HOMILÍA EN LA FIESTA DE S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos miembros de la Prelatura del Opus Dei,
y miembros colaboradores,hermanas y hermanos todos:

1.- En la oración inicial de la Santa Misa, hemos reconocido ante el Señor que la santidad y el apostolado constituyen dos dimensiones inseparables de toda vocación de Dios sobre cada uno. Sin embargo, muchas veces, dejándonos llevar de una apreciación equivocada pero diluida en el ambiente, consideramos que la santidad es un heroísmo reservado a quienes el Señor dota de unas cualidades especiales. Del apostolado, y por motivos muy semejantes, pensamos que es tarea de los que pueden ir por delante porque cuentan con el propio testimonio de rectitud y fidelidad. Al mismo tiempo, se piensa con frecuencia, que el apostolado es tarea de quienes disponen de tiempo para dedicarse a obras especiales de adoctrinamiento u orientación en favor del prójimo.

Estas impresiones, están bastante extendidas entre los cristianos. Afectan incluso a muchos de los que, en el ámbito de los conceptos o de la teoría, piensan que la santidad y el apostolado son un deber de todos. Con estos criterios o sensaciones podemos vernos abocados a la decisión de seguir al Señor y de aprovechar su gracia, pero dentro de ciertos límites de prudencia humana, y sin estridencias, sin desentonar demasiado respecto de los ambientes en que vivimos.

Es verdad que estas actitudes no suponen encender una vela a Dios y otra al diablo, pero no cabe duda de que están muy en la línea delos comportamientos del joven rico. Cuando el Señor le pidió que se tomara las cosas en serio y sin tapujos ni concesiones a la concupiscencia, bajó los ojos entristecido y se marchó.

2.- El Magisterio solemne de la Iglesia, fiel transmisor del espíritu evangélico y, por tanto, de la enseñanza de Jesucristo, nos dice en el Concilio Vaticano II: “El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: (Mt. 5, 48)” (LG. 40).

No obstante, la inercia social puede llevarnos fácilmente a lamentables errores de apreciación en cuestiones importantes, con muy serias repercusiones en nuestra vida. Uno de estos posibles errores es la convicción generalizada de que las cosas importantes requieren estrategias y acciones sobresalientes, más o menos llamativas, pero, en cualquier caso, muy notables. Esta es una conclusión a la que puede llegarse por contagio, puesto que vivimos inmersos en un ambiente a todas luces competitivo y servilmente admirador de los grandes éxitos, de los premios, de los triunfos claramente reservados a personas especialmente dotadas. Con esta mentalidad es fácil creer que la llamada a la santidad queda reservada a personas especialmente dotadas para grandes gestas. Ante ello, si reconocemos nuestra pequeñez y experimentada debilidad, lo propio sería retirarse a los campos de una santidad de segundo orden, que viene a ser como una hermana de la tibieza o de la mediocridad. Y, como ello no sacia nuestro corazón, podemos ir acercándonos, por ese camino, a la decepción de nosotros mismos y al desánimo, o a una actitud acomodaticia que no sirve más que para salvar las apariencias. Tengamos en cuenta que este comportamiento, pronto o tarde, se descubre, y ocasiona esos juicios de hipocresía o de contemporización, que muchas veces se vierten contra los cristianos.

3.- Ante todo ello, es el Señor quien sale al paso y, no consintiendo que nos resignemos a la mediocridad o al fracaso, nos dice: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar” (Lc. 5,4). Aunque esta orden del Señor pudiera parecernos un tanto desconsiderada porque nuestros esfuerzos anteriores no pudieron alcanzar los frutos deseados, como ocurrió a los apóstoles durante toda la noche entregados a la pesca, S. Pedro nos da una clara y sabia lección, respondiendo al Señor: “por tu palabra, echaré las redes” (Lc. 5, 5).

Queridos hermanos: la santidad no es cosa nuestra aunque en ella debamos agotar todas nuestras fuerzas, proyectos e ilusiones. La santidad es un don de Dios que el Señor concede a quienes toman la firme decisión de abandonarse a sus manos confiando en su palabra. Por tanto, puede acceder a la santidad quien acepta, por la fe, la llamada de Dios; puede alcanzar la santidad quien invoca la gracia del Espíritu Santo y toma la decisión de ponerse en camino confiando en la palabra del Señor que nos convoca a la perfección como comportamiento lógico de los hijos del Padre celestial que es Santo.

Desde esta perspectiva, la santidad, además de ser una llamada universal, es una posibilidad universal. A la vez, la santidad está tan a la mano de cada uno como en nuestras manos está, con la ayuda de Dios, hacer bien lo que nos corresponde hacer cada día y en cada momento.

4.- La santidad está reñida con exhibiciones heroicas y con la sospecha de que se puede alcanzar con la superficialidad y premura con que se buscan los éxitos fáciles.

La santidad consiste en vivir todos los días disponiéndose a escuchar y atender la palabra de Dios, a entregarse a la contemplación y a la acción, a realizar bien el trabajo propio dondequiera que cada uno lo tenga, a servir caritativamente al prójimo cualquiera que sea quien esté a nuestro lado, sin buscar prójimos extraños más o menos destacados o exóticos. Con ello, y sin más, podemos avanzar en el camino de la santidad, siempre que, a todo ello, nos mueva el amor a Dios y el deseo de serle fiel, como él ha sido fiel a su promesa de salvación universal aún a costa de la vida de Cristo su Hijo nuestro Señor.

La santidad es fruto, además, y por tanto, de la constancia, de la paciencia con nosotros mismos, de la capacidad de aceptar nuestras debilidades y de recurrir al perdón del Señor, infinitamente misericordioso.

La santidad, que es propia de los hijos de Dios, es posible, pues, para los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, como nos dice hoy S. Pablo en la segunda lectura.

5.- San Josémaría entendió bien este mensaje, y no solamente alcanzó la santidad por la que hoy damos gracias a Dios, sino que buscó la forma de orientar hacia ella a quienes le escuchaban. Por eso, con su conocido lenguaje y estilo, escribía: “¡A ver cuando te enteras de que tu único camino posible es buscar seriamente la santidad. Decídete –no te ofendas- a tomar en serio a Dios. Esa ligereza tuya, si no la combates, puede acabar en una triste burla blasfema” (Surco, 650). Y, advirtiendo acerca de la frecuente y sutil tentación de acomodarse al mundo, por la enorme presión que ejercen las miradas y los juicios ajenos, añade: “Te juegas la vida por la honra...Juégate la honra por el alma” (Surco, 614).

6.- Debemos estar muy atentos a la inmensa paradoja que nosotros mismos podemos construir como posible conclusión de una mirada parcial a la realidad. Esto es: estamos llamados a la santidad para transformar el mundo, y pretendemos excusar nuestro mediocre empeño en ser santos, precisamente en las dificultades que opone a ello el mal del mundo en que vivimos. Tendremos que pensar mejor las cosas. A saber: si es Dios quien nos ha llamado a la santidad y nos ha convocado a ser luz del mundo y sal de la tierra; si es Dios mismo quien nos ha creado, nos conoce mejor que nadie, nos ha dotado con las cualidades necesarias para cumplir con su voluntad en el medio propio de cada uno, y nos ha colocado en el jardín de Edén, que este mundo, para que lo guardemos y cultivemos, para que lo transformemos y lo ofrezcamos a Dios como gratitud por sus inmensos dones, no podemos excusar nuestra mediocridad y nuestra falta de entrega para la transformación del mundo precisamente en el hecho de que se n os opone con sus males, porque para vencer esos males nos ha enviado el Señor.

Muchas veces nos puede el miedo ante el peligro, o ante el dudoso resultado de nuestras acciones. Podemos decir que eso es muy humano y explicable. Pero también deberemos aceptar por la fe, que Dios no pide a nadie nada que sea superior a sus fuerzas. Y deberemos tener muy presente que, entre esas fuerzas, el Señor mismo ha puesto su ayuda misma. Por eso nos dice: “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os ayudaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (---).

La duda acerca de qué posibilidades tenemos para mantenernos en la lucha es tan explicable, en determinados momentos, como lo es, en otros, la duda acerca de cual sea nuestra propia vocación concreta. La Santísima Virgen sale a nuestro encuentro con su propio testimonio. No nos extrañe la duda que nace de nuestra limitación. Cuando María recibió el anuncio de su maternidad, sintió y manifestó, con sencillez y claridad, los interrogantes que brotaban instintivamente en su mente y en su corazón. Pero cuando entendió que el Espíritu de Dios iba a actuar en ella, entendió por la fe que todo era posible en ella puesto que el Señor lo quería.

Pidamos al Señor, por medio de la santísima Virgen, Madre suya y Madre nuestra, que aumente nuestra fe para creer sin reservas que nuestra santidad es voluntad expresa de Dios. Sólo así podremos decir, como María: “Hágase en mí según tu palabra” (---). Sólo así rezaremos al Padre en momentos de oscuridad o de debilidad, diciendo confiados: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”(---).

Unámonos en esta plegaria alentados por la indudable intercesión de San Josémaría, apóstol de la santidad que propuso como camino hacia ella, el esmero en el trabajo de cada día. Concluyo con un breve pero elocuente consejo suyo: “Es misión nujestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica” (Surco, 500).


QUE ASÍ SEA.

Homilía en el día de San Juan Bautista 2007

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,

Excelentísimas autoridades,

Religiosas, seminaristas,

Hermanas y hermanos todos:

1.- Suele ocurrir que los padres, cuando contemplan juntos al hijo recién nacido, se preguntan, ¿qué será de este niño o de esta niña el día de mañana?

Esta pregunta, nace de la evidente incapacidad que tenemos los humanos para conocer el futuro, y de la consiguiente incertidumbre que en ella se genera. Abrumados a veces por la experiencia de los males y peligros que acechan la vida de las personas desde la más tierna infancia, puede llegar a convertirse en ansiedad la oscuridad ante el futuro de los seres especialmente queridos. Ante ello no podemos más que albergar buenos deseos y asumir el compromiso de colaborar en la orientación adecuada de la persona cuyo futuro nos inquieta.

Hoy, el santo Evangelio nos presenta a familiares y amigos de Zacarías e Isabel, padres de Juan Bautista, haciéndose esta misma pregunta ante el futuro del niño recién nacido. Pero las circunstancias son muy distintas. En el caso de Juan Bautista, la pregunta no nace de la habitual oscuridad humana ante el futuro, sino de la constatación de los signos que hacían pensar en una especial protección divina ya desde el nacimiento.

En primer lugar, Juan saltó en el vientre de su madre Isabel cuando ésta recibía el saludo de la Virgen María que, gestante ya por obra del Espíritu Santo, acudía a casa de su prima para ayudarle en su situación.

En segundo lugar, la sorpresa de que Zacarías e Isabel coincidieran por separado en el nombre que debían poner a su hijo, a pesar de que el Padre había quedado mudo antes de que Juan fuera engendrado, apoyó la sospecha fundada de que “la mano de Dios estaba con él” (Lc. 1, 66). Así nos lo cuenta el santo Evangelio.

2.- ¿Qué mensaje nos proponen estos hechos?

Dios llama y prepara, desde el vientre materno, a quienes ha elegido eternamente para ser ministros suyos en la vida familiar, en la vida social y política, en el ámbito cultural o laboral, en la vida consagrada, en el quehacer pastoral o apostólico, en el culto sagrado, etc.

A pesar de ello, Dios no quiebra la libertad de aquellos a quienes llama, ni somete irreductiblemente el mundo entorno para que nada se oponga al desarrollo vocacional.

Quien ha sido llamado y preparado por Dios, deberá dar una respuesta en la que cada uno es insustituible y libre ante el Señor. Y, para ello, corresponde a las personas en su singularidad aportar el esfuerzo que requiere abrirse a la llamada de Dios, discernir lo que Dios le pide, cultivar su espíritu en orden al cumplimiento del encargo o de la vocación recibida, y suplicar humildemente, a lo largo de su vida, la gracia necesaria para mantenerse fiel hasta el final. Pero, como la experiencia nos advierte de tantas infidelidades como podemos cometer hasta oponernos al mismo Dios (eso es el pecado), se explica, por una parte, el sufrimiento de los padres ante la inseguridad de lo que será su hijo. Y, por otra parte, se puede entender que, en el caso de Juan Bautista, y a la vista de los signos que rodearon su nacimiento, la pregunta acerca del futuro del niño diera ya por sentado que iba a ser una persona especialmente significada ante el Señor y ante el Pueblo escogido.

La lección clara que se deduce de este pasaje evangélico es esta: Debemos poner en manos de Dios la vida de los niños, como ocurre en la Iglesia mediante el Bautismo. Y, como sabemos que la libertad es un don de Dios y un riesgo a la vez cuando queda en nuestras manos, deberemos cuidar con todo interés, el proceso educativo de los niños, encomendándolos al Dios constantemente, y procurando, por todos los medios legítimos, defenderlos de las influencias contrarias a una buena educación, vengan de donde vengan. En este difícil quehacer, del que los padres son los primeros responsables, todos debemos sentirnos llamados a respetar la voluntad paterna, y a colaborar desinteresadamente con ellos desde una clara y manifiesta rectitud de intención. En estos momentos históricos en que vivimos, la libertad educativa de los padres se encuentra con especiales dificultades ambientales y estructurales ante las que no debemos adoptar una actitud pasiva.

Este es un buen momento para hacernos de nuevo esta pregunta: ¿qué será de este niño si lo abandonamos a intereses desaprensivos o a planificaciones ideológicas apoyadas en el poder político? Sin agresividades, pero con clarividencia; sin encerramientos ofuscados sino abiertos al diálogo; y sin cansancio, pero sabiendo recurrir a las ayudas pertinentes, debemos asumir, la responsabilidad que permita a los niños, adolescentes y jóvenes, descubrir los más amplios horizontes que ofrece el Señor para vivir, conocer el camino de la auténtica libertad, y andar por esta vida sin miedo, sin complejos, y con esperanza.

3.- Hay ocasiones en las que el Señor deja percibir determinados signos de su elección respecto de una persona. Pero esto ocurre escasas veces. Sin embargo, todos, cristianos o no, somos llamados por Dios a la vida en plenitud.

Dios no ha creado a nadie superfluamente; y a nadie ha dejado al margen de sus sabios y justos planes. La creación, que es obra del amor infinito de Dios, no puede quedar al margen de su inteligencia infinita, ni de su amorosa intencionalidad divina.

A cada uno corresponde, pues, la tarea de indagar, hasta descubrir la vocación que le ha correspondido. En este proceso juega un papel muy importante una adecuada educación y el oportuno asesoramiento.

A cada uno, corresponde fundamentalmente tomar conciencia de que Dios cuenta con él o con ella, y de que ninguna vida queda al margen del amor y de la intervención divina. Cuando la fe está viva y bien orientada, no es difícil descubrir los signos de la llamada divina.

Cuando falta la fe, y la vida discurre de espaldas a Dios, no solamente se oscurecen los signos de la vocación de Dios, sino que se termina fundamentando la propia vida exclusivamente sobre lo que cada uno descubre por sí mismo, sobre las conclusiones de la propia experiencia, o sobre lo que prometen las apariencias o las ilusiones puramente terrenas.

Esto plantea un serio problema para lograr el verdadero desarrollo personal, para construir la convivencia social sobre el respeto al prójimo y a los valores fundamentales, y para lograr el verdadero progreso de los pueblos. La razón es muy sencilla. Si somos criaturas de Dios, y lo somos, es Dios mismos quien ha establecido las leyes fundamentales que han de regir la vida de las personas y el respeto a las instituciones. A este conjunto de orientaciones grabadas en la misma raíz de la existencia humana, llamamos ley natural. A ella corresponden y en ella se apoyan los llamados derechos fundamentales. Por eso, estos derechos, entre los que cuentan el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, el derecho a la libertad religiosa y a la libertad de educación, el derecho a la iniciativa social, etc, son derechos anteriores a cualquier legislación, y merecen el máximo respeto por parte de los padres, de los educadores, de los legisladores, y de los que están llamados a trabajar por el recto ordenamiento de la vida de los pueblos.

Cuando no se cumple ese respeto, como está ocurriendo, lamentablemente, en nuestra sociedad civil a instancias de algunas intervenciones políticas, se hace más necesaria que nunca la voz del cristiano, consciente y competente, en defensa de aquello que es constitutivo de la persona, y sin lo que la sociedad no puede avanzar en el auténtico humanismo y en la justicia, basados en la verdad.

Cualquier supuesto o pretendido avance al margen de los derechos fundamentales, lleva a la deshumanización de las personas, a la reducción de horizontes, al totalitarismo, y a un ofensivo sometimiento de las personas e instituciones bajo el ejercicio desordenado del poder.

4.- Ante situaciones muy parecidas, Juan Bautista levantó la voz y ofreció un valiente y claro testimonio, manifestando limpiamente las prioridades que debían ser atendidas. Todos sabemos que mantener esta postura le reportó la admiración de quienes se abrían a procesos verdaderamente razonables -nunca opuestos a la fe ni exclusivamente vinculados a ella- Incluso el mismo Herodes le tenía aprecio porque era hombre honrado y sabio. Eso nos enseña la fuerza que tienen la verdad y de la rectitud de vida. Dicha enseñanza debe ayudarnos a ejercer una necesaria y bien pensada crítica ante el error o la manipulación que cierran el camino a la verdad, a la justicia y a la esperanza. Crítica que debe permanecer ajena a toda animosidad, abierta al diálogo, sostenida por la paciencia, y comprometida seriamente con el bien de todas las personas y de la sociedad en la que vivimos.

Dicha actitud, incompatible con egoísmos personales, debería brillar en los cristianos, instándonos a un serio compromiso en los ámbitos familiares, políticos, educativos, etc. Este compromiso requiere, en muchos casos, compartir puntos de vista, análisis y proyectos, puesto que nadie se basta a sí mismo. Por eso la Iglesia promueve las asociaciones cristianas en los distintos ámbitos de la vida familiar, profesional y social. Nadie confunda esto con la pretensión de promover asociacionismos políticos o sindicales de identidad y nombre cristiano. Eso no es posible, como lo ha enseñado el magisterio de la Iglesia y como ha demostrado la historia.

Defender y extender la verdad evangélica, iluminando cristianamente el orden temporal, es tarea imprescindible que corresponde, fundamentalmente, a los seglares. Corren tiempos en que, sin tremendismos ni derrotismos, debemos entender que urge asumir, con especial decisión y confianza, el deber de conocer la verdad del evangelio, y de vivir y manifestar con humildad y gallardía, al mismo tiempo, cuanto ello significa y comporta para el justo ordenamiento social.

No podemos olvidar a este respecto, que este compromiso llevó a S. Juan Bautista al martirio. Aunque sabemos que la coherencia evangélica no lleva necesariamente a dicho extremo a los cristianos que actúen dentro del orden legal en un Estado de derecho, sí es verdad, en cambio, que el compromiso cristiano puede llevar a trances difíciles y ciertamente incómodos. Pero, cuando se juega el derecho a la vida, a la libertad religiosa, a la libertad de educación, etc., y cuando están en juego los mismos conceptos de persona, de libertad, de educación y hasta de democracia y de progreso, no podemos cambiar la primogenitura por un plato de lentejas.

Queridos hermanos: nada sería más injusto que dejar entender que estos comportamientos cristianos pueden llevarse a término como simple conclusión de unos convencimientos creyentes. Necesitamos la ayuda de Dios. Y esa ayuda llega a través de la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios, del diálogo con el Señor en la oración, de la práctica del sacramento de la penitencia, que nos enfrenta con la verdad de nosotros mismos y de nuestras intenciones, y de la participación en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía que es el Pan de vida y el alimento del peregrino.

A ello nos llama ahora el Señor.

Pidamos a S. Juan Bautista que, como patrono de nuestra ciudad y como titular de la Catedral metropolitana, símbolo de la vida cristiana y de la unidad eclesial de nuestra querida Archidiócesis, interceda por nosotros ante el Señor, y nos alcance la gracia de la fe, de la fidelidad, de la coherencia y de la valentía, confiando en la fuerza del Espíritu Santo.

QUE ASÍ SEA

Homilía de Monseñor Santiago García Aracil en el día del Corpus

"Sin la Eucaristía fácilmente se siente la lejanía de Dios"

* En esta fiesta parece cumplirse aquello de que "la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular"(Mt. 21, 42). Efectivamente; cuando el Señor Jesús manifestó a las multitudes que le seguían que Él era el pan de vida, que su carne era verdadera comida y su sangre verdadera bebida (cf. Jn. 6, 55), y que el que no comiera su carne no tendría vida (Jn. 6, 53), todos le dejaron, aunque muchos habían presenciado el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, y habían podido deducir que Jesucristo era verdadero Dios. Muchos, incluso, le tomaron por loco. Sin embargo, el pueblo sencillo, penetrado del profundo sentido que el Misterio de la Eucaristía tiene para nuestra vida como fuente de su auténtico sentido y esperanza, comenzó a aclamarlo, a venerarlo, y a pedir que la Iglesia valorara esta devoción y que le concediera un espacio festivo en el calendario eclesial.

* Ante este acontecimiento, es fácil entender que el Espíritu obra en el corazón del pueblo cristiano; y que la Iglesia, impulsada por el Espíritu de Dios, guardara un espacio festivo para conmemorar y honrar en un día destacado la grandeza de este Misterio cristiano. No en vano, el calendario eclesial, tiene como centro el Domingo, y como cumbre de su curso diario y semanal la celebración de la sagrada Eucaristía. Por eso estamos reunidos hoy en este templo catedralicio, centro de la vida litúrgica de la Archidiócesis.

* Por todo ello, la Eucaristía, fuente, centro y culmen de la vida de la Iglesia y de toda la vida cristiana en los bautizados, debe constituirse en especial objeto de reflexión y contemplación. Y cual sea nuestra vinculación personal con este divino sacramento debe ocupar un lugar importante y frecuente como punto de revisión sincera por parte de cada uno.

* Con mucha frecuencia se oyen lamentos ante las dificultades y adversidades con que se encuentra el cristiano hoy para vivir su identidad propia, por fuerza del ambiente y de las corrientes ideológicas que batallan contra ella. La única forma de hacer frente a todo ello con optimismo, sin miedo y con esperanza, hasta llegar a permanecer firmes en la fe y a ser verdaderos apóstoles, es precisamente llenarse de Dios. Y no hay otro modo mejor que participar en la Eucaristía, según nos enseña Jesucristo diciéndonos: "El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él"(Jn. 6, 54). Ésa es la razón por la que los primitivos cristianos se reunían cada Domingo para celebrar la Eucaristía. Y decían: sin el Domingo no podríamos vivir.

* Se habla mucho hoy de lo decrépito que está el cristianismo en muchos lugares. Y se constata el descenso de la práctica dominical. Ambas cosas pueden ir unidas. Pero la recuperación de la vida cristiana, la práctica de un apostolado valiente en medio del mundo, el crecimiento en la respuesta a la llamada vocacional del Señor al sacerdocio y a la vida consagrada, la recuperación de la familia en su verdadera configuración, y la experiencia gozosa de lo que Dios supone en nuestra vida, está dependiendo fundamentalmente de la participación en la Eucaristía, comulgando el Cuerpo del Señor y dejándose orientar por su palabra y por su fuerza.

* Sin la Eucaristía, es muy difícil mantener un hábito de oración; y sin oración, el Señor parecerá cada vez más lejano y extraño, y pronto se terminará programando la vida de espaldas a Dios; esto es, se terminará haciendo de la vida un peregrinaje hacia la penuria cristiana, hacia el relativismo moral, hacia la desesperanza trascendente, y hacia un materialismo ciego y destructivo. Cuando el espíritu adolece de vida sobrenatural, la existencia pierde sentido y la felicidad parece cada vez más lejana y hasta inasequible.

* Sin la Eucaristía, el ejercicio de la caridad para con lo más débiles y necesitados pronto se convierte en una simple estrategia de asistencia social que, en lugar de ayudarnos a ver el rostro de Dios en los pobres, y de presentarles la Iglesia como la madre comprensiva que les ofrece la salvación integral, fácilmente se termina ocultando la propia pertenencia a la Iglesia, ejerciendo una crítica ciega contra ella, y considerando secundario y hasta opcional participar en los Misterio de Dios presentes y activos en la Sagrada Liturgia.

* Sin la Eucaristía, el apóstol termina llevando hacia sí y no hacia Dios a las personas a las que se acerca desde supuestas motivaciones evangelizadoras.

* Sin la Eucaristía fácilmente se siente la lejanía de Dios o se termina instrumentalizando la desconocida paternidad divina como una excusa, o como un recurso para vulgarizar a Dios, sometiéndolo a los esquemas humanos en lugar de crecer hacia él en sentido de trascendencia y en verdadera fidelidad.

Los monjes y monjas, signo profético


Carta a los fieles de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz con motivo de la Jornada Pro Orantibus

Mis queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares: [...]

En la Fiesta de la Santísima Trinidad, la Santa Madre Iglesia nos invita cada año a fijarnos en la dedicación de los varones y de las mujeres que consagran su vida a la contemplación de los misterios del Señor, desde la clausura, sumidos en el silencio meditativo y en la oración que acompaña al trabajo cotidiano con el que proveen a su propio sustento.

La estructura y vida de los monasterios, en contraste con el ajetreo propio del mundo exterior, es un remanso de paz. Allí todo queda supeditado a la alabanza divina y al cultivo de la vida sobrenatural. Frecuentemente suscitan cierta curiosidad, e incluso el deseo de penetrar en su interior hasta conocer directamente la vida que transcurre dentro de sus muros.

Muy lejos de toda cobardía ante el mundo, y de cualquier forma de comodidad que pretenda escapar de las preocupaciones familiares y sociales, la vida monacal está tejida con los fuertes hilos de la ascesis personal y del rigor en la disciplina individual y extrema. Ambas actitudes y comportamientos, asumidos desde el principio, contribuyen sustancialmente a la convivencia comunitaria y a la fidelidad vocacional.

Por todo ello, si esta peculiar forma de vida cristiana es observada y valorada desde afuera y desde las categorías del bienestar y de la atención preferente a lo inmediato y placentero, es muy posible que no se la entienda, y que se la considere anacrónica o carente de sentido. No extrañe, pues, que muchos aboguen, desde esa errónea perspectiva, por una urgente modernización de la vida monacal acercándola, progresivamente, cuanto menos, a los estilos de quienes viven su consagración en medio del mundo, como es el caso de muchos religiosos y religiosas y de muchos seglares pertenecientes a Institutos de vida consagrada o asociaciones de vida apostólica.

El avance y la correcta modernización de la vida monacal no se consiguen reduciendo o suprimiendo las exigencias propias de la clausura, del silencio, del tiempo dedicado a la meditación y a la oración, a la propia formación y al trabajo realizado en la clausura. La actualización de los monasterios y de la vida de las comunidades que los habitan debe centrarse, por una parte, en el debido acontecimiento de los lugares de Culto sagrado, de trabajo, de los espacios de encuentro comunitario, de descanso y de expansión tan necesarios para la convivencia comunitaria, y para el equilibrio psicológico y espiritual de sus miembros. [...]

La vida de los monjes y de las monjas debe de ser un especial signo profético del valor de la trascendencia y de la necesidad que el mundo tiene de silencio y de reflexión, de poner la mirada en Cristo nuestro Señor y Salvador, y de lo importantes que son para la vida de la iglesia, la oración, la contemplación, la dimensión comunitaria, la ascesis y, sobre todo, la celebración reposada e interiormente participada de los Misterios del Señor.

En esta Jornada tan eclesial, dedicada a los miembros de las comunidades monacales, debemos pedir al Señor que ayude a sus miembros a velar por el mantenimiento y promoción de los valores y estilos que configuran, desde su fundación, el perfil propio de cada monasterio. Que sus dirigentes y asesores no confundan el progreso y actualización de los monasterios, con la difuminación de sus características fundamentales y de las tradiciones que arropan el desarrollo vocacional de sus miembros. Manteniéndose claramente en ello no se alejan del mundo en el que viven, ni lo desprecian como si en él no reconocieran más que peligros y males. Por el contrario, siendo fieles a su propia identidad y manteniendo las formas y quehaceres que les caracterizan, cultivan y potencian el clima y los medios necesarios para ser, en medio del mundo, espacios de intensa dedicación al Señor. Así pueden acudir a ellos, confiando plenamente en su competencia, los que buscan una certera orientación en el camino del Señor, y quienes necesitan el apoyo de la oración y la luz de un consejo fruto de la experiencia de Dios lograda en el silencio meditativo y en la unión mística con Él, cultivada en la Eucaristía, en la contemplación y en la oración constante.

Queridos hermanos y hermanas; es muy importante que descubramos el lugar insustituible que tienen en la Iglesia las Comunidades de vida contemplativa, y la responsabilidad que nos compete en su defensa y promoción. Debemos tomar especial conciencia de ello, precisamente en estos tiempos en que se unen la influencia de corrientes laicistas y secularizantes, y la escasez de vocaciones a la vida consagrada. El Santo concilio Vaticano II nos ayuda a ello recordándonos que "los Institutos de vida contemplativa, por sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones, tienen importancia máxima en la conversión de las almas, siendo Dios mismo quien, por la oración, envía obreros a su mies, abre las mentes de los no cristianos para escuchar el Evangelio y fecunda la palabra de Salvación en sus corazones". (SG.40).

Oremos todos, pues para que el Señor bendiga los monasterios de clausura, para que despierte los corazones de quienes Él llama a la Vida monástica, para que acreciente en todos nosotros el aprecio y la defensa de la Vida contemplativa y nos haga sensibles ante la rica aportación que ofrecen a la gran tarea de la expansión del Reino de Dios. [...]