HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO

Mis queridos hermanos Sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas, religiosas, seminaristas y seglares todos:

1.- El Pueblo de Israel, figura del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia, se libró de la muerte de sus primogénitos, porque la sangre del cordero los identificaba ante el Ángel exterminador. Esa sangre era la del Cordero Pascual que habían de comer, en acto verdaderamente litúrgico y bellamente significativo, antes de salir a caminar por el desierto hacia la Tierra Prometida.

El cordero, cuya sangre marcó las casas de los israelitas, es la imagen de Jesucristo. San Juan Bautista le señala entre la gente diciendo: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Y el Sacerdote, al presentar la sagrada Hostia antes de la Comunión, repite estas mismas palabras. Con ello se nos quiere manifestar que Jesús es el cordero cuya sangre derramada en la Cruz, nos libró de la esclavitud del pecado; sangre con la que fue rubricada la Nueva y Eterna Alianza establecida por Dios a favor del hombre; sangre que nos identifica ante el Señor y nos libra del maléfico poder de la muerte que el pecado lleva consigo. La muerte espiritual causada por el pecado nos somete a la más nefasta esclavitud. Esa muerte es la que merecemos por oponernos a Dios, como la merecieron los egipcios por oponerse a la voluntad de Dios que quería liberar a su Pueblo de la esclavitud extranjera.

2.- Hoy celebramos la institución de la Cena Pascual que, realizada de una vez para siempre, se hace plenamente actual para nosotros, de modo que podamos participar del Cordero de Dios en la sagrada Comunión. Su sangre, derramada por nosotros en su Pasión y Muerte voluntariamente aceptada, es verdadera bebida que nos libra de la muerte interior, posibilita y fortalece nuestra vida espiritual, y nos capacita para gozar de la vida bienaventurada, de la tierra prometida que se presenta a los Israelitas como la tierra que mana leche y miel.

Derramar voluntariamente la propia sangre en beneficio del prójimo es un inconfundible signo de amor. San Juan nos dice: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

El amor que Cristo llevó al extremo con su Pasión y muerte redentoras, debe ser imitado y manifestado por nosotros, como auténticos discípulos del Señor.

Ese amor se manifiesta en el servicio humilde y generoso, significado en el lavatorio de los pies que Jesús llevó a cabo antes de sentarse a la mesa en el Cenáculo .

Ese amor tiene su consumación en la entrega plena de sí mismo en beneficio de los más necesitados. Sabemos muy bien que la mayor necesidad, la mayor pobreza consiste en vivir lejos de Dios. Esta desventurada situación viene causada por el pecado. Por tanto, el más necesitado es quien vive en pecado. Por tanto, la primera obra de caridad con el prójimo ha de ser ayudar al pecador a liberarse del pecado. Para ello, en muchas ocasiones habrá que comenzar por darle a conocer el verdadero rostro de Dios manifestado en Jesucristo. De ahí que el deber primordial del cristiano es el apostolado, la evangelización, la manifestación del verdadero rostro de Cristo, expresión culminante del amor de Dios, cordero que se entrega voluntariamente para pagar con su sangre las deudas que nosotros contrajimos por el pecado.

3.- La lección que el Señor nos da en el primer Jueves Santo, invitándonos, a la vez, a que la aprendamos y le practiquemos es tan clara como ésta: “Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 15).

En este mundo abunda más el egoísmo que la entrega generosa. Por eso destacan más las conductas innobles que las acciones motivadas por el amor limpio y desinteresado. Al menos, eso es lo que nos llega por los medios de comunicación y por la propia experiencia. En este ambiente, la enseñanza y el testimonio de Jesús acerca del amor es verdaderamente revolucionario. Y, cuando, además, se atreve a decir de los “Maestros de la ley mosáica que cargan pesos pesados sobre los hombros ajenos pero ellos no ponen ni un dedo para ayudar, y que, en consecuencia, se debe hacer lo que dicen pero no lo que hacen (cf. Mt. 23, 1-12), su discurso tiene todas las apariencias de subversivo; al menos, ponía en evidencia a quienes se consideraban con autoridad para imponer la verdad de la que se manifiestan poseedores.

De tal modo el Amor es central en el mensaje de Jesucristo, que, al terminar la Cena en que instituyó la Eucaristía y el Sacerdocio, dice a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn. 13, 34). En verdad, “Dios es amor”, nos dice S. Juan (1 Jn, 4, 8). Ese mandamiento constituirá la norma fundamental y primera para el cristiano, y el motivo y raíz de la comunión eclesial que el Señor siembra y establece como la esencia de las relaciones entre los cristianos y entre las instituciones eclesiales.

4.-La vivencia del amor a Dios se refleja en el amor a los hermanos. Amor que es muy distinto de la simple compasión, emotiva y selectiva, motivada por el impacto conmovedor que producen en el alma humana determinadas situaciones ajenas.

El Amor auténtico de que nos habla el Señor, y con el que él mismo nos ama, es capaz de transformar el mundo, porque lleva en sí toda la fuerza de la verdad, de la justicia y de la paz que tanto anhela el hombre, y que tanta falta le hace a nuestra sociedad. Amor que debemos predicar y testimoniar con toda claridad, humildad y constancia.

Al reflexionar sobre el amor del que nos da muestra exhaustiva Jesucristo con su palabra y con su vida hasta su muerte, no podemos menos que postrarnos interiormente ante el Señor suplicando el perdón por nuestros contratestimonios, y decidirnos a una clara conversión de nuestras actitudes y conductas.

La ingente fuerza de la verdad de Cristo, queda seriamente dañada y mermada por los malos ejemplos que damos los cristianos en los diferentes ámbitos en los que estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Y estos malos ejemplos crecen en repercusión destructiva cuando nos manifestamos abiertamente exigentes con los demás sin retirar la viga del ojo propio.

5.- En este Año Sacerdotal, convocado por el Papa Benedicto XVI, y en el día en que Jesucristo instituyó el Sacerdocio ministerial para hacer presente sacramentalmente al Señor en la historia, unámonos en la plegaria por los sacerdotes. El Papa estableció como lema para los sacerdotes en este año: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del Sacerdote”. Hagamos de este lema el contenido de nuestra oración por los pastores que el Señor ha puesto para conducir su rebaño en el amor y la esperanza, hacia la verdad, la justicia, la paz y la vida feliz junto al Señor por toda la eternidad.

Al mismo tiempo, oremos constantemente para que el Señor envíe operarios a su mies; supliquemos con fe y esperanza que conceda a los jóvenes que Él llama al sacerdocio ministerial la gracia de escuchar y seguir la vocación divina; pidamos que sean capaces de superar todas las dificultades y aparentes impedimentos que puedan encontrar en sí mismos y en el mundo en que viven.

Oremos también por las familias cristianas, para que lleguen a descubrir el inmenso don que es el Sacerdocio, y den gracias a Dios si les distingue llamando a uno de sus hijos al servicio sacerdotal en la Iglesia.

No perdamos la esperanza en la bondad del corazón de los jóvenes. El Papa Benedicto XVI dirigiéndose al Congreso internacional de Pastoral vocacional, dice de los jóvenes que tienen “un corazón a menudo confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia” (4 de Julio de 2009). Estas palabras nos convocan a un trabajo serio, paciente y continuado a favor de la evangelización y ayuda a los jóvenes en la familia y en nuestras comunidades parroquiales. Esta sociedad no facilita el descubrimiento de Cristo y el conocimiento de su verdadero rostro. Quien no conoce al Señor no puede reconocer su voz, ni llegar a quererle hasta el punto de entregarse a él consagrándose plenamente a su servicio.

6.- Al meditar en la riqueza de los dones que el Señor ha concedido a su Iglesia con la Eucaristía y el Sacerdocio, cuya acción está orientada a nuestra salvación, sintámonos deudores de la magnanimidad divina, como nos enseña el salmista hoy diciendo: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” Y respondamos también como el salmista: “Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre” (sal. 115). La mejor forma de agradecer a Dios todo lo que nos concede gratuitamente es, pues, unirnos a Él en la Eucaristía en la que se entrega por nosotros y para nosotros.

Vivamos, pues, intensamente esta celebración eucarística en el día de su institución, que la Iglesia ha considerado como el día del amor fraterno.

QUE ASÍ SEA

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