HOMILÍA EN LA JORNADA DIOCESANA DE LA JUVENTUD (Sábado, 21 de marzo de 2015)



1.- Queridos  jóvenes: al veros aquí reunidos en buen número y participando en la Misa, se me ocurre preguntaros:
¿Qué hacéis aquí estropeando un fin de semana siempre deseado para la diversión a lo moderno, sin límites a la libertad de lo que se os ocurra, sin más ley que el apetito, y sin más proyecto que repetir y repetir intentando dar un paso más para descubrir nuevas experiencias, nuevas sensaciones y mayores placeres?
¿Qué hacéis aquí siguiendo la llamada de unos curas y de un obispo cuando todos ellos, según dicen muchos, no saben nada de la vida y engañan a la gente con sermones, prometiendo una felicidad que nadie llega a disfrutar porque dicen que a ella se llega mediante el sacrificio y el sufrimiento?
¿Qué hacéis aquí, queridos jóvenes, acudiendo a Dios en medio de un mundo en el que muchísimos viven como si Dios no existiera?. Los medios de comunicación social nos manifiestan que muchos profesores, muchos padres y muchos políticos rechazan la educación cristiana porque piensan que provoca el fanatismo en muchas personas; y porque creen que enseñan cosas extrañas, contrarias a lo que gusta a todos y que todos tienen derecho a disfrutar porque son libres.  No os asustéis. Oiréis cosas mayores.
2.- Os estoy hablando a vosotros, pero estoy pensando en quienes, en vuestros ambientes, os harían, y probablemente os hagan, las mismas preguntas que acabo de lanzaros.
¿Creéis que, si me encontrara con  ellos, me enfadaría, o les replicaría sacándoles los colores? Nada de eso. Si me encontrara con ellos, y pudiera hablar con ellos sin prisas, lo que me apetecería es darles un abrazo y decirles: Perdonad, amigos, porque quizá yo no he hecho todo lo que debía para que vosotros disfrutarais de la paz interior que da sentir unas ganas inmensas de vivir, sabiendo que Dios mismo nos ha dado la vida y nos ha dicho:”Yo para eso he venido, para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10,10), y que, además, ha pagado por nuestros pecados para librarnos de ellos, porque el pecado entristece el alma, rompe la ilusión y pega el corazón a la tierra sucia y desapacible.
Casi nunca acertamos a decir bien lo que tantas personas necesitan oír. Y sabemos que muchos, cuando las han oído y han hecho caso, han sido personas felices y ejemplares cristianos.
Por eso, seguiría diciendo a los jóvenes: Perdonad porque quizá no os he contado con suficiente claridad que hay una alegría capaz de llenar el alma, y que puede más que todos los disgustos, fracasos y desilusiones; hay una alegría que brota del fondo de nosotros cuando nos enteramos de que Jesucristo, Dios y hombre verdadero, creador y salvador nuestro, omnipotente y misericordioso nos dice en medio de nuestros apuros: “Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”  (Jn. 16, 33).
Posiblemente les diría también: dejadme que os explique algo maravilloso: ¿sabéis que existe el amor verdadero, que  no depende de lo que nos guste la persona con que nos encontramos,  ni de que le gustemos a quienes se encuentran con nosotros; un amor que lo tenemos seguro y que se vuelca en favor nuestro aunque le cueste la vida, como hizo Jesucristo?.
No sé si podría callarme ya. Probablemente seguiría diciéndoles  ¿Sabéis que ese amor nos hace capaces de amar con toda el alma a quienes Dios pone en nuestro camino, dando por ellos lo mejor de lo que tenemos, sin quedarnos en el simple atractivo, o en un afecto pasajero, o en una supuesta y engañosa entrega, que algunos ingenuamente creen que acontece en una relación sexual o sensual fuera de lugar?
Terminaría, de momento, diciéndoles: ¿habéis experimentado la inmensa alegría que se siente al comprobar que la misericordia de Dios es tan grande que perdona nuestros pecados, los olvida para siempre, nos abre su corazón y se fía de nosotros a pesar de todo? Si no lo habéis experimentado, pensad en lo que remuerde vuestra conciencia antes de que se endurezca demasiado; buscad a un sacerdote, y verdaderamente arrepentidos, decid como el hijo pródigo: Padre, he pecado contra el cielo y contra Dios. Pero creo que su amor y su misericordia son más grandes que nuestros pecados, y confío que me perdonará.
3.- Ya veis, queridos jóvenes, cuántas cosas les diría. Y, si tuviera ocasión de encontrarme de nuevo con  ellos, les diría muchas más. Bueno: antes de hablar con  ellos hablaría con el Señor diciéndole: Señor, me das la ocasión de contar a estos jóvenes lo que Tú hiciste que me contaran a mí en su momento, y que me ayudó a vivir feliz y a entregarme a tí para lo que tú quieras. Ayúdame para que no canse a estos jóvenes,  y para que les ayude a que descubran lo que es necesario para vivir sin ser arrastrados por las corrientes de moda, por los apetitos, los bajos instintos y por el engaño de quienes se atreven a proponerles la felicidad lejos de ti.
4.- Todo esto que acabo de deciros es muy verdad. Estoy seguro de que si muchos jóvenes lo supieran, vivirían con auténtica alegría y contagiarían a otros jóvenes su ilusión y su esperanza, sus ganas de vivir y la confianza en  las palabras de Jesucristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga es ligera” (Mat. 11, 28).
Todo esto, además, lo hemos pedido al Señor muy brevemente al comenzar esta Misa. Yo, en nombre de todos vosotros, le he dicho a Dios: “Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor, ya que sin tu ayuda no podemos complacerte”. ¿Sabéis cómo complacemos a Dios? Él mismo nos lo ha dicho: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido. Os digo que así también habrá más alegría en  el cielo por un solo  pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que n o necesitan convertirse” (Lc. 15, 6-7). Y para que veamos que es verdad, Jesucristo, en la parábola del hijo pródigo nos dice que el Padre (refiriéndose a Dios), esperaba siempre la vuelta del hijo rebelde que se había gastado la herencia y la vida con una vida caprichosa, esclavizada por los instintos, lejos de la verdad, del auténtico amor y olvidándose del amor de Dios. Y, cuando llegó el hijo, mandó preparar tal fiesta que le dio envidia al hermanos que había permanecido en casa fiel a su padre.
5.- Queridos jóvenes: estoy convencido de que si vuestros compañeros se acercaran al Señor, le abrieran su corazón y, humildemente, le pidieran perdón, gozarían de la alegría que da sentirse querido infinitamente por el Señor, y acompañado por él a través de la vida entera. Es el Señor quien nos ha dicho: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).
6.- Ahora me queda una cosa my importante que deciros. Cuánto me alegraría si me hicierais caso. La verdad es que nuestro Señor Jesucristo se alegraría todavía más. Os lo digo.
Mirad, queridos jóvenes: si vosotros estáis hoy aquí, si vosotros habéis descubierto a Dios en Jesucristo, si vosotros habéis podido experimentar el amor que Dios os tiene, si habéis podido ordenar vuestra vida por el camino recto, y si habéis podido gozar de la misericordia infinita de Dios levantándoos después de cualquier caída, es porque alguien, o algunos, han orado por vosotros y se han acercado a vosotros. Y,  con el peligro de que les dierais la espalda, os han  hablado de Jesús, os han enseñado el Evangelio, os han acompañado cuando lo necesitabais y os han buscado cuando os despistabais o quizás huíais.  Pues el Señor nos ha dicho: “Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt. 10, 8).
Hacer esto es evangelizar. A ello nos llama el Señor a través de su Iglesia. Procurad que vuestros compañeros y compañeras no vivan sin experimentar la alegría de sentirse amados por Dios, y perdonados siempre por su infinita misericordia.
7.- Que la Santísima Virgen María, madre de Jesucristo y madre nuestra, que sufrió viendo morir a su Hijo por nosotros en la cruz, nos ayude a recurrir a él procurando cumplir su santa voluntad.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL DOMINGO V DE CUARESMA -2015-



Queridos Hermanos sacerdotes concelebrantes,
1.- Hemos llegado al fin de la Cuaresma. Este era, en principio, el tiempo de conversión. Debíamos ir configurando nuestra vida con la voluntad del Señor.  Pero probablemente  no lo hemos conseguido. No obstante, Dios nos perdona setenta veces siete; esto es: sin límite, mientras vivamos en el propósito de seguirle reconociéndole como Señor y como salvación nuestra. Todos los días de nuestra existencia sobre la tierra son como una cuaresma continuada.
2.- No debemos olvidar  que nuestra conversión es obra conjunta entre Dios y nosotros. El nos busca, llamando continuamente a  la puerta de nuestra alma, y no desiste aunque tardemos en abrirle. Nos ama infinitamente más que podamos amarnos nosotros. Y quien ama tanto, no se resigna a perder a su amado.  Esta es nuestra garantía y la razón de la esperanza que perdura por encima del reconocimiento de todas nuestras infidelidades. Es imprescindible, sin embargo, que nuestra intención y nuestro esfuerzo correspondan al amor que Dios nos tiene, y no demos la espalda al Señor. Él comprende nuestras debilidades y tiene paciencia esperando el gesto de nuestro arrepentimiento.
3.- Para mantener el espíritu decidido a seguir a Jesucristo, es necesario permanecer en el empeño de convertirnos cada día un poco más al Señor.  Debemos ser como el niño que, en un momento de capricho o descontrol, se vuelve contra su madre; pero al comprobar el disgusto que le ha causado con su rebeldía, se vuelve cariñosamente hacia ella reconociendo su error. La paciencia de Dios con nosotros es mayor que la paciencia y el amor de la madre. Él ha dado su vida por nuestra salvación, y su sacrificio no puede ser baldío. Dios no obra en vano. Sin embargo, no debemos olvidar que nada hace sin nuestra aceptación. Somos nosotros, paradógicamente, los que tenemos la última palabra.
4.- La relación entre la gracia de Dios y  nuestra libertad supone un continuo riesgo de fallar en lo fundamental. Ante ello, Dios nos anima confirmando su interés por nosotros, y nos manifiesta su decisión de mantener su llamada y su ayuda hasta el final. Por eso nos dice a través del Profeta Jeremías: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”  (Jer. 31 3…). Demos gracias a Dios por su paciencia con nosotros, y pidámosle que  nos ayude a poner  nuestra atención en lo fundamental, sabiendo discernir lo que es  verdaderamente decisivo para el curso de nuestra vida hacia la eternidad.
5.- En el curso de nuestro caminar hacia Dios, que equivale al camino hacia la virtud, es imprescindible el sacrificio. Nuestro mismo lenguaje popular mantiene esa elocuente expresión: Todo lo bueno cuesta. Por eso, algo de lo que nos  apetece, pero nos ata a la tierra, ha de ser pospuesto dando primacía a lo  que valoramos desde la fe. Esto supone que una parte de nosotros, de algún modo pegados todavía a la tierra, debe morir para dar su espacio de vida a lo que apunta al cielo. Así nos lo enseñó Jesucristo diciéndonos: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto” (Jn. 12…). Esta enseñanza de Jesucristo se cumple en él mismo. De hecho, es el Señor quien, anunciando su muerte y el efecto salvífico de su entrega hasta la cruz, nos dice: “Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn. 12, 33).
6.- No cabe duda de que, en este camino hacia la vida por el camino de la virtud, hay momentos en que se nos presenta el deber como un trance que gustaríamos no tener que atravesar. Sentimos que resulta muy pesado, nos parece muy difícil, o incluso innecesario. En esos momentos, es muy fácil buscar la escapada. En el mejor de los casos, puede llevarnos a pedir al Señor que nos libere de esa prueba. Es explicable. Esta reacción obedece a la debilidad de la naturaleza humana. También Jesucristo atravesó esa prueba. Pero, al describírnosla, confiesa que la vivió en un momento de oscuridad. Así nos lo cuenta el Evangelio de hoy: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12…). Que quiere decir: Padre, hágase tu voluntad.
7.-. En la misión evangelizadora que nos compromete a todos los cristianos, debemos tener también en cuenta esta enseñanza de Jesucristo. Es muy fácil que, ante las dificultades que ofrece la evangelización de los alejados, y e incluso el mismo testimonio claro de fidelidad al Señor en cuestiones discutidas por la gente, brote espontáneamente este argumento, como una pretendida justificación de nuestro silencio. Entonces debemos hacer un acto de fe y  reafirmación de nuestro carácter apostólico, y seguir adelante sin claudicar ante las dificultades. De esta actitud necesitamos mucho. Es cuestión de pedirle al Señor que nos conceda su gracia para permanecer firmes en el cumplimiento de nuestro deber apostólico. No olvidemos que, como nos dice también hoy el Evangelio, hay muchos que necesitan la luz de Dios aunque de hecho manifiesten rechazarla. En nuestra alma deben estar presentes las palabras que algunos gentiles dirigieron a Felipe: “Señor, quisiéramos ver a Jesús” (Jn. 12..). El problema está en  que sepamos llevar ante el Señor, sin entorpecer su camino con nuestras incompetencias, o con nuestras tibiezas. Todo ello resta fuerza a nuestras palabras y a nuestro testimonio evangelizador.
8.- Pidamos al Señor que  nos conceda la gracia de la fidelidad, el don de un firme compromiso cristiano, y la decisión clara de ser evangelizadores llevando ante el Señor a quienes necesitan conocerle.

QUE ASÍ SEA

HOM ILÍA EN EL DOMINGO IV DE CUARESMA - 2015



Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida consagrada y fieles laicos:

La palabra de Dios nos descubre hoy una actitud que puede anidar en nuestra alma causando graves consecuencias. Podemos entenderlo recurriendo a la experiencia humana en el seno de la familia. Cuántas  veces hemos oído a los padres decir a los hijos: “no quieres escuchar porque no te conviene”. Este es un hecho cierto no solo en la vida de los niños y adolescentes, sino entre los mayores. En determinados momentos, hay reflexiones que no interesa incorporar a nuestra vida porque se oponen a proyectos personales nacidos de intereses, de gustos, de ilusiones o de empeños, que obedecen a motivos de conveniencia personal, a los que no se está dispuesto a renunciar. Entonces priva la concupiscencia sobre la razón y el egocentrismo sobre la apertura serena a la verdad.
La circunstancia que acabo de exponer se presenta hoy en el santo Evangelio aludiendo al rechazo de la luz que nos ofrece el Señor para encauzar debidamente nuestra vida. Y Jesucristo manifiesta que la actitud de  no querer escuchar es causa de nuestra condenación; es causa de errores importantes en nuestra vida. Son palabras de Jesucristo a Nicodemo: “Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras” (Jn 3…). 
            Esta reacción ante la luz puede parecer imposible o, al menos exagerada, porque suena a cerrazón irracional. Sin embargo, se da con frecuencia. Pensemos en quienes no quieren escuchar el Evangelio, en quienes desprecian por principio la palabra de Dios. Allá en el fondo son muchísimos los que saben que la Iglesia, a pesar de las debilidades humanas de quienes la integramos,  predica y defiende la verdad para el bien de las personas. Pero, al tener en cuenta que su palabra pone también un reparo a determinadas conductas instintivamente apetecibles, escudan su huida del Evangelio con el manido argumento de que la Iglesia no está al día. Como si estar al día consistiera en prescindir de toda referencia moral. Los que así obran saben que no alcanzan la felicidad andando por los caminos de la permisividad o de la mundanidad como única norma de vida.
            Jesucristo ha venido al mundo, ha predicado, ha sufrido, ha muerto y ha resucitado para darnos a entender cuál es el camino de la vida y de la felicidad. Y nos ha enseñado con ello que, dadas las tendencias marcadas por diversas concupiscencias, es necesario estar dispuestos al sacrificio, a la renuncia, a la oblación, para lograr lo que no es alcanzable sin el necesario dominio de sí mismo, según  la enseñanza del Evangelio.
            Esta es una razón más para empeñarnos en la evangelización. Predicando a Jesucristo se presta un servicio crucial para la reconducción de la vida humana y para el saneamiento de la sociedad. Es necesario, además, no perder de vista que la presencia y acción de Jesucristo en la historia, es obra del amor de Dios a las criaturas que él mismo ha creado y cuya felicidad eterna le ha costado su propia vida.  Así nos lo enseña hoy el Evangelio diciendo: “Tanto amó Dios al mundo , que entregó a su Hijo  único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, …).
La valoración de la palabra de Dios, pronunciada por los profetas en el Antiguo Testamento, y `presentada al pueblo de Dios como luz para el camino,  queda gráficamente expresada en el salmo interleccional: “Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti” (Sal. 136).
Al considerar esta enseñanza evangélica en el tiempo de Cuaresma camino de la celebración de la pascua redentora, pidamos al Señor luz, valentía y ayuda para aceptar la enseñanza de Jesucristo y procurar incorporarla a nuestra vida.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN EL ENCUENTRO DE LOS PROFESORES DE RELIGIÓN (Sábado de la IIIª semana de Cuaresma)



Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos  miembros de la Delegación episcopal para la educación católica,
Queridos profesores de religión:

1.- Estamos  finalizando la Cuaresma. Después de haber oído tantas veces que este es un tiempo de conversión, es muy posible que,  mirándonos a nosotros mismos, encontremos propósitos incumplidos u objetivos inalcanzados. Esta experiencia puede llevarnos a pensar que probablemente estuviéramos equivocados al pretender que nuestra vida tuviera que atenerse a un proyecto de permanente superación,  o a un programa cuya finalidad fuera un crecimiento programado  con metas bien definidas. La tentación, ciertamente diabólica, podría acosarnos una y otra vez, intentando convencernos de que la vida de cada uno está más o menos programada en nuestros genes, y supeditada al mundo y al ambiente en que vivimos cada uno. Tremendo error este, que puede traicionar nuestra propia identidad causando el mayor fracaso vital. Este fracaso consistiría en una pasiva resignación ante el mal reconocido que nos cuesta superar; o ante un bien deseado que  nos parecería lamentablemente ajeno o inalcanzable.
2.- El educador, por principio, es la persona  que entiende su vida como una dura lucha contra toda resignación, en sí mismo y en las personas a su cargo.  Todo educador está comprometido con  el permanente crecimiento propio y de  las personas que le han sido confiadas como hijos, como alumnos, o como feligreses. El educador cristiano sabe, además, que de Dios venimos y a Dios vamos;  que hemos sido creados por Dios a su imagen  y semejanza; y que, por tanto, la nota que nos caracteriza es la entrega esperanzada a un desarrollo sin límites. Desarrollo que tiene la referencia principal y constante en la palabra de Dios que nos llama a ser perfectos porque el Padre celestial es perfecto (cf. Mt. 5, 48).
Nuestro desarrollo ha de tener un escenario muy concreto, que es el mundo en el que nos corresponde vivir. Ayudar a descubrir que la vida entera es el único espacio adecuado para ese desarrollo es tarea fundamental del educador. El educador cristiano debe advertir, además, que ese espacio es un regalo de Dios del que somos administradores. Como tales administradores es deber nuestro procurar el mejor aprovechamiento de la vida en todas sus etapas. Así mirada, la vida se aprecia como una gran aventura. En nuestra andadura a través del tiempo debemos buscar los objetivos que nos corresponde alcanzar de acuerdo con nuestra propia realidad personal, que es singular e irrepetible.
3.- Somos obra de la sabiduría, de la bondad y del amor de Dios. Él es quien señala a cada uno la meta a alcanzar y el estilo del propio caminar hacia esa meta.
Llegados a este punto, no tenemos más remedio que concluir así: La vida, el propio desarrollo y crecimiento, y el estilo de nuestros pasos han de obedecer al plan de Dios, que es el plan de nuestra perfección. A ese plan divino llamamos “vocación divina”. En consecuencia, la educación cristiana consiste en ayudar a que los hijos, los alumnos y los feligreses descubran y atiendan la llamada de Dios, y alcancen a conocer y seguir el camino adecuado para atenderla. 
4.- La educación está vinculada al descubrimiento y seguimiento de la vocación: en el alumno, habrá que estimular, sobre tod9o, su descubrimiento. Pero el educador no deberá prescindir del esfuerzo continuado para el cumplimiento de las propias funciones y deberes entendidos como aspectos o dimensiones de una verdadera vocación divina que ha recibido para ser educador. Procurar la fidelidad a la vocación ha de ser tarea en  que coincidan el educador y el educando; cada uno en el momento, forma y grado que le corresponda.
 Ante este programa de vida, verdaderamente digno y valioso, no podemos situarnos pasivamente, como quien se deja llevar por las circunstancias, o como quien espera que los acontecimientos le vayan llevando. Es necesario asumir la vida y el propio desarrollo como el deber prioritario ante el cual hemos de sentirnos comprometidos por la autoridad del mismo Dios.
5.- Cada Cuaresma es la imagen de nuestra vida. En ella debemos sentirnos llamados a la conversión. Esta consiste en encauzar nuestros pasos orientándolos, más certeramente cada vez, hacia la verdad, hacia el bien, hacia el cumplimiento de la vocación que hemos recibido y, en definitiva, hacia Dios.  Nuestra vida será siempre una peregrinación porque la meta es ambiciosa; es la perfección, la plenitud; y  nuestro caminar va siempre acompañado del cansancio y de la debilidad que nos hacen corregir y retomar constantemente el camino. En esa peregrinación sentimos siempre el peso de la propia responsabilidad invadida muchas veces por nuestras limitaciones. Somos constantemente peregrinos hacia el bien, hacia la verdad, hacia una mayor competencia cristiana, y hacia el dominio de las propias debilidades.
 Toda nuestra vida es una carrera en la que el mayor estímulo debe ser la conciencia de no haber llegado todavía a la meta. Es formidable constatar que siempre podemos alcanzar mayor perfección. No caigamos en la otra posible interpretación de nuestro peregrinaje de por vida, que sería pensar que nuestro esfuerzo es baldío porque no alcanzamos nunca la meta. El Señor nos enseña que nuestra oración, al acudir al autor de nuestra vocación, debe ser como  nos enseña hoy en el Evangelio.  De la oración no salió justificado quien presentaba ante Dios sus virtudes como una obra acabada, sino  quien, clara conciencia de peregrino, clamaba: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18…) La palabra de Dios es plenamente consoladora al ofrecernos hoy el comentario de Jesucristo: “Os digo que éste bajó a su casa justificado” (Lc. 18, 14).
6.-. Pidamos al Señor entender el quehacer educativo como una verdadera vocación; y que el ejercicio de esta vocación educativa, sea una ayuda para que cada uno de los alumnos descubra la trayectoria de su vida como una vocación recibida del Señor. Profesor y alumnos deberán descubrir que, para el propio desarrollo vocacional, tenemos la mejor ayuda en el mismo Dios que nos llama. Su gracia no ha de faltarnos.

            QUE ASÍ SEA