HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2010

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Feliz Pascua de Resurrección!

1.- ¡Qué gozosa celebración la del triunfo del Señor, que nos abre las puertas de su infinita Misericordia, y nos invita a vivir en constante conversión. Por el triunfo de Cristo podemos abrir el alma a la esperanza en la felicidad eterna junto a Dios en los cielos!

El Domingo de Pascua es el primer Día del Señor para los cristianos después de la Institución de la Sagrada Eucaristía. La celebración de la Pascua del Señor nos convoca al gozo de poder beneficiarnos directamente de los méritos de Jesucristo, en la medida en que nos vinculemos sinceramente a la celebración de la Santa Misa. En esta admirable acción sagrada, se hace presente para nosotros, a través de los tiempos, toda la fuerza salvadora de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo nuestro Señor.

Esto puede parecer poco real, a simple vista. La grandeza inimaginable que entraña la celebración litúrgica de los sagrados Misterios desborda nuestra inteligencia, y no siempre encuentra eco en nuestros sentimientos. Fácilmente puede invadirnos la duda con estos interrogantes: ¿Cómo puede ocurrir que Dios se haga realmente presente entre nosotros, y obre para nosotros la aplicación de la gracia redentora? ¿Cómo puede ser que, lo que ocurrió hace dos mil años, acontezca ahora entre nosotros sin repetirse y sin que lo veamos ni lo podamos comprender con nuestra inteligencia limitada?

2.- Sin embargo, a poco que meditemos o nos paremos a pensar en lo que nos reporta la Redención de Jesucristo, iremos descubriendo el fuerte realismo y la gran repercusión que estos sagrados Misterios tienen en nuestra vida. ¿No lo hemos descubierto, de alguna forma, al experimentar el gozo de ser perdonados plenamente en el Sacramento de la Penitencia? ¿No es suficiente muestra de la acción del Señor, entre nosotros y para nosotros, la paz interior que nos llena el alma cuando recibimos el Cuerpo de Cristo con verdadera unción y recogimiento? ¿Podemos dudar de que el Señor actúa cerca de nosotros cuando sentimos el profundo consuelo que encontramos en la oración entretenida ante Jesús sacramentado?

Claro está que, para que todo ello sea experiencia nuestra, es necesario vivir coherentemente con el Evangelio, y prepararnos debidamente mediante la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia.

Es necesario, también, que nos preparemos debidamente para la Sagrada Comunión, y que nos acerquemos a recibir el Pan de vida con la admiración que invade el espíritu cuando nos percatamos de lo verdaderamente grande, sobrenatural y divino que contienen y realizan los Sacramentos de la Iglesia.

Es imprescindible, al mismo tiempo, que nos pongamos en actitud de oración y meditemos sobre el Misterio de Cristo. Esta es una muy buena ayuda para no sucumbir a la rutina o a la incorrecta distracción.

Los misterios de Dios no son verdaderos porque nosotros los comprendamos, o porque los descubramos con evidencia como fuente de gracia, sino porque Jesucristo los instituyó como acciones en el tiempo por las cuales Él mismo obra, en la Iglesia, para nosotros las salvación.

Es necesario ser asiduos en la oración, acudiendo a ella no solo como quien recurre a un medio para alcanzar determinados dones del Señor; sino, sobre todo, como quien se acerca a Dios Padre, que tiene derecho a tenernos cerca porque somos sus hijos, porque desea escucharnos y hablarnos. Él nos quiere infinitamente y ha dado su vida para tenernos cerca de él y hacernos partícipes de su gloria.

3.- Todo ello requiere fe. Y, para cultivar la fe recibida en el Bautismo, es necesario que entendamos que la misma fe es ya un obsequio que Dios nos infunde como una semilla cuyo desarrollo nos corresponde.

La fe, que nos permite experimentar vivencialmente cuanto venimos diciendo, es ya un misterio. Consiste en creer lo que no vemos, y en adherirnos de corazón a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, a Quien tampoco vemos, y cuya Trinidad de Personas en indestructible unidad fundamenta nuestra vida cristiana y nuestra capacidad de salvación. Creer en la Santísima Trinidad es condición indispensable para salvarnos como cristianos. De hecho, tanto la sagrada Liturgia como la piedad popular nos invitan a iniciar toda acción importante en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, la Iglesia nos propone constantemente, como alabanza a Dios, decir con devoción: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”

4.- Pues bien: todo esto sería imposible en nosotros, si Cristo no nos hubiera redimido. Su misma redención podría parecernos mera promesa incumplida, si después de la muerte redentora, Cristo no hubiera resucitado. Pero como Jesucristo ha resucitado, lo que parece imposible es plenamente cierto para los que creemos, para los que gozamos del inmenso don de la fe. Por tanto, podemos y debemos buscar, como lo más importante de nuestra existencia, aquello que el Señor nos depara como dones divinos. Sólo aprovechándolos debidamente podremos lograr el disfrute eterno de su gloria en los cielos.

Esto es lo que da sentido a nuestra existencia, a la vida y a la muerte, al dolor y a las alegrías, al trabajo y a la relación con las personas, a la salud y a la enfermedad.

Esto es lo que nos permite vivir con entereza los momentos y los trances difíciles; y ofrecer a Dios, unidos a la Cruz de Cristo, todo lo que somos y tenemos, todo lo que hacemos y todo lo que nos acontece.

5.- La resurrección del Señor es un hecho cierto, verdaderamente acontecido en el tiempo. La Secuencia que acabamos de escuchar canta a la resurrección del Señor, diciendo: “Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es la Vida / triunfante se levanta”.

A nosotros corresponde, movidos por la fe, elevar nuestra súplica al Todopoderoso, con las misma palabras de la Secuencia, que termina diciendo: “Rey vencedor, apiádate / de la miseria humana / y da a tus fieles parte / en tu victoria santa”.

QUE ASÍ SEA

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