HOMILÍA EN LA JORNADA ECLESIAL POR LA VIDA CONSAGRADA

Domingo 31 de Enero de 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos religiosos, religiosas y miembros de Institutos Seculares de nuestra Archidiócesis, representados por quienes habéis acudido hoy a esta solemne celebración,

Queridos hermanos seglares, que nos acompañáis participando de la Eucaristía en la Jornada que la Iglesia dedica a la Vida Consagrada:

1.- La palabra de Dios, que ha sido proclamada en la primera lectura, aunque se refiere principalmente al profeta Jeremías, constituye una preciosa lección para nosotros; y, en especial, para los miembros de la Vida Consagrada; a ellos dedicamos hoy esta Jornada de reflexión y de oración.

En verdad, queridos religiosos, religiosas, miembros de Sociedades de Vida apostólica y de Institutos seculares, cuantos hemos consagrado la vida al Señor de una forma u otra, hemos sido escogidos, consagrados y orientados por Dios, desde el primer instante de nuestra existencia, para ser auténticos profetas ante quienes todavía no conocen o no aman al Señor de cielos y tierra, salvador universal, principio y fin de toda la creación.

Al aceptar la vocación divina, cada uno de vosotros asumió un compromiso que, brotando de la fe y de la plena confianza en Dios, exige la dedicación de la propia existencia, de una forma u otra y sin reservas, al sublime ejercicio de la evangelización.

2.- Esta misión ha de tener su escenario propio, necesariamente, en el mundo en que vivimos. Mundo difícil y hostil, que pone a prueba toda humana resistencia, porque amenaza a los apóstoles con chantajes, desprestigios, adversidades y persecuciones de muy diverso grado y estilo. Por eso, el Señor dice al Profeta, y en él a todos nosotros, pero hoy de un modo muy especial a vosotros miembros de la Vida Consagrada: “Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no yo te meteré miedo de ellos” (Jer. 1, 17).

El misterio de los planes divinos nos hace temblar si llegamos a descubrir que Dios nos necesita para llevar a término su proyecto de salvación. Sobre todo cuando cada uno de nosotros, por un motivo u otro, nos reconocemos, como decía Jeremías al recibir la vocación divina, sin saber hablar, conocedores y condicionados por nuestras propias limitaciones y debilidades.
Sin embargo, es cierto que, al habernos llamado el Señor, precisamente a nosotros, que somos vasijas de barro para llevar el gran tesoro de su vocación, ha hecho brillar su infinito poder y su admirable providencia; porque la grandeza de Dios ha querido manifestarse en nuestra pequeñez, del mismo modo que, como decía San Pablo refiriéndose a su propia experiencia: “La fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor. 12, 9). Puesto que así ocurre, queda claro que es Dios y no cada uno de nosotros, ni los planes y estructuras que podemos concebir y crear, quien lleva a término la obra buena. Pero, el exquisito respeto de Dios a la libertad con que Él mismo nos dotó al crearnos, deja claro que, para obrar en nosotros y a través nuestro, necesita nuestra libre disponibilidad vocacional.

Podemos ser preciosos instrumentos en manos de Dios para las obras más grandes, si entendemos y creemos firmemente que el Señor dice y cumple, en nosotros, como en Jeremías, la promesa que expresan estas palabras: “Mira, yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce…Lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1, 17-18). Ahí está, como una muestra fehaciente de ello, la fidelidad de cuantos permanecéis firmes en el compromiso asumido el día de vuestra profesión. Ahí está la santidad de tantos que consagraron su vida al Señor y la entregaron en el silencio de su fidelidad y en la victoria de su martirio, y que han merecido el solemne reconocimiento de la Iglesia.

3.- Queridos hermanos religiosos y religiosas: sorprendidos y admirados ante el Misterio de la obra de Dios, sobre todo cuando lo descubrimos actuando en nosotros mismos y beneficiando al prójimo a través nuestro, no podemos menos que exclamar, con las palabras del salmo interleccional: “A ti, Señor me acojo…Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve…Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud” (Sal. 70).

4.- Reconfortados por la confianza plena en el Señor, que ha confiado en nosotros dotándonos para ser sus colaboradores, podemos entender dirigido a nosotros el consejo de S. Pablo: “Ambicionad los carismas mejores”(1 Cor. 12). Para ello es necesario que estemos convencidos de que esos carismas son dones que el Espíritu Santo siembra y cultiva en cada uno para que entendamos cual es la forma adecuada de obedecer a la vocación recibida, siempre en beneficio de la Iglesia y de su misión en el mundo.

Esos carismas nos orientan al cumplimiento de la misión concreta con que el Señor nos ha bendecido y distinguido. Por eso, no podemos entender los carismas como si fueran un mero signo de identificación eclesial o social. Los carismas son una voz permanente por la que Dios nos dice: Te necesito. Una voz que se prolonga diciéndonos, al mismo tiempo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5). Voz que, haciéndose oír frecuentemente en el fondo del alma confiada, nos dice: para que estéis seguros de que podéis contar conmigo, yo os manifiesto mi presencia a vuestro lado y en lo más íntimo de vuestra intimidad, precisamente con el carisma que os da la identidad específica en el conjunto del Cuerpo místico de Cristo. Así pues, como yo estoy con vosotros, vuestra contribución en el camino de la fidelidad ha de ser dejarme actuar en vosotros conduciéndoos por el camino insospechado y estrecho, pero certero y liberador, de la obediencia.

Esta virtud, de escaso eco social, acerca a la verdad y, consiguientemente, os conduce a la plenitud en la auténtica libertad.

5.- Todos hemos leído en el Misal, y al participar en la Santa Misa, hemos escuchado las palabras con que se nos invita a unirnos en la oración del Padrenuestro. Dice así el Sacerdote: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado…” En verdad, el Espíritu del Señor toma la iniciativa derramando en nosotros el amor de Dios. Y, suscitando en nosotros la conciencia de que somos amados infinita e incondicionalmente por Dios, nos capacita para amarle. Solo amándole, podemos volcarnos con gozo en el cumplimiento de la voluntad de Dios.

El Espíritu del Señor derrama su amor abundantemente en cada uno de nosotros. Dios nos ama desde siempre y gratuitamente; y, en ese amor, fundamenta la elección y la vocación con que nos ha distinguido. Por tanto, la vocación recibida es, para los consagrados, el signo de la predilección de Dios; y, al mismo tiempo, constituye el mayor motivo de nuestra grandeza y de nuestro gozo personal e institucional. Ese amor, que nos embarga y transforma si le dejamos actuar en nosotros, nos mueve a corresponder a Dios amándole y amando al prójimo. Y en ese delicioso juego de amor al estilo divino, se fragua nuestra santificación y nuestra aportación a la trasformación del mundo. Ser testigos de ese amor, con palabras y obras, para gloria del Señor y para la salvación propia y del mundo, es, pues, la esencia de todo carisma. Por eso dice el Señor que “quien ama ha cumplido la ley entera” (Rom. 13, 8).

Vosotros, queridos miembros de la Vida Consagrada, habéis recibido ese precioso carisma, que es don y misión a la vez. Y lo habéis recibido en la forma que el Señor ha estimado como propia de cada Institución. También todos los bautizados hemos recibido los carismas que el Señor ha considerado oportunos para el bien común de la Iglesia y de la humanidad. Pero, en esta Jornada, que la Iglesia dedica a la Vida Consagrada, ponemos la mirada especialmente en vosotros, queridos Religiosos, Religiosas, miembros de Institutos Seculares y de Sociedades de Vida Apostólica.

Vosotros habéis recibido ese valioso carisma. Por tanto, llenos de sano orgullo y de inmenso gozo, y esforzándoos por cultivar ese inigualable don del Espíritu Santo, debéis renovar constantemente el “Sí” más generoso a la vocación recibida. Sólo a partir de esa actitud podréis convertir en práctica ordinaria lo que hemos pedido en la oración al comenzar la Santa Misa: “Señor, concédenos amarte con todo el corazón y que nuestro amor se extienda también a todos los hombres”

Esta plegaria, elevada al Señor con la fe curtida en el ejercicio de la fidelidad vocacional, y elevada hoy con la emoción y el entusiasmo de la primera vez, manifestará elocuentemente la sincera renovación de los votos y promesas con que sellasteis esa personal alianza de bodas permanentes con el Esposo, en entrega plena e incondicional.

6.- Si la práctica del amor de Dios es la esencia de nuestra vocación; y, si la proclamación del amor divino, en sus diversas formas, constituye el núcleo del mejor carisma y de todo apostolado, asumamos el riesgo y el honor de ser profetas del amor en esta sociedad egoísta, como lo fue Jesucristo en su tiempo. Por eso tuvo que soportar los sinsabores de la incomprensión, de los que nos hace partícipes para que nos unamos a su cruz redentora.

Llenos de alegría, entonemos un cantico de alabanza a Dios que nos ha elegido, nos ha ungido y nos ha enviado para ser, en sus manos, instrumentos de la salvación universal.

7.- Enhorabuena, hermanos y hermanas que habéis consagrado al Señor vuestra existencia, ganados por el descubrimiento de su amor hacia vosotros.

Enhorabuena porque mantenéis, fresco y renovado, el firme propósito de vuestra entrega.
Enhorabuena porque el Señor os ha elegido para ser, personal e institucionalmente, a través de las obras a que dedicáis vuestros esfuerzos, testigos vivos del AMOR DE DIOS a los más necesitados. Por eso las obras de misericordia presiden la historia de la Vida Consagrada.

Que el Señor bendiga vuestra vida, vuestras instituciones, y cada paso de vuestro camino.

QUE ASÍ SEA.