HOMILÍA EN LA FIESTA DE S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos miembros de la Prelatura del Opus Dei,
y miembros colaboradores,hermanas y hermanos todos:

1.- En la oración inicial de la Santa Misa, hemos reconocido ante el Señor que la santidad y el apostolado constituyen dos dimensiones inseparables de toda vocación de Dios sobre cada uno. Sin embargo, muchas veces, dejándonos llevar de una apreciación equivocada pero diluida en el ambiente, consideramos que la santidad es un heroísmo reservado a quienes el Señor dota de unas cualidades especiales. Del apostolado, y por motivos muy semejantes, pensamos que es tarea de los que pueden ir por delante porque cuentan con el propio testimonio de rectitud y fidelidad. Al mismo tiempo, se piensa con frecuencia, que el apostolado es tarea de quienes disponen de tiempo para dedicarse a obras especiales de adoctrinamiento u orientación en favor del prójimo.

Estas impresiones, están bastante extendidas entre los cristianos. Afectan incluso a muchos de los que, en el ámbito de los conceptos o de la teoría, piensan que la santidad y el apostolado son un deber de todos. Con estos criterios o sensaciones podemos vernos abocados a la decisión de seguir al Señor y de aprovechar su gracia, pero dentro de ciertos límites de prudencia humana, y sin estridencias, sin desentonar demasiado respecto de los ambientes en que vivimos.

Es verdad que estas actitudes no suponen encender una vela a Dios y otra al diablo, pero no cabe duda de que están muy en la línea delos comportamientos del joven rico. Cuando el Señor le pidió que se tomara las cosas en serio y sin tapujos ni concesiones a la concupiscencia, bajó los ojos entristecido y se marchó.

2.- El Magisterio solemne de la Iglesia, fiel transmisor del espíritu evangélico y, por tanto, de la enseñanza de Jesucristo, nos dice en el Concilio Vaticano II: “El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: (Mt. 5, 48)” (LG. 40).

No obstante, la inercia social puede llevarnos fácilmente a lamentables errores de apreciación en cuestiones importantes, con muy serias repercusiones en nuestra vida. Uno de estos posibles errores es la convicción generalizada de que las cosas importantes requieren estrategias y acciones sobresalientes, más o menos llamativas, pero, en cualquier caso, muy notables. Esta es una conclusión a la que puede llegarse por contagio, puesto que vivimos inmersos en un ambiente a todas luces competitivo y servilmente admirador de los grandes éxitos, de los premios, de los triunfos claramente reservados a personas especialmente dotadas. Con esta mentalidad es fácil creer que la llamada a la santidad queda reservada a personas especialmente dotadas para grandes gestas. Ante ello, si reconocemos nuestra pequeñez y experimentada debilidad, lo propio sería retirarse a los campos de una santidad de segundo orden, que viene a ser como una hermana de la tibieza o de la mediocridad. Y, como ello no sacia nuestro corazón, podemos ir acercándonos, por ese camino, a la decepción de nosotros mismos y al desánimo, o a una actitud acomodaticia que no sirve más que para salvar las apariencias. Tengamos en cuenta que este comportamiento, pronto o tarde, se descubre, y ocasiona esos juicios de hipocresía o de contemporización, que muchas veces se vierten contra los cristianos.

3.- Ante todo ello, es el Señor quien sale al paso y, no consintiendo que nos resignemos a la mediocridad o al fracaso, nos dice: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar” (Lc. 5,4). Aunque esta orden del Señor pudiera parecernos un tanto desconsiderada porque nuestros esfuerzos anteriores no pudieron alcanzar los frutos deseados, como ocurrió a los apóstoles durante toda la noche entregados a la pesca, S. Pedro nos da una clara y sabia lección, respondiendo al Señor: “por tu palabra, echaré las redes” (Lc. 5, 5).

Queridos hermanos: la santidad no es cosa nuestra aunque en ella debamos agotar todas nuestras fuerzas, proyectos e ilusiones. La santidad es un don de Dios que el Señor concede a quienes toman la firme decisión de abandonarse a sus manos confiando en su palabra. Por tanto, puede acceder a la santidad quien acepta, por la fe, la llamada de Dios; puede alcanzar la santidad quien invoca la gracia del Espíritu Santo y toma la decisión de ponerse en camino confiando en la palabra del Señor que nos convoca a la perfección como comportamiento lógico de los hijos del Padre celestial que es Santo.

Desde esta perspectiva, la santidad, además de ser una llamada universal, es una posibilidad universal. A la vez, la santidad está tan a la mano de cada uno como en nuestras manos está, con la ayuda de Dios, hacer bien lo que nos corresponde hacer cada día y en cada momento.

4.- La santidad está reñida con exhibiciones heroicas y con la sospecha de que se puede alcanzar con la superficialidad y premura con que se buscan los éxitos fáciles.

La santidad consiste en vivir todos los días disponiéndose a escuchar y atender la palabra de Dios, a entregarse a la contemplación y a la acción, a realizar bien el trabajo propio dondequiera que cada uno lo tenga, a servir caritativamente al prójimo cualquiera que sea quien esté a nuestro lado, sin buscar prójimos extraños más o menos destacados o exóticos. Con ello, y sin más, podemos avanzar en el camino de la santidad, siempre que, a todo ello, nos mueva el amor a Dios y el deseo de serle fiel, como él ha sido fiel a su promesa de salvación universal aún a costa de la vida de Cristo su Hijo nuestro Señor.

La santidad es fruto, además, y por tanto, de la constancia, de la paciencia con nosotros mismos, de la capacidad de aceptar nuestras debilidades y de recurrir al perdón del Señor, infinitamente misericordioso.

La santidad, que es propia de los hijos de Dios, es posible, pues, para los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, como nos dice hoy S. Pablo en la segunda lectura.

5.- San Josémaría entendió bien este mensaje, y no solamente alcanzó la santidad por la que hoy damos gracias a Dios, sino que buscó la forma de orientar hacia ella a quienes le escuchaban. Por eso, con su conocido lenguaje y estilo, escribía: “¡A ver cuando te enteras de que tu único camino posible es buscar seriamente la santidad. Decídete –no te ofendas- a tomar en serio a Dios. Esa ligereza tuya, si no la combates, puede acabar en una triste burla blasfema” (Surco, 650). Y, advirtiendo acerca de la frecuente y sutil tentación de acomodarse al mundo, por la enorme presión que ejercen las miradas y los juicios ajenos, añade: “Te juegas la vida por la honra...Juégate la honra por el alma” (Surco, 614).

6.- Debemos estar muy atentos a la inmensa paradoja que nosotros mismos podemos construir como posible conclusión de una mirada parcial a la realidad. Esto es: estamos llamados a la santidad para transformar el mundo, y pretendemos excusar nuestro mediocre empeño en ser santos, precisamente en las dificultades que opone a ello el mal del mundo en que vivimos. Tendremos que pensar mejor las cosas. A saber: si es Dios quien nos ha llamado a la santidad y nos ha convocado a ser luz del mundo y sal de la tierra; si es Dios mismo quien nos ha creado, nos conoce mejor que nadie, nos ha dotado con las cualidades necesarias para cumplir con su voluntad en el medio propio de cada uno, y nos ha colocado en el jardín de Edén, que este mundo, para que lo guardemos y cultivemos, para que lo transformemos y lo ofrezcamos a Dios como gratitud por sus inmensos dones, no podemos excusar nuestra mediocridad y nuestra falta de entrega para la transformación del mundo precisamente en el hecho de que se n os opone con sus males, porque para vencer esos males nos ha enviado el Señor.

Muchas veces nos puede el miedo ante el peligro, o ante el dudoso resultado de nuestras acciones. Podemos decir que eso es muy humano y explicable. Pero también deberemos aceptar por la fe, que Dios no pide a nadie nada que sea superior a sus fuerzas. Y deberemos tener muy presente que, entre esas fuerzas, el Señor mismo ha puesto su ayuda misma. Por eso nos dice: “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os ayudaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (---).

La duda acerca de qué posibilidades tenemos para mantenernos en la lucha es tan explicable, en determinados momentos, como lo es, en otros, la duda acerca de cual sea nuestra propia vocación concreta. La Santísima Virgen sale a nuestro encuentro con su propio testimonio. No nos extrañe la duda que nace de nuestra limitación. Cuando María recibió el anuncio de su maternidad, sintió y manifestó, con sencillez y claridad, los interrogantes que brotaban instintivamente en su mente y en su corazón. Pero cuando entendió que el Espíritu de Dios iba a actuar en ella, entendió por la fe que todo era posible en ella puesto que el Señor lo quería.

Pidamos al Señor, por medio de la santísima Virgen, Madre suya y Madre nuestra, que aumente nuestra fe para creer sin reservas que nuestra santidad es voluntad expresa de Dios. Sólo así podremos decir, como María: “Hágase en mí según tu palabra” (---). Sólo así rezaremos al Padre en momentos de oscuridad o de debilidad, diciendo confiados: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”(---).

Unámonos en esta plegaria alentados por la indudable intercesión de San Josémaría, apóstol de la santidad que propuso como camino hacia ella, el esmero en el trabajo de cada día. Concluyo con un breve pero elocuente consejo suyo: “Es misión nujestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica” (Surco, 500).


QUE ASÍ SEA.

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