PRIMERAS VÍSPERAS DE CORPUS CHRISTI

Domingo, 6 de Junio de 2010

Nos preparamos a celebrar con todo esplendor la festividad litúrgica del Cuerpo de Cristo. Fiesta de profundo arraigo popular, de cuya sensibilidad religiosa y profunda fe en el Santísimo Sacramento del Altar, nació y fue instituida por la Iglesia.

Todos los misterios del Señor son igualmente sorprendentes para nosotros. Todos exceden con creces la capacidad humana de comprensión. Todos ellos nos ponen ante la infinita grandeza de Dios, que aceptamos con humilde fe y con profunda gratitud, porque sabemos que son expresiones del inexplicable amor de Dios hacia nosotros, pecadores. Pero la consideración de que Dios mismo se haga presente en la tierra bajo las especies de pan y de vino, para acompañarnos en el peregrinar terreno hacia el encuentro definitivo con
Él en la gloria, parece que concita en nosotros la mayor sorpresa y, al mismo tiempo, nuestra mayor devoción. De hecho, fue la piedad popular la que alcanzó el reconocimiento de esta devoción como certera, hasta establecerla como fiesta litúrgica de toda la Iglesia.

Por la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, se afianza y crece la comunión entre los miembros del cuerpo místico de Cristo; y, con ello, se fortalece la vida de la Iglesia que es el cuerpo de Cristo presente y operante en la historia para extender la salvación a todas las gentes.

Según la enseñanza de Cristo, el que come la carne del Hijo del Hombre y bebe su sangre, habita en Él y da lugar, en su propia alma, a la íntima cercanía del Señor; porque llegando a nuestra alma, Cristo la convierte en templo de su grandeza. Grandeza que es, sobre todo, magnanimidad de amor universal. Por tanto, estando unidos a Él, quedamos unidos también a cuantos se unen a Él por la comunión de su Cuerpo sacramentado. Misterio éste que parece increíble desde que Cristo lo proclamase ante quienes le seguían. Pero, cuando el Señor toma posesión de nuestro espíritu al recibirle con fe en la Eucaristía, lo embarga de tal modo que lo configura consigo en adelante. Y, como fruto de esta configuración, ya no nos consideramos individuos aislados. Sino miembros de un mismo cuerpo, y hermanos de quienes comulgan como nosotros el cuerpo de Cristo hecho eucaristía. De hecho, un cristiano auténtico es necesariamente una persona eucarística, o no permanece ni vive como cristiano. Su fe se reduciría, en este caso, a una simple participación de un estilo superficial de vida, no personalizada ni realmente dispuesta a configurarse con Cristo, que es el principio y la razón de ser de la vida cristiana desde el bautismo.

Si comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es Cristo mismo quien alienta nuestro espíritu hermanándolo con quienes participan del mismo Pan y del mismo Cáliz. Podemos decir, con toda seguridad, que la obra del Espíritu Santo en el Bautismo, por la que, siendo muchos miembros entramos a formar todos un mismo cuerpo, tiene como condición de permanencia, que todos participemos del mismo Pan. Por eso nos dice hoy S. Pablo, interpelando nuestra fe: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo?...”El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor. 10, 16-17).

Para que valoremos debidamente la obra de la Eucaristía en nosotros, es necesario que meditemos con frecuencia en este admirable misterio; y que volvamos una y otra vez a la lectura y contemplación de la palabra de Dios, que nos habla de la entrega de Cristo bajo las especies de pan y de vino. En ellas se encierra la maravillosa presencia de Cristo, y actúa la fuerza santificadora del Señor a través de los tiempos. Por eso podemos decir que la Eucaristía hace a la Iglesia, ya que ésta es el Cuerpo de Cristo que permanece íntimamente vinculado a nosotros, y activo salvíficamente a través de la historia. Vinculación íntima y personal con cada uno de nosotros que sólo la Eucaristía hace posible después que hemos sido constituidos miembros vivos de Cristo por el Bautismo.

Esta vinculación de Cristo con nosotros, convirtíéndose en pan del caminante como alimento de los hijos de Dios, manifiesta una vez más, y ahora de un modo que conmueve el alma, el amor de Dios a los hombres. Ante ello, el espíritu consciente y meditativo no puede menos que exclamar, con fe y emoción, haciendo propias las palabras que nos brinda hoy la antífona del Magníficat: “¡Qué bueno es, Señor, tu espíritu! Para demostrar a tus hijos tu ternura, les has dado un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos, y deja vacíos a los ricos hastiados”

Demos gracias a Dios que nos ha regalado el beneficio de su presencia sacramental entre nosotros; y que, al recibirle consciente y devotamente, reafirma nuestra fe, fortalece nuestra vida interior, alienta nuestra esperanza y anima nuestro esfuerzo, para que logremos crecer en nuestra identidad como hijos de Dios y miembros de la Iglesia.


QUE ASÍ SEA

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