DOMINGO CUARTO DE CUARESMA

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Estamos en un tiempo especialmente propicio para la reflexión acerca de la forma cómo conducimos nuestra vida en relación a como nos orienta el Evangelio de Jesucristo. Y, en esta reflexión, una cosa que observamos es que, a pesar de los renovados propósitos de conversión que hacemos, impulsados por la insistente, amorosa y paciente llamada del Señor, nuestros pasos no acaban de orientarse en la dirección debida. Las infidelidades y torpezas, errores y egoísmos siguen salpicando nuestra vida. Seguimos pecando.

A la vista de ello, conviene tener muy en cuenta que el pecado, no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace perder la sensibilidad para percibir la verdad y el bien. Comportándonos así avanzamos por el camino de la confusión; y podemos llegar a pensar que son coherentes con el Evangelio, unas actitudes y conductas que no son, de ninguna forma, buenas. Así, poco a poco, podemos ir evolucionando hacia la pérdida de la conciencia de pecado; y, en ese caso, ya no podemos ejercitar correctamente la auténtica conversión a que nos llama el Señor durante la Cuaresma. Por el contrario, podemos terminar acomodando el bien y el mal a nuestro propio criterio muy condicionado por los apetitos y por las influencias ambientales, discordes con el Evangelio de Jesucristo. Esta es una realidad muy presente entre los cristianos que no se toman en serio el conocimiento y el seguimiento de Jesucristo. Por ello abundan los que, presumiendo de cristianos, critican sin verdadero fundamento al Magisterio de la Iglesia, presumen de pertenecer a una Iglesia concebida a su propia medida, y provocan escándalo o desorientación entre las gentes sencillas.

2.- Esta debió ser la situación del hijo pródigo. En primer lugar, se consideró con derecho a administrar a su propio gusto los bienes que el Padre fue procurando con su esfuerzo y buen criterio para la atención de su familia. El hijo pródigo se sintió propietario de lo que no se había ganado; y lo reclama en vida del Padre, antes de que el Padre decidiera sobre el destino de los bienes familiares. En segundo lugar, el hijo pródigo tergiversó el sentido y función de esos bienes; y, en lugar de utilizarlos para organizar su vida según la verdad, la justicia y el amor que había aprendido en la casa paterna, los dilapida con el derroche al que le aboca el pecado. Y, en tercer lugar, este hijo desalmado, no pensó en una correcta administración de los bienes recibidos. Esto le llevó a experimentar con toda crudeza el hambre y la miseria, hasta el punto de anhelar las algarrobas que comían los cerdos a los que tuvo que cuidar, sin que, a pesar de ello, nadie le diera de comer. Buena lección ésta para nosotros ante el peligro de vivir en la tibieza y en la mediocridad cristianas que nos llevan a la peor de las suertes que consiste en carecer de la atención y el alimento de la casa paterna.

3.- Cuando comenzamos a reducir la atención que debemos al Señor; cuando vamos dejando la dedicación del tiempo que merecen la oración, la preparación y la práctica del sacramento de la Penitencia; cuando descuidamos la debida participación en la Eucaristía, y la santificación del Domingo, que es el Día del Señor, de la Iglesia y del Encuentro festivo con Jesucristo resucitado, entonces nos estamos abandonando a la inercia de una peligrosa pendiente que nos hace perder la altura de miras y de proyectos. La presión de esa pendiente nos aboca a la inmediatez de lo material y de lo sensiblemente agradable. Y el fin de este lamentable descenso es, como en el caso del hijo pródigo, el empobrecimiento espiritual hasta la miseria del sinsentido, de una rutina absolutamente insatisfactoria, y de la sensación de un fracaso insalvable.

4.- No obstante, Jesucristo nos enseña que Dios es Padre, que vive pendiente de sus hijos por los que ha hecho lo indecible, hasta sacrificar a su propio Hijo para salvarnos de la torpeza, de la miseria y de la perdición.

Dice el Evangelio de hoy, que el Padre, pendiente siempre del deseado y posible regreso del hijo pródigo, se asomaba por si podía ver a su hijo de regreso a casa. Y, cuando lo vio acercarse, ”se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo” (Lc. 15, 20).

Este breve pasaje evangélico nos manifiesta, con palabras del mismo Jesucristo, el interés de Dios por nosotros y por nuestra salvación. El gesto del Padre, conmoviéndose y echando a correr al encuentro del hijo, expresa deliciosamente la medida del amor paternal, que no se marchita a pesar de la insensatez, del egoísmo y del comportamiento caprichoso que había llevado al hijo a abandonar desalmadamente al Padre, y a perderse en la más vergonzosa miseria.

Pero sorprende aun más, el hecho de que el Padre no se quedara en la complacencia personal de haber recuperado al hijo perdido, sino que pasara inmediatamente a su renovación interior y exterior, dando órdenes para que le preparan el mejor traje (signo de la limpieza personal), el anillo (que simboliza la pertenencia a la familia), y sandalias para (que no se hiera en el camino de la vida nueva que acaba de recuperar), y el cordero cebado (signo de la mejor mesa en la celebración de los más grandes acontecimientos.

5.- Al contemplar esta escena, vienen a la mente aquellas consoladoras palabras con que Jesucristo nos invita a la confianza en la misericordia de Dios: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. 15, 7). Esta es la mejor llamada a la conversión. Este debe ser el motivo que nos impulse a unirnos a Dios desde una fe sincera, no buscando tanto la liberación de la propia miseria, cuanto complacer a Dios que nos ama infinitamente. Así lo expresa el poeta diciendo: “no me tienes qué dar porque te quiera,/ porque aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”.

6.- Meditemos, pues, en la inmensidad del amor de Dios hacia cada uno de nosotros. Pesemos, por un momento, en el precioso gesto de la propia conversión cuando es motivada por dar a Dios la gran alegría que expresa hoy en la parábola evangélica.

Aprovechemos la Cuaresma para recuperar la conciencia de nuestra identidad y la medida de nuestra ingratitud cuando pecamos.

Reflexionemos hasta llegar a la conclusión de que es contradictorio, o al menos tremendamente lamentable, conocer el amor de Dios y no corresponderle.

Que éste sea nuestro propósito en los últimos días de Cuaresma, como la mejor preparación para celebrar en el Semana Santa, los Misterios del amor redentor de Dios en favor nuestro.

QUE ASÍ SEA

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