H0MILÍA EN LA ORDENACIÓN DE UN PRESBÍTERO

27 DE JUNIO DE 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes ,
Querido Francisco, todavía Diácono y ya próximo Presbítero,
Queridos hermanos y hermanas todos, familiares de Francisco, religiosas y seglares:

Hoy es un día de gozo para la Iglesia. En tiempos de dificultad y contradicción, el Señor manifiesta en su Iglesia la prevalencia de su santa voluntad y el don de la generosidad que actúa en quienes le escuchan y le obedecen.

Un joven, que podría haber seguido los impulsos de un ambiente adverso, ha mirado al Señor de frente y se ha sentido ganado por el misterioso amor de Dios que le llama a ser ministro suyo; ministro de la trascendencia, de la vida que solo Dios puede regalar; ministro del amor y de la reconciliación; ministro de la salvación que ya comienza en los días de la vida mortal cuando, como regalo del Espíritu Santo, participamos de la luz y de la gracia de Dios. Es el Espíritu del Señor quien nos permite descubrir, en medio de las oscuridades terrenas, el sentido trascendente de la vida; el valor salvífico del sufrimiento unido a la Cruz de Jesucristo; el carácter de signo que tienen los momentos de alegría como adelanto de la felicidad celestial; la fuente de la paz interior que está en la unión con el Señor; y la esperanza que nos ayuda a mantener la ilusión en el bien que anhelamos y que todavía no hemos alcanzado.

La llamada al Sacerdocio siempre es una manifestación del amor misterioso de Dios que nos elige sin mérito nuestro , y que nos gana hasta llevarnos a presentar la propia vida como ofrenda consciente y libre a Aquel que nos la dio para gloria suya, para bien de la Iglesia y salvación del mundo.

El día en que el Obispo impone las manos sobre la cabeza de un joven y le confiere el carácter sacerdotal, es un día en que sobresale esa incógnita que nunca sabremos develar: por qué a mí, a pesar de mis notables limitaciones, de mis inseguridades, de mis torpezas y de mis infidelidades.

Ante el misterio que nos presentan estas consideraciones, no cabe otra postura interior que doblar el alma ante el Señor en humilde actitud de fe, ganado el espíritu por una inmensa gratitud, y exclamar, como la sincera expresión del corazón ganado por el amor de Dios que nos envuelve con su amor infinito e incondicional: “Señor mío y Dios mío”. Y volar en esta expresión de admiración y devota adoración al Señor de cielos y tierra todo el ánimo de fidelidad y de obediente correspondencia de que seamos capaces con la ayuda de su gracia.

El seguimiento del Señor, que ha de ser consecuencia de la sorprendida admiración ante la generosa elección divina y ante el caudal de gracias que su Espíritu derrama sobren nosotros al constituirnos ministros de Cristo en la Iglesia, requiere plena con fianza en que, unidos al Señor, todo lo podemos en Aquel que n os conforta. Sólo con la plena confianza en la protección del Señor que obra en nosotros y a través nuestro, podremos entender el sentido y alcance de nuestro ministerio.

Pero, junto a todos los regalos del Señor que confluyen en el ministerio sacerdotal, debe estar, también y de modo inexcusable, la nuestra aportación. Tenemos que prometer y esperarnos en cumplir la ofrenda plena de nosotros mismos y de todo lo nuestro. DE ello nos da ejemplo el profeta Eliseo. Nos dice hoy la palabra de Dios que “cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras de Elías y se puso a su servicio” (1 Re. 19, 21).

Hay muchas cosas que los sacerdote debemos ofrecer a Dios poniéndolas a disposición de las personas que el Señor nos ha encomendado y que se cruzan en nuestro camino. La Santa Madre Iglesia nos invita hoy a proclamar una profunda convicción de fe que atañe a todo cristiano, pero especialmente a los sacerdotes. El Salmo interleccional nos brinda las palabras diciendo: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano” (Sal. 15). De tal modo esto es verdad en los sacerdotes, que en la medida nos vinculemos a intereses terrenos de cualquier orden, por muy legítimos que puedan ser considerados en algún momento por nosotros y por otros, disminuye la fuerza de nuestro ministerio. Con toda claridad nos lo enseña hoy S. Pablo en la segunda lectura: “Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que n o hacéis lo que quisierais. En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley” (Gal, 5, 18). De esta enseñanza deriva la fuerza de las promesas sacerdotales por las que cada uno de nosotros asumió el día de su ordenación sagrada, la vida en castidad, pobreza y obediencia. De ello nos da clara enseñanza el Santo Evangelio que acabamos de escuchar.

El Señor nos enseña el desprendimiento propio de la pobreza diciéndonos: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc. 9, 58). Jesús os enseña también a no poner los afectos humanos como condición básica para el ejercicio del ministerio sagrado. Actitud esta que los sacerdotes, cuando así lo pide la Iglesia, debemos entender como una llamada a la castidad.

Al escuchar a uno de los discípulos que le dijo con una aparente generosidad ejemplar: “Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia”, respondió: “El que echa la mano en el arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios” (Lc. 9, 62).

Y cuando otro. Llamado a seguirle, dijo: “Déjame primero ir a enterrar a mi padre”, el Señor le respondió con verdadera exigencia: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios” (Lc. 9, 60).

Esta es nuestra aportación, como sacerdotes, en correspondencia a la misteriosa elección con que el Señor nos ha distinguido y enriquecido.

Llevados de la profunda convicción creyente de que Dios puede hacernos capaces de lo que nos pueda parecer imposible, lejano o arriesgado, hagamos nuestras las palabras con que hemos invocado al Señor en la Oración inicial de la Misa: “Concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad”.

Con esta plegaria, pidamos al Señor la gracia de la fidelidad sacerdotal para este hermano nuestro que hoy recibe el Sacramento del Orden sagrado.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SAN JUAN BAUTISTA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Excmo. Sr. Alcalde y Corporación municipal,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- En la oración inicial de la Misa, la Iglesia nos ha presentado a S. Juan Bautista como el enviado para preparar a Cristo un pueblo bien dispuesto. Y esta misma Iglesia, con gesto maternal, nos lo ha concedido como titular de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, y como Patrono de esta entrañable Ciudad nuestra que la alberga.

Teniendo en cuenta este doble patronazgo, verdaderamente providencial, nos corresponde no sólo invocar la protección de S. Juan Bautista para que nos alcance los bienes que deseamos, sino, sobre todo, pedirle que, como el maestro, nos dé a conocer los bienes que debemos desear.

2.- Aceptar al santo como patrono supone, en primer lugar, que recurrimos a él para que realice en nosotros, como pueblo, lo mismo que realizó en los tiempos de su predicación en el mundo. Según la oración referida, lo que realizó fue preparar para Cristo un pueblo bien dispuesto. Él había sido elegido y enviado como precursor del Mesías, de Jesucristo nuestro Señor.

Lo primero que plantea la significación del patronazgo de Juan Bautista sobre Badajoz entero, es si acaso no habrá perdido su actualidad y su oportunidad, en medio de una sociedad plural, ajena en muchos casos a la fe cristiana, e integrada por personas de diversas religiones y creencias. A simple vista parece fuera de lugar pedir al cielo que todos estén dispuestos para recibir a Jesucristo, como Juan Bautista hizo en Judea antes de que llegase el Mesías esperado.

Sin embargo, esta súplica, bien entendida, no margina a nadie, no puede herir ninguna sensibilidad religiosa, ni ha de causar molestia las personas que viven al margen de la fe. La razón es muy sencilla, al menos si se entiende esta súplica tal como la Iglesia la expone. Veamos:

3.- En primer lugar, queda muy claro que pedimos a Dios la buena disposición del pueblo ante la persona de Jesucristo, verdadero Dios, al tiempo que hombre verdadero desde su Encarnación.

Disponerse bien ante Dios equivale, entre otras cosas, a lograr una actitud de apertura ante la Verdad; una disposición sincera hacia la justicia; una vivencia profunda del amor; y la voluntad expresa de procurar la paz interior y la paz social en el mundo entero. ¿Hay en ello ingerencia alguna en la libertad personal y social?

La única discrepancia podría surgir en algunos al escuchar que nuestra súplica se refiere, en definitiva, a que nosotros, los cristianos, entendemos que Cristo es la Verdad; que Cristo es la expresión máxima del amor de Dios, universal y desinteresado; que Cristo es la justicia ejercida con misericordia infinita; y que Cristo es la paz que colma todos los deseos, porque está fundamentada en el amor. Pero ¿no es la verdad, la justicia el amor y la paz lo que todos deseamos? Pues nosotros, en el día de hoy, llevados del sentido de fraternidad universal, que se funda en el hecho de que todos hemos sido creados por Dios y llamados a ser hijos suyos, pedimos para todos y, especialmente para los habitantes de nuestra querida ciudad de Badajoz, los dones de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. Ojalá todos recibieran este precioso regalo, aunque desconocieran o rechazaran, de momento, su origen. Y ojalá, disfrutando de esos dones, llegaran un día a descubrir la fuente de donde brotan.

4.- Es cierto que no todos creen en la existencia de una verdad objetiva y universal, capar de ser válida referencia para el hombre en todas sus circunstancias y momentos. Pero es muy importante para vivir en la justicia, en la paz, y en la concordia -que nace del amor-, entender que la verdad no es verdad por la cantidad de gentes que se la creen, sino porque es la verdad. La verdad objetiva existe aunque el relativismo y el subjetivismo actuales la nieguen. Jesucristo es la verdad aunque muchos no crean en él.

La verdad nos trasciende constantemente en sus manifestaciones concretas y terrenas, sean materiales o espirituales. De hecho, cuanto más estudiamos, más verdad descubrimos. La universal curiosidad que invade el alma humana, y la dedicación constante a la investigación, constituyen una clara muestra de ello.

Además de ello, cuando vivimos desde la fe, alcanzamos a conocer la Verdad que nos trasciende aún si hubiéramos colmado la capacidad humana de descubrimiento y de progreso; porque la Verdad absoluta es Dios: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida”. “Yo soy la luz; quien me sigue no anda en tinieblas”. La verdad plena no es compatible con defecto ni error alguno. Por eso, la Verdad en la que todas las supuestas verdades encuentran su verificación, no pertenece a este mundo. Fue Jesucristo quien nos la dio a conocer al encarnarse y compartir la historia con nosotros presentándose como hijo de Dios, como hizo al decir: “Quien me ve a mí ve al Padre”.

La Verdad absoluta no es de esta tierra, pero es absolutamente necesaria para regir esta tierra. De hecho, a medida que se prescinde de ella en este veloz proceso de secularización antropocentrista, en esa misma medida va desdibujándose la identidad de la persona humana, la sociedad se va deshumanizando, se contradice toda afirmación sobre la dignidad de la persona, y crece el ataque frontal y desconsiderado a la vida de la persona, especialmente de las más débiles e indefensas, aunque vivan su situación más inocente.

Pero ese conocimiento de la Verdad sobrenatural, que es Dios, Jesucristo la dejó velada todavía al hombre a causa de nuestras limitaciones. El Señor la proclamó de modo que todos tuviéramos noticia de ella. Pero no quedará patente a los ojos humanos, hasta que gocemos de la vida eterna, enriquecidos con el don de la visión beatífica. De ahí las dudas, la necesidad de vivir desde la fe, de acercarse a la divina revelación en que se encierra la noticia cerca de Dios, de nuestra vida terrena y de nuestro futuro después de la muerte.

PRIMERAS VÍSPERAS DE CORPUS CHRISTI

Domingo, 6 de Junio de 2010

Nos preparamos a celebrar con todo esplendor la festividad litúrgica del Cuerpo de Cristo. Fiesta de profundo arraigo popular, de cuya sensibilidad religiosa y profunda fe en el Santísimo Sacramento del Altar, nació y fue instituida por la Iglesia.

Todos los misterios del Señor son igualmente sorprendentes para nosotros. Todos exceden con creces la capacidad humana de comprensión. Todos ellos nos ponen ante la infinita grandeza de Dios, que aceptamos con humilde fe y con profunda gratitud, porque sabemos que son expresiones del inexplicable amor de Dios hacia nosotros, pecadores. Pero la consideración de que Dios mismo se haga presente en la tierra bajo las especies de pan y de vino, para acompañarnos en el peregrinar terreno hacia el encuentro definitivo con
Él en la gloria, parece que concita en nosotros la mayor sorpresa y, al mismo tiempo, nuestra mayor devoción. De hecho, fue la piedad popular la que alcanzó el reconocimiento de esta devoción como certera, hasta establecerla como fiesta litúrgica de toda la Iglesia.

Por la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, se afianza y crece la comunión entre los miembros del cuerpo místico de Cristo; y, con ello, se fortalece la vida de la Iglesia que es el cuerpo de Cristo presente y operante en la historia para extender la salvación a todas las gentes.

Según la enseñanza de Cristo, el que come la carne del Hijo del Hombre y bebe su sangre, habita en Él y da lugar, en su propia alma, a la íntima cercanía del Señor; porque llegando a nuestra alma, Cristo la convierte en templo de su grandeza. Grandeza que es, sobre todo, magnanimidad de amor universal. Por tanto, estando unidos a Él, quedamos unidos también a cuantos se unen a Él por la comunión de su Cuerpo sacramentado. Misterio éste que parece increíble desde que Cristo lo proclamase ante quienes le seguían. Pero, cuando el Señor toma posesión de nuestro espíritu al recibirle con fe en la Eucaristía, lo embarga de tal modo que lo configura consigo en adelante. Y, como fruto de esta configuración, ya no nos consideramos individuos aislados. Sino miembros de un mismo cuerpo, y hermanos de quienes comulgan como nosotros el cuerpo de Cristo hecho eucaristía. De hecho, un cristiano auténtico es necesariamente una persona eucarística, o no permanece ni vive como cristiano. Su fe se reduciría, en este caso, a una simple participación de un estilo superficial de vida, no personalizada ni realmente dispuesta a configurarse con Cristo, que es el principio y la razón de ser de la vida cristiana desde el bautismo.

Si comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es Cristo mismo quien alienta nuestro espíritu hermanándolo con quienes participan del mismo Pan y del mismo Cáliz. Podemos decir, con toda seguridad, que la obra del Espíritu Santo en el Bautismo, por la que, siendo muchos miembros entramos a formar todos un mismo cuerpo, tiene como condición de permanencia, que todos participemos del mismo Pan. Por eso nos dice hoy S. Pablo, interpelando nuestra fe: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo?...”El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor. 10, 16-17).

Para que valoremos debidamente la obra de la Eucaristía en nosotros, es necesario que meditemos con frecuencia en este admirable misterio; y que volvamos una y otra vez a la lectura y contemplación de la palabra de Dios, que nos habla de la entrega de Cristo bajo las especies de pan y de vino. En ellas se encierra la maravillosa presencia de Cristo, y actúa la fuerza santificadora del Señor a través de los tiempos. Por eso podemos decir que la Eucaristía hace a la Iglesia, ya que ésta es el Cuerpo de Cristo que permanece íntimamente vinculado a nosotros, y activo salvíficamente a través de la historia. Vinculación íntima y personal con cada uno de nosotros que sólo la Eucaristía hace posible después que hemos sido constituidos miembros vivos de Cristo por el Bautismo.

Esta vinculación de Cristo con nosotros, convirtíéndose en pan del caminante como alimento de los hijos de Dios, manifiesta una vez más, y ahora de un modo que conmueve el alma, el amor de Dios a los hombres. Ante ello, el espíritu consciente y meditativo no puede menos que exclamar, con fe y emoción, haciendo propias las palabras que nos brinda hoy la antífona del Magníficat: “¡Qué bueno es, Señor, tu espíritu! Para demostrar a tus hijos tu ternura, les has dado un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos, y deja vacíos a los ricos hastiados”

Demos gracias a Dios que nos ha regalado el beneficio de su presencia sacramental entre nosotros; y que, al recibirle consciente y devotamente, reafirma nuestra fe, fortalece nuestra vida interior, alienta nuestra esperanza y anima nuestro esfuerzo, para que logremos crecer en nuestra identidad como hijos de Dios y miembros de la Iglesia.


QUE ASÍ SEA