HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL CORPUS CHRISTI - 2011

Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos miembros de la Vida Consagrada, y hermanos seglares todos:

La palabra de Dios nos invita en esta tarde a reflexionar sobre un punto decisivo para la vida de la Iglesia. Veamos,

1.- La Iglesia es una familia, una grey, un pueblo. Cada una de estas imágenes nos habla de la unidad que permite a la Iglesia presentarse ante el mundo como una realidad compacta; como el Cuerpo Místico de Jesucristo. La división y las contraposiciones restan siempre credibilidad. Algunas veces puede incluso producir escándalo.

Sin embargo, sabemos que entre los humanos resulta muy difícil permanecer unidos. Las diferencias, que dan a conocer la riqueza de la variedad convergente en la unidad esencial, se convierten con frecuencia en un motivo de discrepancias no fácilmente conciliables. Esto se debe, sobre todo, a dos motivos. Uno de ellos es la torpeza y la debilidad humana.

2.- En muchas ocasiones no alcanzamos a descubrir el valor y la fuerza de cohesión que lleva consigo lo esencial. No acabamos de distinguir lo esencial, de lo accidental, la verdad fundamental, de lo opinable. Cuando el hombre se halla en esta situación y llega a encontrarse con la verdad que le trasciende; cuando, absorto en su propia visión de las cosas que considera la adecuada, se encuentra con el anuncio de la vida de Dios, que no podemos someter ni demostrar plenamente con la razón, crece el conflicto interior. En ese momento no cabe más que doblar humildemente la cerviz ante lo que trasciende el corto alcance de la razón por sí misma, o menospreciar todo cuanto le desborda. En cambio, existe frecuentemente una postura que podríamos considerar intermedia: la que consiste entonces en n o negar la trascendencia, pero no aceptarla valientemente en toda su radicalidad. Con ello se sitúa la persona en una tibieza de fe acomodaticia a las limitaciones de la propia razón y a las influencias de un ambiente volcado sobre lo tangible y racionalmente demostrable. Entonces se abre un campo de experiencias verdaderamente desconsolador porque no llega a poner su confianza plena en Dios y en la consiguiente trascendencia que debía embargar su vida dándole sentido, y, al mismo tiempo, se choca con la realidad mundana cuya esencial limitación le deja permanentemente insatisfecho.

3.- Esta es la situación de distintas personas y grupos que dicen creer en Jesucristo y no terminan de aceptarle como verdadero Dios, dueño y Señor de cuanto existe, y fuente y maestro de la vida y de la esperanza. No olvidemos que esta situación se da en muchos miembros de la Iglesia. Es debida, entre otros factores, a una gran falta de formación y a un vacío en lo que a la experiencia de Dios se refiere. Con este hecho ha de enfrentarse la nueva evangelización. Mirando bien lo que supone la plena inserción de todas estas personas y grupos en la fe viva y verdadera esencial a la Iglesia y a sus miembros, se entiende que el Beato Juan Pablo II Papa hablara de la necesidad de nuevos bríos, de nuevos métodos y de nuevo lenguaje.

Lo que importa ahora, de lo referente a estas reflexiones, es el hecho de que los miembros de la Iglesia manifiestan cierta discrepancia interna en cosas importantes, y cierta división de posturas a la hora de actuar en el mundo. Los signos de unidad eclesial quedan empobrecidos por ello, y la capacidad de acción apostólica o evangelizadora pierde fuerza y capacidad de convicción.

4.- Tan importante es la Unidad en la Iglesia para salvar su identidad y misión, que Jesucristo, orando con sus Apóstoles después de la última cena pide al Padre “que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Urgidos por la imperiosa necesidad de predicar el Evangelio de Jesucristo, como el mayor y mejor servicio de salvación que podemos ofrecer al prójimo, no tenemos más remedio que procurar la unidad entre todos los que creemos en Jesucristo como el Señor y Salvador de la humanidad. De ahí la importancia de los esfuerzos en favor del ecumenismo y, consiguientemente, el deber de orar por la unión de los cristianos.

5.- Pero, como acabo de apuntar, el problema puede resultar mayor y menos comprensible cuando las discrepancias se manifiestan y operan en el seno de las comunidades cristianas integradas en la Iglesia católica. Esas diferencias pueden darse en lo opinable y en lo que corresponde a la responsabilidad y a la libre iniciativa de cada persona y de cada grupo. La Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica así nos lo enseña. Tenemos claras muestras de ello en la diversidad de ritos que obedecen a distintas tradiciones litúrgicas; en las distintas opciones que nos presenta el Misal Romano para la celebración de la Eucaristía; en las diferentes tradiciones de la piedad popular que obedecen a la idiosincrasia de los pueblos y al momento histórico en que se desarrollan como expresión espontánea de la fe y devoción del pueblo cristiano.

Pero junto a la pluralidad que enriquece, el Magisterio de la Iglesia insiste constantemente en la importancia de la comunión eclesial, sin la cual pierde fuerza el testimonio de los bautizados, que son sus miembros.

6.- Pues bien, para creer y crecer en la unidad fundamental, en la comunión esencial en la que se armonizan los diversos carismas, es necesario que pongamos nuestra atenta mirada y nuestra devota admiración en la Sagrada Eucaristía. San Ignacio de Antioquía nos dice que, así como de muchos granos de trigo se forma un solo pan, que consagrado viene a ser verdaderamente el Cuerpo de Jesucristo sacramentado, así también, de muchos miembros que somos los cristianos, se forma la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Pero esta enseñanza de San Ignacio no termina en lo que acabo de referir, sino que este pastor santo y preclaro de la Iglesia, a partir de este ejemplo, nos llama a entender que la unidad eclesial se logra participando correctamente de la Eucaristía. En esta tarde nos lo recuerda San Pablo diciéndonos: “El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10, 16). Recibiendo debidamente el Cuerpo de Cristo se realiza en nosotros lo que el Señor nos anunció diciendo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56). Inhabitación que es unión con el Señor, por la cual llega a nosotros la salvación según enseña el mismo Jesucristo: “si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

La unidad en lo esencial, la comunión eclesial, y el enriquecimiento mutuo gracias a los carismas que propician las diversas singularidades queridas por Dios, se logra participando de la Eucaristía. Así nos lo enseña san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Cor 10, 17).

7.- En esta tarde de oración litúrgica preparatoria a la gran fiesta de la Eucaristía, pidamos al Señor que nos ayude a valorar el sacrificio y sacramento de la Eucaristía, y a participar de él humilde y devotamente, dispuestos a que el Señor nos lleve a la unidad en la comunión eclesial, y a ser apóstoles de esa unidad absolutamente necesaria en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia.

QUE ASÍ SEA

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