HOMILÍA DOMINGO I DE CUARESMA (22 de febrero de 2015)



Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

1. Comenzamos la Cuaresma con la conciencia clara de si el Señor se acercó a nosotros en la Navidad, nosotros debemos acercarnos a Él. Pero el Señor, para acercarse a nosotros tuvo que anonadarse, tomando la condición de hombre con todas las limitaciones de la naturaleza humana. Nosotros, en cambio, para acercarnos a Dios, tenemos que irnos desprendiendo de las adherencias pecaminosas de nuestra naturaleza. Por eso, la Cuaresma es tiempo de conversión, de reforma, de reorientación, de elevación.
No obstante, aun teniendo claro que ganamos con el esfuerzo de seguir a Jesucristo por el camino de la humildad, de la obediencia al Padre y de la entrega por el bien de los demás, nosotros experimentamos la fuerte sujeción del espíritu a los aparentes bienes de la tierra. Desprendernos de ello es ardua tarea en la que debemos ocuparnos con decisión, porque las ataduras, derivadas del pecado original, son fuertes y constantes.
2. Cuando nos decidimos a mirar las cosas de arriba, como Dios quiere, sentimos el duro peso de nuestra condición terrena, de nuestras concupiscencias y de nuestra falta de visión sobrenatural; al menos con frecuencia.
En esta situación necesitamos gozar de un fuerte y constante convencimiento de que la verdad de nuestra vida no está en lo que sentimos día a día, sino en lo que Señor nos invita a valorar y a seguir. Pero esta enseñanza del Señor, por fuerza del diablo, se nos pasa desapercibida algunas veces, o se nos presenta oscura y llena de dudas. Brota con frecuencia la pregunta: ¿Es verdad que el Señor me pide esto o lo otro? ¿No se opone a lo que nos dice la propia inteligencia que Él mismo nos ha dado?
En esa situación es necesario fortalecer la fe en la bondad de cuanto el Señor nos pide. Para ello, el Salmo interleccional nos invita a repetir, como un acto de fe que necesita reafirmarse: “Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza” (Sal 24).
Guardar la alianza del Señor equivale a empeñarnos en conocer el sentido profundo de cuanto el Señor nos indica y nos pide. Solo así podremos valorar la fuerza de razón que tiene el Señor para orientar nuestra vida con autoridad y con paciencia nacidas de su amor infinito.
Y conocer el significado y el sentido profundo de la palabra del Señor exige de nosotros un constante esfuerzo por aprender, por crecer en la formación cristiana. Requiere de nosotros, cuanto menos, el mismo interés que ponemos en enterarnos de lo que afecta a nuestra vida terrena. Salud, alimentación, forma de acertar en las relaciones sociales, etc.
Por eso, la cuaresma debe ser, para nosotros, un tiempo en que nos preocupemos de reordenar nuestra vida, midiendo bien la atención que prestamos a lo que es fundamental y a lo que es accesorio o secundario. Claro está que ello implica el convencimiento básico de que lo más importante es lo que se refiere a nuestro espíritu. En él, y no en lo exclusivamente corporal, está la imagen y semejanza de dios que somos por creación. Y es en la semejanza a Dios en lo que estamos llamados a crecer día a día para no perder ni deteriorar nuestra identidad fundamental.
3. La cuaresma, así entendida, es un ejercicio especialmente intenso para alcanzar la vida. Alcanzar la vida no consiste solamente en procurar el disfrute de la vida eterna en el cielo.
Alcanzar la vida es una búsqueda o un empeño que nos compromete en la ordenación de nuestros días aquí en la tierra de modo que sean camino verdadero para lograr nuestro desarrollo integral como criaturas que Dios ha puesto en el mundo para su transformación. Difícilmente alcanzará la vida eterna quien no se haya esforzado por lograr el pleno desarrollo de cuanto Dios nos regaló para el camino desde la tierra hasta el cielo.
Este cometido no es tarea tan difícil que resulte inalcanzable para quienes no contamos con grandes cualidades, no con vocación de heroísmo. Este cometido es algo imprescindible que Dios pone al alcance de todos. Así nos lo da a entender el salmo interleccional diciéndonos: “El Señor es bueno y enseña el camino a los pecadores” (Sal 24). Lo ha demostrado encarnándose, viviendo entre nosotros y dejándonos bien claro que Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
4. Seguir esa enseñanza, recorrer ese camino y procurar esa vida interior que se convierte en Vida eterna y feliz junto a Dios, exige humildad; exige aceptar que Dios sabe más que nosotros lo que nos conviene. Esto que estoy diciendo puede parecer una verdad de sentido común y aceptada por todos. Pero no es cierto. Con frecuencia nos aferramos a lo que tenemos más cerca, pensando que en ello está nuestra seguridad y nuestra salvación. El Señor nos advierte de este frecuente y peligroso error diciendo al Diablo que le tentaba como a nosotros: “No de sólo pan vive el hombre” (Mt 4, 4). Es absolutamente necesario aprender de Dios lo que necesitamos en verdad y en primer lugar. Y eso nos llega por su Palabra. Palabra que no se reduce a un sonido o a una grafía para expresar un concepto. La Palabra de Dios tiene fuerza creadora y transformadora.
 5. La Palabra es la expresión del poder de Dios, de la sabiduría de Dios, del amor de Dios. Aceptar la Palabra de Dios es aceptar plenamente a Jesucristo. Y aceptar plenamente a Jesucristo es decidirse a darle primacía en todo lo que integra nuestra vida. Ese debe ser el propósito fundamental de nuestra conversión cuaresmal.
Pidamos al Señor la luz y la fuerza necesarias para entender y seguir la Palabra de Dios en todo lo que concierne a nuestra vida en la tierra, de forma que sea verdadero camino hacia el cielo.
QUE ASÍ SEA

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