Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida
consagrada y fieles laicos:
La palabra de Dios nos
descubre hoy una actitud que puede anidar en nuestra alma causando graves consecuencias.
Podemos entenderlo recurriendo a la experiencia humana en el seno de la
familia. Cuántas veces hemos oído a los
padres decir a los hijos: “no quieres escuchar porque no te conviene”. Este es
un hecho cierto no solo en la vida de los niños y adolescentes, sino entre los
mayores. En determinados momentos, hay reflexiones que no interesa incorporar a
nuestra vida porque se oponen a proyectos personales nacidos de intereses, de
gustos, de ilusiones o de empeños, que obedecen a motivos de conveniencia
personal, a los que no se está dispuesto a renunciar. Entonces priva la
concupiscencia sobre la razón y el egocentrismo sobre la apertura serena a la
verdad.
La circunstancia que
acabo de exponer se presenta hoy en el santo Evangelio aludiendo al rechazo de
la luz que nos ofrece el Señor para encauzar debidamente nuestra vida. Y Jesucristo
manifiesta que la actitud de no querer
escuchar es causa de nuestra condenación; es causa de errores importantes en
nuestra vida. Son palabras de Jesucristo a Nicodemo: “Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los
hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues
todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no
verse acusado por sus obras” (Jn 3…).
Esta
reacción ante la luz puede parecer imposible o, al menos exagerada, porque
suena a cerrazón irracional. Sin embargo, se da con frecuencia. Pensemos en
quienes no quieren escuchar el Evangelio, en quienes desprecian por principio
la palabra de Dios. Allá en el fondo son muchísimos los que saben que la
Iglesia, a pesar de las debilidades humanas de quienes la integramos, predica y defiende la verdad para el bien de
las personas. Pero, al tener en cuenta que su palabra pone también un reparo a
determinadas conductas instintivamente apetecibles, escudan su huida del
Evangelio con el manido argumento de que la Iglesia no está al día. Como si
estar al día consistiera en prescindir de toda referencia moral. Los que así
obran saben que no alcanzan la felicidad andando por los caminos de la
permisividad o de la mundanidad como única norma de vida.
Jesucristo
ha venido al mundo, ha predicado, ha sufrido, ha muerto y ha resucitado para
darnos a entender cuál es el camino de la vida y de la felicidad. Y nos ha
enseñado con ello que, dadas las tendencias marcadas por diversas
concupiscencias, es necesario estar dispuestos al sacrificio, a la renuncia, a
la oblación, para lograr lo que no es alcanzable sin el necesario dominio de sí
mismo, según la enseñanza del Evangelio.
Esta
es una razón más para empeñarnos en la evangelización. Predicando a Jesucristo
se presta un servicio crucial para la reconducción de la vida humana y para el
saneamiento de la sociedad. Es necesario, además, no perder de vista que la
presencia y acción de Jesucristo en la historia, es obra del amor de Dios a las
criaturas que él mismo ha creado y cuya felicidad eterna le ha costado su
propia vida. Así nos lo enseña hoy el
Evangelio diciendo: “Tanto amó Dios al
mundo , que entregó a su Hijo único para
que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn
3, …).
La valoración de la
palabra de Dios, pronunciada por los profetas en el Antiguo Testamento, y
`presentada al pueblo de Dios como luz para el camino, queda gráficamente expresada en el salmo
interleccional: “Que se me pegue la
lengua al paladar si no me acuerdo de ti” (Sal. 136).
Al considerar esta
enseñanza evangélica en el tiempo de Cuaresma camino de la celebración de la
pascua redentora, pidamos al Señor luz, valentía y ayuda para aceptar la
enseñanza de Jesucristo y procurar incorporarla a nuestra vida.
QUE ASÍ SEA
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