HOMILÍA EN EL ENCUENTRO SACERDOTAL DE NAVIDAD (Miércoles, 7 de Enero de 2015)

           1.- Mi querido D. Celso, hermano en el episcopado y compañero en la responsabilidad pastoral,
Queridos  presbíteros, también hermanos  unidos por el vínculo sacramental del Orden sagrado, y por la comunión eclesial:
            Aunque ya os felicité a todos con  sincero afecto en vísperas de la Navidad, no puedo menos que reiterar hoy mi felicitación a vosotros y mi gratitud a Dios. Éste es un día en que la divina Providencia nos depara compartir celebraciones muy significativas para la familia de nuestro  presbiterio diocesano y para la vida de nuestras comunidades cristianas.
2.- Acabamos de conmemorar la fiesta de la Epifanía, que fue la primera celebración litúrgica  del nacimiento y manifestación  del Señor. Fiesta de gran significado sacerdotal porque,  una vez que ascendió Jesucristo a los cielos, su presencia terrena, la manifestación de su rostro y de su gracia salvadora, se perpetua, sobre todo, en los sacramentos ; y ellos son el punto central y más importante de nuestro ministerio sacerdotal.
Este es, pues, un día en que debemos felicitarnos, no sólo por la suerte de compartir una cordial amistad en un día de convivencia navideña, sino por un motivo que la trasciende y la dignifica: somos sacerdotes de Jesucristo y deseamos crecer en la comunión eclesial que brota de la unión sacramental de cada uno con Él. Y somos conscientes, al mismo tiempo, de que el Señor nos ha elegido para que la alegría de su Evangelio, que comenzó con  su Encarnación y nacimiento que hoy celebramos, sea sembrada cada día entre quienes sufren cualquier forma de pobreza, y en quienes tienen el corazón desgarrado por cualquier dolor o por la falta de esperanza.
3.- Vamos a celebrar hoy el veinticinco y el cincuenta aniversarios de la ordenación sacerdotal de unos miembros de nuestro presbiterio. Y lo vamos a celebrar con  gozo dándoles la enhorabuena de corazón. Nos llena de alegría el testimonio de su perseverancia convertida en ofrenda de sí mismos, por encima de todo, a lo largo de los años. Con la gracia de Dios, que no falla nunca, han superado distintas adversidades, han asumido nuevos planteamientos personales y pastorales, han mantenido una permanente conversión del espíritu y de los comportamientos, y una renovación constante de la esperanza en la acción de Dios que nos ha elegido para su ministerio. Sabemos de Quién nos hemos fiado y estamos decididos a mantener plenamente nuestra confianza. Somos “Sacerdotes in aeternum” por el carácter que imprimió en nosotros el Sacramento del Orden sagrado. Por ello somos sacerdotes de por vida, y procuramos renovar y  mantener, cada día,  el propósito de fidelidad y perseverancia. De ello somos capaces con  la ayuda de Dios, y gracias a la paciencia de Dios que nos asiste con  su gracia y con su misericordia.
El mejor homenaje que podemos hacer hoy a nuestros hermanos es unirnos a su acción de Gracias, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en ellos y a través de ellos. El Señor ha transformado su pequeñez, y nuestra pequeñez, en instrumento de la acción divina, como la pequeñez de la  naturaleza humana ha sido, desde la Navidad, vehículo para la manifestación y acción de Dios en favor de la humanidad . El Señor nos ha demostrado, con el paso de los años, que basta su gracia para que logremos lo que no alcanzamos a ser con nuestra fuerzas.
4.- El Apóstol San Juan nos dice hoy que “cuanto pedimos lo recibimos de Dios porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada” ( 1 Jn. 3,22).
Esta afirmación nos invita a confiar en el Señor, pase lo que pase; y a revisar nuestra conciencia, con la necesaria ayuda de quien puede orientarnos para hacer siempre, de verdad, lo que a Él le agrada.
No es fácil estar seguros de hacer lo que agrada al Señor. Es muy fácil confundir nuestros impulsos espontáneos y nuestros hábitos, consciente o inconscientemente adquiridos, nuestros  proyectos, iniciativas y decisiones con  una supuesta voluntad divina. Es muy fácil que nos engañemos. Y no podemos olvidar que el ministerio pastoral exige nuestro testimonio de fidelidad a Dios y de limpia aceptación de su santa voluntad. Sólo así podemos hacer una  propuesta clara y competente de la Palabra de Dios. Sólo así podremos amoldar nuestra vida al ejercicio del ministerio sagrado que el mismo Señor nos ha confiado. Por eso debemos estar vigilantes para no abandonar el estudio, la meditación y contemplación  de la Palabra de Dios, y para mantener con esmero un fino examen de conciencia. Éste es el camino para conocer y aceptar nuestra realidad, sin disimulos, sin pesimismos y sin vanos optimismos.
Corremos el riesgo de ofrecer lo humano con  el nombre de lo divino. Tenemos el peligro de dar lo natural, con el título de lo sobrenatural. Debemos estar vigilantes para no equivocarnos pensando que caminamos hacia Dios, cuando en realidad estemos recorriendo un camino que no puede alcanzarlo.
Junto a todo esta vigilancia para crecer en fidelidad al Señor que se nos ha manifestado en la ternura, en el apoyo interior cuando fracasamos o nos equivocamos, y cuando tenemos el peligro de con fundirnos con el mundo, debemos tener muy presente que el Señor ha hecho obras grandes en nosotros y a través nuestro. Por ello, debemos estar alegres manteniendo siempre la esperanza.
5.- Por eso es providencial que el Señor  nos diga hoy a través de S. Juan: “No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios” (1 Jn. 4 1). Esta advertencia nos pone en una situación verdaderamente delicada y comprometida. Pero no puede paralizar ni  entorpecer nuestra dedicación gozosa y confiada en el ministerio que nos ha sido confiado. Ante el Señor debemos abrirnos con plena transpariencia.  Él nos acepta como somos, nos ayuda a construir desde ahí nuestra fidelidad. Desde nuestra realidad nos ayuda a avanzar en el servicio a la porción del Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado. Y teniendo en cuenta nuestras debilidades nos ayuda a crecer en humildad que es el primer testimonio de la Encarnación.
El consejo de S. Juan ha de llevarnos a una permanente reflexión y a una vigilante observación de nuestra vida, siempre apoyados en alguien que sepa y pueda orientarnos. Ese es el cometido de la necesaria Dirección Espiritual. Es más fácil percibir las carencias ajenas que las propias. Por eso, el consejo del apóstol Juan nos urge a revisarnos constantemente ante el Señor poniendo ante él nuestros pensamientos, palabras y acciones para que él sea nuestro maestro y nuestro apoyo vigilante. No permitamos que la rutina, la costumbre o la superficialidad deterioren el trato con el Señor y con el Misterio; y que empobrezcan el ejercicio de nuestra misión sacerdotal.
6.- Somos transmisores privilegiados, y especialmente responsables, de mostrar la luz  que atraviesa toda oscuridad, que ilumina con fuerza el futuro, y que da lugar a la esperanza. “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y  sombras  de muerte, una luz les brilló” (Mt. 4, 16), nos ha dicho el EVangelio.
Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que bendiga nuestra pequeñez con  el don de su gracia, haciéndonos instrumentos dóciles de su voluntad y testigos de la única luz capaz de romper todas las tinieblas que agobian a los humanos.
La Santísima Virgen María, Madre del Niño Dios nacido en Belén, y de quienes participamos del único Sacerdocio de Jesucristo para continuar su obra en la tierra, nos ayude a vivir cada día con mayor ilusión y esperanza nuestra condición y nuestro ministerio.

            QUE ASÍ SEA 

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE EPIFANÍA 2015

Querido hermano en el episcopado y en la misión pastoral de esta Archidiócesis,
queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

            1.- No cabe duda de que vivimos tiempos difíciles. La oscuridad provocada por las corrientes sociales, por la cultura dominante, por un falso concepto de libertad y de autoridad, y por un ansia de placer y satisfacción inmediata, extiende sobre las personas un manto de oscuridad mental y de conciencia. Como dice el profeta: “Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos” (Is. 60, 1). El Papa Francisco a dicho repetidas veces que estamos ante una guerra mundial que se libra en distintos lugares al m ismo tiempo. La referencia a esta difícil situación de la sociedad, lejos de obedecer a una consideración subjetiva y pesimista, forma parte de la experiencia y de la sensación de las gentes cada día.
2.- Sin embargo, ante ninguna contrariedad  y, ni siquiera ante el pecado, que es el peor mal porque ofende a Dios y seca la sensibilidad humana para lo verdaderamente noble y justo; ni siquiera ante el pecado, puede el cristiano justificar un posible encerramiento en el pesimismo o en la simple resignación.
La palabra de Dios, después de indicarnos la presencia del mal en el mundo, nos invita hoy al optimismo y a la esperanza. A través del Profeta Isaías, nos dice: “pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti” (Is. 60, 2).  En verdad, el Señor ha hecho maravillas en nosotros, y debemos estar alegres y agradecidos.  Porque el don de la fe nos permite ver más allá de las apariencias y de lo inmediato, de lo terreno y de lo que los hombre somos capaces de hacer estropeando lo que hizo Dios. La sagrada Escritura nos dice que “vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen. º1, 31).
3.- El don de la fe es el que nos permite entender y atender las palabras con que el profeta Isaías nos urge hoy a ser testigos de la esperanza: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu  luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! “  (Is. 60, 1).
Estas palabras del profeta van dirigidas principalmente al pueblo de Israel, pueblo elegido del Señor y llamado a ser la fuente de la noticia acerca de Dios y de su amor y cercanía a favor de la humanidad. Por tanto, debemos entender que hoy van dirigidas a nosotros. Somos nosotros los que integramos el nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia. De esas palabras del profeta debemos concluir que el Señor nos llama  a ser testigos de la luz, de la verdad, de Jesucristo, que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6).
4.- Al considerar la manifestación de Dios a los gentiles, que tuvo lugar en la persona de los magos llegados de Oriente; al tener presentes a los alejados, a los no creyentes, a los decepcionados de la Iglesia, a los que han perdido la fe, a los que no confían en que las cosas pueden ir mejor, a los que no creen en nada que vaya más allá de lo tangible y terreno, se ha de reforzar en nuestro ánimo la convicción de que el Señor quiere actuar y que, con toda seguridad, actuará a través nuestro. No olvidemos que nos ha elegido para ser los mensajeros de la salvación; de una salvación concreta que Él desea hacer llegar a través nuestro. Esa salvación ha de transformar el corazón del hombre hasta hacerle gozar de la promesa de Dios. De ella nos habla hoy el salmo interleccional, diciéndonos que Dios “librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal, 71…).
5.- Para cumplir bien nuestra misión de mensajeros del Señor, de evangelizadores, es necesario que entendamos la pobreza humana en su amplio sentido,  en todas sus facetas y en todas sus modalidades. De otro modo podríamos sentirnos erróneamente  excusados ante determinados males que podríamos vencer o suavizar. Y, en cambio, podíamos estar viviendo inconscientemente cerca de verdaderos pobres no solo de medios materiales, sino de sentido, de esperanza, de conocimiento de Dios y de lo que es verdaderamente la Vida sobrenatural. Por ella, que hemos recibido de Dios y que no se agota en esta tierra, podemos superar todos los avatares en el curso de nuestra peregrinación terrena.
6.- Considerando la abundancia de pobres a los que debemos acercarnos, la misma palabra de Dios nos advierte que ellos no son enemigos de aquello de que carecen. Por tanto, tampoco de Dios y de la salvación que nos regala. Al contrario, lo desean consciente o inconscientemente, y le dan otros nombres. Por ello debemos tener paciencia y confiar en que un día se darán cuenta y abrazarán la verdad. Por eso el Señor nos advierte a través del profeta, refiriéndose a los magos de oriente: “Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti” (Is. 60, 4). En verdad, habrá un solo rebaño y un solo pastor en el momento que sólo Dios conoce.
Esta festividad se convierte en una  llamada nueva e insistente a tomar conciencia de nuestro deber como evangelizadores; a entender que la necesidad de la luz de Cristo, que nosotros disfrutamos por la fe, constituye una urgente necesidad en muchísimas personas de todas la edades que nos rodean.
No podemos ceder a la tentación de lamentarnos del mal que constatamos en torno; no podemos limitarnos a criticar a los que aparecen como autores de tales desórdenes o carencias y, mientras tanto, quedarnos inactivos y sentirnos justificados arguyendo que los males superan nuestra capacidad para vencerlos. Tengamos presente que Dios nos llama a la acción evangelizadora, y que debemos emprenderla con esfuerzo, con decisión y con esperanza, estando seguros, por la fe, de que Dios dará el incremento a nuestros esfuerzos en la siembra.
7.- Atendamos las palabras de S. Pablo en la segunda lectura: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa de Jesucristo por el Evangelio” (Ef. 3,6).
Pidamos a la Santísima Virgen María, reina de los Apóstoles, que nos ayude a entender y medir la importancia de la evangelización y la urgencia de empeñarnos en ella.

QUE ASÍ SEA