HOMILÍA EN LA MISA DEL CORPUS CHRISTI

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos feligreses miembros de la Vida Consagrada, seminaristas y seglares participantes en esta celebración litúrgica:

El mensaje que nos transmite hoy la Palabra de Dios mediante el evangelista san Juan, es una llamada a considerar a Jesucristo en su realidad total, en su unidad esencial.

1.- Al Señor se acercaban las gentes porque hablaba “como quien tiene autoridad” (cfr. Mt 7, 28-29) y porque hacía milagros. Todo ello entraba a las gentes por los sentidos; satisfacía su necesidad de percibir la bondad, la justicia, la dulzura, la promesa de salvación. Pero cuando Jesucristo manifestó claramente su realidad divina como la segunda persona de la Santísima Trinidad y, por tanto, como el Hijo Unigénito del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, entonces las masas le dejaron. Los que le seguían habían gozado del milagro por el que el Señor multiplicó los panes y los peces saciando su hambre corporal. Como eso les convino, lo aceptaron como obra buena y lo admiraban queriendo proclamarlo rey. Pero, cuando les dijo que Él mismo era el pan vivo bajado del cielo para ser comido por los hombres, como condición para gozar de la salvación eterna, se dijeron: “duro este sermón” y le abandonaron.

2.- Queridos hermanos: a Jesucristo no podemos dividirlo según nuestros gustos, ni según nuestras capacidades de entender una u otra de sus obras y manifestaciones. Jesucristo no ha venido para satisfacer nuestros gustos ni para atenerse a nuestras exigencias y capacidades. Jesucristo ha venido “para que tengamos vida y la tengamos en abundancia” (Jn 10, 10). La vida que Cristo nos ofrece es la que corresponde a los hijos adoptivos del Señor. Esa vida es participación de la naturaleza divina que se nos da sin disminuir, y que al llegar a nosotros opera nuestra más profunda y gozosa transformación. Participando de la vida de Dios llegamos a ser criaturas nuevas, capaces de intimar con Jesucristo hasta identificarnos con Él como enseña san Pablo diciendo: “Vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

Pero para alcanzar ese inigualable don divino, es necesario que contemplemos el rostro de Cristo con los ojos de la fe y con humilde obediencia a su palabra. Es Él quien nos enseña con su testimonio, que hay ocasiones en que la voluntad de Dios no resulta fácilmente comprensible. Ante ella pueden sublevarse la razón, los sentimientos y la decisión humana. Por este trance pasó también Jesucristo. Él, puesto que era también verdadero hombre, sospechando los inauditos dolores de su pasión que culminarían con su muerte en cruz, sudó sangre y suplicó al Padre que le librara de ese trance, de ese cáliz (cfr. Lc 22, 39ss.). Sin embargo, Jesucristo, aún desde la oscuridad y el miedo, puso la fidelidad para con el Padre Dios sobre todas las reacciones y dificultades humanas.

3.- Hoy, en esta solemnísima festividad, en la que adoramos y proclamamos la verdad de la presencia de Cristo en el Augusto Sacramento de la Eucaristía, el Señor nos pide que fortalezcamos nuestra fe en el Santísimo Sacramento del Altar. Nos dice, como Jesucristo dijo a sus discípulos después de darles de comer milagrosamente: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).

No es fácil vivir la profunda convicción creyente de que el Pan Eucarístico es el cuerpo vivo y glorioso de Jesucristo que estamos llamados a comer como condición imprescindible para ser salvados. Esta dificultad, nacida de la limitación de nuestra inteligencia, se hace mayor cuando el ambiente presiona con insistencia y por todos los medios, para apartar a Dios de nuestra vida. Entonces se produce una situación conflictiva. Por una parte se presenta al Señor como obstáculo para el disfrute de la vida según la entiende y quiere disfrutarla el hombre movido por su naturaleza terrena; y, por otra parte, el Señor se nos predica como la única fuente de la vida feliz y gloriosa que no termina. A esta sublime verdad nos abre el inmenso don de la fe que recibimos en el Bautismo.

4.- Cuando Jesucristo predicó a los que le seguían que su cuerpo era verdadera comida para alcanzar la vida por excelencia, la vida eterna, la salvación, dice el texto sagrado, que “disputaban entonces los judíos entre sí: ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

La respuesta de Jesucristo no se hizo esperar, y tampoco buscó una forma menos misteriosa para responderles, sino que les dijo: “os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Jesucristo no nos dice solo que comiendo su carne y bebiendo su sangre alcanzaremos la vida eterna. Nos dice, además, que solo tendremos ahora la vida capaz de animar nuestra fe y nuestra esperanza, si comemos su carne y bebemos su sangre ahora. La Eucaristía es nuestra fuente de vida cristiana, que es la vida de Dios obrando en nosotros.

5.- La Sagrada Eucaristía nos sitúa ante el Señor de cielos y tierra que nos regala el inmenso don de la fe, nos transforma en criaturas nuevas, y nos abre el hambre de Dios para que en todo le busquemos, le sirvamos, le glorifiquemos y le gocemos interiormente como adelanto del gozo eterno en los cielos.

6..- Con las últimas palabras del Evangelio de hoy, Jesucristo nos desvela con fuerza convincente que el verdadero alimento está en Dios y, por tanto, en la Eucaristía, que es el Cuerpo de Cristo hecho pan del caminante y alimento de quien desea alcanzar, mantener y disfrutar la única vida capaz de hacernos plenamente libres y felices. Las palabras del Señor son muy claras: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres que lo comieron y murieron; el que coma de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 59).

7.- La Eucaristía es el antídoto contra el pecado mayor de la humanidad, que ya cometieron nuestros primeros padres Adán y Eva, y que consiste en suplantar a Dios hasta apartarle de la propia vida. Gran locura ésta, porque somos criaturas suyas, imagen y semejanza del creador y, por tanto, llamados a vivir por Él, con Él y en Él. Solo Él sostiene nuestra existencia con su mano providente.

La Eucaristía es, consiguientemente, la fuente y la fuerza de nuestro apostolado.

8.- Acerquémonos al Santísimo Sacramento del Altar para alimentarnos del Cuerpo de Cristo y ser testigos de la fuente de vida y salvación. Con ello ayudaremos a las gentes a no cometer el grave error de negar a Dios creador. Cuando esto ocurre, la persona corre el peligro de su autodestrucción hasta la misma muerte espiritual. Con esta autodestrucción desaparece el auténtico sentido de la vida; con él desaparece también toda esperanza, y la existencia se convierte en un ansia insaciable y en un círculo vicioso y decepcionante sobre sí mismo.

Pidamos al Señor firmeza en la fe ante el Misterio de la Sagrada Eucaristía y humildad para obedecer a Jesucristo que nos llama a la vida diciéndonos: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (cfr. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24).

                                                 QUE ASÍ SEA

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