HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN DEL SEÑOR A LOS CIELOS, 2011

Mis queridos hermanos sacerdotes con celebrantes y diácono asistente,

Queridos miembros de la Vida Consagrada y seglares participantes en esta celebración:

            1.- La palabra de Dios, proclamada hoy en la fiesta de la Ascensión del Señor a los Cielos, nos sitúa simultáneamente ante el Misterio de Jesucristo y ante nosotros mismos.

2..- El Señor se nos muestra con toda su majestad ascendiendo victorioso a los cielos con su propio poder. La Resurrección de entre los muertos, venciendo a la muerte y al pecado, que la causaba y la convertía en la mala suerte definitiva de la humanidad, fue el acto que culminó la redención.

Si Jesucristo hubiera permanecido en el sepulcro, no hubiera manifestado su divinidad y, consiguientemente, hubiera quedado bajo interrogante la fuerza redentora de su muerte sacrificial. S. Pablo nos lo recuerda diciéndonos: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe” (1 Cor. 15, 14). La misma Encarnación como entrada del Hijo de Dios en la historia humana, podría ser entendida como un mito de difícil interpretación. En consecuencia, el misterio del Niño Dios quedaría, en la lejanía del tiempo, muy poco relacionado con la promesa divina de salvación que nos narra el libro del Génesis.

La irresponsabilidad de Adán y Eva ante Dios, cuando les pide cuentas por haberle desobedecido comiendo del fruto prohibido, se había envuelto en la cobarde excusa que consiste en acusar al otro del propio pecado. Adán acusó a Eva, y Eva acusó a la serpiente. Tuvo que ser Dios mismo, llevado de su infinito amor a la humanidad, creatura suya predilecta, quien pronunciara estas palabras en las que comprometía su Verdad: “Pongo hostilidad entre ti (la serpiente, que encarna al diablo) y la mujer (la Virgen María madre de Jesucristo), entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gn. 3, 15).

3.- Pero el triunfo de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, no eximía al hombre de su propia responsabilidad en adelante. Al contrario: el Señor une la salvación de cada uno, en aplicación de los frutos de la redención universal, a su propia fidelidad personal, a su incorporación al Pueblo de Dios, a su integración como miembro vivo en su Cuerpo místico que es la Iglesia. Por eso, antes de subir al Cielo, y confiando a sus Apóstoles el ministerio de la Evangelización, dice Jesús: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea será condenado” (Mc. 16, 16). Así como el Señor cargó sobre sí mismo la responsabilidad de nuestro pecado, y nos redimió capacitándonos para participar de su vida divina, así también nos advierte de nuestra propia responsabilidad llamándonos a escuchar su palabra y a cumplir cuanto en ella nos enseña para nuestro bien.

4.- Pero no termina en ello nuestra responsabilidad si seguimos el ejemplo del Señor. El amor de Dios llevó a Jesucristo a acercarse a los hombres mediante su Encarnación, a compartir con ellos los avatares de la historia, y a salir fiador por todos los pecadores. El testimonio de su vida nos clarificaba y transmitía una enseñanza fundamental que se convertía en mandato: “Esto os mando: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn. 15,17). Por eso, al manifestarnos que es imprescindible la fidelidad personal para ser salvados, también nos enseña que debemos tener en cuenta lo que nos ha mandado. Estas son las palabras de Jesucristo antes de subir a los cielos. Después de advertir que se le ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt. 28, 18), añade: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt. 28, 19-20).

5.- La obediencia de Jesucristo al Padre en la gran gesta de la redención, no se queda siendo un acto con el que logra para nosotros el inmenso don de la redención, sino que se convierte, además, en el ejemplo vinculante de lo que debemos hacer en adelante.

Jesucristo nos manda, pues, que seamos apóstoles; nos urge a romper la vergonzosa actitud de Adán y Eva que pretendían excusar el propio pecado culpando al otro; y nos pide que seamos caritativos asumiendo las necesidades de los otros. Deja claro, además, que la primera y la más importante de todas las necesidades de la persona es conocer a Jesucristo y participar de su redención. Por eso, la Iglesia nos recuerda hoy, en la primera lectura, las palabras que los ángeles dirigieron a los Apóstoles, todavía admirados al ver cómo el Señor subía a los cielos: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch. 1, 11).

Estas palabras son una llamada a trabajar para recibir y procurar que otros reciban también dignamente al Señor cuando venga sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria (cf. Mt. 24, 30).

6.- El Misterio de la Ascensión del Señor a los cielos nos ha puesto ante Jesucristo, y nos ha invitado a contemplar la culminación del su acción redentora; acción en que nos manifiesta plenamente el amor infinito con que Dios nos distingue.

Pero la Ascensión del Señor nos ha puesto, a la vez, ante nosotros mismos, ante la suerte que nos guarda el Señor por su infinito amor y misericordia. El misterio que hoy celebramos nos recuerda aquellas palabras con las que Jesucristo anunciaba que partía hacia el Padre para prepararnos un lugar junto a él en la gloria. Así lo había pedido en su oración con los discípulos al terminar la última Cena: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo” (Jn. 17, 24).

Por tanto, en esta solemne celebración de la Ascensión del Señor a los cielos, hagamos nuestra la oración inicial de la Misa pidiendo a Dios que nos conceda exultar de gozo y darle gracias…porque la Ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo.
                        QUE ASÍ SEA

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