HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍPERAS DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Queridos hermanos Sacerdotes y Diáconos,

Queridos Seminaristas, religiosas y seglares participantes en esta oración Litúrgica:
1.- La palabra del Señor suele ser muy sencilla en sus expresiones, pero muy profunda y, a veces, bastante compleja a la hora de desentrañar su contenido. La razón es muy sencilla: nos habla del Misterio de Dios, cumplido y manifestado en Jesucristo. Misterio al que no podemos acceder en esta vida con nuestra sola inteligencia, sino que necesitamos la fe para percibirlo; pero, incluso con la fe no llegamos a comprenderlo. No lo entenderemos en toda su riqueza hasta que el Señor nos ayude con la luz de la gloria, una vez llegados a su presencia en el cielo.

2.- Hoy la palabra de Dios, proclamada por la Iglesia, nos habla del Misterio de la Ascensión gloriosa de Jesucristo a los cielos. Con esta acción, incomprensible para nuestra inteligencia, culmina el curso de su presencia en la historia. Durante los treinta y tres años de su permanencia entre nosotros, compartió nuestra suerte humana en todo menos en el pecado. Esa presencia fue el cumplimiento pleno de la voluntad redentora de Dios Padre. La había manifestado ya desde que Adán y Eva cometieron el pecado original del que todos participamos hasta que hemos recibido el Bautismo.

3.- La redención, anunciada ya en el libro del Génesis, es predicada hoy por la santa Madre Iglesia mediante unas palabras de S. Pablo en la carta a los efesios. Dice el Apóstol: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef. 2, 4-5).

La gran hazaña de la redención, por la que, de una vez para siempre, se nos ha capacitado para relacionarnos con Dios y para heredar su gloria, si le somos fieles, se convierte en permanente oportunidad para todos los hombres y mujeres de todas las edades, condiciones y razas Basta con que escuchemos la palabra de Dios y recibamos su gracia en los Sacramentos. Por ello, cada vez que se proclama el Evangelio, el Señor nos está llamando y tendiendo la mano para que participemos de su vida. Esa es la única forma de gozar luego de su gloria en la vida eterna.

4.- Si la vida humana privada de la Vida divina, que es la gracia de Dios, no es plenamente la vida para la que el Señor nos ha creado y nos ha elevado al orden sobrenatural, podemos decir con toda razón que sin la gracia de Dios estamos interiormente, espiritualmente muertos. Esa era la condición de la humanidad entera después del pecado original. Esa es también, la situación de de cada persona, aunque por nuestra plena responsabilidad y no por herencia de nuestros primeros padres, cuando pierde la gracia de Dios por cometer un pecado grave; de ahí que se llame pecado mortal. Por eso, el Apóstol nos dice hoy que, en esa situación, no solo no tenemos derecho alguno a participar de la vida divina y de la futura gloria, sino que ni siquiera podemos si el mismo Dios no vuelca su amor infinito sobre nosotros regalándonos el perdón. Perdón que, al borrar el pecado mortal, realiza en nosotros una verdadera resurrección interior. Así nos lo expresa San Pablo diciendo: Por pura gracia estamos salvados. Dios nos ha resucitado con Cristo Jesús (cf. Ef. 2, 6).

5.- Esa es la obra de salvación que realiza la Pascua sagrada en quienes se abren a la obra misericordiosa de Dios y participan en la celebración de los Misterios de Jesucristo. Misterios de cuyos frutos nos beneficiamos, una vez recibido el Bautismo, cuando participamos en la santos Sacramentos, especialmente en la Penitencia y, sobre todo, en la Eucaristía. La Pascua sagrada que celebramos con toda solemnidad cada año duran te el triduo sacro en la Semana Santa, y también en cada Eucaristía, hace presente, sin repetir de ningún modo lo que ocurrió de una vez para siempre, la misma redención universal; y nos invita a beneficiarnos de ella convocándonos a morir interiormente al pecado y a buscar en Cristo resucitado la vida que nos transforma interiormente y nos salva.

6.- Al reunirnos en esta oración litúrgica, que es oración de toda la Iglesia, estamos elevando a Dios una plegaria de alabanza y de gratitud por la magnánima obra de la salvación con que nos ha obsequiado misteriosamente. Y, al mismo tiempo, estamos pidiéndole humilde y confiadamente que esta salvación llegue a todos. Por ello, en esta oración nos estamos uniendo a Jesucristo en su obediencia al Padre y en su obra redentora.

Unidos a Jesucristo, cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo Místico, contribuimos a la expansión del Reino de Dios. Reino que consiste en que Cristo nuestro Señor viva y reine en cada uno de quienes le buscan y le reciben con sincero corazón. Contribuimos a la expansión del Reino de Dios cuando hacemos apostolado con nuestros semejantes y cuando oramos y ofrecemos por ellos la Eucaristía y los sacrificios personales.

7.- La importancia de nuestra contribución a la obra salvadora, al modo como estamos diciendo, queda expresamente manifiesta cuando Jesucristo, a punto de ascender a los cielos, se dirige a sus Apóstoles con estas palabras: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” ( Mt. 28, 18-20).

8.- Llenos de gratitud por haber sido llamados a participar en el Misterio de la Redención, y llenos de satisfacción ser capaces de contribuir a la obra redentora de Jesucristo mediante la predicación de su palabra y la participación en los Sacramentos, la oración y la ofrenda personal, renovemos ante el Señor en esta tarde nuestra disposición de fidelidad a su palabra y a su gracia.

                QUE ASÍ SEA

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