PRIMER DOMINGO DE CUARESMA 2010

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, querido diácono, hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

Celebramos hoy el primer Domingo del tiempo de Cuaresma que comenzó el Miércoles de Ceniza.

En contraste con el brillo festivo de la Navidad, aún reciente, parece que entramos en un período de dolor, de tristeza, de sacrificio y penitencia, que no son vivencias apetecibles a simple vista.

La liturgia de la Iglesia parece retirar los signos de gozo y alegría. Se suprime el himno del gloria en la misa; el sacerdote se reviste de ornamentos morados; los cantos litúrgicos ponen en nuestros labios expresiones de súplica aparentemente angustiada por el reconocimiento de nuestros pecados; al sentirnos abrumados con su lamentable carga invocamos la misericordia infinita de Dios. Y el final de este período celebrativo nos pondrá de lleno ante la dura Pasión y la horrible muerte de Jesucristo en la que hemos tenido parte por nuestras infidelidades.

Sin embargo, la auténtica celebración de la Cuaresma, lejos de sumirnos y anclarnos en la tristeza, en el pesimismo o en la exclusiva conciencia de nuestra maldad, nos lleva al gozo más profundo e interior; nos lleva a gozar de la esperanza en la promesa de Salvación que el Señor cumplirá en los misterios de la redención. Con este horizonte consolador y estimulante, que dibuja ante nosotros la palabra de Dios proclamada hace unos instantes, todos los esfuerzos por lograr nuestra conversión, todo el dolor que debemos sentir por nuestros pecados, todo el reconocimiento de nuestra propia miseria, de nuestra limitación y de las traiciones e incoherencias que han salpicado nuestra historia, quedan siendo simples recuerdos de un pasado.

La Gracia de Dios, alcanzada por Jesucristo para nosotros va a borrarlos y a transformarlos en salvación.

El amor que Dios nos tiene y la infinita misericordia que brota de ese amor, siempre son más grandes que nuestros pecados. Por eso cuando oímos a través de los labios del profeta el anuncio del perdón de Dios, ese perdón que tanto necesitamos se convierte en una seguridad que hace brotar en el corazón la ilusionada confianza en una vida agradable al Señor, y en un mundo mejor.

La palabra de Dios a través del Salmista, se hace promesa de Salvación. La salvación va más allá de un mero perdón; éste no llegaría a transformarnos interiormente y nos dejaría abandonados a nuestra propia condición débil y pecadora. En cambio, la obra del Señor en nosotros, por la fuerza de su acción redentora, nos introduce en el ámbito de los cuidados amorosos de Dios. Dice el Señor a través del Salmista: “No se acercará la desgracia, ni la plaga llegará hasta tu tienda, porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos” (Sal 90)

La desgracia es la perdición; y desgracia sería que se truncase nuestra vida sin alcanzar la plenitud en el desarrollo que corresponde a nuestra vocación personal.

Es desgracia, también, dejar de percibir la verdad y el bien y nuestra capacidad de alcanzarlos.

Desgracia es, al fin y al cabo, no penetrarse de la convicción de que, con la ayuda de Dios y con nuestro esfuerzo, podemos crecer en amistad y en cercanía al Señor hasta gozar de su intimidad en esta vida y de su compañía eterna y feliz en el cielo.

Esa desgracia no llegará a nosotros, porque el Señor nos garantiza la tutela de sus ángeles que nos guardan en los caminos. La tutela angélica, que llega a nosotros por acción de la Iglesia y de sus Pastores, nos recuerda constantemente que vale la pena todo esfuerzo por lograr la propia conversión y por llegar a término en la búsqueda de la virtud. De ello nos da una preciosa lección el Santo Evangelio mostrándonos las grandes tentaciones que muchas veces ciegan nuestra conciencia, abandonándonos al fracaso en la espera de una aparente felicidad que no acaba nunca de llegar.

Esa anhelada felicidad no alcanzada siembra en el espíritu la ansiedad insaciable y el pesimismo. Ambas vivencias inclinan el ánimo hacia la evasión, huyendo de la frustrante sensación que puede embargarnos. Y, si el intento de evasión no llega a insensibilizarnos, podemos llegar, también, a la desesperación, dominados por la humillante decepción que aumenta nuestra propia debilidad.

Frente a todo ello, y contemplando nuestra realidad cultural y social, que ha convertido en el fin principal para muchos el simple bienestar material, Jesucristo nos dice, sumido en el hambre después de cuarenta días de ayuno: “No solo de pan vive el hombre”; esto es: no corresponde al hombre, como alimento de vida, la sola oferta del disfrute material o sensible; es necesario, también, el alimento del espíritu que nos ofrece la palabra de Dios y su acción misericordiosa.

Frente a la ambición, que puede llevarnos a doblar la rodilla de modo vergonzoso ante promesas humanas carentes de garantías, el Señor nos recuerda que sólo a Dios nuestro Señor debemos adorar, tributándole el respeto, la veneración y la obediencia que nadie merece sino Dios.

Frente a la tentación de la temeridad que puede hacernos soñar en acciones triunfalistas y beneficiosas, el Señor nos da a entender que esas imaginaciones, esas posibles invitaciones al éxito fácil que marginan la verdad de Dios y el sentido auténtico de nuestra existencia, no son más que tentaciones del demonio mentiroso, que llega a nosotros de formas muy diferentes, y que se hace sentir en los momentos de mayor debilidad.

En consecuencia, a nosotros corresponde meditar en lo que Dios nos ofrece, en la falacia de las tentaciones que pretenden distraernos del verdadero camino; y, recabando la ayuda del Señor, nos corresponde hacer el propósito de caminar por la senda del Evangelio.

Jesucristo es la Verdad suprema y el único camino que nos conduce a la Vida por la senda de la conversión, animados por la esperanza en su promesa de salvación.

Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo favorable al reconocimiento de nuestros errores y pecados. Reconozcamos la Cuaresma como un tiempo de gracia para nuestra conversión, convencidos, como hoy nos dice san Pablo, que “todo el que invoca el nombre del Señor se salvará” (Rom 10, 13).

Con este convencimiento de fe, abramos nuestro corazón a la esperanza y vivamos con decisión los misterios del Señor a cuya preparación nos invita y nos acompaña la Iglesia.


QUE ASÍ SEA

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