HOMILIA CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

(Domingo 18 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Durante los anteriores Domingos de Adviento, hemos reflexionado sobre lo que significa y sobre lo que requiere el encuentro con Jesucristo que viene a salvarnos.

En este Domingo, la Palabra de Dios nos invita a caer en la cuenta de que ese encuentro le ha costado demasiado al Señor como para ser momentáneo y fugaz. Jesucristo quiere permanecer con nosotros. Somos el objeto de su amor infinito. Ya en el Antiguo Testamento se expresa de modo inconfundible diciendo: “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov 8, 31).

La permanencia de Dios con nosotros tiene su estilo propio. El Señor no está simplemente junto a nosotros y volcado en amor hacia nosotros, como podría ocurrir entre nosotros los humanos. En verdad, por la Encarnación, Jesucristo puso su tienda, su lugar de habitación entre nosotros; compartía con nosotros los hombres, cultura, religión y sentimientos. Por todo ello, podemos decir que no se limitó a estar cerca de nosotros en la misma tierra, sino que entró en nuestra historia, en nuestra cultura, en el ámbito íntimo de nuestros sentimientos y de nuestras costumbres. Su cercanía humana a nosotros consistió, de modo muy notable, en entrar en nuestra historia en nuestra vida. Pues eso mismo es lo que nos da a entender hoy en la primera lectura hablando del templo que David debía iniciar.

El Señor llega a nosotros para habitar en nosotros. Este misterio nos lo relata san Pablo como experiencia suya, diciéndonos: “Vivo, más no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Ya desde el Bautismo y, sobre todo en la Confirmación, fuimos hechos templos vivos del Espíritu Santo. Nuestra tarea está en mantener y mejorar constantemente ese templo interior para que sea digno del Señor que viene a compartir con nosotros la intimidad suya, que es el amor, y la nuestra que debe ser también el amor agradecido.

Esa presencia interior del Señor en nosotros debe ser defendida por cada uno como condición insoslayable para permanecer fieles en nuestra condición de cristianos, hijos queridos de Dios. Para ello es imprescindible que caigamos en la cuenta de lo que significa, en verdad, esa presencia interior de Cristo en nosotros.

En primer lugar debemos tener en cuenta que esa presencia no es pasiva, como puede estar un objeto en un templo, dignificándolo notablemente. Esa presencia de Cristo en nosotros es activa y operante a favor nuestro. Así nos lo enseña san Pablo en la segunda lectura, diciéndonos que el Señor puede fortalecernos según el evangelio. Para ello es necesario que queramos y dejemos que obre en nosotros.

Dejar que Cristo obre en nosotros, no consiste tampoco en una actitud pasiva por nuestra parte, permaneciendo inactivos y sin oponernos a su obra. Dejar que Cristo obre en nosotros requiere que estemos constantemente preocupados por colaborar con Él. Dios no se impone, sino que se ofrece. Por ello es deber nuestro manifestarle el debido interés, y llevar a cabo aquello que pueda colaborar a la permanencia y acción del Señor en nosotros. Esto lleva consigo, por una parte, la preocupación por mantener limpia nuestra morada interior, procurar adornarla con la práctica y el crecimiento en las virtudes, y suplicar al Señor que permanezca en nosotros siendo indulgente con nuestras limitaciones y defectos y pecados. Requiere, por tanto, oración y revisión de nuestra conciencia teniendo como referencia la palabra y la luz de Dios. Esta palabra y esta luz nos llegan a través de la Iglesia. Para ello, el mismo Señor conduce a su Iglesia para que nos oriente sin interrupción. Esa orientación nos llega hoy, de modo especialísimo a través del Evangelio de san Lucas al exponernos la actitud de la Virgen María ante el anuncio del Ángel. Esta actitud es de una ejemplar humildad aceptando que pueda ser verdad y bueno aquello que no esperamos, que no entendemos y ante lo cual podemos considerarnos impotentes. “¿Cómo puede ser esto si no conozco varón?” (Lc 1, 34). Pero, ante la respuesta de Dios, en la que se compromete a obrar en la Virgen, lo que la Virgen ve imposible, María responde: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí , según tu palabra” (Lc 1, 38).

Estamos en las vísperas de la Navidad. El Señor ha querido conducirnos por el camino adecuado para recibirle y entender bien lo que significa su permanencia entre nosotros.

A nosotros nos corresponde acoger las enseñanzas y estímulos que hemos recibido a lo largo del Adviento, y procurar que nuestro encuentro con el Señor en la Navidad, sea consciente, vivo, gozoso y eficaz para acercarnos interiormente a Jesucristo y procurar que esta cercanía permanezca y sea fructífera para gloria de Dios, salvación nuestra, y testimonio vivo para quienes buscan a Dios con sincero corazón.

QUE ASÍ SEA

HOMILIA TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

(Domingo 11 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Hoy, la Palabra de Dios nos invita a la alegría y a la esperanza. El testimonio de quienes han vivido, antes que nosotros, el interés por el encuentro con Dios, nos consuela y alegra comunicándonos su experiencia con estas palabras: “desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas” (Is 61, 10ss).

La descripción de la alegría que acompaña al encuentro con Dios, corre el peligro de quedarse en pura teoría, o en simple convencionalismo, si no hubo interés verdadero por acercarse al Señor. Sabiendo que la invitación divina a encontrarnos con Dios en Jesucristo nuestro redentor insiste en que nos dispongamos a buscarle y a recibirle, tendríamos que preguntarnos: ¿busco de verdad al Señor, sabiendo que Él toma la iniciativa en buscarme? ¿Con qué interés le busco? ¿Siento verdaderamente la necesidad de encontrarme con Él? ¿En qué aspectos y momentos de mi vida creo que estoy más lejos de Dios y menos interesado en encontrarme con Él?

2.- Nuestro interés por encontrarnos con Jesucristo y gozar de la experiencia de Dios, encuentra el estímulo necesario en su palabra. Hoy, a través del profeta Isaías, pone en labios del Mesías estas esperanzadoras afirmaciones: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido, me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren… para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61, 1ss).

El Señor, a quien esperamos en la Navidad tiene poder para animarnos en el dolor, para estimular nuestro espíritu en momentos de apatía o de tibieza espiritual y para perdonar nuestras faltas, desatinos y pecados. El Señor tiene verdadero poder y verdadero interés en que superemos nuestra mediocridad, en que recuperemos la auténtica actitud cristiana, y en que demos a Dios el lugar que le corresponde en nuestra vida.

La Santísima Virgen María, en su canto de fe y de gratitud a Dios, porque la eligió y la revistió de gracia, es buen testigo de que el Señor actúa en favor nuestro, como nos promete. Basta con que nos manifestemos sinceramente receptivos a la gracia divina.

3.- El Salmo interleccional nos invita hoy a hacer nuestras sus palabras. En ellas aceptamos y proclamamos, como María, que la misericordia de Dios es infinita y llega a sus fieles de generación en generación. Y, por eso, el Señor obra grandes cosas en nosotros. El Señor es capaz de hacernos sentir la necesidad y el ansia de Dios, y de colmar nuestra hambre de bien y nuestro deseo de la verdad, de la libertad y de la felicidad que solo Dios puede concedernos.

Ante este consolador mensaje, solo nos queda “ser constantes en orar”, como nos dice hoy san Pablo en la segunda lectura. Pensar que Jesucristo ha dado su vida por nosotros y que, en su paciencia, nos busca y nos espera para que gocemos de su luz, de su paz y de su promesa, debe movernos a darle gracias ya desde ahora. “En toda ocasión tened la acción de gracias; esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros” (1Tes 5, 16). Y como a la súplica deben acompañarle signos de que pedimos con humildad y sinceridad, debemos hacer el propósito de guardarnos de toda maldad (cf 1 Tes 5, 22) como nos pide, también, san Pablo hoy.

4.- Una de las maldades de las que debemos pedir a Dios que nos libere es precisamente, imitando a san Juan Bautista, no intentar jamás ocupar el lugar de Dios en nuestra vida. El precursor de Jesucristo, nos da ejemplo elocuente de ello diciendo a quienes le preguntaban por su identidad: Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni uno de los profetas” (cf. Jn. 1, 2º-21); “en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia” (Jn 1, 26-27).

Esta actitud ante el Señor que viene a nosotros, es fundamental en el cristiano, no solo para lograr la propia salvación, sino para contribuir a la salvación del mundo. Vivimos tiempos en que el hombre ha ido tomando tal estima de sí mismo, a causa de los avances técnicos y de sus recursos materiales para vivir en el bienestar, que parece desear la desaparición de Dios, o su reclusión en los campos de una intimidad privada y socialmente inoperante. Nosotros, con fe firme y con plena disposición al apostolado, debemos proclamar que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre y para salvación del mundo.

5.- Pidamos al Señor la gracia de ser conscientes de nuestras debilidades, de nuestras faltas y de nuestras pretensiones equivocadas, cuando nos erigimos en referencia del bien y del mal, y nos alejamos de Dios a quien debemos buscar siempre.

Esta actitud ante el Señor es la que el Adviento nos ayuda a conseguir.

Pidamos a la Santísima Virgen María, que interceda por nosotros para que seamos dignos receptores del Señor que viene a nosotros en la Navidad.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTA EULALIA

Mérida, 10 de Diciembre de 2011

Querido señor Cura y hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos miembros de la Asociación de Santa Eulalia,

Hermanas y hermanos todos:

En el día de hoy celebramos un acontecimiento harto sorprendente para buena parte de nuestra sociedad: el martirio que sufrió la joven Santa Eulalia por defender su fe y su virginidad.

1.- Corren tiempos en que la campaña bien orquestada en contra de la fe cristiana y a favor de un laicismo militante y contrario a la acción de la Iglesia, va dando de sí actuaciones de todo tipo, incluso no ajenas a los ámbitos gubernamentales, que atentan contra los principios que deben regir la vida cristiana. Se pretende que la fe en Jesucristo quede recluida en la intimidad de las personas, y que no se manifieste socialmente en criterios y actitudes que incidan en la vida pública. Parece que es consigna acusar de injustas intromisiones, contrarias al progreso y a la libertad, la palabra de la Iglesia respecto de temas tan relacionados con lo más fundamental para la vida de la sociedad, como son, por ejemplo, la educación, el matrimonio y la familia que nace de él y en él se fortalece. Lo más curioso de esta corriente es que, por una parte, está condicionando fuertemente el criterio diluido en la mente y en la conducta de las masas, generalmente abandonadas a las influencias sociales, sin más reflexión. Y, por otra parte, todo ello se procura difundir con un título que, a la vista de las actuaciones que le siguen, no sabemos si hace reír o llorar. Ese título es la defensa a ultranza de las libertades y de los derechos humanos. Parece que algunos creen que la libertad y los derechos fundamentales pueden ser definidos por las leyes estatales, cuando son anteriores a ellas. Las leyes pueden regular los comportamientos humanos en relación con lo que va inherente a la misma naturaleza humana.

¿Es que, en una sociedad que pretende manifestarse como avanzada, amiga del progreso, defensora de las libertades y de los derechos humanos, puede confundirse la libertad con el abandono incondicional a los instintos, sin más norma que la propia satisfacción, y sin más límites que el propio disgusto o la propia incomodidad, aunque ello atente a la mismo derecho a la vida?

2.- Queridos hermanos en la fe de Jesucristo, y devotos de Santa Eulalia: No quiero extenderme reflexionando ahora sobre los conceptos de libertad y sobre lo que son, en verdad, los derechos humanos. Pero, para convencernos del error de la forma de pensar, de actuar y de educar tan extendida en nuestro tiempo como consecuencia de las corrientes referidas, bastaría con mirar la situación de tantos y tantos jóvenes y matrimonios cercanos a nosotros. Parece que, en unos y en otros, se pone la referencia única en un supuesto derecho de cada individuo. Por experiencia sabemos que este criterio está en la raíz de las crisis sociales de todo orden.

Si entráramos en el corazón de los jóvenes que están influidos por ello descubriríamos muy pronto una profunda decepción que les lleva, muy pronto, a estar de vuelta de casi todo, y desarmados para enfrentarse con la vida que, por cierto, se les pone cada vez más difícil. Y, si nos paramos a observar el curso que siguen tantos y tantos matrimonios en crisis o en proceso de separación, cuyo número va creciendo lamentablemente, observaremos idéntica insatisfacción y una progresiva inseguridad personal respecto del futuro por estar atados al fugaz presente. La esclavitud que ata al presente pretende garantizar la felicidad en los disfrutes que no trascienden el momento. Y el espíritu humano ha sido creado por Dios para el infinito.

Por este camino, podrá haber más o menos riqueza material y más o menos progreso científico, pero la persona humana quedará encerrada en la oscuridad del sinsentido, de la insipidez espiritual y de la decepción vital; y quedará enajenada por una permanente ansiedad. Semejante situación fomenta el egoísmo, las conductas sinuosas y hasta la violencia.

3.- Tampoco es mi deseo extenderme en la enumeración de los males en que, desgraciadamente, podemos irnos instalando bajo la presión de las ideologías que se imponen por el ejercicio de tantas formas de poder dominante en nuestro mundo. Si me limitara a hacer esto, cometería el error de no ser objetivo y de no predicar el Evangelio, que es mi deber ahora; y contribuiría a crear un pesimismo que incapacita para construir nada bueno. Es necesario decir bien claro que hay mucho bien en el mundo. Que hay muchas personas que luchan por la renovación personal y social. Son muchos los que encarnan la virtud con gran ejemplaridad para quienes viven a su alrededor. Y podemos afirmar esto por experiencia. ¿Cuál ha sido el testimonio de las distintas Jornadas Mundiales de la Juventud y las de la familia convocadas por el Papa?

4.- Toda esta reflexión nace del rayo de luz que proyecta sobre el mundo y sobre nuestra vida el testimonio emocionante que nos ha dejado santa Eulalia, a la que cariñosamente llamáis la santita, la mártir. Ella supo seguir el camino de la verdadera libertad; no quiso aceptar ventajismos meramente humanos, ni un bienestar material y social que le hubiera esclavizado bajo el peso de las concupiscencias y de las falsas libertades. Para ella, educada en la fe cristiana, no valía el atractivo de los placeres pasajeros, ajenos al recto criterio de quien desea construir su vida en la verdad. Para ella no valían las falsas teorías sobre la libertad, sobre la felicidad y sobre los derechos humanos. Quien ha gustado la experiencia de Dios, que es el camino, la verdad y la vida, no se deja arrebatar fácilmente por la tentación de otras experiencias tejidas de espaldas a Dios; por el contrario, llega a disfrutar de una sensibilidad que le permite descubrir la verdad, la felicidad y el auténtico goce de la vida, más allá y por detrás de otros atractivos, engaños, embaucadoras teorías y ansiedades instintivas.

¡Qué bien expresa todo esto la primera lectura que hemos escuchado, tomada del Antiguo Testamento: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre, porque me auxiliaste con tu gran misericordia librándome del lazo de los que acechan mi traspié…Me salvaste de múltiples peligros… Recordé la compasión del Señor y su misericordia eterna, que libra a los que se acogen a él y los rescata de todo mal”. ( Eclo, 51, 1-8).

No cabe duda de que santa Eulalia, con el candor de sus pocos años, y con la solidez de una sólida educación cristiana familiar, era una jovencita piadosa, conocedora del mensaje de Jesucristo, según la percepción propia de su edad. Es lógico que invocara frecuentemente la ayuda del Señor para tener luz, fortaleza y esperanza ante las oscuridades, ante las tentaciones y frente a las dificultades. Por todo ello fue más libre que los que deseaban liberarle de lo que consideraban como prejuicios, como represiones y como fidelidades obsesivas a un Dios que ellos no podían manejar, como hacían con sus dioses falsos.

5.- Desde la devota consideración que tenemos a santa Eulalia, nuestra patrona, gustaríamos escuchar milagrosamente de sus labios las mismas palabras que S. Pablo dirige a su discípulo Timoteo, y que hemos escuchado en la segunda lectura: “Tu seguiste paso a paso mi doctrina y mi conducta; mis planes, fe y paciencia, mi amor fraterno y mi aguante en las persecuciones y sufrimientos” (2 Tim. 3, 10-11). Esa es la forma de tener el aceite necesario para que luzca debidamente la lámpara de nuestra alma en el momento del encuentro con Jesucristo. El Señor se hace presente cada día en las pruebas, en las dificultades, en el prójimo más allegado y en los más desposeídos y marginados. Para recibirle adecuadamente, debemos preparar la alcuza del alma con el aceite de la oración, del sacramento de la Penitencia, de la Eucaristía y de la Sagrada Escritura. En todo ello descubrió a Jesucristo santa Eulalia y, con todo ello, salió gozosa y valiente al encuentro del Señor. Podríamos preguntarnos: ¿Cómo andamos nosotros de todo ello?

6.- Pidamos confiadamente a la santita que nos alcance del Señor la luz, la fuerza y la constancia que ella alcanzó aprovechando la gracia de Dios. Y dispongámonos a recibirla participando activamente en la celebración de la Santa Misa.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN - ORDEN DIACONADO

(Jueves 8 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos seminaristas,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- La Palabra de Dios nos pone hoy ante el misterio de su amor infinito al hombre. Amor que le lleva a ser solidario con la humanidad para cambiar la triste suerte que le correspondía al ser expulsado del Paraíso. Había cometido un pecado grave contra el Dios que lo había creado y elevado al orden sobrenatural.

Dios manifiesta su solidaridad amorosa con el hombre y la mujer y con su estirpe, porque, aunque la Sagrada Escritura nos da cuenta del castigo que recayó sobre Adán y Eva, queda muy claro desde el primer momento, que Dios promete salir fiador del hombre para que no sea privado definitivamente de la felicidad eterna a la que estaba llamado desde la creación.

La redención, llevada a cabo por Jesucristo, nos abre las puertas del cielo. Y esa redención se consuma porque el Hijo de Dios vivo muere en la Cruz como satisfacción por nuestras culpas. El Hijo de Dios muere ajusticiado para que nosotros no seamos reos de la condenación en el juicio definitivo. Y tal fue la solidaridad misericordiosa de Dios para con la humanidad, que nos concedió pasar de la muerte espiritual a ser hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria.

2.- Dios, que es conocedor de la responsabilidad humana ante el pecado, maldice, en cambio, al maligno que tentó e hizo sucumbir al primer hombre y a la primera mujer. “El Señor Dios dijo a la serpiente: por haber hecho esto, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo de la tierra toda tu vida” (Gn 3, 14).

En el mismo instante en que pecaron nuestros primeros padres Dios anunció la redención de la humanidad asumiendo la responsabilidad que Adán y Eva habían rehuido. Ellos se limitaron a echar las culpas del uno al otro y de ambos a la serpiente diabólica. El Señor salió al paso de la incoherencia de Adán y Eva, y fue a la raíz del problema. Dios dijo a la serpiente: “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuanto tú la hieras en el talón” (Gn 3, 19-20).

A partir de ese momento, Dios puso como señal del fracaso diabólico el anuncio de que sería vencido por la descendencia de la mujer. Aparecen entonces, proféticamente, la Santísima Virgen, Inmaculada ya en su concepción, y su Hijo Jesucristo nuestro Salvador. Esta gran gesta, que brotó de la magnanimidad divina, ha sido proclamada por la Iglesia desde el principio como el origen de nuestra gozosa esperanza. Ello es lo que ha movido a los cristianos a hacer suyas las palabras del Salmo que hoy recitamos: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclamad al Señor tierra entera, gritad, vitoread, tocad” (Sal 9, 3).

3.- Es muy importante saber que Dios quiso contar con la libertad humana para llevar a cabo su proyecto misericordioso de salvación. Podemos decir que Dios, para salvar a la humanidad quiso contar con la colaboración de la misma humanidad. Y, como representante nuestra fue elegida la Santísima Virgen María. En esa preciosa criatura se juntaron perfectamente el don de la plenitud de la gracia, puesto que María fue concebida sin pecado original, y la responsabilidad humana que la Virgen María expresó en respuesta libre y obediente: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

A partir de ese momento, pudimos sentirnos liberados del sometimiento al maligno, y de sufrir eternamente las consecuencias del pecado. La promesa divina se había cumplido en la mujer, madre y virgen, y en el Hijo de Dios que se encarnó, en las virginales entrañas de la Virgen María. Por ello, del mismo modo que la Santísima Virgen entonó el canto del “Magnificat” proclamando la grandeza del Señor y manifestando su gozo en Dios su salvador, nosotros debemos hacer nuestras las palabras de San Pablo que hoy hemos escuchado: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3). Y, en este día, al celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, debemos entonar un cántico de alabanza al Señor. Él ha tomado como, instrumento consciente y libre de su bendición, a una mujer a quien ha convertido en la primera redimida. La llenó de su gracia desde el primer instante de su concepción, y luego la convirtió en Madre suya por la acción milagrosa del Espíritu Santo.

4.- Al hacer estas consideraciones, brota espontáneamente la admiración hacia la Santísima Virgen María, por ser llena de gracia desde el principio, y por haberse mantenido fiel hasta el final de sus días. Esta realidad gozosa ha sido proclamada por la fe sencilla del pueblo cristiano hasta convertirse en Dogma universal para los hijos de la Iglesia.

Podría ocurrir, al mismo tiempo, que, considerando el hecho extraordinario de la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen y la santidad con que María correspondió a ese inigualable don, suframos la tentación de sentirnos incapaces para alcanzar la santidad. Ante esta lamentable sospecha, es necesario tener en cuenta que María fue capaz de comportarse fielmente ante el Señor porque el Espíritu Santo obró en ella apoyándole con su gracia. Por eso, nosotros debemos invocar constantemente la gracia del Espíritu Santo. Él está pendiente de nosotros desde el Bautismo, y nos enriquece con sus dones, especialmente desde la Confirmación. Es deber y necesidad nuestra acudir a Él, pedirle con fe y confianza que nos conceda el don de la fortaleza para vencer con buen ánimo las dificultades, las tentaciones y el pesimismo; y que nos conceda también el don del temor de Dios para que siempre estemos dispuestos a recibir y cumplir las indicaciones del Señor. Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. (cf. 1Tim 2, 4).

5.- Hoy, además, hay otro motivo de gozo para nuestra Iglesia diocesana. Un joven da el paso definitivo de ofrecerse a Dios, con la decisión libre de mantenerse fiel a la vocación con que el Señor le ha distinguido.

José María, que lleva en su nombre la referencia permanente a la protección del Patriarca S. José y de la Santísima Virgen María, va a participar, precisamente en este día, del Sacramento del Orden en el grado del Diaconado. Será constituido ministro del Señor para gloria de Dios sirviendo al Sacerdocio ministerial y aspirando a él.

Como elegido del Señor, está llamado a ser, como la Santísimas Virgen María, instrumento consciente, libre y fiel en manos de Dios para la salvación del mundo. Pediremos al Señor que derrame su Espíritu sobre el nuevo Diácono para que sea fiel a la vocación sacerdotal, y para que se prepare a recibir el Orden sacerdotal mediante el ejercicio del ministerio que ahora le corresponde. Por eso, querido José María, deberás acercarte cada día más al Señor mediante la escucha y la proclamación de la Palabra de Dios, mediante la oración asidua y confiada, y mediante el servicio al Altar de la Sagrada Eucaristía. Nosotros elevaremos nuestra plegaria al Señor para que no deje de enviar operarios a su mies, y bendiga a esta porción del Pueblo de Dios con los Pastores que necesita.

La Santísima Virgen María, que gozó anticipadamente de los frutos de la Redención, y que supo y quiso corresponder con su obediencia a los planes del Señor, nos ayude a ser fieles y agradecidos a Dios por su infinito amor y por los dones que de él recibimos.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

(Miércoles 7 de Diciembre de 2011)

Muy ilustres miembros del Cabildo Catedral, y demás Sacerdotes,

Queridos seminaristas,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1. La primera afirmación de la carta a los Romanos que acabamos de escuchar nos llena de consuelo.

Nos ha dicho el Apóstol en la lectura que acabamos de escuchar: “Sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio” (Rom 8, 28).

Esta afirmación de san Pablo, aceptada como palabra de Dios revelada por el Espíritu Santo, nos induce a pensar muy seriamente en nuestros momentos difíciles, en los fracasos, en los errores, en las dificultades y en todos los trances dolorosos que estamos llamados a atravesar. Todo ello parece oponerse a nuestra felicidad y a la paz interior que necesitamos para seguir viviendo con ilusión y acierto. Sin embargo por la palabra proclamada en esta tarde, nos corresponde confiar en Dios nuestro Señor. Debemos creer que Él iluminará nuestra mente para que sepamos entender la dimensión positiva de cuanto nos ocurre. La condición para ello, según las mismas palabras de S. Pablo, es que amemos a Dios; que lo intentemos con todo el corazón. Así lo pide el Señor en las palabras que dirige al Pueblo de Israel: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut. 6, 5). Así nos lo enseña Jesucristo, repitiendo las mismas las palabras del Deuteronomio, cuando fue interrogado por un escriba acerca del mandamiento primero de todos. (cf. Mc. 12, 28-29).

2.- Todos los momentos malos, ofrecidos al Señor, con el convencimiento de que, con ello, nos unimos a la Cruz redentora de Jesucristo, se constituyen en esa pequeña cruz personal desde la cual participamos por amor en su obra redentora. De este modo, aún en los momentos más difíciles, damos gloria de Dios y crecemos en santidad. Esto es, alcanzamos el mayor beneficio para nuestra alma, para nuestra vida.

Estamos acostumbramos a pensar que nuestros momentos malos y los trances difíciles son aquellos que nos hacen sufrir a causa de situaciones materiales, afectivas, psicológicas, de salud, de trabajo, etc. Y no solemos pensar que, de esos momentos malos y de esos trances difíciles, también forman parte las oscuridades que nos impiden ver con claridad lo que Dios quiere de nosotros en cada momento, lo que Dios quiere decirnos con su palabra tantas veces misteriosa. De esos momentos difíciles forma parte, también, la lucha interior que tiene lugar en nuestro espíritu por el choque entre lo que creemos que ha de ser nuestra conducta y lo que, al final, somos capaces de hacer. De ello nos hablaba S. Pablo diciendo: “No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Ahora bien, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí” Rom. 7, 15. 17).

Estas situaciones, y el convencimiento creyente de que todo ello concurre para nuestro bien, son un regalo para nuestro bien, siempre que amemos a Dios y estemos preocupados por amarle cada vez más.

El valor de todo lo que nos ocurre tiene una dimensión salvadora y curte nuestro espíritu, siempre que lo aceptemos a sabiendas de que Dios nos ama, y que ni un solo cabello de nuestra cabeza cae sin su permiso. No olvidemos que hemos sido llamados por Dios según su designio; y que su designio es nuestra salvación. “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y vuestra vida permanezca” (Jn 10, 10). “Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 3-4),

3.- Los cristianos, además, hemos sido escogidos misteriosamente entre todos, y destinados para reproducir la imagen de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para redimirnos.

Esta elección y destino han de llenarnos de alegría porque suponen una misteriosa distinción de Dios en favor nuestro. ¿No creéis que el don de haber conocido a Jesucristo y de tener fe para reconocerlo como Mesías Salvador, es un verdadero privilegio? Para entenderlo, basta descubrir el sentido y la esperanza que llenan nuestra vida como consecuencia de haber conocido el mensaje de Jesucristo.

Además de ello, el privilegio de habernos encontrado con Jesucristo, nos da a entender que la elección del Señor en favor nuestro, lleva consigo, también, una misión que no tenemos derecho ni razón para abandonar. Hemos sido enviados para ser luz del mundo y sal de la tierra, para manifestar al prójimo que la plenitud humana y la salvación definitiva son regalo del Señor a quien debemos unirnos con la actitud humilde y confiada que nace del amor. Hemos sido elegidos para conocer a Jesucristo, y enviados para darlo a conocer, para ser apóstoles.

4.- De todo ello es modelo la Santísima Virgen María. Ella proclama la alegría de saberse elegida por Dios, a pesar de su pequeñez y de su humilde condición. Ella no sabía que había sido concebida sin pecado original para ser llena de gracia desde el principio en función de ser Madre del Redentor.

Pero María sí que sabía, por el conocimiento de las Sagradas Escrituras, que el Señor obraba cosas grandes en favor de los hombres y mujeres, y que muchísimas veces, las obraba también a través de ellos. Por eso, la Santísima Virgen, sintiéndose como una mediación libre y obediente para que Dios obrara en favor de la humanidad, proclama: “el Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 49). “Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).

El convencimiento de que había sido enriquecida con tantos dones y privilegios, ayuda a María para que asuma con sentido sobrenatural todas las pruebas que el Señor le enviaría. Ya el Anciano Simeón le anunció que su Hijo sería piedra de tropiezo para muchos, y que una espada atravesaría su corazón. Ella entendió y asumió lo que significaban esas palabras

5.- En estos tiempos difíciles, en que parece que se añaden pruebas y dificultades de mayor grado para mantenernos en la identidad cristiana y para permanecer firmes en misión apostólica, es muy necesario que entendamos el mensaje de la Santísima Virgen. A ella honramos especialmente hoy por su identidad única e irrepetible, puesto que fue inmaculada ya en su Concepción y plenamente fiel en su vida.

Pidámosle que, como Madre amantísima y como ejemplo de fidelidad al Señor, nos ayude a permanecer firmes en la fe y dispuestos a cumplir la vocación de Dios sobre cada uno de nosotros.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO

(Domingo 4 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Hemos comenzado ya la segunda semana de preparación para el encuentro con el Señor, que viene a nosotros en la Navidad. Y la hemos comenzado haciendo una oración muy adecuada. La he recitado yo, como síntesis de vuestras plegarias, diciendo al Señor: “cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo” (Orac. Colecta).

La Santa Madre Iglesia nos recuerda que la actitud, que debe presidir nuestra vida en este tiempo de Adviento, es la decisión de salir animosos al encuentro del Hijo de Dios que viene a nosotros como el Mesías Salvador.

Para salir al encuentro de Jesucristo nuestro salvador tenemos que estar convencidos de que necesitamos ser salvados, y de que no hay otro que pueda salvarnos sino el Hijo de Dios. Unido a ello, es muy importante saber que Jesucristo mismo, el Hijo de Dios hecho hombre, nos busca para conceder a cada uno, personalmente, su salvación.

2.- Estar convencidos de que necesitamos ser salvados es la primera condición para buscar y esperar al Salvador. Pero no buscaremos la salvación en Jesucristo, ya desde ahora, si no llegamos a descubrir que la salvación que esperamos de él también la necesitamos para esta vida en la tierra.

Es cierto que la salvación llega a su plenitud en la vida eterna. Pero, también es cierto que la gracia de la redención, que nos alcanzó Jesucristo con su muerte y resurrección, comienza a obrar en nosotros una vida nueva, ya desde el Bautismo. Por este sacramento somos hechos hijos adoptivos de Dios. Desde entonces nuestro camino ha de ser un progresivo acercamiento a Dios y una creciente intimidad con el Señor mediante la escucha de su Palabra, mediante la oración y mediante la participación en los sacramentos. Así pues, la verdadera salvación comienza ya en esta vida cuando la orientamos según el plan de Dios sobre cada uno de nosotros. ¿Cómo encontraríamos de otros modo un sentido a nuestra vida que nos impulse a vivirla con ilusión y esperanza? ¿Cómo podríamos confiar en lograr la salvación, en lo que depende de nosotros, si no supiéramos por la fe, como nos enseña el santo Evangelio, que todo lo podemos con la ayuda del Señor?

3.- Si tenemos en cuenta lo dicho, nos sentiremos llamados a hacernos, con frecuencia algunas preguntas como esta: ¿Qué quiere el Señor de mí en esta vida?

Esa pregunta nos pone, en primer lugar, ante la necesidad de conocer e interpretar la vocación del Señor sobre cada uno de nosotros. Si pretendemos vivir como auténticos cristianos, debemos entender y asumir que nada en esta vida puede considerarse como ajeno al plan amoroso de Dios para beneficio nuestro. Lo que Dios quiere de nosotros, equivale a la vocación o la llamada que dirige a cada uno y que afecta a toda nuestra vida en su duración y en su integridad. Esto ha de estar muy presente en nuestra conciencia siempre y, sobre todo, cuando nos encontramos urgidos a tomar las grandes decisiones que afectan al conjunto de nuestra vida.

En segundo lugar, la pregunta acerca de lo que Dios quiere de nosotros, nos urge a revisar con frecuencia si estamos recorriendo acertadamente el camino que la vocación del Señor nos ha señalado. Esto es: tenderemos que mirar con atención si nuestros comportamientos cotidianos son acordes con la vocación recibida del Señor.

No debemos olvidar, pues, que, si la vida gloriosa y eterna es un encuentro definitivo con el Señor, su preparación ha de comenzar seriamente en la tierra, con la búsqueda sincera de Dios por nuestra parte, y con la consiguiente y gozosa acogida del Señor que viene constantemente a buscarnos.

4.- El encuentro con el Señor, y la fiel acogida que merece su llamada o su vocación a cada uno de nosotros, no puede limitarse al mero cumplimiento de unas normas de moralidad. Estas son necesarias; y nos las ofrece el Señor en sus mandamientos a través de la Iglesia. La santa Madre Iglesia nos los transmite y los interpreta fielmente para que podamos aplicarlos a nuestra vida en cada momento.

Pero el encuentro con Dios en su Hijo Jesucristo y la fiel acogida que debemos darle implican una permanente renovación espiritual, una constante revisión de nuestra fe. Solo así podremos darnos cuenta de que venimos de Dios, de que a Dios vamos y, por tanto, de que la vida entera ha de interpretarse desde Dios. Así interpretada, nuestra vida está llamada a ser un agradecido canto al Señor. Esto quiere decir que nuestra preocupación fundamental debe ser estar cerca del Señor, ofrecerle con alegría todo lo que somos y tenemos, y dedicarle toda la atención que merece. Y esto nos exige, a la vez, una dedicación prioritaria a Dios mediante la lectura de su palabra, mediante el encuentro personal con Él en los Sacramentos -sobre todo en la Penitencia y en la Eucaristía-, y mediante la oración asidua, como antes ya hemos indicado. De ello se desprenderá espontáneamente el acierto en nuestros pensamientos, deseos y comportamientos.

Estando lejos de Dios, es muy fácil que no se entiendan muchas de sus orientaciones evangélicas, y que se llegue a discutir lo que la Santa Madre Iglesia nos indica para cumplir, con fidelidad, lo que nos pide nuestro Señor y Salvador.

5.- Con frecuencia se da una cierta separación entre las prácticas religiosas y la orientación profunda de nuestra mente y de nuestro corazón. Así se explica que haya muchos que exhiben su título de cristianos y que viven ajenos a la oración, que no participan en los Sacramentos, y que, además, tienen su guía principal en sus propios intereses materiales y en los afanes de este mundo.

Como es muy fácil caer de algún modo en este error, dividiendo nuestra vida entre los afanes mundanos y una pretendida fe en Dios; y, como es muy fácil también que esto pueda debilitar nuestra fidelidad a Dios e incluso nuestra confianza en la salvación definitiva, la palabra de Dios, a través de San Pedro, nos advierte, hoy, que el Señor tiene mucha paciencia con nosotros y que su misericordia es infinita. El Señor no quiere que nadie perezca sino que todos se conviertan y se salven (cf. 2Pe 3, 9). S. Pedro nos enseña cómo debe ser nuestra respuesta a esa paciencia misericordiosa de Dios. Nos dice hoy en la segunda lectura: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 12).

6.- El Señor, que no quiere encontrarnos desprevenidos como el esposo encontró a las vírgenes cuando llegó, entrada la noche, nos envía mensajeros que anuncian su cercanía. Esa fue la misión de los profetas que culminó con la predicación de Juan Bautista. Esa es, ahora, la misión de la Iglesia. Ella nos transmite, hoy, en el Evangelio las palabras del precursor de Jesucristo: “Una voz grita en el desierto: preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Mc 1, 2).

Esta es, pues, nuestra tarea. Esta es la invitación del Señor. Para ello la Iglesia nos brinda en su nombre la oportunidad del Adviento.

7.- Pidamos al Señor, como en la oración inicial de la Santa Misa, que nos guíe hasta él con sabiduría para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria (cf. Orac. Colecta)

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO

(Domingo 26/27 de Noviembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- Comenzamos hoy la celebración del tiempo litúrgico de Adviento. En él preparamos cada año la celebración de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios eterno e inmutable. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, y se encarnó en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María, haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado. Desde ese momento, escuchando y contemplando a Jesucristo podemos llegar a conocer a Dios mismo. Y, puesto que Dios se hizo hombre en Jesucristo, contemplándole podemos llegar a saber qué es en verdad el hombre, cual es su origen y el fin que le llama, le atrae y le espera.

2.- Conviene recordad que los tiempos litúrgicos deben ser considerados como tiempos de Gracia que el Señor nos ofrece a través de la Iglesia. Como tales, constituyen oportunidades sucesivas para que encaucemos nuestra vida hacia Dios. Que debe ser el objetivo principal de toda persona humana. Así nos lo dice hoy san Pablo en la Segunda Lectura: “Dios nos llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Nuestro Señor” (1 Cor 1, 9).

Esta llamada, señala, pues, el objetivo, y el trayecto a seguir para alcanzarlo. Por eso, el mismo san Pablo nos dice: “no descansaré hasta que vea impresa en vosotros la imagen de Cristo y Cristo crucificado”. El motivo por el que dice esto S. Pablo está en que sabe, porque Dios mismo se lo ha revelado, que quienes logremos configurarnos con Cristo en su muerte, también resucitaremos con Él. (cf. Rm 6,3-4; Col 2,12).

La llamada que nos transmite san Pablo constituye también una indicación del camino que debemos seguir para alcanzar el que es nuestro objetivo principal. Ese camino es Cristo mismo que nos llama. Él nos ha dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). “Nuestra vida es Cristo, y una ganancia el morir” (cf. Flp 1, 21), nos dirá también S. Pablo.

Cristo es la Verdad que ilumina nuestro horizonte y atrae nuestro espíritu hacia la plenitud. Y, para alcanzar todo ello, Cristo se ofrece como camino. Camino ciertamente difícil en ocasiones. Pero Jesucristo se ofrece, al mismo tiempo, como cayado, como apoyo, como descanso que nos fortalece para seguir adelante. Por eso nos ha dicho: “si alguien está agobiado, cansado, que venga a mí, porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 30).

No basta con que entendamos que Cristo se ofrece como ayuda para el camino, como ocurre cuando se nos da como el pan del caminante en la Eucaristía. Es necesario que entendamos, también, que Cristo es la ayuda imprescindible para caminar hacia la plenitud y la salvación. Así se manifestó diciéndonos: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5b).

3.- Pues bien: en la etapa de Adviento, como oportunidad para encontrarnos con el Señor, la Palabra de Dios nos pone ante nosotros mismos para que reflexionemos acerca de nuestra realidad profunda. Todos sabemos que somos cristianos, pero que no seguimos del todo a Jesucristo. Sabemos que es nuestro deseo conocerle y seguirle, pero nos damos cuenta a la vez, de que no acabamos de lanzarnos con plena decisión dispuestos a conocerle y seguirle pasando por encima de todo. No en vano, Jesucristo dijo a los Apóstoles que debían perdonar los pecados “setenta veces siete” (cf. Mt 18, 22); esto es: indefinidamente, sin límite. Dios valora como padre amoroso todas las decisiones y promesas que le hacemos con buena voluntad, aunque fallemos luego, con tal de que nos arrepintamos. Al mismo tiempo, sabe Dios que somos débiles, que fallamos no solo en nuestros propósitos, sino también en las promesas que hacemos incluso delante de Él.

Esta aparente contradicción, que nos hace comenzar la Eucaristía pidiendo perdón al Señor cada día, es mirada por Dios con ojos de padre amoroso e infinitamente misericordioso. Por eso nos envía su Espíritu para que seamos capaces de asumir con humildad las propias debilidades y contradicciones. El Espíritu Santo es quien nos lanza hacia la altura de las metas que Él nos propone y que nosotros valoramos y apreciamos en momentos de lucidez interior. Y, además, va sembrando en nuestro corazón la esperanza que nos hace permanecer en el intento.

4.- Hoy, el profeta Isaías nos habla precisamente de esta aparente contradicción interior de constantes propósitos, de infidelidades, de nuevo arrepentimiento, y de lucha que en ella nos llevamos. El profeta comienza poniendo en nuestros labios esta expresión de fe: “Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es «nuestro Redentor»” (Is 63, 16), “sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos” (Is 64, 4), “Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado” (Is 64, 6).

Sin embargo, conociendo la bondad que Él ha puesto en nosotros como imagen suya que somos, nos hace decir con palabras del profeta: “Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad” (Is 63, 17).

El Señor sabe que, como dice san Pablo, tenemos una fuerza dentro de nosotros que nos lanza hacia lo que no queremos y nos aparta de lo que queremos y valoramos como camino verdadero. (cf. Rm 7, 15ss). Por eso, también con el profeta, nos hace orar diciendo: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derribando los montes con tu presencia!” (Is 63, 19b. 64, 2b). Es verdad que, constatando nuestra reiterada y peligrosa debilidad, gustaríamos que Dios se impusiera con su fuerza y nos hiciera buenos, que nos ganara definitivamente y que nos impidiera serle infieles. Pero no debemos olvidar que nos ha creado libres y para la libertad. Él está dispuesto a ayudarnos, como ya hemos recordado hoy.

Una muestra de que Dios mismo toma la iniciativa viniendo a buscarnos para que intimemos con Él, es que “llegada la plenitud de los tiempo, envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido baja la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley” (Gal 4, 4ss). Esta es la razón y la esencia de la Navidad a la que nos preparamos durante el tiempo de Adviento que hoy comienza.

4..- Siguiendo la orientación de la Santa Madre Iglesia expresada en la oración inicial de la Misa, elevemos nuestra súplica pidiendo al Dios de la misericordia que avive en nosotros, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras y de los buenos propósitos, llena el alma de confianza en el Señor. Él nos ama infinitamente y no quiere que nos perdamos porque, siendo contrarios a Él cuando pecamos, él ha dado su vida en la Cruz por nosotros.

Que la Santísima Virgen interceda por nosotros ya que es el modelo de la acogida del Señor.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Jornada por la santificación de los sacerdotes y día de acción de gracias por
los 60 años de presbítero del Santo Padre


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

¡Qué acierto ha tenido el Papa Benedicto XVI, poniendo la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús como la Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes!

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es la celebración gozosa de que Dios nos ama en Jesucristo su Hijo y redentor nuestro, volcando su corazón en el amor incondicional hacia nosotros, hasta derramar su última gota de sangre, símbolo de la vida.

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es una muestra de que Jesucristo ha entregado totalmente su vida por nosotros en ofrenda obediente al Padre.

La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es buen punto de referencia para renovar en nosotros, los sacerdotes, el compromiso asumido el día de nuestra ordenación sacerdotal. Entonces prometimos a Dios, ante su Iglesia significada en el Obispo y la Comunidad presidida por él, que nos entregaríamos plenamente al ministerio sacerdotal procurando nuestra santificación y la salvación de las alamas que nos fueran encomendadas.

Nuestra santificación es el cumplimiento de un programa de amor a Dios. Amor que no puede ser parcial. Ha de ser pleno. Pero como nuestra torpeza y nuestra limitación obstaculizan muchas veces la realización de nuestros buenos propósitos, el empeño en llevar a cabo constantemente nuestra conversión ha de renovarse día a día; de modo que, donde no llegan nuestras obras, alcancen nuestros deseos sinceros de amor a Dios sobre todas las cosas. Sabemos muy bien que “quien ama, ha cumplido la ley entera” (Rm 13, 8). San Agustín nos lo dice también con un lenguaje verdaderamente sorprendente: “Ama y haz lo que quieras”. En verdad, quien ama a Dios no puede hacer el mal; y quien ama al prójimo, no puede menos que ofrecerle lo mejor; y lo mejor es el camino de la salvación, cuyo punto de partida es el descubrimiento del rostro de Cristo; cuyo camino es el mismo Cristo; y cuya fuerza para afirmar los pasos es, también, el mismo Jesucristo que se nos da como pan del caminante y alimento de salvación en la Eucaristía.

Nuestro programa de amor a Dios no comienza y termina en cada uno de nosotros como si fuera una obra estrictamente individual. Nuestro programa de amor a Dios ha de originarse en el seno de la Iglesia, y ha de iniciarse con el calor hogareño de la Iglesia como una obra verdaderamente familiar. No podemos olvidar que somos miembros vivos de un cuerpo orgánicamente estructurado, del que Cristo es la cabeza. Por ello, nuestro avance sacerdotal por camino hacia la santidad ha de recorrerse en la plena conciencia de que, sin una plena vinculación de amor y obediencia a la Iglesia, quedaríamos paralizados. Ningún miembro del cuerpo vivo, permanece con vida si se separa de la cabeza y del resto del cuerpo. En consecuencia, nuestro empeño por la propia santificación debe ser coincidente con una clara voluntad de vivir fuertemente enraizados en la Iglesia y radicalmente vinculados a Cristo cabeza y a los demás miembros que son los hermanos en la fe.

Esta condición fundamental y básica para que los sacerdotes alcancemos la santidad, nos lleva a entender que no podemos llegar a ella sin una fuerte vinculación con Cristo, ciertamente; pero tampoco sin una fuerte vinculación con el prójimo que el Señor nos ha confiado, para que, como El, demos la vida por las ovejas.

La santificación del sacerdote tiene sus pasos marcados en la línea de la entrega plena a Dios y al prójimo. Pero esa entrega plena, constante y gozosa no puede lograrse sino como consecuencia de un amor muy grande. Bien podemos concluir, pues, que la Jornada por la santificación de los sacerdotes ha de ser un día de oración al Señor para que todos los que Él ha elegido para ser sus ministros, lleguemos a ser ganados por el amor que Dios nos tiene, y nos pongamos a la obra de la evangelización sin reservas, llevados del amor a las ovejas que nos han sido encomendadas.

La conclusión de estas reflexiones, a alas que nos lleva la palabra de Dios es muy sencilla. La santificación de los sacerdotes es cuestión de amor a Dios y a los hermanos, dándolo todo, como Cristo, en obediencia al Padre en la iglesia, y en la entrega al servicio evangelizador de los hermanos. Por tanto, como hemos destacado al comenzar estas palabras, el Papa Benedicto XVI nos ha regalado esta Jornada con verdadero acierto, poniéndola en el día en que Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Por otra parte, la imagen del Corazón ardiente y sangrante de Jesús conecta plenamente con el sentimiento del pueblo fiel, moviéndole a la admiración y a la correspondencia con el deseo de la propia entrega. Día, pues, muy apropiado para que los sacerdotes renovemos el propósito de acercarnos al Señor, como Jesucristo, entregándonos plenamente al servicio de la santificación del prójimo. En esta entrega, debemos tener especialmente presente la preocupación que Jesucristo nos comunicó diciéndonos: “Tengo otras ovejas que no son de este redil. También a ellas las tengo que llamar…” (Jn 10, 16). De este modo, nuestra entrega al servicio ministerial que se nos ha encomendado, se realizaría en un verdadero estilo misionero procurando hacer discípulos de todos los pueblos.

Queridos hermanos religiosos y seglares que participáis en esta gozosa y sencilla celebración: orad por nosotros los sacerdotes a quienes el señor, pasando por encima de nuestras limitaciones y debilidades, ha constituido ministros de su palabra y de su gracia para la salvación del mundo. Pedidle para los sacerdotes espíritu de oración, devoción profunda y sincera, constancia y humildad en el ejercicio de la propia conversión y esperanza en que el Señor obrará a través nuestro, y a pesar nuestro, lo que corresponde a su plan de salvación universal. Nosotros pediremos para vosotros la gracia de encontrarnos con el Señor, de experimentar su amor infinito, y de gozar de su consuelo en la experiencia de su misericordiosa providencia.

Que la Santísima Virgen, madre del amor hermoso (cfr. Ecclo 24, 24) nos ayude a descubrir las profundidades del amor a Dios y a saborear las delicias del amor que Dios nos tiene.

 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada, seminaristas y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

El mensaje que nos transmite hoy la Palabra de Dios mediante el evangelista san Juan, es una llamada a considerar a Jesucristo en su realidad total, en su unidad esencial.

1.- Al Señor se acercaban las gentes porque hablaba “como quien tiene autoridad” (cfr. Mt 7, 28-29) y porque hacía milagros. Todo ello entraba a las gentes por los sentidos; satisfacía su necesidad de percibir la bondad, la justicia, la dulzura, la promesa de salvación. Pero cuando Jesucristo manifestó claramente su realidad divina como la segunda persona de la Santísima Trinidad y, por tanto, como el Hijo Unigénito del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, entonces las masas le dejaron. Los que le seguían habían gozado del milagro por el que el Señor multiplicó los panes y los peces saciando su hambre corporal. Como eso les convino, lo aceptaron como obra buena y lo admiraban queriendo proclamarlo rey. Pero, cuando les dijo que Él mismo era el pan vivo bajado del cielo para ser comido por los hombres, como condición para gozar de la salvación eterna, se dijeron: “duro este sermón” y le abandonaron.

2.- Queridos hermanos: a Jesucristo no podemos dividirlo según nuestros gustos, ni según nuestras capacidades de entender una u otra de sus obras y manifestaciones. Jesucristo no ha venido para satisfacer nuestros gustos ni para atenerse a nuestras exigencias y capacidades. Jesucristo ha venido “para que tengamos vida y la tengamos en abundancia” (Jn 10, 10). La vida que Cristo nos ofrece es la que corresponde a los hijos adoptivos del Señor. Esa vida es participación de la naturaleza divina que se nos da sin disminuir, y que al llegar a nosotros opera nuestra más profunda y gozosa transformación. Participando de la vida de Dios llegamos a ser criaturas nuevas, capaces de intimar con Jesucristo hasta identificarnos con Él como enseña san Pablo diciendo: “Vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Pero para alcanzar ese inigualable don divino, es necesario que contemplemos el rostro de Cristo con los ojos de la fe y con humilde obediencia a su palabra. Es Él quien nos enseña con su testimonio, que hay ocasiones en que la voluntad de Dios no resulta fácilmente comprensible. Ante ella pueden sublevarse la razón, los sentimientos y la decisión humana. Por este trance pasó también Jesucristo. Él, puesto que era también verdadero hombre, sospechando los inauditos dolores de su pasión que culminarían con su muerte en cruz, sudó sangre y suplicó al Padre que le librara de ese trance, de ese cáliz (cfr. Lc 22, 39ss.). Sin embargo, Jesucristo, aún desde la oscuridad y el miedo, puso la fidelidad para con el Padre Dios sobre todas las reacciones y dificultades humanas.

3.- Hoy, en esta solemnísima festividad, en la que adoramos y proclamamos la verdad de la presencia de Cristo en el Augusto Sacramento de la Eucaristía, el Señor nos pide que fortalezcamos nuestra fe en el Santísimo Sacramento del Altar. Nos dice, como Jesucristo dijo a sus discípulos después de darles de comer milagrosamente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).

No es fácil vivir la profunda convicción creyente de que el Pan Eucarístico es el cuerpo vivo y glorioso de Jesucristo que estamos llamados a comer como condición imprescindible para ser salvados. Esta dificultad, nacida de la limitación de nuestra inteligencia, se hace mayor cuando el ambiente presiona con insistencia y por todos los medios, para apartar a Dios de nuestra vida. Entonces se produce una situación conflictiva. Por una parte se presenta al Señor como obstáculo para el disfrute de la vida según la entiende y quiere disfrutarla el hombre movido por su naturaleza terrena; y, por otra parte, el Señor se nos predica como la única fuente de la vida feliz y gloriosa que no termina. A esta sublime verdad nos abre el inmenso don de la fe que recibimos en el Bautismo.

4.- Cuando Jesucristo predicó a los que le seguían que su cuerpo era verdadera comida para alcanzar la vida por excelencia, la vida eterna, la salvación, dice el texto sagrado, que “disputaban entonces los judíos entre sí: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

La respuesta de Jesucristo no se hizo esperar, y tampoco buscó una forma menos misteriosa para responderles, sino que les dijo: “os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Jesucristo no nos dice solo que comiendo su carne y bebiendo su sangre alcanzaremos la vida eterna. Nos dice, además, que solo tendremos ahora la vida capaz de animar nuestra fe y nuestra esperanza, si comemos su carne y bebemos su sangre ahora. La Eucaristía es nuestra fuente de vida cristiana, que es la vida de Dios obrando en nosotros.

5.- La Sagrada Eucaristía nos sitúa ante el Señor de cielos y tierra que nos regala el inmenso don de la fe, nos transforma en criaturas nuevas, y nos abre el hambre de Dios para que en todo le busquemos, le sirvamos, le glorifiquemos y le gocemos interiormente como adelanto del gozo eterno en los cielos.

6..- Con las últimas palabras del Evangelio de hoy, Jesucristo nos desvela con fuerza convincente que el verdadero alimento está en Dios y, por tanto, en la Eucaristía, que es el Cuerpo de Cristo hecho pan del caminante y alimento de quien desea alcanzar, mantener y disfrutar la única vida capaz de hacernos plenamente libres y felices. Las palabras del Señor son muy claras: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres que lo comieron y murieron; el que coma de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 59).

7.- La Eucaristía es el antídoto contra el pecado mayor de la humanidad, que ya cometieron nuestros primeros padres Adán y Eva, y que consiste en suplantar a Dios hasta apartarle de la propia vida. Gran locura ésta, porque somos criaturas suyas, imagen y semejanza del creador y, por tanto, llamados a vivir por Él, con Él y en Él. Solo Él sostiene nuestra existencia con su mano providente.

La Eucaristía es, consiguientemente, la fuente y la fuerza de nuestro apostolado.

8.- Acerquémonos al Santísimo Sacramento del Altar para alimentarnos del Cuerpo de Cristo y ser testigos de la fuente de vida y salvación. Con ello ayudaremos a las gentes a no cometer el grave error de negar a Dios creador. Cuando esto ocurre, la persona corre el peligro de su autodestrucción hasta la misma muerte espiritual. Con esta autodestrucción desaparece el auténtico sentido de la vida; con él desaparece también toda esperanza, y la existencia se convierte en un ansia insaciable y en un círculo vicioso y decepcionante sobre sí mismo.

Pidamos al Señor firmeza en la fe ante el Misterio de la Sagrada Eucaristía y humildad para obedecer a Jesucristo que nos llama a la vida diciéndonos: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (cfr. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24).

                                                 QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI - 2011

Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada, y hermanos seglares todos:

La palabra de Dios nos invita en esta tarde a reflexionar sobre un punto decisivo para la vida de la Iglesia. Veamos,

1.- La Iglesia es una familia, una grey, un pueblo. Cada una de estas imágenes nos habla de la unidad que permite a la Iglesia presentarse ante el mundo como una realidad compacta; como el Cuerpo Místico de Jesucristo. La división y las contraposiciones restan siempre credibilidad. Algunas veces puede incluso producir escándalo.

Sin embargo, sabemos que entre los humanos resulta muy difícil permanecer unidos. Las diferencias, que dan a conocer la riqueza de la variedad convergente en la unidad esencial, se convierten con frecuencia en un motivo de discrepancias no fácilmente conciliables. Esto se debe, sobre todo, a dos motivos. Uno de ellos es la torpeza y la debilidad humana.

2.- En muchas ocasiones no alcanzamos a descubrir el valor y la fuerza de cohesión que lleva consigo lo esencial. No acabamos de distinguir lo esencial, de lo accidental, la verdad fundamental, de lo opinable. Cuando el hombre se halla en esta situación y llega a encontrarse con la verdad que le trasciende; cuando, absorto en su propia visión de las cosas que considera la adecuada, se encuentra con el anuncio de la vida de Dios, que no podemos someter ni demostrar plenamente con la razón, crece el conflicto interior. En ese momento no cabe más que doblar humildemente la cerviz ante lo que trasciende el corto alcance de la razón por sí misma, o menospreciar todo cuanto le desborda. En cambio, existe frecuentemente una postura que podríamos considerar intermedia: la que consiste entonces en n o negar la trascendencia, pero no aceptarla valientemente en toda su radicalidad. Con ello se sitúa la persona en una tibieza de fe acomodaticia a las limitaciones de la propia razón y a las influencias de un ambiente volcado sobre lo tangible y racionalmente demostrable. Entonces se abre un campo de experiencias verdaderamente desconsolador porque no llega a poner su confianza plena en Dios y en la consiguiente trascendencia que debía embargar su vida dándole sentido, y, al mismo tiempo, se choca con la realidad mundana cuya esencial limitación le deja permanentemente insatisfecho.

3.- Esta es la situación de distintas personas y grupos que dicen creer en Jesucristo y no terminan de aceptarle como verdadero Dios, dueño y Señor de cuanto existe, y fuente y maestro de la vida y de la esperanza. No olvidemos que esta situación se da en muchos miembros de la Iglesia. Es debida, entre otros factores, a una gran falta de formación y a un vacío en lo que a la experiencia de Dios se refiere. Con este hecho ha de enfrentarse la nueva evangelización. Mirando bien lo que supone la plena inserción de todas estas personas y grupos en la fe viva y verdadera esencial a la Iglesia y a sus miembros, se entiende que el Beato Juan Pablo II Papa hablara de la necesidad de nuevos bríos, de nuevos métodos y de nuevo lenguaje.

Lo que importa ahora, de lo referente a estas reflexiones, es el hecho de que los miembros de la Iglesia manifiestan cierta discrepancia interna en cosas importantes, y cierta división de posturas a la hora de actuar en el mundo. Los signos de unidad eclesial quedan empobrecidos por ello, y la capacidad de acción apostólica o evangelizadora pierde fuerza y capacidad de convicción.

4.- Tan importante es la Unidad en la Iglesia para salvar su identidad y misión, que Jesucristo, orando con sus Apóstoles después de la última cena pide al Padre “que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Urgidos por la imperiosa necesidad de predicar el Evangelio de Jesucristo, como el mayor y mejor servicio de salvación que podemos ofrecer al prójimo, no tenemos más remedio que procurar la unidad entre todos los que creemos en Jesucristo como el Señor y Salvador de la humanidad. De ahí la importancia de los esfuerzos en favor del ecumenismo y, consiguientemente, el deber de orar por la unión de los cristianos.

5.- Pero, como acabo de apuntar, el problema puede resultar mayor y menos comprensible cuando las discrepancias se manifiestan y operan en el seno de las comunidades cristianas integradas en la Iglesia católica. Esas diferencias pueden darse en lo opinable y en lo que corresponde a la responsabilidad y a la libre iniciativa de cada persona y de cada grupo. La Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica así nos lo enseña. Tenemos claras muestras de ello en la diversidad de ritos que obedecen a distintas tradiciones litúrgicas; en las distintas opciones que nos presenta el Misal Romano para la celebración de la Eucaristía; en las diferentes tradiciones de la piedad popular que obedecen a la idiosincrasia de los pueblos y al momento histórico en que se desarrollan como expresión espontánea de la fe y devoción del pueblo cristiano.

Pero junto a la pluralidad que enriquece, el Magisterio de la Iglesia insiste constantemente en la importancia de la comunión eclesial, sin la cual pierde fuerza el testimonio de los bautizados, que son sus miembros.

6.- Pues bien, para creer y crecer en la unidad fundamental, en la comunión esencial en la que se armonizan los diversos carismas, es necesario que pongamos nuestra atenta mirada y nuestra devota admiración en la Sagrada Eucaristía. San Ignacio de Antioquía nos dice que, así como de muchos granos de trigo se forma un solo pan, que consagrado viene a ser verdaderamente el Cuerpo de Jesucristo sacramentado, así también, de muchos miembros que somos los cristianos, se forma la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Pero esta enseñanza de San Ignacio no termina en lo que acabo de referir, sino que este pastor santo y preclaro de la Iglesia, a partir de este ejemplo, nos llama a entender que la unidad eclesial se logra participando correctamente de la Eucaristía. En esta tarde nos lo recuerda San Pablo diciéndonos: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10, 16). Recibiendo debidamente el Cuerpo de Cristo se realiza en nosotros lo que el Señor nos anunció diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Inhabitación que es unión con el Señor, por la cual llega a nosotros la salvación según enseña el mismo Jesucristo: “si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

La unidad en lo esencial, la comunión eclesial, y el enriquecimiento mutuo gracias a los carismas que propician las diversas singularidades queridas por Dios, se logra participando de la Eucaristía. Así nos lo enseña san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Cor 10, 17).

7.- En esta tarde de oración litúrgica preparatoria a la gran fiesta de la Eucaristía, pidamos al Señor que nos ayude a valorar el sacrificio y sacramento de la Eucaristía, y a participar de él humilde y devotamente, dispuestos a que el Señor nos lleve a la unidad en la comunión eclesial, y a ser apóstoles de esa unidad absolutamente necesaria en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA MISA DE ORDENACIÓN DE PRESBÍTEROS

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos diáconos, que vais a recibir el sacramento del Orden en el grado de Presbíteros,
Queridos familiares, amigos y miembros de las comunidades cristianas con las que estos jóvenes Diáconos están relacionados por su origen o por el ejercicio de su ministerio como Diáconos,

Queridos hermanos y hermanas todos, miembros de la Vida Consagrada y seglares:

            1.- Esta solemne celebración es, por sí misma, una Acción de Gracias como corresponde a toda Eucaristía. Pero hoy tiene un sentido especial de gratitud al Señor porque, oyendo nuestra súplica, envía nuevos Obreros a la Mies que nos ha confiado como Archidiócesis de Mérida-Badajoz.

            Unidos como una sola Iglesia diocesana, elevemos interiormente un cántico de alabanza al Señorporque escucha nuestras súplicas. Ha derramado la gracia de la vocación sagrada sobre estos jóvenes que hoy culminan su preparación para la respuesta que el Señor esperaba de ellos y que ellos se deciden a darle con generosidad. Dios no deja de colmar con su gracia a quienes le invocan y a los que procuran ser fieles a su plan de salvación sobre los hombres.

            Como Pastor diocesano elevo personalmente un himno de gratitud a Jesucristo, cabeza de la Iglesia, porque, según consta en la oración propia de la Ordenación presbiteral, me concede nuevos colaboradores para el ejercicio del ministerio episcopal.

            Cada Comunidad parroquial, en la que han surgido estas vocaciones sacerdotales, debe unirse en una plegaria de bendición al Señor. En verdad, esas Parroquias han sido distinguidas como seno y cuna de un sacerdote. Han sido un medio, bendecido por el Señor, como espacio donde ha crecido la semilla de la vocación sacerdotal. Desde ellas Dios ha llamado a estos jóvenes a celebrar el Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía y los demás sacramentos, convocando y orientando a los fieles con la predicación de la palabra de Dios.

            2.- Queridos Diáconos, que vais a recibir el don del presbiterado: tomando las palabras de S. Pablo a los Efesios, que acabamos de escuchar, quiero deciros con amor de hermano y con plena disposición para ayudaros en vuestro deber y ministerio,“que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef. 4, 1).

            Vuestra exquisita fidelidad a Jesucristo es y debe seguir siendo la mayor colaboración con que debéis corresponder a la generosidad divina, puesto que el Señor os ha distinguido eligiéndoos para ser ministros suyos. Por el ministerio sacerdotal, que ejerceréis en el Nombre de Jesucristo, llegará la redención a los hombres y mujeres que el Señor os vaya encomendando, por mediación de la Iglesia, en el transcurso de los años.

            3.- La Ordenación Sacerdotal es la más destacada convocatoria de Dios a vuestra santificación.Por lo mismo, el don de vuestra pertenencia al Orden de los Presbíteros os compromete muy seriamente a cuidar vuestra espiritualidad cristiana.

Vais a ser enviados para anunciar la obra de salvación de Jesucristo, en un mundo que, como decía el Papa Pablo VI, necesita más testigos que maestros. La mayor y mejor lección, que podáis ofrecer a los hombres y mujeres que se os encomienden, ha de utilizar el lenguaje de los hechos, del testimonio de vida, del ejemplo de vuestra íntima vinculación a Jesucristo.

            Vais a encontrar serias dificultades en el ejercicio de la evangelización porque,incluso entre los cristianos, abunda una fe acomodaticia a las circunstancias e interesespersonales de diverso orden. Con frecuencia se cede a las circunstancias que van condicionando los criterios y los comportamientos individuales y sociales, no precisamente por el camino del Evangelio. El diablo se hará presente en el curso de vuestro ministerio invitándoos engañosamente a confundir el miedo a las dificultades y al posible fracaso, con la mal entendida y llamada prudencia ministerial. Ante este peligro tan sutil, traicionero y paralizante, Jesucristo manifestó que es necesario recurrir a la oración y el ayuno (cf. Mc. 9, 28). En la intimidad con el Señor encontraréis el ardor y los bríos que impulsarán vuestro celo sacerdotal hacia el ejercicio incansable de la caridad pastoral.

            4.- El primer principio de vuestra acción ministerial debe ser, como nos enseña el Señor, dar la vida por la ovejas (cf. 10, 11). Dar la vida es un gesto permanente que debemos interpretar y realizar como lo hizo Jesucristo. Él entregó su vida por las ovejas entregándola al Padre como el sacrificio personal propio del Hijo obediente por amor al Padre. La obediencia a la voluntad de Dios, que no puedecumplirse sin cultivar el amor a Dios que nos llama ynos envía, se ha de fraguar en el mismo ejercicio del ministerio. En él tenemos el ámbito y el recurso principal de nuestra santificación.

Escuchar y leer la palabra de Dios, como lectio divina, con espíritu religioso, con esforzada atención, meditando su contenido, y dispuestos a seguir sus divinas indicaciones, ha de ser la base de la oración del sacerdote; y ésta debe preceder y seguir a la celebración de los sagrados Misterios. No se puede ser auténtico ministro de Jesucristo sin imitar su forma de proceder. La Santa Madre Iglesia nos brinda un precioso apoyo para que cultivemos y mantengamos la meditación de la palabra de Dios, ofreciéndonos la práctica de la Liturgia de las Horas. En ella deben trabarse las múltiples ocupaciones de cada día, convirtiéndose, por fuerza de la oración, en ofrenda generosa y cuidada al Padre.

            5.- Vais a ser Ordenados como Presbíteros en vísperas de la jornada que el Papa Benedicto XVI ha establecido para orar por la santificación de los sacerdotes. Uniendo nuestro deber de procurar nuestra santificación, con el ministerio pastoral que nos urge a procurar la santificación del prójimo, el Santo Padre nos llama a la plegaria por los Sacerdotesmirando el precioso signo del amor infinito de Dios que nos ofrece la fiesta del Corazón de Jesús. Esa Jornada tendrá lugar este año en el día primero de Julio. Desde esta celebración eminentemente sacerdotal, os invito encarecidamente, junto a vuestros hermanos mayores en el presbiterado de esta Archidiócesis, a orar y celebrar la sagrada Eucaristía en ese día como acción de gracias al Señor y como jornada de intensa oración. Debemos unirnos todos los sacerdotes y los respectivos feligreses, pidiendo a Dios para los sacerdotes un auténtico espíritu de obediencia al Padre, una cuidada intimidad con Jesucristo en cuyo Nombre debemos ejercer el ministerio, y un decidido aprovechamiento de los dones del Espíritu Santo que ha de guiar todos nuestros pasos. La medida de nuestra espiritualidad nos dará la medida de nuestro celo pastoral cuyo fundamento y estímulo ha de ser la caridad pastoral; esto es: el verdadero amor a las ovejas del Señor que él pone a nuestro cuidado.

            En esa jornada de oración por los sacerdotes, deberemos unir nuestra acción de gracias por los sesenta años de sacerdocio ministerial que cumple el Papa Benedicto XVI. Por ese motivo se ha invitado a toda la Iglesia a que ofrezca sesenta horas de oración ante el Santísimo Sacramento teniendo como intención la gratitud por la efemérides del Papa, por la santificación de los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales que tanto necesita la Iglesia en nuestro tiempo.

            6.- Solo cuando se vive el amor a Dios, brota en el propio corazón el amor pastoral a quienes Dios ama. Solo entonces, el amor que les debemos como sacerdotes nos hace volver la mirada hacia esas ovejas que todavía no son del redil del Señor. Solo entonces podemos sentir el impulso quenos lleve a buscarles para que entren por la puerta del redil que es Jesucristo. Solo entonces seremos ministros auténticos de la Iglesia misionera. Solo entonces dejaremos de refugiarnos en lo que nos viene dado, y de poner condiciones a nuestra entrega. Solo entonces seremos auténticos ministros de Jesucristo, capaces de dar la vida por las ovejas.

            No somos pastores asalariados sino pastores segúnel corazón de Dios. Por tanto, imitando a Jesucristo hasta dar la vida por la causa de la evangelización, debemosasumir nuestra responsabilidad con el mismo empeño que nos recuerda S. Pablo diciendo: “No descansaré hasta que vea impresa en vosotros la imagende Cristo y Cristo crucificado.

            7.- Elevemos la mirada del espíritu creyente a María Santísima, que Jesucristo nos entregó como Madre en la persona de S. JuanApóstol, y pongámonos una vez más en sus manos invocando su protección y su intercesión para ser, como ella, fieles cumplidores de la palabra de Dios.

            QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN BAUTISTA -2011-

            Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diáconos asistentes,

Dignísimas autoridades civiles y militares,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Hermanas y hermanos seglares presentes en esta celebración litúrgica:

            1,- La palabra de Dios nos plantea hoy un problema muy importante si lo miramos desde la fe cristiana. Se trata, nada más y nada menos que de discernir quien debe ocupar el centro y la referencia de la vida del hombre y de la sociedad.

2.- Vivimos un tiempo en que el sentir bastante generalizado, las manifestaciones de muchos medios de comunicación, y la que se viene en llamar cultura dominante, insisten sobremanera en el bienestar material y en el mayor disfrute posible; y todo ello teniendo como criterio único de discernimiento el parecer de cada persona y de cada grupo en cada momento. Ese criterio ha llegado a ser, en muchos, el punto de referencia para juzgar acerca del bien y del mal; y, en consecuencia, para proponerlo, a pesar de sus graves y frecuentes errores, como signo de progreso.

Este proceder, que se ha extendido notablemente, es un motivo de preocupación porque está influyendo como factor determinante de leyes y de formas de comportamiento de las que depende la educación y la vida misma de muchas personas.

3.- Está claro que, en lo que se refiere a la libertad de decisión, que constituye un derecho fundamental y un deber de las personas, el hombre se ha erigido en la única referencia. Hay gentes que obedecen a una ideología con tal fidelidad que enajena, a veces, la propia conciencia. Hay quienes toman como referencia el consenso social, de cuya manipulación mediática tenemos pruebas suficientes. Otros quedan al albur del ambiente o de la corriente de pensamiento al uso en cada momento.

Aunque hay mucha gente que piensa y que vive con fe, parece que, en el ambiente y en las voces de los que más gritan, todo se va reduciendo a lo estrictamente humano y terreno, sensible y emocional, material e inmediato. Ámbito éste que, en cuanto se cierra en sí mismo, queda tan reducido que llega a oponerse incluso a la satisfacción material y a la felicidad que tanto anhelaba.

5.- Todo ello nos manifiesta la existencia de una voluntad colectiva y bien manifiesta de apartar a Dios de la vida real, de los centros de interés de las personas, de los criterios que han de trazar las líneas del desarrollo y del crecimiento personal y social. Cuando ocurre esto, el progreso se convierte en un círculo vicioso alrededor el hombre, que no le permite llegar más allá de sí mismo. La persona no encuentra ni puede encontrar sólo en sí misma la satisfacción que busca. Es criatura de Dios y su corazón está abierto al infinito. Por ello. Quien así vive y actúa se ve abocado con frecuencia a la decepción, o al desenfreno en el intento de encontrar dicha satisfacción en el ensayo permanente de “un poco más de lo mismo”. Cuando la gente se orienta por ese camino, que no alcanza más allá de la propia limitación humana, corre el peligro de verse involucrado en una carrera sin freno por la vía del apetito, de lo últimamente descubierto aunque engañosamente prometedor, de lo útil a simple vista, o de lo sensiblemente rentable. Pero da la casualidad de que, lo que tiene visos de una rentabilidad digna de consideración, queda generalmente solo en manos de quienes cuentan con recursos para alcanzarlo; de modo que son ellos los únicos que llegan a disfrutarlo. En ese caso, el prometido y esperado disfrute, corre el peligro de quedar como privilegio de unas oligarquías apoyadas en la fuerza del poder, en la capacidad de egoísmo y de menosprecio de los más débiles, del bien común, de la justicia y de la misma sociedad. Para los demás ya no queda más que instalarse en la resignación, en el resentimiento, en la permanente insatisfacción que no alcanzan a superar, o en un peligroso y explicable inconformismo capaz de provocar situaciones de violencia y desorden.

6.- A este sistema desordenado, inmoral y perjudicial para las personas y para la sociedad, con posibles repercusiones para la humanidad entera, como estamos comprobando en los aconteceres diarios, pretende apuntarse, en principio, mucha gente que no sospecha siquiera las consecuencias de la carrera que esta conducta ha emprendido. No hace falta ir muy lejos ni cavilar en exceso para encontrarnos con elocuentes muestras de lo que acabo de decir. Ahí tenemos la polifacética expresión y las graves y abundantes consecuencias de la llamada crisis económica. Esta crisis, de nefastas consecuencias, que también repercuten en perjuicio de quienes no la promovieron ni la alimentaron, obedece a una larga historia de egocentrismos, de materialismos desenfrenados, de ansias de un bienestar no calculado en sus necesarios límites, de la falta de ética individual y colectiva en muchos casos, y de una deficiente previsión de las consecuencias que podía sufrir una sociedad lanzada hacia delante, sin más criterio que el subjetivo o el ideológico.

7.- En la raíz de los males que sufre la humanidad está siempre una falta de referencia ética y moral bien fundada, capaz de mirar al fondo de las cuestiones y a largo plazo. En la raíz de esos males de grave trascendencia esta el vacío de un verdadero sentido de la solidaridad social y de la justicia global que debe tener en cuenta a todos y no sólo a unos pocos. En el origen de los males que estamos refiriendo falta la consideración integral de la personas y de la sociedad. No se hace justicia cuando se atiende solo a una dimensión del hombre y de la mujer, y a una sola parte de la ordenación social; sobre todo cuando esta dimensión queda centrada en lo material, en lo sentimental, o en el instinto de más poder, de más placer, de más prestigio, o de mayor potencia en la lucha competitiva en la que es tan fácil caer, llegando a justificar lo medios empleados según el valor que cada uno da a sus fines.

8.- Sería injusto e incluso mendaz presentar solamente así la realidad social y humana en general. En medio de los males que acechan y castigan a muchas personas, a muchos grupos sociales y a muchos pueblos, hay muchísimas realidades verdaderamente positivas, ejemplares y esperanzadoras. De ellas van surgiendo iniciativas y obras de probado valor, así como acciones subsidiarias que apuntan caminos de renovación y de recuperación humana y social. Pero la influencia de lo que venimos considerando nos llama a la reflexión acerca de sus causas.

La causa fundamental, por más que muchos pretendan ridiculizarla y menospreciarla, como si fuera una referencia idealista, infantil y anacrónica, es la pretendida marginación de Dios, intentando excluirle de la escena humana y social, educativa, cultural, política, económica, familiar, etc. Esto lleva a confundir la verdad con el retorcimiento de la inteligencia al servicio de los propios intereses personales o de grupo; y a enarbolar la bandera de los derechos en favor de los propios gustos; o a olvidar la medida de los propios derechos, en relación con los deberes y con el respeto a la vida, a la persona, al bien común, y a tantos otros puntos que han de darnos la medida de lo justo y de lo oportuno.

9.- Al afirmar todo lo dicho precisamente en el Templo catedralicio, en un acto sagrado como es la celebración de la Santa Misa, y en ejercicio del ministerio episcopal que me concierne, puede parecer, si no me expreso correctamente, que es doctrina de la Iglesia rechazar el bienestar, coartar la libertad de las personas, recortar los derechos humanos, y limitar el ansia de felicidad; como si los cristianos tuviéramos un modelo de vida basado en una falsa y masoquista interpretación de la Cruz de Jesucristo y de la ascesis que requiere nuestra necesaria y constante conversión. Si esto fuera así, yo estaría traicionando el Evangelio. El Señor nos dice: “yo quiero que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (cfr. 1Tim 2, 4). Y, para evitar posibles interpretaciones de escapismo o desprecio de este mundo, y de negación de un legítimo bienestar de las personas, añade en otro momento: “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Por tanto, todo lo demás es legítimamente deseable por el hombre que busca el Reino de Dios. Lo que ocurre es que el criterio evangélico, que favorece la vida en plenitud, que propicia el crecimiento integral de la persona y de la sociedad, y que impulsa el verdadero progreso de los pueblos, ha de tener una referencia objetiva con garantías de verdad y de justicia, y con independencia de intereses particulares de cualquier orden. Y esa referencia solo puede ser Dios, manifestado en Jesucristo. Él ha compartido con nosotros la historia, ha tenido que afrontar los avatares sociales, y ha sufrido y corregido valientemente las ideologías, los excesos de poder, y la capacidad humana de tergiversar la verdad cuando las personas son arrastradas por la fuerza de una influencia social sometida a los intereses de unos pocos.

El mismo Jesucristo ha enseñado a sus Apóstoles que el camino de la virtud es el que lleva a Dios y, por tanto, a la plenitud del hombre creado a su imagen y semejanza. Y nos ha manifestado con palabras y con su testimonio de vida que ese camino debe incluir la atención, el cultivo, el uso y el disfrute ordenado de todo lo terreno. Dios mismo puso en manos del hombre la creación entera encargándole que dominara la tierra. Pero todo ello, está orientado para bien del hombre mismo si el hombre es capaz de disponer de la naturaleza, sin impedir su desarrollo y sin provocar su destrucción. Lo cual no es posible sin una escala de valores, y sin un orden sabio y una referencia permanente que establezcan las prioridades en caso de colisión de intereses. Así nos lo enseña S. Pablo diciéndonos: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1 Cor, 3, 23). He aquí el principio de la verdadera ecología humana y cósmica. He aquí el principio del crecimiento, coherente con la identidad del hombre y de la creación.

10.- En el curso de esta exposición homilética, es posible que alguno se haya preguntado: Y todo esto ¿qué tiene que ver con San Juan Bautista? La respuesta es muy sencilla; nos la da la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

En primer lugar, S. Juan Bautista, como precursor del Mesías que había de venir, deja bien claro que es necesaria una conversión interior capaz de orientar y regir en la verdad de Dios toda la vida humana. Él predicaba un Bautismo de penitencia, de cambio de vida, de reordenación sobrenatural ofrecida por Dios a través de los profetas, como ahora la hemos recibido nosotros del mismo Jesucristo en el Evangelio.

Juan Bautista, recibe la alabanza del Señor por su servicio a la verdad de Dios como referencia fundamental y como criterio ordenador de su vida. Eso mismo es lo que predicaba a los que le seguían, admirados de sus palabras y de su conducta. Juan Bautista nunca se puso en lugar de Jesucristo, sino que rompió los equívocos nacidos de la admiración que le tenían sus discípulos. Les decía: “Yo no soy quien pensáis, viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias” (Hch. 13, 25).

Quien asume la prioridad de Dios como principio y referencia de la vida humana, de la ordenación de la sociedad y de la utilización de la naturaleza, no queda sometido a la versatilidad provocada por intereses momentáneos, por impresiones pasajeras, o por la fuerza de determinados poderes. Por eso Jesucristo dijo de Juan Bautista: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento?...¿A qué salisteis, a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti… En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan Bautista” (Mt. 11, 7-11).

11.- En el día de nuestro patrono, pidamos a Juan Bautista que nos ayude a tomar ejemplo de su palabra y de su vida, tan recta y coherente, que no pudo escapar del martirio provocado por quienes buscaban el éxito fácil y el encubrimiento de sus propias concupiscencias bajo el banderín de los propios derechos.

Que la santísima Virgen María, a la que invocamos también como Patrona bajo el ejemplar título de la soledad, nos ayude a mantener firme el temple cristiano frente a las dificultades sociales. Y ello, aunque ello nos pida salir de nuestras propias comodidades y plantearnos muy seriamente cual es nuestro lugar en la sociedad como testigos de la verdad, del amor, de la justicia y de la paz de Dios nuestro Señor.

            QUE ASÍ SEA.