HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos seminaristas, religiosas y seglares:

La liturgia del Viernes santo nos pone crudamente ante el misterio de nuestra redención. La celebración de ese Misterio de salvación sorprende nuestra inteligencia, porque nos presenta la muerte del justo como la fuente de vida para los pecadores.

En verdad, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muere en la cruz entregándose como ofrenda plena al Padre. Con ello expresa hasta qué punto debe ser obedecido y honrado el Señor de cielos y tierra, principio y fin de toda existencia, y fuente de vida eterna. Obedeciendo y honrando a Dios, fuente de vida porque es la vida misma, hasta el fracaso, el dolor y la muerte se convierten en puerta para la vida plena.

Por el contrario, la desobediencia a Dios, que es el núcleo de todo pecado, reporta la muerte espiritual; y hasta los momentos de felicidad terrena y de satisfacción personal, llevan consigo la muerte interior, y causan la insatisfacción que abruma el fondo de la persona. El ansia de vida, y la confusión de la felicidad y la vida con el goce material lleva a las personas que así viven, a buscar en nuevas y más fuertes experiencias sensibles y terrenas, la felicidad que una y otra vez se les escapa.

Esa desobediencia a Dios que es el pecado, consiste en la torpeza de buscar la vida fuera de la fuente de la vida. Y esa torpeza cierra el acceso a la esperanza contra toda esperanza, y siembra en el espíritu el más duro pesimismo. Las personas necesitamos esa esperanza bien fundada, porque tenemos que enfrentarnos con los inevitables obstáculos y sinsabores de nuestra existencia contingente y limitada; y, si no tenemos un motivo bien fundado que nos permita mantener la esperanza en un triunfo seguro, inmediato o futuro, nos vemos abocados a un implacable fracaso que nos hace sentirnos impotentes para afrontar la vida; y esa es la mayor frustración y la fuente del sinsentido que es la más cercana imagen de la muerte.

Sólo al conocer y aceptar, nuestra realidad esencial, que es la de ser creados por Dios a su imagen y semejanza, brota en el alma la confianza de poder participar de la vida que emana de Dios, y que permanece por encima de toda apariencia de muerte.

Sólo al saberse unido esencialmente a Dios, que es el principio y el fin de nuestra existencia y el amor que nos distingue con su permanente atención y cuidado, puede el hombre entender su existencia como un camino hacia la vida, y no como un período en el que se siente el ansia innata de felicidad y se experimenta la permanente decepción causada por no poder alcanzar la felicidad ansiada

La fuente de nuestra felicidad está en la fuerza divina que nos permite vencer los obstáculos derivados de las adversidades y limitaciones de nuestro mundo y de nuestra misma naturaleza.

La fuerza necesaria para lograr y mantener el equilibrio interior está en la gracia de lo Alto, que rompe la desazón interior, la amargura y la desesperanza.

La falta de horizontes y de esperanza imposibilita vivir en paz, y entender la vida como un camino hacia la felicidad verdadera y definitiva, cuyo adelanto se encuentra en la cercanía de Dios y en la vida evangélica durante los días de nuestra existencia terrena.

La obediencia a Dios y la paz interior que de ella deriva, son dos elementos de una misma realidad. Quien obedece a Dios está pacificando su alma, porque está situando su vida en el equilibrio en que fue creada por Dios. Quien desobedece a Dios está sacando su vida de la órbita en que Dios la puso al crearla. Esa órbita es la cercanía de Dios y el flujo de vida y de paz que mana de Quien es la fuente de todo lo bueno que necesitamos para que nuestra existencia no sea un absurdo.

Con su obediencia al Padre hasta la muerte sacrificial, Cristo nos manifiesta con toda claridad que la vida verdadera es Dios, y que sólo se puede gozar uniéndose a Jesucristo en la plena obediencia al Padre.

La muerte de Jesucristo, que tiene todos los elementos del más tremendo fracaso social, es puerta que abre a la vida, porque se consuma con un canto de obediencia consciente a Dios. Jesucristo entrega su alma al Padre haciendo suyas, antes de espirar, estas palabras del Salmo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal. 30).

Que en este Viernes Santo prestemos atención al testimonio de Jesucristo. Aprendamos del Señor la obediencia incondicional al Padre poniendo nuestra vida en sus manos, puesto que de sus manos salió como fruto del amor divino. Hagamos un acto de fe aceptando que sólo en manos de Dios podemos seguir disfrutando del amor infinito que nos capacita para obrar el bien. Sólo unidos al Señor, que nos ama hasta entregar su vida para que alcancemos la vida eterna nos abrimos al gozo de la felicidad plena y definitiva.

QUE EL SEÑOR NOS CONCEDA ESTA GRACIA.

No hay comentarios: