1.- Mi
querido D. Celso, hermano en el episcopado y compañero en la responsabilidad
pastoral,
Queridos presbíteros, también hermanos unidos por el vínculo sacramental del Orden
sagrado, y por la comunión eclesial:
Aunque
ya os felicité a todos con sincero
afecto en vísperas de la Navidad, no puedo menos que reiterar hoy mi
felicitación a vosotros y mi gratitud a Dios. Éste es un día en que la divina Providencia
nos depara compartir celebraciones muy significativas para la familia de
nuestro presbiterio diocesano y para la
vida de nuestras comunidades cristianas.
2.- Acabamos de
conmemorar la fiesta de la Epifanía, que fue la primera celebración litúrgica del nacimiento y manifestación del Señor. Fiesta de gran significado
sacerdotal porque, una vez que ascendió
Jesucristo a los cielos, su presencia terrena, la manifestación de su rostro y
de su gracia salvadora, se perpetua, sobre todo, en los sacramentos ; y ellos son
el punto central y más importante de nuestro ministerio sacerdotal.
Este es, pues, un día en
que debemos felicitarnos, no sólo por la suerte de compartir una cordial
amistad en un día de convivencia navideña, sino por un motivo que la trasciende
y la dignifica: somos sacerdotes de Jesucristo y deseamos crecer en la comunión
eclesial que brota de la unión sacramental de cada uno con Él. Y somos
conscientes, al mismo tiempo, de que el Señor nos ha elegido para que la
alegría de su Evangelio, que comenzó con
su Encarnación y nacimiento que hoy celebramos, sea sembrada cada día
entre quienes sufren cualquier forma de pobreza, y en quienes tienen el corazón
desgarrado por cualquier dolor o por la falta de esperanza.
3.- Vamos a celebrar hoy el
veinticinco y el cincuenta aniversarios de la ordenación sacerdotal de unos
miembros de nuestro presbiterio. Y lo vamos a celebrar con gozo dándoles la enhorabuena de corazón. Nos
llena de alegría el testimonio de su perseverancia convertida en ofrenda de sí
mismos, por encima de todo, a lo largo de los años. Con la gracia de Dios, que
no falla nunca, han superado distintas adversidades, han asumido nuevos
planteamientos personales y pastorales, han mantenido una permanente conversión
del espíritu y de los comportamientos, y una renovación constante de la
esperanza en la acción de Dios que nos ha elegido para su ministerio. Sabemos
de Quién nos hemos fiado y estamos decididos a mantener plenamente nuestra
confianza. Somos “Sacerdotes in aeternum”
por el carácter que imprimió en nosotros el Sacramento del Orden sagrado. Por
ello somos sacerdotes de por vida, y procuramos renovar y mantener, cada día, el propósito de fidelidad y perseverancia. De
ello somos capaces con la ayuda de Dios,
y gracias a la paciencia de Dios que nos asiste con su gracia y con su misericordia.
El mejor homenaje que
podemos hacer hoy a nuestros hermanos es unirnos a su acción de Gracias, porque
el Poderoso ha hecho obras grandes en ellos y a través de ellos. El Señor ha transformado
su pequeñez, y nuestra pequeñez, en instrumento de la acción divina, como la
pequeñez de la naturaleza humana ha sido,
desde la Navidad, vehículo para la manifestación y acción de Dios en favor de
la humanidad . El Señor nos ha demostrado, con el paso de los años, que basta
su gracia para que logremos lo que no alcanzamos a ser con nuestra fuerzas.
4.- El Apóstol San Juan
nos dice hoy que “cuanto pedimos lo
recibimos de Dios porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”
( 1 Jn. 3,22).
Esta afirmación nos
invita a confiar en el Señor, pase lo que pase; y a revisar nuestra conciencia,
con la necesaria ayuda de quien puede orientarnos para hacer siempre, de
verdad, lo que a Él le agrada.
No es fácil estar seguros
de hacer lo que agrada al Señor. Es muy fácil confundir nuestros impulsos
espontáneos y nuestros hábitos, consciente o inconscientemente adquiridos,
nuestros proyectos, iniciativas y
decisiones con una supuesta voluntad
divina. Es muy fácil que nos engañemos. Y no podemos olvidar que el ministerio
pastoral exige nuestro testimonio de fidelidad a Dios y de limpia aceptación de
su santa voluntad. Sólo así podemos hacer una propuesta clara y competente de la Palabra de
Dios. Sólo así podremos amoldar nuestra vida al ejercicio del ministerio
sagrado que el mismo Señor nos ha confiado. Por eso debemos estar vigilantes
para no abandonar el estudio, la meditación y contemplación de la Palabra de Dios, y para mantener con
esmero un fino examen de conciencia. Éste es el camino para conocer y aceptar
nuestra realidad, sin disimulos, sin pesimismos y sin vanos optimismos.
Corremos el riesgo de
ofrecer lo humano con el nombre de lo
divino. Tenemos el peligro de dar lo natural, con el título de lo sobrenatural.
Debemos estar vigilantes para no equivocarnos pensando que caminamos hacia
Dios, cuando en realidad estemos recorriendo un camino que no puede alcanzarlo.
Junto a todo esta
vigilancia para crecer en fidelidad al Señor que se nos ha manifestado en la
ternura, en el apoyo interior cuando fracasamos o nos equivocamos, y cuando
tenemos el peligro de con fundirnos con el mundo, debemos tener muy presente
que el Señor ha hecho obras grandes en nosotros y a través nuestro. Por ello,
debemos estar alegres manteniendo siempre la esperanza.
5.- Por eso es
providencial que el Señor nos diga hoy a
través de S. Juan: “No os fiéis de
cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios” (1 Jn. 4
1). Esta advertencia nos pone en una situación verdaderamente delicada y
comprometida. Pero no puede paralizar ni
entorpecer nuestra dedicación gozosa y confiada en el ministerio que nos
ha sido confiado. Ante el Señor debemos abrirnos con plena transpariencia. Él nos acepta como somos, nos ayuda a
construir desde ahí nuestra fidelidad. Desde nuestra realidad nos ayuda a
avanzar en el servicio a la porción del Pueblo de Dios que nos ha sido
encomendado. Y teniendo en cuenta nuestras debilidades nos ayuda a crecer en
humildad que es el primer testimonio de la Encarnación.
El consejo de S. Juan ha
de llevarnos a una permanente reflexión y a una vigilante observación de
nuestra vida, siempre apoyados en alguien que sepa y pueda orientarnos. Ese es
el cometido de la necesaria Dirección Espiritual. Es más fácil percibir las
carencias ajenas que las propias. Por eso, el consejo del apóstol Juan nos urge
a revisarnos constantemente ante el Señor poniendo ante él nuestros
pensamientos, palabras y acciones para que él sea nuestro maestro y nuestro apoyo
vigilante. No permitamos que la rutina, la costumbre o la superficialidad
deterioren el trato con el Señor y con el Misterio; y que empobrezcan el
ejercicio de nuestra misión sacerdotal.
6.- Somos transmisores
privilegiados, y especialmente responsables, de mostrar la luz que atraviesa toda oscuridad, que ilumina con
fuerza el futuro, y que da lugar a la esperanza. “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que
habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló” (Mt. 4, 16),
nos ha dicho el EVangelio.
Pidamos al Señor, por
intercesión de la Santísima Virgen María, que bendiga nuestra pequeñez con el don de su gracia, haciéndonos instrumentos
dóciles de su voluntad y testigos de la única luz capaz de romper todas las
tinieblas que agobian a los humanos.
La Santísima Virgen
María, Madre del Niño Dios nacido en Belén, y de quienes participamos del único
Sacerdocio de Jesucristo para continuar su obra en la tierra, nos ayude a vivir
cada día con mayor ilusión y esperanza nuestra condición y nuestro ministerio.
QUE ASÍ SEA
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