DOMINGO QUINTO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Nuestra fe, que es un don de Dios recibido en el Bautismo, nos permite conocer y aceptar la promesa del Señor. La fe se alimenta con la escucha atenta y religiosa de la palabra divina. A la escucha de la Palabra de Dios estamos llamados, especialmente durante el tiempo de Cuaresma.

Al acercarnos al final de los días dedicados a nuestra conversión y a prepararnos para la próxima celebración de los Misterios de nuestra Redención, la promesa del Señor se nos presenta en su palabra mediante figuras verdaderamente estimulantes. El Profeta Isaías alienta nuestra fe en la obra de Dios a favor de su Pueblo con estas palabras: “Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas:…Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, ríos en el yermo” (Is. 43, 16. 19).

Con estas palabras el Señor nos da a entender que, cuando venga el Mesías, cambiará los esquemas y costumbres del Pueblo, que estás muy ceñido a los ritos y las leyes. El pueblo mantiene el corazón muy lejos de lo que el Señor quiere indicarnos con su Decálogo y con las lecciones que fue dando a través de los tiempos, mediante la intervención de los verdaderos profetas.

El Señor había dicho a través del salmista: “Los sacrificios no te satisfacen. Si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias “ (Sal 50, 18-19). Sin embargo, los escribas y fariseos, celadores y maestros de la ley, no habían entendido el mensaje divino. Se habían quedado anclados en la aplicación del rigor literal de la ley. De este modo se situaban frente a los miembros del Pueblo de Dios, en lugar de educarles dándoles a entender lo que Dios quería enseñarles y el camino por el que deseaba conducirles. En verdad, a los Escribas y fariseos no les importaba demasiado la suerte de sus hermanos. Jesucristo, conociéndoles bien, había dicho de ellos que cargaban pesos pesados sobre los hombros ajenos y no eran capaces de poner ni un dedo para ayudar.

Pues bien, hoy el Santo Evangelio nos muestra un claro ejemplo de lo que venimos diciendo. Un grupo de escribas y fariseos llevaron ante Jesús una mujer sorprendida en adulterio. Dice el Evangelio que se la presentaron “para comprometerlo y poder acusarlo” (Jn. 8, --). La ley de Moisés mandaba apedrear a las adúlteras. Si Jesús aceptaba que la apedrearan, ¿Dónde quedaba el amor y la misericordia que predicaba? Y si rechazaba lo prescrito en la ley de Moisés, se ponía claramente contra la identidad del Pueblo escogido y declaraba abiertamente su infidelidad como Judío que era.

Jesucristo, que había venido a salvar lo que estaba perdido, sintiéndose molesto por la hipocresía de aquellos pretendidos maestros del bien y defensores de la justicia, les pone en evidencia diciéndoles: "el que esté sin pecado que tire la primera piedra". Luego tuvo la paciencia de esperar a que cada uno reaccionara ante los posibles riesgos de quedar avergonzados en público. Todos se fueron dejando las piedras en el desorden que ellos mismos tenían en su alma.

La lección de Jesús no tiene detalle que perder. Dispuesto a perdonar a la mujer, se puso de pie ante ella. ¡Qué lección de respeto a la mujer, tan menospreciada en aquella cultura y en aquel pueblo! Y, al mismo tiempo, qué lección de amor, capaz de pasar por encima de toda ofensa, según dirá luego S. Pablo: “El amor es paciente y bondadoso…todo lo espera… El amor no pasa jamás” (1 Cor. 13, 4.7-8). Por eso, Jesucristo perdona a la mujer y le da una nueva oportunidad; “anda y en adelante no peques más” (Jn. 8, 11).

La enseñanza que se desprende de este pasaje es tan sencilla como comprometedora: Jesucristo no consiente el pecado, sino que lo perdona; no pasa por alto la responsabilidad del pecador, sino que la conduce hacia la justicia y la humildad; y no permite que nadie se erija en juez definitivo del hermano. Y, lo más importante, es que ofrece una nueva oportunidad para que el pecador se convierta y dé muestras de fidelidad. La paciencia de Dios abre a la esperanza el corazón del pecador arrepentido. Por la misericordia infinita de Dios estamos siempre a tiempo si obramos con rectitud de intención.

No cabe duda de que nosotros somos más duros e intransigentes con los demás que con nosotros mismos. Sin embargo pretendemos con frecuencia presentar un rostro solidario y fraternal. Para ello muchos, se defiende una tolerancia que no es comprensión, sino permisividad, sin referencia alguna a la verdad objetiva y al bien por excelencia. Esto ocurre con demasiada frecuencia en nuestra sociedad, y habrá que denunciarlo, para que todos sirvamos a la verdad sin confundir el perdón con la supresión de la conciencia de pecado ; y sin olvidar que el amor a la ley de Dios no puede separarse del amor a las personas. El amor de Dios es infinitamente más grande que nuestros pecados. Por eso murió en la cruz y nos brindó, para siempre, la gracia del perdón y la oportunidad de invocar la misericordia divina gozando de su abundancia.

Aprovechemos los últimos días de la Cuaresma prestando mucha atención a las enseñanzas de Jesucristo, y siguiendo su testimonio de amor universal, defensor de la verdad y la justicia, e indulgente con quienes no la respetan pero se arrepienten de ello.

Demos gracias al Señor por su infinita bondad y misericordia.

QUE ASÍ SEA

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