectar nuestra pequeñez con lo más elevado del cielo y con la misma esencia de Dios nuestro Señor (con la Santísima Trinidad, por ejemplo), es un Don del Espíritu Santo. Por más inteligente que sea el hombre, y por más decidido que esté a seguir el camino de la verdad y de la trascendencia jamás podrá vislumbrar por sí mismo lo que el Señor nos revela en Jesucristo su Hijo y redentor nuestro. Hoy nos encontramos con uno de los misterios más entrañables para quienes buscan el sentido de su vida y de todo lo que en ella acontece. Celebramos la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, Dios y hombre verdadero y realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar.

Aún gozando de la fe que Dios nos concedió como semilla en el Bautismo, y que ha podido ir creciendo en nosotros por la acción, también misteriosa, del Espíritu Santo; y aún gozando de una fe grande y firme, resulta sorprendente y nada fácil de admitir, a plena conciencia, que el mismo Dios se haga presente entre nosotros bajo las especies de pan y vino. Y, más todavía, que se nos dé en alimento espiritual, y que nuestra intimidad con el Señor dependa de la fe con que lo comamos y bebamos.

Es, pues, totalmente comprensible que, quienes seguían a Jesucristo y habían comido de la multiplicación de los panes y los peces, le abandonaran cuando les dijo: “Yo soy el pan de vida” (Jn. 6, 35). “el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn. 6, 48. 51).

2…- La educación cristiana que hemos recibido puede hacernos pensar que es muy grave la falta de fe en la palabra de Jesucristo; sobre todo cuando hablaba y obraba milagros que respaldaban su credibilidad. Sin embargo, si analizamos bien los comportamientos nuestros ante la Sagrada Eucaristía, aunque no constituyan una negación de la presencia eucarística de Jesucristo, descubrimos una tibieza importante en el alcance de nuestra fe.

Ocurre, por una parte, que el hecho de poder comulgar es la cosa más sencilla del mundo. Podemos hacerlo con toda la frecuencia deseada por cada uno. Esto hace que quede muy reducido el impacto psicológico propio de lo extraordinario. Ante el peligro de que llegue a reducirse la conciencia de lo que vamos a hacer y de Quien es el que vamos a recibir, debemos preparar debidamente el encuentro eucarístico. Para ello es muy oportuno meditar previamente en el Misterio del Pan de Vida. Para no reducir a la mediocridad de lo ordinario el maravilloso acto de adorar al Señor en la Eucaristía y de recibirle en la Comunión, debemos pararnos a contemplar la grandeza del Misterio y del Don que se nos ofrece en el Sacramento de la Eucaristía. Este sacramento nos ofrece a Jesucristo como alimento para nuestro peregrinar sobre la tierra, y nos ayuda a orientar nuestros pasos hacia la gloria eterna en el cielo.

Es, pues, necesario renovar la conciencia de que vamos a recibir a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre; autor de la vida y de la salvación. Es necesario que intentemos calibrar el amor que Dios nos manifiesta en la Eucaristía queriendo dársenos como el alimento del peregrino, viniendo humildemente a nosotros bajo las especies de Pan y de Vino, verdadera y realmente presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad.

Si no meditamos frecuentemente en este admirable Misterio de la Eucaristía, corremos el peligro de situar en la rutina, más o menos piadosa, el acto más importante de que somos capaces en esta vida; y de convertir la misteriosa y transformadora cercanía de Jesucristo, en una práctica meramente ritual. En ese caso, la fuente de nuestra vida cristiana, que es la Eucaristía, podría convertirse, paradójicamente en causa de alejamiento del Señor.

La recepción de la Eucaristía es tan gran privilegio y tan inmenso don, que nos exige una digna preparación y la lejanía de toda rutina o indisposición interior. Así nos lo enseña S. Pablo: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva. De modo que quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Así, pues, que cada cual se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación” (1 Cor. 11, 26-29).

La fiesta del Cuerpo sacramentado de Jesucristo es una gracia del Señor que nos invita a considerar el amor de Dios que se entrega voluntariamente a la muerte de Ruz para redimirnos del pecado. Es una amorosa advertencia para que estemos empeñados en corresponder a la delicadeza del Señor que desea permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos. Es una preciosa ocasión para fortalecer nuestra fe y nuestra decisión de profundizar en los Misterios del Señor; en ello está nuestra más alta dedicación, y la prenda de nuestra salvación.

Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a invocar la ayuda del Señor para mantener viva nuestra fe y ser apóstoles de la Eucaristía.


            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (2014)

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares:

            1.- La Fiesta de la Santísima Trinidad supera, junto con la Pascua, todas las demás fiestas que celebra la santa Madre Iglesia. En la fiesta que celebramos la Iglesia nos manifiesta el Misterio del Dios uno y único, cuya esencia desborda con creces la capacidad humana de entender. Dios, siendo uno y único, trino a la vez: El Dios uno y único es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y existe en permanente e íntima relación interpersonal, muy lejos, por tanto, de hieratismo alguno y de cualquier forma de soledad. 

Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo en unidad indivisible, y en comunidad indestructible. Su vida no puede imaginarse, por tanto, lejos del amor, que es el vínculo más fuerte y más libre entre las personas. Es el único vínculo que, vivido limpiamente por los humanos, puede superar todo interés incorrecto y todo sentimiento de enemistad o de marginación del prójimo.

2.- En el misterio de la Santísima Trinidad, Dios se nos presenta constantemente activo. Es el Dios vivo y verdadero en el que coinciden el ser y el obrar, como coinciden también la Verdad, el bien y la belleza.

El amor y el bien, unidos en su condición infinita, generan un dinamismo permanente que constituye la riqueza de su ser y de su acción como Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, dentro, siempre, de la unidad indestructible del Dios uno, único y verdadero. Y ese dinamismo divino se convierte en fuente de nuestro dinamismo interior por el que somos capaces de amar, de buscar la verdad y de hacer el bien.

Siendo el amor, esencialmente activo, la esencia de Dios Uno y Trino, no solo se manifiesta como el móvil de toda la vida trinitaria, sino que es, también, la causa de que las Tres divinas Personas tomen siempre la iniciativa. Así nos lo manifiesta en la acción creadora y en la constante actividad providente gracias a la cual se mantiene en la existencia toda la realidad creada.

3.- El amor infinito de Dios, cuya existencia y obra son también incontenibles en el espacio y en el tiempo, no sólo obra siempre y desde toda la eternidad, sino que toma también la iniciativa en el obrar cuando se vuelca fuera de sí mismo. Y siempre difunde el bien en cada una de sus acciones. Por eso, la bondad y la belleza de Dios están presentes en toda la creación y, sobre todo en el ser humano. En el libro de la Sabiduría nos dice el Señor: “mis delicias son estar con los hijos d los hombres” (Prov. 8, 13). Y en el libro de los Salmos, refiriéndose al hombre, exclama el alma orante: “Lo hiciste poco inferior a los Ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos” (Sal. 8, 6-7a).

Dios nos ha creado buenos por amor, y nos enriquece en todo momento con sus permanentes dones. La participación en su imagen y semejanza es un regalo, y el mayor de todos ellos, porque establece la línea de nuestro desarrollo y crecimiento como señores de la creación y como llamados a la santidad. Por ello, nos dirá Jesucristo: “Sed santos, porque mi Padre celestial es santo” (Mt 5,48). Su palabra, mediante la cual se ha comunicado con nosotros, es un regalo también. Y cuando el hombre rompe la relación con Dios a causa del pecado original y de los pecados personales, Dios mismo toma la iniciativa estableciendo los cauces de su amorosa redención. Dios asume misteriosamente, en Jesucristo su Hijo encarnado, el protagonismo martirial; y se convierte en víctima propiciatoria por nuestros pecados.

 4.- El amor es el vínculo más fuerte que nadie puede imaginar. “Dios es amor”, nos dice S. Juan (I Jn. 4, 16) Por tanto, debemos saber que la relación entre las Personas es la mayor expresión de la unidad divina en la Trinidad; y que esa unión se manifiesta en la relación interpersonal inextinguible. Por eso, Jesucristo vivió el momento peor de su Pasión redentora cuando se sintió abandonado del Padre y en la más dura soledad: sólo entre el cielo y la tierra. Con unas brevísimas palabras, nos manifestó Jesucristo el sinsentido que entraña la soledad en quien está hecho para el amor; y lo difícil que es de entender y de asumir. Cuando se siente la soledad parece que se pierde en el vacío la entidad de la propia vida. Por eso, la tragedia de Jesucristo queda plasmada cuando grita desde la cruz expresando su más profundo anonadamiento: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc. 15, 34).

El Señor de cielos y tierra, creador y redentor nuestro, nos transmite el mensaje del amor como su esencia y, por tanto, como la esencia de quienes fuimos creados a su imagen y semejanza. Con ello nos invita a participar de su naturaleza, que es la Gracia, y a vivir en el amor. La importancia de que vivamos en el amor, por coherencia con la imagen de Dios que somos, nos llega con la categoría y la fuerza de un mandato: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn. 13, 34).

5.- La fiesta de la Santísima Trinidad es, pues, la exaltación del misterio de Dios; es la fiesta del amor porque ese es el vínculo trinitario, el que nos une a Dios nuestro Señor y el que deben os cultivar como el lazo que nos une con los hermanos.

La fiesta de la Santísima Trinidad es una llamada a despertar y cultivar nuestra fe pidiendo al Señor que nos permita gozar de la verdad incomprensible de Dios, como punto de partida para gozar de su amor entrañable y misericordioso.

La Santísima Virgen María, Hija del Padre, Madre del Hijo, y Esposa del Espíritu Santo nos acompañe en esta difícil misión de amar el misterio de Dios, de predicar el amor infinito de Dios sobre sus criaturas, y de ser testigos de la salvación realizada por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo.


            QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN EL DÍA DE LA ACCIÓN CATÓLICA Y DEL APOSTOLADO SEGLAR

(En la fiesta de Pentecostés 2014)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de los Movimientos apostólicos y de las Asociaciones seglares:

1.- Celebramos esta Jornada en un marco verdaderamente motivador; sobre todo para el apostolado seglar. Por una parte, el Papa insiste mucho en la necesidad de que los laicos se integren activamente en la vida de la Iglesia y que procuremos entre todos una colaboración armónica entre sacerdotes y seglares. En verdad nos necesitamos mutuamente. La Palabra de Dios nos recuerda hoy que el Espíritu Santo es quien hace la unidad en la Iglesia como un conjunto armónico en la pluralidad: “Hay diversidad de de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor. 12, 4-6).

2.- La urgente necesidad de que los laicos se incorporen al apostolado no obedece solamente al hecho de que son escasas las vocaciones sacerdotales y religiosas, precisamente en el momento presente de especial ignorancia social de Dios. El seglar en la Iglesia no es el suplente del sacerdote. El seglar cristiano tiene en su misma esencia la misión de evangelizar; y, por tanto, ha de ejercerla por fidelidad al Señor que le ha dotado y le ha enviado para ejercerla. Por otra parte, el Señor, a través de S. Pablo, nos invita a no echar en saco roto la gracia que hemos recibido (2 Cor. 6, 1). Y no cabe duda de que la fe y el conocimiento de Jesucristo, que con ella podemos recibir y cultivar, es una verdadera gracia de Dios.

Ejercer el apostolado es, pues, un deber de justicia, porque el conocimiento de Jesucristo es, indudablemente, un bien para todos. Por ello se convierte en una deuda de los cristianos con quienes no conocen a Jesucristo.

El apostolado es, también, un deber de caridad porque quienes necesitan la luz del Evangelio son hermanos nuestros e hijos del mismo Padre-Dios. La primera y más importante obra de caridad es, como nos han dicho los Papas, dar a conocer el rostro de Jesucristo, que es la encarnación del amor de Dios, el autor de nuestra redención, y la fuente de toda esperanza. De todo ello están muy necesitadas las gentes de nuestra sociedad.

3.- Nadie podemos quedarnos tranquilos si los bautizados no van integrándose activamente en la Iglesia. De tal modo que, aunque sobraran agentes de pastoral para los quehaceres parroquiales, deberíamos considerar que somos luz del mundo y sal de la tierra (Mt. 5, 13-16), y debemos procurar que esa luz brille en todos los estamentos sociales en donde se juega el respeto a los derechos fundamentales de las personas y de las instituciones, y donde flaquea la responsabilidad y la colaboración para lograr la justicia y la paz en todos los lugares del mundo. Para todo ello es imprescindible la incorporación activa de los seglares a las diversas formas de acción evangelizadora mediante el testimonio y la palabra.

4.- Después de eta consideración, los sacerdotes y los seglares tendremos que plantearnos, en el seno de las comunidades eclesiales, qué realidades necesitan más urgentemente la evangelización en sus respectivos ambientes familiares, de trabajo, de ocio o de amistad. Y allí deberá enviarles la comunidad parroquial o diocesana; porque así como la responsable última de la evangelización es la Iglesia, así también, debemos entender que, en las áreas más próximas a cada comunidad cristiana, es ésta la responsable de la evangelización del mundo en que está inserta. Esto nos compromete muy seriamente en la responsabilidad de procurar una formación sólida, tanto en los sacerdotes como en los seglares y en los miembros de la Vida consagrada para ejercer dignamente esta responsabilidad. Y en este quehacer nos queda mucho trabajo pendiente.

Los campos a evangelizar son abundantes y diversos. Sin embargo, no podemos confundir la entrega en favor de la acción evangelizadora con un activismo de buena voluntad. La Evangelización nos pide mucho, pero no muchas cosas. Nos pide mucho en calidad en lugar de muchas cosas carentes del sustrato, de la base, de los métodos y del lenguaje adecuado para transmitir la experiencia de Dios.

La Palabra de Dios ha de llegar a todos, como en Pentecostés llegó a tanta gente por la predicación de Pedro. Para que esto sea posible, no basta con que haya muchos evangelizadores; es necesario que cada persona reciba el mensaje en su propio idioma, en su propio estilo de entender y de expresarse. Este principio, que es lógico y de muy positivas consecuencias, nos hace pensar en la necesidad de unir a la acción de los sacerdotes, de los padres, de los educadores, etc.., el apostolado de los niños con los niños; el de los jóvenes con sus compañeros; el de las familias con las familias; el de los hombres y mujeres de la cultura y de la ciencia con sus compañeros de búsqueda, de estudio o de docencia; el de los políticos con quienes comparten su responsabilidad por el bien común; el de los patronos con los patronos, el de los obreros con los obreros, etc. Y esto no porque sea imprescindible un apostolado especializado sino porque se tenga en cuenta la realidad propia de cada uno.

5.- La preparación de los testigos en cada uno de estos ámbitos requiere personas debidamente preparadas, muy ganados por el Señor. Esta preparación, que no se reduce a los conocimientos doctrinales o metodológicos, sino que requiere una verdadera experiencia de Dios. Para ello es imprescindible que la procuremos orando en favor de nosotros mismos y de los hermanos que comparten la misma responsabilidad. Nadie tenemos derecho a quedarnos esperando que nos den lo necesario; y mucho menos, criticando aburguesadamente las posibles carencias de lo que se pone a nuestra disposición.

En la acción apostólica y, por tanto, evangelizadora, es necesaria una entrega verdaderamente martirial que ha de fraguarse en la intimidad con Dios y en un verdadero empeño por seguir a Jesucristo, sin excusas y sin proyectar sobre los otros la responsabilidad de las propias deficiencias.

6.- Esta llamada de atención sobre algo que todos ya sabíamos, nos compromete a nuevos planteamientos que, lejos de todo sectarismo interno a la Iglesia, nos estimule a asumir, con auténtico espíritu de colaboración, los nuevos retos de la Evangelización. Solo así podremos afrontar la necesidad de nuevos evangelizadores, de nuevos recursos y de nuevas colaboraciones.

Nadie y ningún movimiento o asociación apostólica tiene todo lo mejor para el ejercicio de la evangelización. Nadie, por tanto, es suficiente ni siquiera en su propio medio. Nadie tiene derecho a cerrar el paso en su campo apostólico a otros grupos, o a otros estilos de espiritualidad o de apostolado. Eso sería una forma de dictadura espiritual inadmisible en la Iglesia, porque supondría que alguien o algunos se consideran a sí mismos, o juzgan lo propio, como la única voz que pueda pronunciarse en nombre del Evangelio. Eso ya ocurrió cuando algunos discípulos de Jesucristo fueron a decirle al Maestro: hemos visto a unos que predicaban en tu nombre y no son de los nuestros. Y pedían a Jesucristo que se lo prohibiera. No hace falta añadir aquí la respuesta del Señor. Comprenderéis que, con esta mentalidad o con esta forma de actuar no es posible el ecumenismo, ni el diálogo constructivo, ni siquiera hacer comunidad; solo se logra construir guetos estériles que se agotan con la complacencia en sí mismos. Quienes así obran pecan de orgullo y no entienden que hay, o puede haber, destellos de la Verdad en todos aquellos que, por un camino u otro, buscan a Dios con sincero corazón.

7.- Si el Señor no permitió que se arrancara la cizaña que el diablo había sembrado junto a las buenas espigas, y advirtió que, con ello, se podía perjudicar al trigo que todavía estaba creciendo, ¿qué diría si hablara ante estos sectarismos apostólicos a que me estoy refiriendo, y que no son extraños entre nosotros?

Sin embargo, desde una voluntad constructiva, no debe escandalizarnos este hecho. Obedece a un instinto de protagonismo que, de una forma u otra, puede hacerse presente en personas y en asociaciones o movimientos existentes. Debemos admitir que no ocurre siempre como fruto de mala voluntad. También puede ser consecuencia de la ignorancia. Este error, que puede constituirse en una forma de intransigencia impresentable, que desacredita totalmente a quien lo practica, hace totalmente estéril el apostolado que desea realizar. Por eso requiere de nosotros comprensión, indulgencia y valentía para procurar afrontar fraternal y caritativamente su reforma.

8.- Es necesario que, escuchando la Palabra de Dios, nos convirtamos a un verdadero espíritu de diálogo y de corresponsabilidad armónica y fraternal, porque para eso nos ha llamado el Señor, y para eso nos ha enviado su Espíritu. Como nos dice hoy S. Pablo, “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1 Cor. 12, 7).

Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a permanecer juntos y unidos en la oración; que nos ilumine para entender bien lo que significa la comunión eclesial; que nos conceda la virtud de la humildad para sentirnos necesitados de los otros, aunque no indiscriminadamente sino a la luz de la verdad; y que todos puedan decir, como se decía de los primeros cristianos: “mirad como se aman”.


QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS 2014

Queridos hermanos sacerdotes, y demás fieles que participáis en esta acción litúrgica:

Estamos celebrando los primeros momentos de la fiesta de Pentecostés. Esta es una ocasión providencial que nos brinda el Señor para escuchar la Palabra de Dios y meditar en la riqueza de su con tenido hoy, prestando especial atención sobre todo a lo que nos dice acerca del Espíritu Santo.

1.- Es frecuente que a muchos cristianos les pase desapercibida la fiesta de Pentecostés y, sobre todo, que no lleguen a gustar el profundo significado salvífico que la venida del Espíritu Santo tiene para cada uno de nosotros. Es comprensible. Para conocer a Jesucristo gozamos de su encarnación. Por ella nos hablaba en lenguaje humano, y éste ha llegado hasta nosotros en el Evangelio acompañado del testimonio de sus acciones. Sin embargo, debería preocuparnos esta lejanía del Espíritu Santo porque él es el protagonista de nuestra santificación. O dicho de otro modo: el Espíritu Santo es quien hace posible que nosotros creamos firmemente que “Jesús es el Señor”. Creer esto firmemente, de tal modo que se constituya en eje de nuestra vida espiritual, corporal y social; y creerlo en medio de la oscuridad de este mundo, que tantas veces nos oculta la riqueza del Misterio de Dios y sus beneficios para todos los que creemos en Él, resulta difícil.

2.- Si el Espíritu Santo actúa en nosotros, es posible que vivamos la fe como aceptación de la Verdad que es y que nos manifiesta Jesucristo. Si el Espíritu Santo habita en nosotros, será posible que nos adhiramos a él con sinceridad y con la alegría. Y será posible, entonces, que las promesas de amor y misericordia que nos hizo Jesucristo, lleguen a ser experiencia viva en nuestro corazón hasta el punto de conducir nuestras actitudes, palabras y obras en la paz interior, en el gozo profundo y en la esperanza de salvación.

La Palabra de Dios que acabamos de escuchar afirma que el mismo Espíritu Santo que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, vivificará también nuestros cuerpos mortales para que gocemos eternamente de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo por toda la eternidad.

3.- El Espíritu Santo inicia en nosotros la vida de fe, de esperanza y de caridad ya en el Bautismo, al mismo tiempo que recibimos el perdón de los pecados y somos hechos hijos adoptivos de Dios y miembros de su gran familia que es la Iglesia.

El Espíritu Santo es quien hace posible que seamos testigos valientes del Evangelio. Esto es: que podamos llevar a cabo la obra de la Evangelización a la que estamos siendo convocados por la Iglesia con toda insistencia. Así lo prometió el Señor: recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos…hasta el confín de la tierra” (Hch. 1, 8). Por tanto, la celebración de la fiesta de Pentecostés, que iniciamos con el canto de estas Vísperas, nos introduce en un tiempo de gracia importantísimo para la vida cristiana y para el cumplimiento de la tarea eclesial que tenemos encomendada: la tarea de evangelizar.

4.- El don del Espíritu Santo prometido no llega a nosotros por la sola promesa de Jesucristo, aunque sin ella jamás podríamos recibirlo. La venida del Espíritu Santo está supeditada, por voluntad divina, a que la pidamos y la preparemos en la oración como la prepararon María y los Apóstoles después de la Ascensión de Jesucristo. Por eso nos reunimos en oración diciendo: “Ven espíritu divino, dulce huésped del alma, reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo tu mérito: salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. (cf. Himno de las Vísperas).

Pidamos a la Santísima Virgen María, que acompañó en la oración a los Apóstoles en la espera del Espíritu Santo, que nos acompaña siempre en la oración para que el Espíritu Santo nos mande su luz desde el cielo, nos conceda el descanso de nuestro esfuerzo de conversión personal y de evangelización, y sea el gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. (cf. Himno cit).


 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA CLAUSURA DE CURSO DE LOS EQUIPOS DE NUESTRA SEÑORA

En la Vigilia de Pentecostés

            Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
            Queridos miembros de los Equipos de Nuestra Señora,
            Hermanos todos que os unís a esta celebración:

1.- Lo que S. Pablo nos ha dicho hoy en la primera lectura de esta celebración, se refiere a nuestra espera de la vida eterna, a la tensión que vivimos mientras aguardamos la redención de nuestro cuerpo; esto es: mientras esperamos la salvación definitiva, la gloria eterna junto a Dios en los cielos. Ese gemido interior que sentimos, nace de la constatación de los dolores que sufre la creación porque no la tratamos según el mandato del Señor desde el principio, tanto en lo que concierne a las personas como al resto de la creación. Ese gemido también brota del conocimiento de las incoherencias y transgresiones que salpican nuestra vida haciéndonos sentir el peligro de no llegar a la meta para la que nos ha llamado el Señor. El Señor nos hace sentir con una dureza especial, esa tragedia que supone hoy la crisis familiar tan extendida bajo tantas formas distintas, apoyada por acciones políticas y cultivada en los ambientales sociales procurados por diversos intereses que nada tienen que ver con el bien de la familia.

2.- No debemos ceder al pesimismo. Su causa puede ser, muchas veces, una consideración parcial de la realidad familiar centrada en lo negativo y en la abundancia de las familias que lo sufren. El Señor, que nos llama siempre a la esperanza, nos brinda, también siempre, suficientes motivos para albergarla de forma realista en nuestra alma.

Nuestro cometido al escuchar la palabra de Dios en esta celebración, que tiene una intención y un color especialmente familiar, es pensar qué debemos hacer cada uno, individualmente y formando parte de una realidad asociada, para paliar esos dolores, como de parto, que sufre la familia en nuestro tiempo y en nuestra realidad social. Ello nos exige hacer un acto de fe en que Dios nos ha constituido como luz del mundo (cf Mt. 5, 14), capaces de contribuir a romper la oscuridad o las tinieblas en que viven y se autodestruyen tantas familias en tantos lugares de esta aldea global.

3.- Las posibilidades apostólicas de cada persona y de cada institución cristiana no dependen de nuestras fuerzas, ni quedan necesariamente recortadas por el grado del mal que deseamos vencer. Las posibilidades apostólicas para romper las tinieblas que sofocan la vida de tantas familias, con las que nos relacionamos de un modo u otro, depende, por una parte, de la relación entre nuestra disposición y el esfuerzo que ponemos en realizarla. Por otra parte, y de modo prioritario e imprescindible, nuestras posibilidades apostólicas dependen de la acción del Espíritu Santo.

A veces puede parecernos que, con un método nuevo podemos alcanzar mejores frutos apostólicos. Y como eso también es importante, deberemos poner todo el interés en ello. De orto modo seríamos irresponsables y desobedientes ante Dios que nos ha llamado a vitalizar cristianamente la familia. Pero, si creemos firmemente que el éxito de nuestro apostolado es fruto de la acción del Espíritu Santo, tendremos que unir al esfuerzo humano la oración persistente y confiada.

Quiero decir algo más que no podemos olvidar en nuestra acción apostólica si verdaderamente la realizamos obedeciendo y siguiendo a Jesucristo. Puede resumirse de este modo: Jesucristo nos redimió con el terrible fracaso que culminó en el sacrificio de la cruz. Por tanto, es necesario entender bien que el apostolado a que estamos llamados, y que nos gustaría llevar a cabo, ha de basarse en la entrega generosa a la realización de cuanto entendamos que está en nuestras manos. Junto a ello, y de modo inseparable, deberá estar la disposición a ofrecer a Dios tanto los éxitos como los fracasos, sin vanaglorias por lo conseguido y sin retiradas ni pesimismos a causa de las decepciones. Nuestra actitud ha de ser la fe en las palabras que hemos escuchado en la primera lectura: “Así dice el Señor: derramaré mi espíritu sobre toda carne” (Jo.2, 28).

4.- Es necesario insistir en que debemos poner toda la confianza en la promesa del Señor porque, de lo contrario, podemos caer en el error de pensar que el apostolado es obra, sobre todo, de nuestra generosidad y de nuestra creatividad. Y, cuando llegue el momento de postrarnos ante el Señor para orar por la misión evangelizadora que nos corresponde llevar a cabo, tengamos en cuenta que, como dice S. Pablo, “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom. 8, 26).

5.- Necesitamos volver con frecuencia sobre nosotros mismos para revisar nuestras actitudes y comportamientos en todos los ámbitos de nuestra vida. En estos momentos, por la insistencia de los últimos Papas, hemos sido interpelados para tomar muy en serio la obra de la Evangelización. Esto es como una llamada a revisar ahora nuestra identidad como cristianos, como integrantes de una comunidad cristiana, y como miembros de un movimiento apostólico. La Iglesia, primer sujeto de la acción evangelizadora, nos necesita. Y, sobre todo, nos necesitan quienes viven la realidad familiar ante un horizonte oscuro por no disponer de la luz de Jesucristo que permite alcanzar toda la riqueza de la realidad.

6.- Dispuestos a renovar nuestro compromiso evangelizador con la esperanza puesta en la indudable acción de Dios, pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude, como hizo con los Apóstoles, a recibir al Espíritu Santo y a aprovechar su gracia en orden a nuestra renovación y a la predicación valiente y esperanzada del Evangelio.


                                   QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA JORNADA SACERDOTAL ANTE LAS RELIQUIAS DE S. JUAN DE ÁVILA

(Jueves de la semana VII después de Pascua)

Queridos hermanos sacerdotes c oncelebrantes. A través vuestro quiero hacer llegar mi saludo cordial y mi satisfacción por esta jornada de gratitud a Dios y de comunión eclesial en el seno del Presbiterio diocesano.

1.- La divina Providencia ha hecho coincidir en el día de hoy, y para nuestro bien como sacerdotes, la memoria litúrgica del Obispo y mártir S. Bonifacio y la recepción de las reliquias de S. Juan de Ávila, patrono y especial intercesor a favor del clero español. Ambos nos ofrecen preciosas lecciones y envidiables testimonios como destacados evangelizadores en tiempos difíciles. Conviene destacar que para llevar a cabo la misión de predicar el Evangelio, que la Iglesia les encomendaba en tiempos difíciles, no contaban con más recursos que la Palabra, la oración y su ejemplo de humildad al recibir correcciones, e incluso castigos, de parte de amigos y enemigos.

2.- Al conocer algunos rasgos principales de la biografía de estos dos grandes santos, y sintiendo el deseo de imitarles en la tarea evangelizadora, que debe ocuparnos con plena dedicación, no escapamos a la consideración de las dificultades que ello entraña en el mundo en que nos ha tocado vivir. En esta situación, que puede poner en riesgo el cumplimiento de nuestra misión pastoral, el Señor hace sonar a nuestros oídos las palabras con que dio ánimo a Pablo llamado a juicio en Roma. Las hemos escuchado en la primera lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles: “¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma” (Hch. 23, 11).

Sería faltar a la verdad si dijéramos o pensáramos que nunca hemos arriesgado con valentía cosas importantes, precisamente por predicar el Evangelio en coherencia con nuestra vocación sacerdotal y con la misión pastoral que hemos recibido. Por tanto, lejos de todo pesimismo debemos tener en cuenta que la gracia de Dios ha actuado a través nuestro. Esto, sin embargo, no impedirá que, en ocasiones, nos asalte la sospecha de que nuestro esfuerzo ha sido baldío, o de que, por debilidad, hemos sucumbido ante las adversidades. Por ello, teniendo en cuenta los frecuentes altibajos que, por distintas razones, ha podido sufrir nuestro ministerio evangelizador, es muy oportuno escuchar las palabras que el Señor dirigió a Pablo. Junto a ellas, constituye un verdadero estímulo considerar el ejemplo de S. Juan de Ávila y de S. Bonifacio.

3.- Los biógrafos de S. Juan de Ávila coinciden en destacar su dedicación prioritaria a la predicación y a la administración del sacramento de la Penitencia. La Palabra de Dios, que siempre llama a la conversión y la propicia --porque la misma Palabra de Dios es gracia—orientar hacia la participación en los Sacramentos, especialmente el de la Penitencia. Ambos regalos de Dios son necesarios como preámbulo para el encuentro con Jesucristo en el admirable sacrificio y sacramento de la Eucaristía.

Al recordar las virtudes apostólicas y pastorales de S. Juan de Ávila, el Señor llama a nuestro corazón invitándonos a vivir entregados prioritariamente a la predicación y a la celebración de los sacramentos. Ambas dedicaciones, integrantes principales del ministerio para el que hemos sido elegidos, ungidos y enviados, constituyen el camino y la fuente de la gracia que debemos recorrer y aprovechar para nuestra propia santificación. Así nos lo enseña el Concilio Vaticano II: “Las mismas acciones sagradas de cada día y todo su ministerio, que realizan en comunión con el Obispo y los Presbíteros, tienen como finalidad la perfección de su vida” (PO. 12).

Por la rigurosa dedicación al ministerio sacerdotal, S. Juan de Ávila mereció la admiración de sacerdotes, religiosos y seglares porque vivió la intimidad con Jesucristo en la oración, le predicó transmitiendo no sólo la doctrina evangélica, sino también la liberadora experiencia de Dios. Experiencia que se vive cuando el alma se deja penetrar por la fuerza de esa Palabra que es cercanía de Dios y expresión de su amor infinito y redentor. Los grandes santos han unido a la oración y a la predicación una ferviente y sentida celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos.

4.- San Juan de Ávila, conocedor de las dificultades con que nos encontramos los sacerdotes para aprovechar bien el ejercicio del ministerio y crecer por ello en santidad; y mirando con espíritu de caridad y comprensión a sus hermanos sacerdotes, se entregó de lleno a la reforma del clero siguiendo las enseñanzas del Concilio de Trento. Este ejemplo nos recuerda que debemos acercarnos no solo a la Palabra de Dios, sino al Magisterio de la Iglesia que nos ayuda a conocer el contenido de la Palabra de Dios, y nos descubre la riqueza de los sacramentos.

5.- El santo Evangelio nos recuerda hoy que la santificación sacerdotal está inseparablemente unida a la comunión con el Obispo y con los hermanos Presbíteros, además de los fieles. Pero nos advierte que no es posible dicha Comunión sin la necesaria intimidad o cercanía con Jesucristo. Él mismo nos lo enseña orando al Padre por nosotros con estas palabras: “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti (…). Yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado…” (Jn. 17, 21. 23).

6.- Al recibir las reliquias de S. Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia y patrón del clero español, debemos dar gracias a Dios porque, con su amor infinito, va cuidando nuestra andadura sacerdotal, ayudándonos a considerar y renovar, en diversos y señalados momentos, nuestra identidad ministerial. Él nos estimula y acompaña en la tarea de revivir el amor primero; y estimula con su gracia nuestra voluntad de serle fieles. Por ello nos llama continuamente y nos atrae hacia Él mediante el ejercicio del ministerio que nos ha sido confiado.

Pidamos al Dios Padre, que mantenga viva en nosotros la plena convicción de fe en que nos ha llamado a ser ministros de su Hijo Jesucristo; y que nos ha ungido y enviado a evangelizar poniendo en nosotros su confianza para ofrecer al mundo la luz y la esperanza de la salvación.

Pongámonos en manos de la Santísima Virgen María que su Hijo nos entregó desde la Cruz como Madre nuestra.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA RECEPCIÓN DE LA RELIQUIA DE SAN JUAN DE ÁVILA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos
           
1.- Recibimos hoy las reliquias de un evangelizador ejemplar. Pasó por Extremadura dejando huna imborrable huella de santidad y de preocupación por las coherencia cristiana de las personas.

San Juan de Ávila hizo de la acción evangelizadora una obra de primor en las almas de quienes acudían a él. Por eso cuentan entre sus discípulos y consultores, santos de gran talla cuya sabiduría evangélica y cuyo testimonio cristiano ha trascendido hasta nosotros con brillo especial. Es bueno citar algunos de los grandes santos que acudieron a S. Juan de Ávila a pedirle consejo: S. Juan de Dios, S. Francisco de Borja, S. Pedro de Alcántara, S. Ignacio de Loyola, Sta. Teresa de Jesús, S Juan de Ribera, Sto Tomás de Villanueva, y muchos otros.

2.- La presencia de las reliquias de tan augusto santo, es una ocasión providencial para plantearnos dos puntos fundamentales y urgentes en nuestra vida: nuestra conversión personal orientada hacia Dios que nos quiere santos, y nuestra decisión y preparación para llevar a cabo, cada uno en su propio ambiente y con sus recursos propios, la misión evangelizadora que Jesucristo nos ha encomendado al partir de entre nosotros hacia los cielos.

3.- El verdadero y único evangelizador es Jesucristo. Cuando iba a subir a los cielos, una vez concluída su misión redentora, encomendó esta misión a los Apóstoles a quienes había constituido fundamento de la Iglesia. Por eso, la Evangelización es obra de Jesucristo a través de la Iglesia. Y la Iglesia, extendida por toda la tierra, se hace presente a cada persona necesitada de la luz de Dios, mediante la palabra y el testimonio de quienes estamos a su lado en la familia, en el trabajo, en los momentos de ocio, en el ámbito privilegiado de la amistad, etc. Por eso, cada uno de nosotros, según nuestras posibilidades, tenemos la misma responsabilidad que el Señor encomendó a los Apóstoles y que es propia de la Iglesia: Evangelizar. A ello nos convocan, con mucha insistencia los últimos Papas, testigos clarividentes del alejamiento de Dios en que vive buena parte de nuestro mundo.

4.- Para cumplir esta misión, que se hace cada vez más urgente en nuestro mundo, es absolutamente necesario que nuestra primera preocupación sea llenarnos de Dios; hasta el punto de que cada uno podamos acercarnos a la situación que san Pablo presentó de sí mismo diciendo: “Vivo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Esta condición no es necesariamente previa a toda acción evangelizadora. Predicar el Evangelio con la palabra y con el testimonio es también un medio de santificación que debemos considerar en nuestro camino de acercamiento a Dios.

5.- S. Juan de Ávila es buen maestro para este deber evangelizador porque anduvo en busca de su vocación concreta, en busca de la forma en que Dios quería que viviera como cristiano y como apóstol; y tuvo que dejar alguno de los caminos emprendidos. Y cuando había encontrado el que parecía suyo, el Señor le ofreció, todavía, un modo distinto de santificación y de evangelización: le dio una salud precaria. Pero ello no fue obstáculo para que llegara a muchas almas y muy al fondo de las mismas. Con ello, el Señor nos da a entender que la evangelización no nos exige siempre hacer muchas cosas y concretamente las que habíamos pensado y programado, sino que requiere que hagamos bien lo que Dios nos encomienda en cada momento. Por eso somos responsables de la evangelización en la salud y en la enfermedad, en la actividad y en la oración, en el uso de la palabra acertada y en el silencio que acompaña al prójimo necesitado desde la cercanía que logramos en el corazón de Jesucristo. El requisito fundamental del evangelizador es la entrega plena e incondicional a Dios y la aceptación humilde y sincera de todo lo que el Señor nos pide o nos envía.

6.- La evangelización es hija tanto de la palabra como del silencio, tanto de la sabiduría como de la humilde conciencia de la propia pobreza; tanto de la acción como del sacrificio callado. De esto nos da buena lección la Iglesia al declarar patrona de las misiones a santa Teresita del Niño Jesús, de muy corta vida y, además, recluda por la enfermedad durante la mayor parte de su corta vida.

7.- Demos gracias a Dios porque ha querido poner ante nosotros las reliquias de un santo evangelizador que realizó su misión desde la humildad, desde la oración y desde el fiel cumplimiento de lo que Dios le pidió en cada momento.

Importa mucho decir que S. Juan de Ávila no se limitó a esperar con atención que Dios le manifestara su vocación, sino que la buscó asumiendo, con verdadero celo cristiano, el deber de no desperdiciar un solo momento de su vida al servicio, como Jesucristo, de la redención del mundo. De este modo, “alumbró por todas partes regueros de luz, fuego, caridad, torrentes de consuelo y arrepentimiento, retornos prodigiosos a Dios.” Así nos lo cuenta uno de sus biógrafos. Y es necesario tener en cuenta que no le tocó vivir tiempos fáciles. Herejías, disidentes de la fe cristiana, malas interpretaciones de sus escritos y fe su vida, y humillantes persecuciones que le llevaron a la cárcel durante casi un año, fueron el campo abonado con el dolor en el cual pudo crecer, bien abonada, la flor de la santidad de este sacerdote. Por eso es punto de referencia para nosotros en el camino hacia Dios y en la misión evangelizadora ahora y en este mundo.

8.- Al celebrar la sagrada Eucaristía recibiendo las reliquias de S. Juan de Ávila, pidamos al Señor que nos conceda la gracia de entender el mensaje que nos transmite este santo apóstol con su palabra y con su ejemplo; y que, con la maternal protección de la Santísima Virgen María nos acompañe en el camino que nos ha trazado la divina providencia.


            QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN (2014)


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1.- No dudo de que en el corazón de los cristianos esté presente la esperanza de salvación definitiva después de la muerte. Para eso se ha encarnado Jesucristo en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, y por eso se ha ofrecido al Padre en la Cruz como sacrificio de expiación por nuestros pecados. Pero una cosa es creer mentalmente en la vida eterna, y otra esperar con toda esperanza que el Señor quiere concedernos la gloria y la felicidad plenas por toda la eternidad. En el catecismo estudiábamos que Dios nos ha creado para amarle y servirle en esta vida y gozarle eternamente después en la otra.

Sin embargo, mientras no creamos firmemente en la salvación; mientras no tengamos claro que el Señor está empeñado en llevarnos junto a él para siempre; mientras no descubramos, no solo intelectual sino también vivencialmente, que esta vida, que ahora disfrutamos, es camino hacia la otra; mientras no estemos convencidos de que el fin de esta vida no es un lastimoso truncamiento ni una lamentable ruptura de lo que tenemos derecho a vivir y disfrutar; mientras no tengamos claro que la muerte es el paso necesario hacia la segunda parte de vida para la que Dios nos ha creado; mientras no lleguemos a sentir interiormente que fuimos creados para vivir en plena, feliz y permanente relación con Dios, y que en ello está nuestra plenitud, no alcanzaremos a descubrir de verdad el sentido profundo y pleno de esta vida y no llegaremos a amarla de verdad y como es debido. Mientras nuestra fe y nuestra esperanza no estén bien fundadas en el conocimiento del plan de Dios sobre el mundo y sobre la humanidad, no lograremos la disposición interior necesaria para ofrecer a Dios, cada día y en el momento de nuestra muerte, todo lo que somos y tenemos y que hemos recibido de su amor infinito. Por la misma razón, no acabaremos de rezar el Padrenuestro haciendo nuestras y recitándolas de verdad, las palabras con que termina el Padrenuestro sobre todo al decir: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

A simple vista parece que estas reflexiones son innecesarias puesto que, como cristianos creemos en la vida eterna. En cambio, el Señor, en el Santo Evangelio, no cesa de ofrecernos elementos de reflexión en los que vayamos fundamentando con claridad y firmeza la verdad de cuanto nos enseña.

2.- Hoy, en solemnidad litúrgica de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo a los Cielos, la santa Madre Iglesia nos invita a considerar las razones profundas de nuestra esperanza de salvación.

En la oración con que ha comenzado la Santa Misa, hemos pedido al Señor que nos conceda vivir de tal modo la promesa de salvación, que lleguemos a sentirnos felices y a darle gracias, porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria. Esto equivale a decirle a Dios que nos ayude a entender que, si Jesucristo ha resucitado después de morir en la cruz, también nosotros resucitaremos con él a una vida nueva. Y que la Ascensión de Jesucristo, que es la expresión plena de su victoria alcanzada con la resurrección de entre los muertos, es ya nuestra victoria. Pedimos a Dios que nos ayude a entender y a vivir con gozo que, si Jesucristo ha vencido a la muerte, nosotros participaremos de esa victoria en la que Dios Padre ha centrado su Alianza de amor y de salvación para cuantos creen en él, según sus respectivas posibilidades.

Queridos hermanos todos: esa es nuestra esperanza. Esa es la esperanza que nos mantiene en la lucha diaria para amar a Dios como se merece, y para alcanzar la fidelidad que es necesaria para cumplir la Alianza nueva y eterna sellada con la sangre de Jesucristo.

3.- Esta esperanza es la que necesitamos y que puede llenar de gozo el alma, a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestras tibiezas dolorosamente recordadas, a pesar de nuestros errores tras de los cuales hemos podido arrastrar a otros, y a pesar de nuestras constantes debilidades.

Esta esperanza firme, ha de nacer de la escucha atenta y religiosa de la Palabra de Dios, meditada asiduamente con recogimiento interior. Es la Palabra de Dios la que nos descubre la Verdad de nuestra existencia, y la que orienta nuestros pensamientos para que nuestros caminos coincidan con los del Señor, no solo en los propósitos, sino en las actitudes y en los comportamientos.

Hoy la santa Madre Iglesia nos convoca a que tomemos con empeño disponernos para que se cumpla en notros la oración de Jesucristo después de la última Cena: “Padre, quiero que donde estoy yo, estén también ellos conmigo”.

4.- Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María, que es bienaventurada porque ha creído (cf. Lc. 1, 45), y que puso su vida al servicio de la voluntad de Dios, que nos ayude a creer firmemente en la promesa del Señor, a vivir con esperanza, y a ser, con nuestra vida, testigos de la alegría interior que nos da la fe en Jesucristo resucitado y ascendido al Cielo.

QUE ASÍ SEA.