HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONO Y PRESBÍTERO

 - Textos bíblicos: Primera lectura: Hch. 20, 17-18. 28-32. 36. (Pontifical pg. 272, nº 4)
Salmo 83. (Pontifical pg. 281).
Evangelio:  Mt. 9, 35-38. (Pontifical pg. 292, nº 2) -

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos José María, Tony, y familiares y amigos que les acompañáis,
Queridos jóvenes amigos de estos jóvenes, también, que van a recibir el sacramento del Orden sagrado,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

1.- Cada vez que el Señor me da la oportunidad de imponer las manos a jóvenes aspirantes al Sacerdocio ministerial, no puedo menos que sentir una inmensa alegría. No penséis que es debido a que la escasez de ministros sagrados me hace desear con mayor anhelo que aumente el Presbiterio diocesano. Esto, como podréis comprender, no deja de agradarme. Sobre todo por vosotros, los fieles y los alejados a quienes me ha enviado el Señor para dar a conocer a Jesucristo y su Evangelio; tarea para la que necesito colaboradores generosos y elegidos por el Señor.

El gozo que me embarga es causado por el hecho de experimentar la mano de Dios actuando en el corazón de estos jóvenes, llamándoles a su servicio para la expansión del Reino de Dios. A este gozo contribuye, también, el hecho de que, quienes van a recibir el Sacramento del Orden, en el grado de Diácono y de Presbítero, han percibido la mirada que Dios ha puesto en ellos;  han oído en el alma la llamada a seguir a Jesucristo; han dejado las otras redes en la orilla del mundo, y le han seguido.

2.- Pero lo que más me llena de satisfacción es considerar que en el fondo de esa llamada divina, está obrando el amor de Dios. Ese amor que no cesa nunca, aún a pesar de nuestras infidelidades y errores. Es un amor incondicional e infinito. Es un amor que toma siempre la iniciativa y se vuelca en beneficio nuestro para gloria de Dios y salvación del mundo. Es un amor personalizado: no masificado ni repetido. El amor de Dios tiene su modo concreto y propio de actuar en cada uno. ¡Qué grandeza la de Dios que, a pesar de nuestra pequeñez y de nuestras frecuentes ingratitudes, nos ama a cada uno como si fuéramos únicos en el mundo!

Esto es muy serio, y hay que pensarlo con frecuencia. Cambiaría nuestra vida. Sobre todo, porque entenderíamos que cuando el Señor nos llama a seguirle y a ser fieles a sus mandatos, no nos está convocando a ser víctimas de determinadas privaciones, sino a que nos dediquemos en cuerpo y alma a lo único que es capaz de hacernos enteramente felices a cada uno. La felicidad solo se alcanza cuando cada uno seguimos el camino para el que Dios nos ha creado. Fuera de ello, la vida se reduce a ser un ansia siempre insatisfecha, y una felicidad inalcanzable o simplemente superficial o ficticia.

¿Entendéis ahora por qué he dicho que siento una inmensa alegría al presidir esta celebración sagrada, sobre todo sabiendo que muchos jóvenes toman parte en e ella?

3.- Ahora, pues, me dirijo a vosotros, queridos jóvenes. Y os digo: ¿Habéis pensado esto seriamente alguna vez? En cualquier caso quiero insistir diciéndoos: pensadlo bien, al menos  ahora. Y repito: no me mueve a dirigirme a vosotros la voluntad de que aumente el número de sacerdotes, presionando para ello vuestra alma. Se trata de advertiros que, a pesar de las promesas y alicientes que os ofrece el mundo, envuelto en la cultura de la satisfacción fácil e inmediata, solo alcanzaréis la plenitud que deseáis, aún sin conocerla, si sois capaces de dirigiros a Dios diciéndole, como el pequeño Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (---). Y como dijo la santísima Virgen  María cuando fue llamada a ser Madre de Dios, misteriosamente y con muchos riesgos sociales: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38). No olvidéis que la joven María había recibido una propuesta incomprensible e inimaginable: ser Madre de Dios, sin dejar de ser una criatura simplemente humana. Y tened en cuenta, a la vez, que aun aceptando lo que sólo Dios podía realizar en ella, sintió lo extraño y difamante de esta aventura. Iba a aparecer como una jovencita gestante, sin haber contraído matrimonio y sin saberlo siquiera aquel a quien estaba prometida. No creáis, queridos jóvenes, que la Virgen María no era consciente de las dificultades y pruebas que tendría que soportar. Pero, a pesar de todo, llevada de un clarísimo amor a Dios, aceptó con valentía.

4.- Queridas jóvenes: también os dirijo esta reflexión. Quiero decir a todos y a todas que no se trata de comparar una vocación con otra, situando la dedicación al Señor como algo superior o contrario al matrimonio. Se trata de entender y orientar nuestra vida de acuerdo con la voluntad de Dios que, a cada uno, llama de un modo; y siempre llama por amor. En esa llamada, manifiesta a cada uno lo que constituye la única fuente y el único camino de su plenitud y felicidad. Para pensar esto con acierto es imprescindible situarse cerca del Señor, establecer con Él una sencilla intimidad, abrir el corazón y saber escuchar. ¡Hay de aquellos que cierren sus oídos por miedo a oír lo que no les interesa a causa de los propios egoísmos!

5.- Queridos José María y Tony: no os he olvidado, aunque no os he nombrado en esta homilía. A vosotros quiero dedicar las últimas palabras de esta exhortación. Pensad que la felicidad que el Señor os ofrece no estará en el prestigio personal, ni en  el aplauso de vuestras feligresías. Estará solamente en el riguroso cumplimiento de la misión que el Señor os encomienda, misión que consiste en dedicarse enteramente al servicio evangélico de la grey que os encomiende en cada momento . Os lo enseña con su ejemplo. Dice el Evangelio que, “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tiene pastor”(Mt. 9, 36).

Sabed, que vuestra misión, como dice S. Pablo, es no descansar hasta ver impresa, en las gente que se os encomiende la imagen de Cristo, y Cristo crucificado. Esto es: hasta que se sientan amadas por Jesucristo que entregó su vida por la salvación de todos y cada uno. Esta misión no tiene nada que ver con las valoraciones personales que provocan la comparación espontánea con las misiones encomendadas a otros. Tiene que ver, sobre todo, con el hecho maravilloso de haber sido elegidos para que vuestros feligreses, cualesquiera que sean, encuentren sentido a su vida, la vivan con acierto, y la ofrezcan con generosidad a Dios nuestro Señor y al servicio de los hermanos.

El ministerio sacerdotal convierte a cada presbítero en un profeta verdadero. Un profeta  que no pretende agradar al pueblo ocultando lo difícil que tiene el ser cristiano, ni disfrazando la verdad con el traje de las satisfacciones terrenas que no siempre coinciden con ellas. El sacerdote es un profeta del amor. Y, al que ama, no le interesa tanto la propia satisfacción, cuanto complacer al ser amado y construir su propia vida en la intimidad con quien ama.

6.- Concluyo estas reflexiones con las palabras que S. Pablo dirige a sus feligreses y a sus colaboradores: “Ahora os dejo en manos de Dios y de su palabra de gracia, que tiene poder para construiros y daros parte en la herencia de los santos” (Hch. 20, 32).

Que el Señor os bendiga a todos.

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