HOMILÍA EN EL DOMINGO DE RAMOS

Domingo, 28 de marzo de 2010

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, querido diácono y seminaristas

Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares:

1. Con frecuencia se oye decir que fue una bendición vivir cerca de Jesucristo cuando recorría los caminos de Galilea y de Judea. Es cierto. Ser compañero, paisano, discípulo directo de Jesús pudo ser, para muchos, un don insuperable. Pero no cabe duda de que, para la mayor parte, fue una experiencia compleja, difícil, sorprendente y hasta desconcertante. El Señor sabía que sorprendía y desconcertaba. La vida de Jesús era una constante provocación.

Por una parte decía: “Yo no he venido a suprimir la Ley y los profetas, sino a darle cumplimiento” (Mt 5, 17) Y, a continuación, decía: “Hasta ahora se ha dicho, amarás a tus y odiarás a tus enemigos; pro yo os digo: amad a vuestros enemigos, a los que os persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). Y quiso salir al paso del desconcierto que podía causar su vida. Por eso, después de anunciar su pasión y muerte, se transfiguró sobre el monte Tabor. La imagen de Jesucristo glorioso, y las palabras del Padre señalándole como el Hijo de su complacencia, a quien debíamos escuchar y seguir, constituyeron un apoyo fundamental para la fe de los apóstoles. Así y todo, algunos dudaron al presenciar su pasión y muerte en la cruz, ajusticiado, como un traidor y blasfemo, por parte del Sanedrín, con el consentimiento de las autoridades romanas. Ahí está el desconcierto y la decepción de los discípulos de Emaús que se iban de Jerusalén porque ya no confiaban en la resurrección anunciada por Jesucristo, al pasar tres días sin tener noticia de ello.

2. En verdad, la historia de Jesucristo sobre la tierra, es del todo coherente. Había venido a salvarnos llevando hasta su último extremo la obediencia al Padre, en contra de la postura de los pecadores que consiste en llevar hasta el extremo la autosuficiencia humana incluso frente a Dios.

Pero no cabe duda de que esa coherencia no era fácilmente perceptible a simple vista. La gente le oía hablar y le escuchaba como quien tenía autoridad; le veía realizar prodigios como la multiplicación de los panes y los peces; presenció su poder expulsando demonios y resucitando muertos; junto a todo esto, los que le seguían no podían entender fácilmente, que fuera condenado a muerte y crucificado entre dos ladrones. Por tanto, la fe de sus discípulos y contemporáneos se vio fuertemente probada.

3. Nosotros, en cambio, hemos recibido el don de la fe en el Bautismo, y hemos constatado la noticia de la resurrección de Cristo, no solo mediante la palabra de la Iglesia, sino también con el testimonio elocuente de quienes, a lo largo de la historia, han gozado de la luz de la fe y han testimoniado heroicamente su adhesión a Jesucristo Salvador. La Iglesia y los Santos, que en ella han brillado con el resplandor de la fidelidad a toda prueba, nos han demostrado que la pasión y muerte de Cristo son los pasos siguientes a su predicación y a sus milagros, y el pórtico de su Resurrección gloriosa.

Todo ello constituye el Evangelio, que es promesa de salvación, camino hacia la verdad, apoyo en la prueba, palabra que orienta y consuela, historia que nos muestra al Hijo de Dios comprometido con el hombre para salvarle, y fiel cumplidor de la voluntad del Padre que le había encomendado esa sublime misión de amor infinito.

4. En el Domingo de Ramos, que hoy estamos celebrando con toda solemnidad interior y con gran cuidado exterior, se nos hacen presentes los acontecimientos que causaron sorpresa y desconcierto a los contemporáneos de Jesucristo; a saber: su prestigio, poder y gloriosa aclamación como el Mesías liberador, en la entrada triunfal en Jerusalén; y su pasión y muerte. Esto hemos proclamado en la lectura del evangelio que precede a la procesión de los Ramos, y en la lectura de la Pasión con que ha culminado hoy la liturgia de la Palabra.

Para nosotros, esta doble faceta del ministerio de Cristo ya no es desconcertante, porque sabemos que Cristo ha resucitado, que ascendió a los cielos, y que está sentado a la derecha del Padre; y que, desde allí, ha de venir, con pleno poder y majestad, para juzgar a vivos y muertos, colmando así la manifestación plena del amor, del poder y de la gloria infinita de Dios.

5. Para nosotros, la contemplación de la Pasión y Muerte del Señor, a la luz de la Resurrección, es una llamada a la reflexión y a la conversión, sin la cual hacemos baldía en nosotros la gran gesta de Cristo Redentor.

Al mismo tiempo, la celebración litúrgica de estos sagrados Misterios, que constituyen la mayor de las manifestaciones de lo que Dios nos quiere, y de la magnitud de su misericordia, ha de llevarnos a procurar unirnos cada vez más al Señor, convencidos de que la fidelidad a Dios nos lo pide todo porque la magnanimidad de Dios nos lo ha dado todo.

6. Desde esta convicción de fe, debemos disponernos a vivir con intensidad la Semana Mayor de los cristianos, que, por la grandeza de los misterios divinos que en ella celebramos, recibe el nombre de “Semana Santa”.

Para vivir correctamente estos días de gracia, acerquémonos al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, y pongamos ante él, con humildad y esperanza, pidiéndole que nos haga cada vez más sensibles a su gracia y más abiertos a su palabra, para aprender su mensaje y seguir sus pasos por el camino de la santidad.

La Sagrada Eucaristía, en la que celebramos la vida, pasión, muerte, resurrección de Cristo, nos transforme interiormente y nos una al Señor para que nuestra vida sea testimonio de su amor.

QUE ASÍ SEA

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