DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos seglares:

Creo que forma parte de la experiencia de todos la memoria de que nos impresiona más la dureza o dificultad de lo que se nos pide, que la bondad o el valor de lo que se nos regala. Esto es explicable: son tantas las ansias de felicidad y de bienestar, que todo nos parece poco; todo lo bueno llega a parecernos que es lo natural y debido para nosotros. Pensando así, no debe extrañarnos que nos produzca una fuerte impresión lo que nos cuesta, lo que nos exige esfuerzo continuado, lo que solo se alcanza con el sacrificio. Por ello, ante las dificultades, tendemos a sortearlas buscando un camino más fácil para lo que buscamos, o poniendo en duda el que sea necesario realizar o alcanzar lo que requiere nuestro sacrificio en cualquiera de sus formas. Y con facilidad nos preguntamos interiormente, o interpelamos a quienes nos recuerdan la necesidad de luchar sin denuedo por alcanzar la verdad, por conseguir el bien, y por mantenernos en la fidelidad: ¿por qué hay que soportar estas pruebas? ¿Por qué debemos hacer esto que nos cuesta? Y, si nos dicen que tal o cual precepto, cuyo cumplimiento requiere un esfuerzo considerable, es la voluntad de Dios, en algunas ocasiones llega a entrar en crisis la justicia y la existencia misma de Dios.

Ante esta grave tentación, presente en la historia de la humanidad cuando se nos exige un esfuerzo, o cuando se nos pide abandonarnos a la voluntad de Dios, el Señor sale a nuestro encuentro, como hizo con Moisés en la zarza que ardía sin consumirse, y nos manifiesta su grandeza y su autoridad para que aceptemos lo que nos enseña y lo que nos pide, y creamos en la verdad de lo que nos promete. “El Dios de vuestros padres me envía a vosotros”. Y ese Dios no es un ídolo, ni un ser limitado: Si te preguntan qué autoridad tiene ese Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, les dirás: “Yo soy el que soy” Esto es: el que no necesita de nadie para ser, para existir, para obrar. Yo soy por mí mismo. Yo soy infinito, y así es mi sabiduría, mi bondad, mi poder y mi amor por vosotros. Esto, dicho para nosotros hoy, podría traducirse con estas palabras: Yo soy el que te ha creado, el que te ama infinitamente, el que ha entregado a su Hijo a la muerte en la cruz para que tu pudieras vivir eternamente feliz; yo soy el que vuelca su misericordia y su paciencia constantemente sobre ti , y te busco y te oriento constantemente para que no te pierdas; Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas; yo soy el camino, la verdad y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, porque yo soy la resurrección y la vida.

Queridos hermanos: es necesario que nos paremos alguna vez, y pensemos serena y apaciblemente en Dios, en la grandeza de Dios, en la bondad de Dios, en el interés de Dios por nosotros. Solo entonces seremos capaces de creerle firmemente y de obedecerle con plena fidelidad. Solo entonces llegaremos a descubrir la verdad de nuestra vida y el valor del Evangelio para alcanzar la plenitud en la salvación. Solo entonces resonarán en nuestros oídos como un verdadero consuelo y como una llamada a unirnos al Señor, esas palabras que hoy nos brinda el salmo interleccional como un acto de fe: “El Señor perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura” (Sal. 102).

El descubrimiento de la grandeza, de la bondad, del amor y de la justicia de Dios, han de ser los móviles de nuestra conversión y la indicación que oriente nuestra vida hacia la plenitud cumpliendo la voluntad del Señor que se nos manifiesta en los Mandamientos y en la propia vocación.

Es cierto que el Señor es paciente y misericordioso. Pero también es cierto que es justo y juez nuestro. Por eso nos está invitando constantemente a que pongamos de nuestra parte lo que corresponde. Por la fe sabemos que, incluso para que seamos capaces de poner lo que está de nuestra parte, Él mismo nos ayuda.

Aprovechemos, pues, la ocasión, y acudamos humilde y confiadamente al Señor. Pongamos en sus manos nuestros deseos y limitaciones, nuestros buenos propósitos y nuestras infidelidades, nuestras esperanzas y nuestras dudas de fe. Pongamos en manos de Dios lo que somos y lo que desearíamos llegar a ser. Pongamos ante Él nuestras ilusiones y nuestros momentos de oscuridad; nuestras torpezas y nuestros buenos propósitos; y pongamos en sus manos nuestra vida y el deseo de serle fieles aprovechando su inmensa misericordia. Así aprovecharemos debidamente la gracia de haber nacido y el regalo de su divina Providencia que nos llama, nos recoge, nos perdona, y nos ayuda a ordenar nuestra vida en el amor y en la paz.

QUE ASÍ SEA

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